16 octubre 2006
CAPÍTULO IV
La camarera caminó hacia ellos contoneándose descaradamente; dejó una carta a cada uno; preguntándoles:
—¿De beber?
Vito preguntó con la mirada a Dolo, y ésta respondió:
—Birra.
La cara de Vito expresaba lo inexpresable. No porque no la hubiera entendido, sino porque le repateó el estómago tanta cursilería. Sin más, dijo:
—Dos cervezas, por favor —y pensó—: <"También es tontita y pijita. Está haciendo oposiciones para que me caiga mal. Mejor, así la olvidaré antes>>.
—Entonces, ¿no conoces Madrid? —le preguntó Dolo a Vito mientras se retiraba la camarera.
—No. Y creo que no lo…
—¡Señorita Dolores! —voz jovial (alegre, festiva) y extremadamente próxima a ellos que interrumpió a Vito—. ¿Por qué no me ha llamado antes de venir?
La voz procedía de un varón que apareció de improviso, junto a Dolo, a la que le tendía la mano derecha. El fulano vestía: Un pulcrísimo traje gris marengo (oscuro); camisa azul cielo; corbata burdeos, salpicada de lágrimas azules, verdes, y amarillas —seguramente todo de Armani—; zapatos negros, con cabetes (en Bonares: cordones de los zapatos); el pico de un pañuelo blanco, casi consiguiendo que pareciera un clavel, en el bolsillo junto a la solapa; y los gemelos, sin duda de oro macizo, imitando dados del tamaño de los cubitos de hielo de los que venden en las gasolineras.
Ella le correspondió igualmente.
La admiración con que trataba a Dolo le extrañaba mucho a Vito. Imposible pedirle que no pensara:
—<"Cómo la trata. ¡Joder, con la camarera Dolores! Dolores de cabeza me está dando>>.
—¿Cómo se encuentra su padre? Hace tiempo que no viene por aquí —dijo el señor elegante a Dolo.
—Está muy bien. Lleva más de ocho meses fuera. Seguro que cuando vuelva vendrá por aquí —le contestó Dolo.
—¡Será un honor! Me alegro mucho de verla. Deseo que la comida sea de su agrado. Gracias por la visita. Estoy dentro a su entera disposición. Salude a su padre en mi nombre —marchándose. Ni siquiera miró a Vito.
—Lo haré. Gracias.
La cara de Vito era todo un poema. No comprendía cómo todo un ricachón, porque seguro que era un ricachón, trataba con tanto respeto a una camarera, aunque trabajara en una buena cafetería, y a él le interrumpiera la conversación, además de ignorarlo totalmente:
—<"Mucha ropa cara, pero con menos educación que un chimpancé en celo. ¿A que va a ser verdad lo del alterne? Sin embargo, le ha preguntado por su padre como si lo conociera de toda la vida. No sé, no sé. Pero también le ha dicho que está dentro a su entera disposición. Sí, sí, ha dicho "entera" —pensaba mientras de reojo veía la cara de alegría que le regalaba Dolo al maniquí seboso—. No hay que ser muy lúcido para entenderlo. Esta muchacha es un sendero de sorpresas tenebrosas. Como entre sola ahí, me largo>>.
—Es el dueño del restaurante —decía, con toda naturalidad, Dolo a Vito—. Un tipo estupendo.
—¡Ah! ¿Es que vienes a menudo por aquí?
—No con mucha frecuencia, pero mi... —decía Dolo cuando la insistente pitada de un claxon, procedente de un deportivo rojo que estaba parado junto al bordillo de la acera, frente a ellos, la interrumpió; al descubrir el causante, muy nerviosa le dijo a Vito—: Perdona, Vito, no tardo —levantándose apresuradamente corrió, como si estuviera haciendo footing (joggin: correr a poca velocidad) hacia el coche.
A Vito le encantó como corría Dolo.
Al llegar al coche, Dolo se inclinó introduciendo medio cuerpo por la ventanilla.
Vito miraba asombrado al coche y a Dolo, dando rienda suelta a su imaginación:
—<"Qué pedazo de carro, y yo con un R-18. Bueno ya un R-8 porque el “1” se le ha gastado. Ella me gusta más que el cochecito rojo macarra ése. Me gusta por delante, por detrás, por la izquierda, por la derecha. ¡Qué piernas, qué culo! Esto es un sueño del que tengo que despertar cuanto antes. Este ambiente no es el mío, y ella cualquiera sabe. Si no, de qué tanto lujo encima; amigos ricos; su padre mucho tiempo fuera, ¡no será que se dedica al blanqueo de dinero, que está muy de moda! ¿Qué habrá visto esta preciosidad en mí para no estar con ese chuleta del coche y sí conmigo? —en ese momento se le cayeron encima los palos del sombrajo al ver a Dolo acercar su cara al fulano del deportivo—. ¡Joder, lo ha besao! ¡No me jodas! ¿Qué hago yo aquí? ¡Si ése debe ser su novio! Ojalá se cabree por estar ella almorzando conmigo, y así se la lleva y yo me largo cuanto antes —de nuevo se le vino todo lo que pensaba abajo al ver que el deportivo salió disparado quemando ruedas, y ella volvía con una normalidad meridiana (clarísima)—. Hasta caminando me gusta. No hay duda de que el novio se ha pirao cabreado. En el fondo me alegro. Si yo pudiera... ¡Despierta abombao, que esto no es lo tuyo! —de rabia se pellizcaba, tan fuerte, los muslos que el escozor le hizo acariciarlos para aliviarlos>>.
