27 septiembre 2006

 

Capítulo I A Bonares (Mi pueblo).

Vito, en su Renault 18 —con más sellos de la ITV en el parabrisas que aspirinas en la Bayer—, salió a las cuatro de la madrugada para Sevilla. Subió al AVE de las seis de la mañana para llegar a primera hora y aprovechar bien el día. Su idea era estar justo el tiempo que le llevara entregar los cincuenta currículos, que calculó en dos días máximo. Así sólo tendría que pasar una noche en Madrid. Del viaje en el AVE no se enteró; nada más sentarse en el asiento le pidió cuentas el madrugón, y las saldó inmediatamente: veinticinco minutos antes de la salida se quedó dormido como un tronco. No se despertó en todo el trayecto.
El sobresalto experimentado por la llamada de la azafata le endosó a un colega que desde ese momento lo iba a acompañar, como rémora (estorbo), sin habérsele presentado: el atolondramiento (falta de serenidad y reflexión —por intrusión en territorio desconocido).
Haciéndole un desaire a la Estación de Atocha —le dio la espalda—, decidió dirigirse, sin poder ocultar que la ansiedad (estado de inquietud del ánimo) lo ahogaba en aquella selva cosmopolita que había invadido sin entrenamiento adecuado, hacia un rumbo elegido al azar: Paseo Recoletos hasta el final de la Castellana.
Cuando pasó junto al Estadio Santiago Bernabéu se detuvo frente a él. Sus ojos resplandecían. Disimuladamente le hizo una reverencia, porque es más merengue que don “Manué” bético (Manué: Don Manuel Ruiz de Lopera es Presidente del Real Betis Balompié).
Durante el paseo no dejaba de subir y bajar la cabeza, recorriendo con su mirada todas las fachadas de los edificios.
Al pasar junto a un indigente, que como demostraba el canapé de celulosa (trozo de cartón) sobre el que estaba sentado había pasado la noche en la acera, éste le dijo:
—¡Bienvenido, cateto! Qué, buscando un pisito, ¿no?
—<<¡Que gracioso —pensaba Vito—, y que hijo de puta eres, jernoso mamón! (hernoso. en Huelva: apestoso)>>.
Tal como vestía, nadie podía dudar de su paletismo: chaquetón de skay (materia sintética que imita la piel) negro, chaqueta burdeos, camisa gris claro, corbata verde chillón, pantalón azul, y zapatos negros que gritaban que no habían visto el betún desde que salieron de la fábrica.
La escupida presea (alhaja o cosa preciosa) recibida del ingeniero recaudador de impuestos caritativos al paso, le afectó tanto que la moral se le puso en huelga. Continuó caminando cabizbajo (que tiene la cabeza inclinada hacia abajo, por melancolía, abatimiento, etc.), preguntándose si no había sido un error el viaje.
Desmoralizado decidió volverse a la estación. Al llegar a un paso de peatones, cruzó la avenida para evitar encontrarse, de nuevo, con el indigente. A mitad de camino, ya con el sol pasándose en su fulgor (resplandor, brillo propio) no pudo aguantar más el chaquetón de cuero, o skay, o quizás de plexiglás (coloquial: plástico). Puso la cartera en el suelo entre las piernas, apretándola con los tobillos y mirando a todos lados, por si alguien se la quitaba; pensando: <"Porque en la capital ya se sabe>>. Al despojarse de él, se lo colocó doblado en el antebrazo izquierdo, cogiendo la cartera con la mano derecha, y murmuró (hablar entre dientes manifestando queja o disgusto) recriminándose:
—¡Un desgrasiao va a poder conmigo!
Se enderezó (poner derecho) con rabia. Estranguló el asa del maletín, y le pegó un pellizco al cuello del chaquetón sin quitárselo del antebrazo. Inhaló (tomó, aspiró) brutalmente aire, ahogando a los pulmones, por lo que exhaló (echó, despidió) inmediatamente parte de la cantidad tomada, para poder respirar normalmente y descargar toda la tensión que portaba en ese momento. Al finalizar el ejercicio de relajación, levantó la mirada, presentándosele un majestuoso edificio: fachada construida con ventanales de espejo que, con el reflejo del sol, parecían bocas de nichos mortuorios reventados por almas en rebelión emitiendo rayos resplandecientes como si fuera el nacimiento del fin del mundo. Vito no pudo evitar cerrar rápidamente los ojos; el encandilamiento recibido fue tan brutal que lo dejó ciego. Recuperada la visión, observó que a la izquierda y la derecha de la puerta principal, que era tan ancha y alta como la pirámide de Keops, había clavados más letreros de empresas que leyendas en los retretes públicos. La puerta principal estaba abierta; a ambos lados del trecho que existía entre ésta y la segunda, que era de cristal y se encontraba cerrada, formaban militarmente plantas exóticas.
—¡Copón, vaya edificio de oficinas! —exclamó sorprendido, a la vez que acojonado por tanto lujo—. ¿Y si entro ahí y los reparto? —tres pasos fueron suficientes para detenerse—. ¿Entro o no entro? —se preguntó, nerviosamente en voz baja, desde el bordillo de la acera, que era tan ancha como la calle principal de su pueblo. Él solo se animaba—: ¡Venga valiente, adelante, que ahí no se comen a nadie, y tú sí necesitas trabajar para quitar a tus viejos del campo!
