02 noviembre 2006
CAPÍTULO IX (A mis amigos madrileños: Ángel Ruiz y Manolo Marín
Media hora más tarde llegó Dolo. Por la hora que era entró precipitada, dando un portazo. Sin detenerse, tiró las llaves sobre una cómoda, que estaba bastante lejos; dio otro portazo con la puerta del guarda ropa; buscó atropelladamente a Vito por todo el apartamento, al no verlo se dirigió a la terraza.
—¿Dónde estará este hombre? ¡Virgencita, que no se haya marchado! Vitoooo, ¿dónde estás? ¿Por qué me has hecho eso? —dijo con resignación. En ese momento oyó un sonido extraño. Puso atención y lo reconoció inmediatamente—. ¡Está roncando! —se le alegró el semblante a Dolo. Corrió al salón. Lo vio acurrucado como un niño cuando tiene frío. Una sonrisa cariñosa pregonaba la alegría que le entró. Todo el cariño que cosechaba en su interior erupcionó. Sin pensárselo, le acarició la cabeza, desde la sien hasta la barbilla, pasando por la oreja y la mejilla. Así estuvo hasta que Vito abrió los ojos. Sobresaltado se puso de pie. La miró. Ella sonreía. Al darse cuenta de que estaba en paños menores, rápidamente se colocó las manos en las entrepiernas, intentando taparse. Ella, con toda naturalidad, le preguntó:
—¿Dónde está lo que han traído? Ya veo que te lo has probado.
—No sé que… —en despabilamiento—. No ha venido nadie… ¡Ah, el de MRW! No, no, no ha venido —pensando—: <<¿De dónde vendrá a estas horas?>>.
—¡Se van a enterar esos…! —Dolo contuvo su lengua. Cogió el teléfono. No hablaba, gritaba.
Vito aprovechó para vestirse sin poner atención a lo que hablaba ella, pero al percatarse de que el tono de voz de Dolo se iba apagando, a medida que avanzaba la conversación, motivó que pusiera toda su atención:
—Sí, sí —continuaba Dolo—, ruego me perdone usted —decía más suave que un guante.
Vito disfrutaba oyéndola disculparse; pensando:
—<<¡Con el que está hablando no puede, jejejeje!>>.
—¡Gracias, muchas gracias, adiós!
Los dos se encontraron la mirada. Vito tembló al sentir la gélida mirada de ella en la suya.
—Hace unos veinte minutos —le decía Dolo cariñosamente enojada— que ha venido el mensajero, pero como nadie atendió la llamada al portero se marchó. ¡Vaya papelito que me has hecho pasar! —él gesticuló disculpas—. ¡Duermes como un tronco! ¡Anda que para no oír el portero! Dentro de unos minutos estará aquí de nuevo. Ven, siéntate aquí a mi lado —la obedeció sin decir palabra—. Bueno, cuéntame qué has hecho en mi ausencia.
—¡Psssss! —esquivó la mirada de ella—. Nada. ¡Ah, sí! Me he tomado una copa; he fumado un cigarro —con el pie tapó la quemadura de la alfombra—; nada más.
—¡Estupendo! Una copa y un cigarro —le dio una palmadita en la rodilla—. Entonces, si el señor quiere, claro, ¿me puede decir quién ha estado aquí haciéndole compañía? —Vito brincó hacia un lado—. La botella está medio vacía; en el cenicero hay una, dos, tres, cuatro…, ¡diez!, colillas. Creo que…
—¡De acuerdo! —hizo una pausa—. He sido yo.
—¿Pensabas que te iba a regañar? No me mientas nunca, por favor. Estás en tu casa y puedes hacer lo que quieras. Por cierto, ¿por qué te has vestido? Ahora que me iba a poner cómoda, ya sabes, como tú estabas, ligerito de ropa. Yo, siempre que estoy en casa, soy más atrevida que tú en el vestir.
—Dolo, que… —tragaba saliva.