—¡Ya estoy aquí! —resopló—. ¿Por dónde íbamos? —preguntó Dolo al sentarse.
—No sé —resignación—. Con tantos admiradores, me he perdido —con retintín (tonillo al hablar para dar a entender más de lo que se dice).
—¡Jajajajaja! —rió Dolo poniendo un gesto tan simpático, limpio, y cariñoso, que Vito no pudo evitar mirarla fijamente a los ojos expresando una sonrisa con un embelesamiento (cautivar los sentidos) desmedido. A Dolo esa mirada le heló la sangre. Ninguno de los dos era capaz de pronunciar palabra. Daba la impresión de que Cupido los había embalsamado. Incluso se podía oler el enamoramiento. Sólo rompió el nirvana la camarera al dejarles los posavasos y dos copas grandes, recubierta por una pelusilla de nieve, con la cerveza. Llegada que los dos aprovecharon para esconder sus miradas tras el velo del aire, intentando ocultar sus sensaciones, porque lo que habían experimentado les gustó tanto que parecían dos gurripatos (pazguato, tontitos) enamorados.
La sirena de una ambulancia fue el maná (alimento que Dios envió milagrosamente a los israelitas en el desierto) que Vito suplicaba, para romper la gélida (helada, muy frío) atmósfera que les secuestraba el diálogo.
—¡Otra! —exclamó en voz alta Vito.
—¿Otra? —extrañadísima—. Pero ¡sí todavía no la has probado! —señalándole la cerveza.
—¡Otra cerveza, no! La sirena…, ¿no la oyes? —se acercó el índice a la oreja—. Las sirenas me ponen nervioso. ¿Por qué no anunciarán también incidencias alegres?
—Puede que lleve a una parturienta. Eso sí es un motivo de alegría —le razonó Dolo.
—Si no se muere en el parto —convencido razonamiento.
—¡Joder, eres pájaro de mal agüero (persona que acostumbra a anuncia que algo malo sucederá en el futuro)! —tono bronco—. ¿Para todo eres tan negativo?
—Es que desde que llegué esta mañana no han parado. Si no es la de la policía es la de los bomberos y si no es la de los bomberos es la de una ambulancia. ¡Es que no paran! Y claro, cada vez que suenan no es para avisarte de que te ha tocado la Primitiva.
Ella se tronchó de risa.
—En mi pueblo —continuó Vito— no se oye ni una. Alguna que otra vez, las oigo en la carretera cuando voy a la capital, o a Sevilla.
—¿En tu pueblo no hay ambulancia? —le preguntó Dolo extrañadísima.
—Pues la verdad es que no lo sé. Por lo menos una debe haber. Supongo que cuando sale con alguna urgencia no necesita comunicar a todo el pueblo que algo ha pasado o que alguien se ha puesto muy enfermo. No. En serio. Me imagino que como hay poco movimiento en las calles no necesitan conectar la sirena. Además, para informar a la población de cualquier desgracia ya se encarga, a velocidad telegráfica, la “Asociación, con Cum Laude, de Licenciadas en Zoilogía” (zoilo: crítico presumido, maligno, censurador o murmurador de las obras ajenas). ¡Son como las ambulancias! —recapacitó—. No. ¡Son mucho peores! No solamente pregonan los males ajenos sino que disfrutan con ellos.
—¡Jajajaja! De ése tipo de gente hay mucha suelta por ahí. Es normal que en un pueblo se note más que en una ciudad. Aunque no es correcto lo que estoy diciendo. Aquí es peor, porque además de comunicarlo a viva voz, te fotografían y sales en la primera página de cualquier revista. Volviendo a lo de las sirenas. Contéstame la verdad —pausa intrigadora—, con la mano en el corazón: ¿La policía de tu pueblo tampoco utiliza la sirena, o es que van en burro? —pitorreo al máximo.
—¡Me cago en la leche! ¡Has conseguido…! —Vito silenció su cabreo al sonar de nuevo el móvil de ella. Enojado le pasó el bolso.
Ella, después de un rato hurgando en el interior, lo sacó ya con la llamada activada.
—¿Sí?
—...
—¡Ah, perdona! Te llamo en un minuto —contestó Dolo poniendo el móvil encima de la mesa, diciéndole a Vito:
—Vamos a pedir la comida, y mientras nos la sirven haré una llamada —se levantó, entrando en el restaurante.
Vito acató (obedeció) la sugerencia de ella. Mientras la veía alejarse se machacaba los sesos pensando que qué prisas le había entrado de repente. Puso en marcha su batidora mental:
—<<¿Quién será el de la llamada? ¿Por qué va a llamar desde el teléfono del restaurante si tiene aquí el móvil? Se le habrá gastado la batería. ¡Vito eres tonto, no te acuerdas de lo que le dijo el dueño! “A su entera disposición”. ¡A llamar, dice!... ¡Que golfa!... Me voy ahora mismo… ¡Quieto ahí, que vuelve! Sí que es rápida en hacerlo. ¿Qué paparrucha (mentira) me contará ahora? —expandió al máximo su campo de visión para que no lo descubriera mirándole a los ojos—. ¡Esos ojitos tienen escrito de donde vienen! ¡Golfaaaa!>>.
Vito la ignoró al llegar. Se hizo el sueco esperando que ella dijera su correspondiente embuste (mentira disfrazada con arte).
—Vito, yo ya he pedido a Doroteo mí almuerzo. Ha sido fácil. Lo de siempre. Él ya sabe como me gusta que me lo hagan. Mientras yo hablo por teléfono léete la carta y eliges lo que te apetezca.