Por fin se decidió. Caminaba erguido, luchando por disimular los nervios. Empujó la hoja derecha de la puerta de cristal, tan gruesa que le costó trabajo abrirla. El suelo, de mármol blanco, brillaba tanto que Vito se veía reflejado como en un espejo. Cinco pasos más y, a la derecha, vio una mesa de madera, color caoba, en la que había: una centralita de teléfono, una agenda abierta por los días veinticinco y veintiséis, un marco de madera que guardaba una fotografía de un hombre vestido de militar con un bigote a lo Pancho Villa, un bolígrafo Bic azul, un cenicero en el que reposaba un cigarro recién encendido, y un cepillo para la ropa. Detrás de la mesa una silla, con apoyabrazos, tapizada de terciopelo rojo.
Vito miró a su alrededor buscando al inquilino. Ante el infructuoso intento, se acercó a la mesa, posó la cartera en el suelo y esperó sin dejar de rebuscar con la mirada. Lo primero que pensó fue que si la fachada, la entrada y la portería eran así, cómo serían las oficinas.
—¡Quién pudiera trabajar aquí! —murmuró Vito.
—¿Decía? —oyó detrás.
—¡No, nada! —respondió insultado Vito.
—¿Qué desea? —le preguntó el que él supuso que era el portero por su vestimenta, con gorra de plato y todo, y también porque lo identificó como el que estaba en la fotografía sobre la mesa.
—¡Buenos días! —respondió Vito. A la vez que pensó—: <<¡Que cara de foca jodía tiene este tío!>>.
—¿Buenos días? ¡Serán buenas tardes, porque las agujas de mi Rolex de oro indican que hace ya quince segundos que las doce han pasado! —le dijo el portero con autoritaria guasa.
—¡Es verdad! —exclamó con cara de tontaina para demostrarle que asumía su error—. No sé como no me he dado cuenta, ¡buenas tardes! —pensando—: <<¿Tanto tiempo llevo paseando? Así tengo los pinreles (pies), más recalentaos que los del “Fugitivo”>>.
—Bueno, por si no lo sabe tengo mucho trabajo… —le decía mientras pasaba las hojas de la agenda que, por cierto, estaban todas en blanco—, ¡no puedo estar perdiendo el tiempo! ¿Qué desea? —le volvió a preguntar el portero, al mismo tiempo que se sentaba en su, para él, poltrona (butaca ancha y cómoda) de mando.
Vito, ante tanta opresión, le contestó con un tartamudeo pusilánime (falto de ánimo, cobarde o tímido):
—De_de_deseaba entregar mi currículo en éstas oficinas. ¡Claro, si…!
Le cortó el portero:
—¡Joder, con tanto hablar con usted se ha consumido mi cigarro! —miró a Vito moviendo la cabeza.
Vito le correspondió con una sonrisa idiota.
—¡Déme uno! —exigiendo—. Es que no quiero comprar, ¿sabe?, porque me fumo todo el paquete del tirón y no me va bien para los pulmones —le dijo el portero autoconvenciéndose de lo que dijo.
—Lo siento, no fumo. Yo es que… —Vito intentaba quedar bien, pero el portero le volvió a interrumpir.
—¡Vaya, otro antihumos! —exclamó, mientras golpeaba las diez yemas de los dedos sobre su pulcra mesa.
Vito alucinaba.
—¿Sabe?... —señaló a Vito firmemente con el dedo índice de la mano derecha.
La cara de Vito era todo un poema.
—… Todos ustedes, sí, los antihumos, seréis culpables de la locura en la que entraremos todos los hombres de verdad, de los que ya no quedan; sí, sí, los fumadores, ¡ahora nada más que hay palomos paticojos (mariquitas)!
Vito no sabía ya como ponerse.
—¡Pues —continuaba refunfuñando el portero—, sí que llevo la mañana bien!
Vito resopló, preguntándole tímidamente:
—¿Cómo puedo entregar mi currículo aquí?
—¿En qué empresa lo quiere entregar? —le preguntó el portero, como si nada hubiera dicho anteriormente.
—En todas las que pueda —respondió Vito, con tono rogativo de disculpa.
—¡Oiga —puso mirada de vaquero matón—…
Vito volvió a recuperar la sensación de reo bajo la horca.
—…, aquí existen —recalcándolo— más de cien empresas!
Vito, con un movimiento rápido y sin saber de dónde le salió la fuerza, levantó la mano derecha pidiendo audiencia.
—¡Jodío!
A Vito la exclamación lo embalsamó. No reaccionaba. Continuaba con la mano levantada.
—¡No me irás a cantar, ahora, el Cara al sol, porque ya quedamos pocos de esos! ¡Jajajaja!
La burla enojó a Vito. Continuaba tragando quina (tragar quina: aguantar, sufrir), pero reaccionó:
—No, no. Simplemente levanté el brazo para pedir la palabra.