—¡Mira cómo te has puesto la ropa! —señalándole las manchas—. Son de Coca-Cola. ¿Qué has estado haciendo? —no le contestó—. No te preocupes, que la solución está al llegar —sonó el portero—. No. Llegó. Voy a abrirle. ¡Es el mensajero, seguro!
Mientras Dolo se dirigía al video-porteo, él pensó:
—<<¡El mensajero, dice! Seguro que es la INTERPOL (Organización Internacional de Policía Criminal) que es la única que queda por venir a buscarla>>.
—¡Vito, no te lo dije! ¡La niña es muy lista! —se piropeó ella misma—. Lo esperaré en la puerta del ascensor.
Vito volvió a enchufar su minipimer encefálica:
—<<¿Qué habrá pedido ésta? Al verme las manchas dijo algo de que…, no puede ser, porque no sabe mis tallas. ¡Madre mía, qué pesadilla estoy pasando! Sí, ya sé que soy culpable. Simplemente tengo que decirle ¡adiós!, sin más explicaciones, y salir, cuanto antes, de este polvorín —resopló—. No, no, mejor mañana. Sí. Tengo que pensar en mi futuro. Mañana tengo la entrevista, y, mismamente, me marcho y la pierdo de vista, aunque siempre me acordaré de la Dolo. ¡Claro, si antes no me meten a mí en el trullo por su culpa!>> —desenchufó, al oír que ella se acercaba.
Dolo portaba una gran caja de cartón. El mensajero le seguía con otra, exageradamente, mayor.
—¡Ya está todo aquí! —dijo Dolo poniendo la caja en el suelo, junto a la barra del bar—. Deje ésa aquí también. ¡Gracias! —sacó del bolso una cartera, dándole una propina al mensajero.
—¡Gracias, señorita! —le contestó el mensajero, más contento que un abstemio (no toma bebidas alcohólicas) jarto vino en una candelita (fiesta flamenca).
Vito se restregó los ojos, prosiguiendo en sus pensares:
—<<¡Cien euros, le ha dado cien euros de propina! Esta chavala está loca de remate. Un poco más es lo que yo traigo. Como es tan espléndida…, ¿y si le digo que me pague por haberla complacido quedándome aquí? A lo mejor me suelta mil euros y mañana me pego un homenaje nocturno por aquí. El Guillermo me contó que no se le olvidará en su vida la noche que pasó aquí. ¿Cómo se llamaba el sitio?... San, San…>>.
—¡Despierta! O no me vas a ayudar a abrir las cajas que, al fin y al cabo, todo lo que contienen es para usted, señorito.
Él, más mosca que un preso novato en duchas carceleras, se arrodilló junto a las cajas; las abrió meticulosamente; pasando a ella lo que sacaba. A ningún artículo liberado les hicieron comentario. Vito ni levantó cabeza durante todo el vaciado. Dolo colocó todo sobre el mostrador del bar.
Conociéndolo, estaba clarísimo que Vito no pudo evitar liberar sus pensamientos:
—<<¡Un traje, me ha comprado un traje! Un traje, y dos camisas y dos corbatas y dos pares de calcetines y una caja de pañuelos y un par de zapatos negros y un cinturón de piel marrón y un cepillo y crema dentífrica y un bote de elixir y un paquetón de maquinillas de afeitar de un solo uso y jabón de afeitar y after shave y un frasco de colonia y un tubo de gomina. Esto no será sólo para mí. Seguro que lo quiere tener para que se desparasiten la ristra de tíos que pasan por aquí después de acostarse con ella. Vito, ¿tú crees que esta tía está normal? No te conoce, y va, y te compra todo esto… Mu gordo tiene que ser lo que tiene planeado hacer contigo. ¡Échale cojones y mándala al carajo, ya! ¡Tienes menos personalidad que un balón de fútbol! Dile…>>.
—¿Te falta algo para que mañana estés como un dandi? (extremadamente elegante) —le preguntó Dolo.
Vito continuaba arrodillado sin quitar ojo del fondo de una de las cajas. Tomó aire, levantó la cabeza muy lentamente, mirándola sin comprender nada.
—¡Ya!, te falta algo, ¿no?