Vito cogió la carta con desagrado. Hacía como que la leía. Le era imposible centrarse:
—<<¡Qué golfa! —sudaba cubitos de hielo—. ¡No le importa decirme que él ya sabe como hacérselo! ¡No pierde el tiempo! —con los nervios se maniató (atar las manos) con la servilleta—. ¡Qué estoy haciendo! Vito, relájate. Ésta es un caso perdido. No ves que es una puta de lujo. Levántate y no le digas ni adiós>>.
—¿Te ocurre algo? —la pregunta lo volvió a la carta.
—¿A mí? —tono risorio ridículo.
Dolo cogió el móvil, mientras marcaba se retiraba a la acera que había fuera de la terraza.
A Vito le molestó que ella se retirara para hablar. Nuevo batido de pensares:
—<"Mira que soy pusilánime —serio reproche—. A mí que más me da lo que ella haga. Está tan buena que cruje —secó su frente con la servilleta—. A ella sí que le sudan las manos. Lo acordado es comer y marcharme. No me importaría secárselas, si con ello se las cojo. ¡Venga, Vito, a jartarse!, y de lo que sea más caro, ¡eh!, que paga ella. ¿Qué nos apostamos a que ya no me invita más? —frotándose las manos, colocó cara de pillastre (pícara, que no tiene crianza ni buenos modales) comenzando a leer la carta—. ¡Ostras Pedrín, qué precios! Pues pediré lo más caro para que se joda, se cabree, me insulte, me… Sí. Así me ofenderá, y ya tendré motivos para mandarla al carajo y olvidarla>>. A ver, a ver —se decía en voz baja, mientras pasaba el dedo índice por cada especialidad—. ¡Jo, treinta euros! Éste va a caer. ¡Casi mil duros antiguos, jejejeje! —se sonreía al estilo del Perro Pulgoso cuando oyó:
—¿Ya has elegido? —le preguntó Dolo.
—¿Qué? ¡Ah, sí! Esta vez has hablado poco. ¡Venga, va! Quiero un..., ¡nada, que se me ha olvidado! Con tantos platos raros no me aclaro. Será mejor que coma lo mismo que tú, ¿te parece? —le preguntó Vito.
—Pues no sé —mirada pensativa—. Pienso que no es una buena idea…
Vito arqueó las cejas.
—… Creo —continuó Dolo— que es mejor que el chef te haga una recomendación —levantó la mano indicándole a la camarera que se acercara.
—¿El chef también es tu amigo? —le preguntó Vito.
—No, sólo conocido. Doroteo es muy amable, además de excelente chef. Por eso le he pedido que me prepare lo de siempre.
—¿Ha sido a él…, no al dueño? —pregunta esperanzadora de su deseo.
—¿Al dueño? A Paco le pides un huevo frito y te envía, porque lo de servir no es lo suyo, un melocotón en almíbar. Para que te hagas una idea, le llaman “el Bota”, porque, según me contó mi padre, el abuelo de Paco era hijo bastardo de un estraperlista (dedicarse al comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado) con un cargo importante en el Gobierno, y para no darle su apellido, le dejó como herencia el negocio que tenía en exclusiva, que era ni más ni menos que la venta de botas al Ejercito. De ahí le vino el capital que tiene.
—¿Han decido lo que van a comer? —preguntó la camarera.
—No, pero… —decía Vito cuando Dolo le cortó, poniéndole cara de asco a la camarera.
—¡Llame al chef! —le ordenó rozando la grosería.
La camarera torció el ceño. En su marcha contorneaba el cuerpo, más que una serpiente de cascabel jarta hachís, provocando descaradamente a Vito, con la única intención de cabrear a Dolo.
—¡Será hija de puta! ¡No trago a esa guarra! ¡Cómo te siga provocando la rajo! —exclamó Dolo apretando los dientes.
—¡Jejejeje! —rió Vito, aunque en el fondo le repateaban los tacos que dijo Dolo.
—¡Y a ti te doy una tallina (paliza) si sigues con esa risita! —amenazó, muy enojada, a Vito.
—Señorita Dolores, ¿qué desea? —preguntó el chef consiguiendo distender (relajar) el ambiente.
—Gracias por venir. ¿Qué le puede ofrecer a mi..., bueno a él, para que no olvide nunca esta comida de encuentro inesperado pero añorado? —tono meloso (con dulzura).
—¿Puedo decir yo algo? —intervino Vito con cierta acritud. Los dos pusieron toda su atención—. Me puede preparar lo que quiera. ¡Menos! —haciéndole hincapié—. Menos marisco, porque yo estoy acostumbrado a comer marisco fresco, fresquísimo, y aquiiiiií… no hay gambas blancas de Huelva. ¡Mi tierra, para que usted lo sepa! ¡Ah!, no me puedo olvidar del jamón de pata negra de Jabugo, que supongo que sabrá que también está en Huelva. Así que no me ponga nada de eso que por aquí esa calidad la desconocéis.
El chef se retiró sin decir palabra.
Vito miró a Dolo gesticulando que no entendía la huída de éste.
En menos de un minuto volvió el chef con las manos en la espalda. Miró a Vito fijamente y, de sopetón, soltó sobre la mesa una cigala viva.
—¿Qué me dice de esto? —le preguntó a Vito.
Éste, cogiéndola con la mano, la levantó mirándola muy detenidamente. Daba la impresión de que quería hipnotizarla.
Dolo empujaba, hacia atrás, el respaldo de la silla por la impresión que le daba el bicho vivo.