El asentimiento, con la cabeza, del portero le dio la venia (licencia para ejecutar una cosa).
Antes de responderle Vito, pensó:
—<<Éste es tan cabronazo como el indigente de antes.>>
Después de garraspear (también carraspear. Aspereza en la garganta, que enronquece la voz), dijo:
—Mire, yo traigo cincuenta… —le volvió el miedo—. ¿Los puedo entregar todos aquí? Como hay cien empresas…, ¿no? —esperaba respuesta con cara de inocente y boca de culo de pollo desplumado.
El portero lo miró de reojo y apretando los labios.
Vito se estremeció, lo veía venir.
El portero pegó un puñetazo en la mesa y gritó:
—No es mi trabajo, pero como no hay que ser muy listo para darse cuenta de que no es de por aquí, déjemelos sobre la mesa, que luego los repartiré. ¡Yo, yo, yo solito! ¿Eh, eh, eh?
Vito, con los ojos abiertos como platos, no reaccionaba. Desconcertado ante el “¿Eh, eh, eh?”.
—¡Ya veo que no se entera! No sé cómo será su currículo, hijo, pero usted está falto de luces, o ¿no?... —como Vito seguía en las mismas, le volvió a vociferar—: ¡No le he dicho que repartir los…!, por cierto, ¿se dice currículo o currículum?
—Se puede decir —Vito tragó saliva— currículo o currículun vitae, pero… —nueva interrupción del portero.
—¡Vale, vale, vale, déjese de sermones de listillo! Decía que repartir los… ¡como coño se llamen! no es mi trabajo y eso quiere decir… —esperaba respuesta, que no llegó—, ¡joder, que cortito! ¡Vale, se lo diré más claro! —tomó aire.
Vito, inconscientemente, se encogió.
—Que como no es mi trabajo…
El gesto de Vito era de no entender nada.
—… ¡Joder! Que me tendrá que invitar a algo para pagarme el detalle, ¿no?
—¡Sí, sí, por supuesto! —nervios incontrolados—. Lo que usted diga —rápidamente sacó de la cartera los cincuenta recoge calvarios docente-profesional, y los puso sobre la mesa, mientras mentalmente oraba:
—<"No me fío, pero ¡que sea lo que Dios quiera!>>
Inesperadamente el portero se levantó y reverenció a un señor, que llegaba de la calle con un puro como un misil, bailándole entre los labios. En la reverencia dobló tanto la cerviz que casi se pega un cabezazo sobre la encimera de la mesa. Todo para gritarle:
—¡Buenos días, señor don Julián!
Vito volvió a entrar en desarreglo mental.
—¡Buenos días! —le contestó don Julián, que por lo bajini, pero audible para los dos, espetó (decir a uno algo que causa sorpresa o molestia): ¡Que pelota es este hombre!
Lo que le faltaba escuchar a Vito; no había salido del desarreglo mental y ahora esto.
—<"Será falso el tío éste —pensaba—. A mí, que si buenas tardes, que si mi Rooooolex, que si… Se ha estado cachondeando de mí…, ¡será becerro!, que no, que no, que no me fío.>> —con indecisión quiso recoger los currículos, pero fue demasiado tarde.
El portero los cogió de la mesa y los tiró, con malas maneras, sobre la centralita de teléfono.
—Pues… —mirando a Vito— ya se puede marchar tranquilo, eso sí, no se olvide de la forma de pago. En cuanto salga, coja a la derecha, y justito aquí al lado está mi tasca (taberna) favorita. Solamente me deja pagado un pincho de jamón de Jabugo; sí del 5J…
Ahora lo interrumpió Vito:
—Sí, de Sánchez Romero Carvajal, ¿no?
—¡Oiga, pues no es tan inculto como yo creía! ¡Sí señor, de ése, de ése! Espera… también un pincho de salmón ahumado; otro de caña de lomo, pero que sea del mismo cerdo que el jamón, ¡jajaja!, y un biberón (botella pequeña) de Rioja; ellos saben el que a mí me gusta.
—De acuerdo —risita simulada, mientras pensaba—: <<¡Cacho lambuzón (que come con exceso y con ansia). Un cerdo es más educado que este hambrón>> —rápidamente le dijo—: Muchas gracias por todo —tono desconfiado—. Los currí…
—He dicho que los repartiré, pero no se olvide de hacer correctamente el recado que le he dado, ¡eh! —se dio media vuelta y mientras se alejaba por un pasillo le dejó otra pullita—: ¡Espero que tenga buena memoria para que no se olvide ningún pincho!
—¡Agradable, el tío! —Vito hablaba solo—. Espero que no me engañe. Vito, págale el almuerzo a ése, y ¡echando leches pa Bonares! Ha sido más fácil de lo que esperaba. Aunque vaya elementos que hay aquí en Madrid. No servirá de nada, pero por lo menos lo he intentado. Como he terminado pronto aprovecharé para conocer algo de Madrid. Lo primero será ver el entrenamiento del Madrid. Cómo consiga un autógrafo de Raúl, mi amigo Guillermo me paga el viaje.
Próximo día 4 de octubre: Capítulo II

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