—¡Algo!, si aquí hay más cosas que las que yo tengo en casa. Dolo, ¿esto es todo para mí?
Ella cruzó los brazos. Su cabeza se movía de arriba abajo, con síntomas de desesperación. Lanzando por su boquita:
—No —cabreo al máximo—. Es para el otro que tengo reescondido debajo de mi cama, ¡no te fastidia! ¿Eres sordo? —él negó con la cabeza—. Pues haz un poquito de memoria. Te dije que, cuando llegara el mensajero, revisaras las cosas, por si te hacía falta algo más, o, ¿ no?
—Sí. Te oí. Pero… cómo me iba a imaginar… Yo no te puedo pagar todo esto. ¡Y un traje! ¡Si yo no he tenido nunca un traje porque no puedo comprármelo! Te recordaré que he venido aquí a buscar trabajo, no a gastar el poco dinero que tengo, como ya te dije —recalcó—. Creí que lo sabías. Lo siento, no puedo aceptarlo. Ahora mismo limpio las manchas con un poco de jabón —dijo Vito muy decidido.
Dolo se quedó de piedra. Interviniendo inmediatamente:
—¡Para, para el carro! —pensando—: <"Éste sí que es un tío legal, y no la panda de interesaos que conozco>> —puso rodillas en tierra, colocando sus manos, con inmedible delicadeza, sobre las mejillas de Vito. Acción que provocó en él un repelús polar. Correspondiéndole ella con una muda, pero linda, sonrisa. Foto que Vito inmortalizó mentalmente. Una vuelta del segundero, arrastrando al minutero, tardó ella en reaccionar; diciéndole—: Por lo que más quieras, no pienses bajo ningún concepto que yo haya querido humillarte —palabras que, a él, le estaban sonando a gloria venusina (perteneciente o relativo a la diosa Venus)—. Ven, sentémonos.
Levaron (levantaron) rodillas, dirigiéndose al tresillo. Ella se sentó en la butaca. Él en el sofá. Los dos frente a frente. Dolo esperó a que Vito encendiera un cigarro y se diluyera la humareda plúmbea (color plomo. Gris) que se había interpuesto entre ellos. Desaparecida la bruma cigarrera sus miradas de encontraron. Vito la esquivó, ladeando la cabeza. Sin dudarlo, Dolo se levantó un poco hacia delante, lo justo, para cogerle la barbilla y dirigirla hasta la posición de duelo visual. El careto de él representaba la seriedad embalsamada; todo lo contrario que su corazón que latía a mil por hora; no por la compra, sino porque todavía le quedaban restos del escalofrío que sintió cuando ella le colocó las manos sobre los hombros; momento en el que quiso abrazarla; pensando—: <"Qué pena que no sea una mujer normal>> —finalizando, sin quebrar el engarce (unión) visual, con un suspiro, que ella aprovechó para decirle:
—Espero… —tragó saliva— que entiendas lo que voy a decirte —carraspeó—...
Vito daba caladas descomunales al cigarro.