Vito colocó su dedo índice sobre una mancha que tenía, la cigala, en la cabeza, y con fanfarronería preguntó:
—¿Ve este lunar?
Dolo y el chef se encogieron de hombros.
—Pues es el mismo —continuó Vito—, o sea, la misma cigala que le enseñaron a un amigo mío que vino a Madrid hace años. ¡Si, además está hasta despintada de lo vieja que es la pobrecita! ¡Los shows (espectáculos) que habrá hecho este animalito!
—¡Qué simpático es su amigo, señorita Dolores! —exclamó con cara de partirle la cigala en la cabeza a Vito.
Dolo sonrió tímidamente.
—Bueno, ¿por dónde íbamos? —intervino el chef—. ¡Ah, sí! Me pidió que el señor no olvide nunca esta comida. Pero…
Los dos lo miraron ante tan clara llamada de atención.
—…, con una única condición —y, antes de que alguno de ellos le preguntara, continuó—: No le diré ni el nombre ni los condimentos de los dos platos que le voy a servir. ¿Okay?
Los dos se miraron. Dolo, con un gesto, tuvo que persuadir (convencer) a Vito de que no era mala idea. Éste, con cara de desconfianza por lo que pudiera cocinarle el chef, movió la cabeza hacia la derecha y arrugando los labios aceptó de no muy buen agrado. Miró al chef, y exclamó:
—¡Lo que Dios quiera! —provocando una sonrisa en Dolo y el chef.
—No se arrepentirá —le contestó el chef; preguntándoles a continuación—: ¿Otra cerveza?
—¡Sí, gracias! —contestó Vito—. ¡Y otra, para ella!, que ésta ya está meona (que ha perdido la fuerza).
—Ingeniosa descripción —Dolo, con gracia—. ¿Qué, Vito? Entonces, ¿te gusta Madrid? —le preguntó Dolo.
—¡Gustarme!... Si no he visto nada. Bueno, nada no…
Ella, ante la espera de un nuevo piropo, le puso toda su atención.
—… He visto lo más hermoso del mundo…
Dolo tomó postura de inminente lanzamiento sobre él, pensando:
—<"De ésta no se escapa. Le voy a dar un beso que no olvidará en su vida>>.
—… Sí, un majestuoso monumento —miraba a Dolo fijamente— a la cultura de la humanidad…
—¡Ya! —se entrometió Dolo que no perdía la esperanza de que se trataba de ella, y, para disimular su presentimiento, le dijo: El Museo del Prado, ¿verdad?
—No —tajante—. El Estadio Santiago Bernabéu. Es…
—¡Ese monstruo de hormigón —le cortó ella— es la muestra de la incultura! ¡No te jode! —se comía los adentros.
—¡Ves! No soy capaz de asimilar que, con la sensibilidad que tenéis las mujeres, no seáis capaz de llorar ante el arte que demuestran tener algunos hombres en las extremidades inferiores.
—¿En las inferiores? —jactándose (alabarse presuntuosamente)—. ¡No hay uno que sepa utilizarlas, y eso que tenéis tres, jejejeje! ¡Vamos, arte! Pero ha venido bien, he conocido otra de tus debilidades. ¡Futbolero y merengón (hincha del Real Madrid), vaya regalito!
—¡Estaba de broma! —pensando—: <"Ésta tiene más tiros pegaos que la galería de tiro de la policía. ¡Y qué lengua, Dios, qué lengua!>> —continuando—: Ahora en serio. Me gustaría conocer un Café al que un tío mío iba cada vez que venía. Se llama… se llama —se estrujaba las sienes—, no sé si se llama, o se llamaba, porque después de tantos años seguramente ya no exista. A ver... Sí. El Café Gijón. Me lo describía tan detalladamente que seguro que no me sorprendería si lo viera.
El chef volvió con las cervezas.
—Pronto estará lista la comida —interrumpió el chef.
—¡El Café Gijón! —exclamó ella—. ¡Vito, hijo, si hemos pasado por la puerta cuando veníamos hacia aquí! —le regañó—. Luego, o mañana, podemos ir a verlo.
—¿Has dicho ma…? —intentaba preguntarle Vito, en el momento que vio al chef acercándose empujando un carrito-camarera, gran lujo, cargado a reventar. Miró a Dolo de tal manera que ella lo entendió claramente.
—Sí, eso es para nosotros —le dijo Dolo—. El chef nos atenderá personalmente, ¡todo un lujo!, y la camarera minifaldera atenderá a los demás. ¡Conmigo no puede esa guarra!
—¡Quieto y parao —le gritó Vito, muy serio, al chef—, que…
Dolo y el chef se paralizaron.
—… por ahí viene la Guardia Civil de Tráfico!
Los dos al no entender nada, lo miraron.
—¡Chef —Vito mucho más serio—, que lo van a multar por el P.M.A.!
Dolo y el chef estaban atónitos (sorprendidos).
—Lo digo por el carrito —aclaraba Vito—, que como va cargado a tope, seguro que sobrepasa el Peso Máximo Autorizado. ¡Jejejejeje!
El chef sonrió entre dientes.
Dolo le tiró uno de los capullos de rosa, insultándole:
—¡Eres un capullo!
A Vito no le gustó esa reacción. Entre el “Luego, o mañana”, y el piropo recibido, más que el piropo, la forma de decírselo; se derrumbó. Lo quiso arreglar dándole una tragantada a la cerveza, con tal ansia, que le rasgó la garganta de lo helada que estaba. Rápidamente dejó la copa, echándose la mano derecha al cuello, tan violentamente por el dolor que le había producido, que parecía que fuera a estrangularse.
—¿De beber?
Vito preguntó con la mirada a Dolo, y ésta respondió:
—Birra.
La cara de Vito expresaba lo inexpresable. No porque no la hubiera entendido, sino porque le repateó el estómago tanta cursilería. Sin más, dijo:
—Dos cervezas, por favor —y pensó—: <"También es tontita y pijita. Está haciendo oposiciones para que me caiga mal. Mejor, así la olvidaré antes>>.
—Entonces, ¿no conoces Madrid? —le preguntó Dolo a Vito mientras se retiraba la camarera.
—No. Y creo que no lo…
—¡Señorita Dolores! —voz jovial (alegre, festiva) y extremadamente próxima a ellos que interrumpió a Vito—. ¿Por qué no me ha llamado antes de venir?
La voz procedía de un varón que apareció de improviso, junto a Dolo, a la que le tendía la mano derecha. El fulano vestía: Un pulcrísimo traje gris marengo (oscuro); camisa azul cielo; corbata burdeos, salpicada de lágrimas azules, verdes, y amarillas —seguramente todo de Armani—; zapatos negros, con cabetes (en Bonares: cordones de los zapatos); el pico de un pañuelo blanco, casi consiguiendo que pareciera un clavel, en el bolsillo junto a la solapa; y los gemelos, sin duda de oro macizo, imitando dados del tamaño de los cubitos de hielo de los que venden en las gasolineras.
Ella le correspondió igualmente.
La admiración con que trataba a Dolo le extrañaba mucho a Vito. Imposible pedirle que no pensara:
—<"Cómo la trata. ¡Joder, con la camarera Dolores! Dolores de cabeza me está dando>>.
—¿Cómo se encuentra su padre? Hace tiempo que no viene por aquí —dijo el señor elegante a Dolo.
—Está muy bien. Lleva más de ocho meses fuera. Seguro que cuando vuelva vendrá por aquí —le contestó Dolo.
—¡Será un honor! Me alegro mucho de verla. Deseo que la comida sea de su agrado. Gracias por la visita. Estoy dentro a su entera disposición. Salude a su padre en mi nombre —marchándose. Ni siquiera miró a Vito.
—Lo haré. Gracias.
La cara de Vito era todo un poema. No comprendía cómo todo un ricachón, porque seguro que era un ricachón, trataba con tanto respeto a una camarera, aunque trabajara en una buena cafetería, y a él le interrumpiera la conversación, además de ignorarlo totalmente:
—<"Mucha ropa cara, pero con menos educación que un chimpancé en celo. ¿A que va a ser verdad lo del alterne? Sin embargo, le ha preguntado por su padre como si lo conociera de toda la vida. No sé, no sé. Pero también le ha dicho que está dentro a su entera disposición. Sí, sí, ha dicho "entera" —pensaba mientras de reojo veía la cara de alegría que le regalaba Dolo al maniquí seboso—. No hay que ser muy lúcido para entenderlo. Esta muchacha es un sendero de sorpresas tenebrosas. Como entre sola ahí, me largo>>.
—Es el dueño del restaurante —decía, con toda naturalidad, Dolo a Vito—. Un tipo estupendo.
—¡Ah! ¿Es que vienes a menudo por aquí?
—No con mucha frecuencia, pero mi... —decía Dolo cuando la insistente pitada de un claxon, procedente de un deportivo rojo que estaba parado junto al bordillo de la acera, frente a ellos, la interrumpió; al descubrir el causante, muy nerviosa le dijo a Vito—: Perdona, Vito, no tardo —levantándose apresuradamente corrió, como si estuviera haciendo footing (joggin: correr a poca velocidad) hacia el coche.
A Vito le encantó como corría Dolo.
Al llegar al coche, Dolo se inclinó introduciendo medio cuerpo por la ventanilla.
Vito miraba asombrado al coche y a Dolo, dando rienda suelta a su imaginación:
—<"Qué pedazo de carro, y yo con un R-18. Bueno ya un R-8 porque el “1” se le ha gastado. Ella me gusta más que el cochecito rojo macarra ése. Me gusta por delante, por detrás, por la izquierda, por la derecha. ¡Qué piernas, qué culo! Esto es un sueño del que tengo que despertar cuanto antes. Este ambiente no es el mío, y ella cualquiera sabe. Si no, de qué tanto lujo encima; amigos ricos; su padre mucho tiempo fuera, ¡no será que se dedica al blanqueo de dinero, que está muy de moda! ¿Qué habrá visto esta preciosidad en mí para no estar con ese chuleta del coche y sí conmigo? —en ese momento se le cayeron encima los palos del sombrajo al ver a Dolo acercar su cara al fulano del deportivo—. ¡Joder, lo ha besao! ¡No me jodas! ¿Qué hago yo aquí? ¡Si ése debe ser su novio! Ojalá se cabree por estar ella almorzando conmigo, y así se la lleva y yo me largo cuanto antes —de nuevo se le vino todo lo que pensaba abajo al ver que el deportivo salió disparado quemando ruedas, y ella volvía con una normalidad meridiana (clarísima)—. Hasta caminando me gusta. No hay duda de que el novio se ha pirao cabreado. En el fondo me alegro. Si yo pudiera... ¡Despierta abombao, que esto no es lo tuyo! —de rabia se pellizcaba, tan fuerte, los muslos que el escozor le hizo acariciarlos para aliviarlos>>.
—¡Ya estoy aquí! —resopló—. ¿Por dónde íbamos? —preguntó Dolo al sentarse.