—… Ni te he pedido el dinero ni te lo voy a pedir… No acostumbro a pedir el importe de los regalos que hago. Yo también estoy sorprendida con mi actitud, pero sinceramente, después de pensármelo muy mucho, he hecho lo que me ha dictado mi corazón. Puede que esté equivocada…, puede que tú pienses que estoy mal de la cabeza…, puede que pienses hasta mal de mí… —se acarició el pelo. Él volvió a pensar que le leía el pensamiento—. A mí me gustaría —continuó ella—: que si yo me encontrara alguna vez en tu situación, actuara alguien como yo he actuado contigo. Difícil que alguien haga buenas acciones en estos tiempos que corren. Yo te…
—¿Has dicho buenas acciones? —le cortó él—. Sí, sí, lo has dicho. Quieres decir que estás haciendo una buena acción con un pobre pueblerino muerto de hambre —tan obcecado (ciego) estaba que no advirtió que a Dolo se le humedecieron los ojos—. Pues…
—¡Por favor, Vito! —ruego con herida mortal—. Siento mucho que te hayas molestado. Te juro por mi madre que me has malinterpretado —las lágrimas horadaban (perforaban) los pulidos carrillos de ella—. Lo único que te puedo pedir es perdón. Haz lo que quieras que yo me voy a la cama. Si decides quedarte, en la nevera tienes para cenar —el desconcierto que vivía en Vito lo escayoló—. Si es así, te llamaré mañana a las seis. Será suficiente para que seas puntual. Adiós —Dolo se levantó. Lloraba como una magdalena. Camino del dormitorio, su brazo sintió cómo una mano lo inmovilizaba. Ella se detuvo sin quitar la vista del frente. Vito, con su pañuelo, secó delicadamente las mejillas de ella, que se sentía impotente para mirarlo a la cara. Él hizo intención de ir a abrazarla, pero se contuvo. Dolo lo descubrió. Arrepentimiento, de abrazarla, que aumentó, en ella, el concepto de caballero que ya tenía de él—. Gracias, por… ya sabes… —le quitó el pañuelo; sonrió. Vito le correspondió con otra sonrisa y le dijo:
—Dolo… —ella lo miró con dulzura—, no llores —le salió del alma—. Al verte llorar he sentido cómo mi alma se moría. Pediría a Dios que borrara el día de hoy para que esas lágrimas no hubieran salido de su pozo. Maldigo el haberte conocido —ella se petrificó al oírle —; no, no, no porque… —la acción de posar sus manos en los hombros de ella; que se estremeció por la impetuosa sensación de placer interior que bebió todo su cuerpo; provocó que Dolo posara su frente sobre el pecho de él, haciéndolo enmudecer y que le besara la mollera (parte más alta de la cabeza). Dos suspiros desiguales en el tono, pero idénticos en volumen, rompieron la pose. Sonrieron como dos infantiles platónicos enamorados.
—¿Amigos? —dijo Dolo extendiéndole la mano derecha.
—Amigos —contestó él, estrechándole la mano con firmeza y besándosela.
—Voy a preparar algo para cenar. Porque tienes hambre, ¿no es así?
—Sí, bastante —sonreía—. Después de los cubatas tengo que llenar el estómago. ¿Te ayudo?
—Me encantaría —tono tontón.
—¡Hecho!
—Acompáñame a la cocina —con sonrisa edulcorada (endulzada).
Vito la seguía moviendo la cabeza y diciéndose que lo que le estaba ocurriendo no era ni normal ni creíble y que tampoco ella parecía lo que él pensaba. Al entrar en la cocina, de repente, echó el ancla. Miraba a un lado y a otro.
—¿Te gusta? —le preguntó a Vito ante la inspección a la que estaba sometiendo a la cocina.
—¿Si me gusta? ¡Impresionante! Es más grande que mi casa y la de mi vecino, juntas.
—En ese mueble está todo lo necesario para poner la mesa. ¿Te importaría ponerla?
—No, no, que va. Estoy acostumbrado, aunque nunca sé como colocar los cubiertos.
—¡Jajaja, yo tampoco! Es una regla que nunca he sido capaz de memorizar.
Vito pensó:
—<"Si es camarera, cómo es que no lo sabe. A que al final me la va a pegar>>.
—Cuando —continuó ella— me toca ponerla, siempre me digo que tengo que aprender la maldita norma, así que colócalos como más rabia te dé —le contestó Dolo que, al abrir el frigorífico le preguntó—: ¿Te gusta el arroz tres delicias?
—El arroz, incluso hervido, es mi plato preferido.
—¡Qué casualidad, el mío también! —sonrió—. Ya son tres… —él la miró— las coincidencias entre nosotros: los cubatas de Beefeater, no saber colocar los cubiertos, y el arroz.
—Es verdad —no quiso darle importancia. No deseaba entrar en temas personales.
—¿Y las salsas? —le preguntó ella mientras ponía el arroz en una cazuela de barro.
Él pensó:
—<"Ahora no me va a coger>>.
—¡La mayonesa casera! —dijeron al unísono.
Ella rió a carcajadas.