—No sé —resignación—. Con tantos admiradores, me he perdido —con retintín (tonillo al hablar para dar a entender más de lo que se dice).
—¡Jajajajaja! —rió Dolo poniendo un gesto tan simpático, limpio, y cariñoso, que Vito no pudo evitar mirarla fijamente a los ojos expresando una sonrisa con un embelesamiento (cautivar los sentidos) desmedido. A Dolo esa mirada le heló la sangre. Ninguno de los dos era capaz de pronunciar palabra. Daba la impresión de que Cupido los había embalsamado. Incluso se podía oler el enamoramiento. Sólo rompió el nirvana la camarera al dejarles los posavasos y dos copas grandes, recubierta por una pelusilla de nieve, con la cerveza. Llegada que los dos aprovecharon para esconder sus miradas tras el velo del aire, intentando ocultar sus sensaciones, porque lo que habían experimentado les gustó tanto que parecían dos gurripatos (pazguato, tontitos) enamorados.
La sirena de una ambulancia fue el maná (alimento que Dios envió milagrosamente a los israelitas en el desierto) que Vito suplicaba, para romper la gélida (helada, muy frío) atmósfera que les secuestraba el diálogo.
—¡Otra! —exclamó en voz alta Vito.
—¿Otra? —extrañadísima—. Pero ¡sí todavía no la has probado! —señalándole la cerveza.
—¡Otra cerveza, no! La sirena…, ¿no la oyes? —se acercó el índice a la oreja—. Las sirenas me ponen nervioso. ¿Por qué no anunciarán también incidencias alegres?
—Puede que lleve a una parturienta. Eso sí es un motivo de alegría —le razonó Dolo.
—Si no se muere en el parto —convencido razonamiento.
—¡Joder, eres pájaro de mal agüero (persona que acostumbra a anuncia que algo malo sucederá en el futuro)! —tono bronco—. ¿Para todo eres tan negativo?
—Es que desde que llegué esta mañana no han parado. Si no es la de la policía es la de los bomberos y si no es la de los bomberos es la de una ambulancia. ¡Es que no paran! Y claro, cada vez que suenan no es para avisarte de que te ha tocado la Primitiva.
Ella se tronchó de risa.
—En mi pueblo —continuó Vito— no se oye ni una. Alguna que otra vez, las oigo en la carretera cuando voy a la capital, o a Sevilla.
—¿En tu pueblo no hay ambulancia? —le preguntó Dolo extrañadísima.
—Pues la verdad es que no lo sé. Por lo menos una debe haber. Supongo que cuando sale con alguna urgencia no necesita comunicar a todo el pueblo que algo ha pasado o que alguien se ha puesto muy enfermo. No. En serio. Me imagino que como hay poco movimiento en las calles no necesitan conectar la sirena. Además, para informar a la población de cualquier desgracia ya se encarga, a velocidad telegráfica, la “Asociación, con Cum Laude, de Licenciadas en Zoilogía” (zoilo: crítico presumido, maligno, censurador o murmurador de las obras ajenas). ¡Son como las ambulancias! —recapacitó—. No. ¡Son mucho peores! No solamente pregonan los males ajenos sino que disfrutan con ellos.
—¡Jajajaja! De ése tipo de gente hay mucha suelta por ahí. Es normal que en un pueblo se note más que en una ciudad. Aunque no es correcto lo que estoy diciendo. Aquí es peor, porque además de comunicarlo a viva voz, te fotografían y sales en la primera página de cualquier revista. Volviendo a lo de las sirenas. Contéstame la verdad —pausa intrigadora—, con la mano en el corazón: ¿La policía de tu pueblo tampoco utiliza la sirena, o es que van en burro? —pitorreo al máximo.
—¡Me cago en la leche! ¡Has conseguido…! —Vito silenció su cabreo al sonar de nuevo el móvil de ella. Enojado le pasó el bolso.
Ella, después de un rato hurgando en el interior, lo sacó ya con la llamada activada.
—¿Sí?
—...
—¡Ah, perdona! Te llamo en un minuto —contestó Dolo poniendo el móvil encima de la mesa, diciéndole a Vito:
—Vamos a pedir la comida, y mientras nos la sirven haré una llamada —se levantó, entrando en el restaurante.
Vito acató (obedeció) la sugerencia de ella. Mientras la veía alejarse se machacaba los sesos pensando que qué prisas le había entrado de repente. Puso en marcha su batidora mental:
—<<¿Quién será el de la llamada? ¿Por qué va a llamar desde el teléfono del restaurante si tiene aquí el móvil? Se le habrá gastado la batería. ¡Vito eres tonto, no te acuerdas de lo que le dijo el dueño! “A su entera disposición”. ¡A llamar, dice!... ¡Que golfa!... Me voy ahora mismo… ¡Quieto ahí, que vuelve! Sí que es rápida en hacerlo. ¿Qué paparrucha (mentira) me contará ahora? —expandió al máximo su campo de visión para que no lo descubriera mirándole a los ojos—. ¡Esos ojitos tienen escrito de donde vienen! ¡Golfaaaa!>>.
Vito la ignoró al llegar. Se hizo el sueco esperando que ella dijera su correspondiente embuste (mentira disfrazada con arte).
—Vito, yo ya he pedido a Doroteo mí almuerzo. Ha sido fácil. Lo de siempre. Él ya sabe como me gusta que me lo hagan. Mientras yo hablo por teléfono léete la carta y eliges lo que te apetezca.
Vito cogió la carta con desagrado. Hacía como que la leía. Le era imposible centrarse:
—<<¡Qué golfa! —sudaba cubitos de hielo—. ¡No le importa decirme que él ya sabe como hacérselo! ¡No pierde el tiempo! —con los nervios se maniató (atar las manos) con la servilleta—. ¡Qué estoy haciendo! Vito, relájate. Ésta es un caso perdido. No ves que es una puta de lujo. Levántate y no le digas ni adiós>>.
—¿Te ocurre algo? —la pregunta lo volvió a la carta.
—¿A mí? —tono risorio ridículo.
Dolo cogió el móvil, mientras marcaba se retiraba a la acera que había fuera de la terraza.
A Vito le molestó que ella se retirara para hablar. Nuevo batido de pensares:
—<"Mira que soy pusilánime —serio reproche—. A mí que más me da lo que ella haga. Está tan buena que cruje —secó su frente con la servilleta—. A ella sí que le sudan las manos. Lo acordado es comer y marcharme. No me importaría secárselas, si con ello se las cojo. ¡Venga, Vito, a jartarse!, y de lo que sea más caro, ¡eh!, que paga ella. ¿Qué nos apostamos a que ya no me invita más? —frotándose las manos, colocó cara de pillastre (pícara, que no tiene crianza ni buenos modales) comenzando a leer la carta—. ¡Ostras Pedrín, qué precios! Pues pediré lo más caro para que se joda, se cabree, me insulte, me… Sí. Así me ofenderá, y ya tendré motivos para mandarla al carajo y olvidarla>>. A ver, a ver —se decía en voz baja, mientras pasaba el dedo índice por cada especialidad—. ¡Jo, treinta euros! Éste va a caer. ¡Casi mil duros antiguos, jejejeje! —se sonreía al estilo del Perro Pulgoso cuando oyó:
—¿Ya has elegido? —le preguntó Dolo.
—¿Qué? ¡Ah, sí! Esta vez has hablado poco. ¡Venga, va! Quiero un..., ¡nada, que se me ha olvidado! Con tantos platos raros no me aclaro. Será mejor que coma lo mismo que tú, ¿te parece? —le preguntó Vito.
—Pues no sé —mirada pensativa—. Pienso que no es una buena idea…
Vito arqueó las cejas.
—… Creo —continuó Dolo— que es mejor que el chef te haga una recomendación —levantó la mano indicándole a la camarera que se acercara.
—¿El chef también es tu amigo? —le preguntó Vito.
—No, sólo conocido. Doroteo es muy amable, además de excelente chef. Por eso le he pedido que me prepare lo de siempre.
—¿Ha sido a él…, no al dueño? —pregunta esperanzadora de su deseo.
—¿Al dueño? A Paco le pides un huevo frito y te envía, porque lo de servir no es lo suyo, un melocotón en almíbar. Para que te hagas una idea, le llaman “el Bota”, porque, según me contó mi padre, el abuelo de Paco era hijo bastardo de un estraperlista (dedicarse al comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado) con un cargo importante en el Gobierno, y para no darle su apellido, le dejó como herencia el negocio que tenía en exclusiva, que era ni más ni menos que la venta de botas al Ejercito. De ahí le vino el capital que tiene.
—¿Han decido lo que van a comer? —preguntó la camarera.
—No, pero… —decía Vito cuando Dolo le cortó, poniéndole cara de asco a la camarera.
—¡Llame al chef! —le ordenó rozando la grosería.
La camarera torció el ceño. En su marcha contorneaba el cuerpo, más que una serpiente de cascabel jarta hachís, provocando descaradamente a Vito, con la única intención de cabrear a Dolo.
—¡Será hija de puta! ¡No trago a esa guarra! ¡Cómo te siga provocando la rajo! —exclamó Dolo apretando los dientes.
—¡Jejejeje! —rió Vito, aunque en el fondo le repateaban los tacos que dijo Dolo.
—¡Y a ti te doy una tallina (paliza) si sigues con esa risita! —amenazó, muy enojada, a Vito.
—Señorita Dolores, ¿qué desea? —preguntó el chef consiguiendo distender (relajar) el ambiente.
—Gracias por venir. ¿Qué le puede ofrecer a mi..., bueno a él, para que no olvide nunca esta comida de encuentro inesperado pero añorado? —tono meloso (con dulzura).
—¿Puedo decir yo algo? —intervino Vito con cierta acritud. Los dos pusieron toda su atención—. Me puede preparar lo que quiera. ¡Menos! —haciéndole hincapié—. Menos marisco, porque yo estoy acostumbrado a comer marisco fresco, fresquísimo, y aquiiiiií… no hay gambas blancas de Huelva. ¡Mi tierra, para que usted lo sepa! ¡Ah!, no me puedo olvidar del jamón de pata negra de Jabugo, que supongo que sabrá que también está en Huelva. Así que no me ponga nada de eso que por aquí esa calidad la desconocéis.
El chef se retiró sin decir palabra.
Vito miró a Dolo gesticulando que no entendía la huída de éste.
En menos de un minuto volvió el chef con las manos en la espalda. Miró a Vito fijamente y, de sopetón, soltó sobre la mesa una cigala viva.
—¿Qué me dice de esto? —le preguntó a Vito.
Éste, cogiéndola con la mano, la levantó mirándola muy detenidamente. Daba la impresión de que quería hipnotizarla.
Dolo empujaba, hacia atrás, el respaldo de la silla por la impresión que le daba el bicho vivo.
Vito colocó su dedo índice sobre una mancha que tenía, la cigala, en la cabeza, y con fanfarronería preguntó:
—¿Ve este lunar?
Dolo y el chef se encogieron de hombros.
—Pues es el mismo —continuó Vito—, o sea, la misma cigala que le enseñaron a un amigo mío que vino a Madrid hace años. ¡Si, además está hasta despintada de lo vieja que es la pobrecita! ¡Los shows (espectáculos) que habrá hecho este animalito!
—¡Qué simpático es su amigo, señorita Dolores! —exclamó con cara de partirle la cigala en la cabeza a Vito.
Dolo sonrió tímidamente.
—Bueno, ¿por dónde íbamos? —intervino el chef—. ¡Ah, sí! Me pidió que el señor no olvide nunca esta comida. Pero…
Los dos lo miraron ante tan clara llamada de atención.
—…, con una única condición —y, antes de que alguno de ellos le preguntara, continuó—: No le diré ni el nombre ni los condimentos de los dos platos que le voy a servir. ¿Okay?
Los dos se miraron. Dolo, con un gesto, tuvo que persuadir (convencer) a Vito de que no era mala idea. Éste, con cara de desconfianza por lo que pudiera cocinarle el chef, movió la cabeza hacia la derecha y arrugando los labios aceptó de no muy buen agrado. Miró al chef, y exclamó:
—¡Lo que Dios quiera! —provocando una sonrisa en Dolo y el chef.
—No se arrepentirá —le contestó el chef; preguntándoles a continuación—: ¿Otra cerveza?
—¡Sí, gracias! —contestó Vito—. ¡Y otra, para ella!, que ésta ya está meona (que ha perdido la fuerza).
—Ingeniosa descripción —Dolo, con gracia—. ¿Qué, Vito? Entonces, ¿te gusta Madrid? —le preguntó Dolo.
—¡Gustarme!... Si no he visto nada. Bueno, nada no…
Ella, ante la espera de un nuevo piropo, le puso toda su atención.
—… He visto lo más hermoso del mundo…
Dolo tomó postura de inminente lanzamiento sobre él, pensando:
—<"De ésta no se escapa. Le voy a dar un beso que no olvidará en su vida>>.
—… Sí, un majestuoso monumento —miraba a Dolo fijamente— a la cultura de la humanidad…
—¡Ya! —se entrometió Dolo que no perdía la esperanza de que se trataba de ella, y, para disimular su presentimiento, le dijo: El Museo del Prado, ¿verdad?
—No —tajante—. El Estadio Santiago Bernabéu. Es…
—¡Ese monstruo de hormigón —le cortó ella— es la muestra de la incultura! ¡No te jode! —se comía los adentros.
—¡Ves! No soy capaz de asimilar que, con la sensibilidad que tenéis las mujeres, no seáis capaz de llorar ante el arte que demuestran tener algunos hombres en las extremidades inferiores.
—¿En las inferiores? —jactándose (alabarse presuntuosamente)—. ¡No hay uno que sepa utilizarlas, y eso que tenéis tres, jejejeje! ¡Vamos, arte! Pero ha venido bien, he conocido otra de tus debilidades. ¡Futbolero y merengón (hincha del Real Madrid), vaya regalito!
—¡Estaba de broma! —pensando—: <"Ésta tiene más tiros pegaos que la galería de tiro de la policía. ¡Y qué lengua, Dios, qué lengua!>> —continuando—: Ahora en serio. Me gustaría conocer un Café al que un tío mío iba cada vez que venía. Se llama… se llama —se estrujaba las sienes—, no sé si se llama, o se llamaba, porque después de tantos años seguramente ya no exista. A ver... Sí. El Café Gijón. Me lo describía tan detalladamente que seguro que no me sorprendería si lo viera.
El chef volvió con las cervezas.
—Pronto estará lista la comida —interrumpió el chef.
—¡El Café Gijón! —exclamó ella—. ¡Vito, hijo, si hemos pasado por la puerta cuando veníamos hacia aquí! —le regañó—. Luego, o mañana, podemos ir a verlo.
—¿Has dicho ma…? —intentaba preguntarle Vito, en el momento que vio al chef acercándose empujando un carrito-camarera, gran lujo, cargado a reventar. Miró a Dolo de tal manera que ella lo entendió claramente.
—Sí, eso es para nosotros —le dijo Dolo—. El chef nos atenderá personalmente, ¡todo un lujo!, y la camarera minifaldera atenderá a los demás. ¡Conmigo no puede esa guarra!
—¡Quieto y parao —le gritó Vito, muy serio, al chef—, que…
Dolo y el chef se paralizaron.
—… por ahí viene la Guardia Civil de Tráfico!
Los dos al no entender nada, lo miraron.
—¡Chef —Vito mucho más serio—, que lo van a multar por el P.M.A.!
Dolo y el chef estaban atónitos (sorprendidos).
—Lo digo por el carrito —aclaraba Vito—, que como va cargado a tope, seguro que sobrepasa el Peso Máximo Autorizado. ¡Jejejejeje!
El chef sonrió entre dientes.
Dolo le tiró uno de los capullos de rosa, insultándole:
—¡Eres un capullo!
A Vito no le gustó esa reacción. Entre el “Luego, o mañana”, y el piropo recibido, más que el piropo, la forma de decírselo; se derrumbó. Lo quiso arreglar dándole una tragantada a la cerveza, con tal ansia, que le rasgó la garganta de lo helada que estaba. Rápidamente dejó la copa, echándose la mano derecha al cuello, tan violentamente por el dolor que le había producido, que parecía que fuera a estrangularse.
Próximo día 25 de octubre: Capítulo V