Él ladeó sus labios simulando sonreír; pensando:
—<<¡Es bruja, seguro! Me da miedo>>.
—Ya son cuatro coincidencias. ¿No te parece curioso? —preguntó Dolo.
—Sí. La verdad es que sí —continuaba poniendo la mesa—: <<¡Vaya cantinela (repetición molesta de alguna cosa) que va a coger ésta! Cómo me pregunte por otra cosa que a mí también me guste le miento; si no va a decir que somos tal para cual. ¡Lo que me quiere es enrollar!>>.
Dolo, mientras se cocinaba el arroz, preparó unos patés; una ensalada; y —en un artilugio que Vito no reconocía— comenzó a abrir ostras.
Vito se acercó muy sigilosamente junto a ella. Las había comido una vez y le encantaron. El reojo femenino lo marcaba. Dando un toque con su hombro en el de ella, le dijo:
—Estarán frescas, ¿no? —sin poder eludir pensar—: <<¿Qué has hecho, Vito? Te has pasao con el toquecito del hombro. No le des pie. Ignórala>>.
—¡Ja! —irónicamente Dolo—. Que sepas que fueron cogidas ayer por la mañana en Villagarcía de Arosa (Santiago de Compostela –Galicia). Las subieron al avión por la tarde, y las he recibido esta mañana. Así que ¡listillo! has patinao. Que por cierto, ahora que caigo, no te he preguntado si te gustan.
—Sí. No, no, no las he probado nunca —mintió para evitar otra coincidencia.
—Espero que te gusten. A mí me enloquecen, será porque como son afrodisíacas —Vito movía la cabeza—. Mi mejor amiga y yo, las solemos comer a menudo... Míralas, están vivas. Tenemos que aprovecharnos de su frescura. Siempre deberíamos disfrutar a tope de nuestra frescura —Vito evitó la mirada pícara que le tiró ella—. Yo le llamo frescura, en lugar de edad, porque tanto la edad, como la frescura, se marchitan con el tiempo. Es más agradable que te pregunten por la frescura que por la edad, ¿no te parece?
—Nunca se me hubiera ocurrido pensar eso —no quería mirarla. Cogió una ensalada, que no vio hacer, y una bandeja con patés y tostas; parsimoniosamente las acostó sobre la mesa, mientras se martirizaba mentalmente—: <"Ya empezó otra vez. Me está buscando la lengua. ¡Frescura, dice frescura!... Ella sí que es una fresca (desvergonzada). Imagino la cara que pondría un viejete si le preguntara: ¿Qué frescura tiene usted?; no me contestaría, sino que me denunciaría por maltrato psicológico. ¡Qué tía, come ostras para ponerse a tono! ¡Hasta con la amiga! ¡Joder, Vito, lo que le faltaba a su currículo, ser lesbiana! ¡Jo, que tía!>> —al coger la bandeja con las ostras, para llevarla a la mesa, dirigió la mirada a un lado haciéndoles ascos.
—Vito, que si te dan asco no las pongas en la mesa, me las como, yo sola, sin que tú me veas. Las podría dejar para mañana, pero como esta noche es especial para mí —él escondió la cabeza— no las voy a perdonar.
—No —nueva entrada en la mente—: <"Me está buscando descaradamente. ¡Noche especial! La muchacha lo que quiere es que las ostras la pongan cachonda y que yo le de…>>.
—¿No? —muy extrañada.
—Que sí, que si tú dices que están tan ricas, las probaré.
—No te arrepentirás. ¡Ah! —lo miró fijamente—. ¿Qué frescura tienes?
—¿Cómo? —ella esperó a que él pensara—. Ya lo he cogido. Déjame que calcule —miraba al techo—; creo que —ella frunció el ceño— más que mi frescura… —la pausa de Vito fue a propósito— debería decirte mi calentura, ¡y… —la boca de ella se entreabrió por pasmada— todavía no he comido ostras! —pensando rápidamente—: <"No querías caña, pues toma>> —al verle la cara, rompió en arrepentimiento—. ¡Perdona, perdona, perdona, no he…!
—¿De beber? —con naturalidad, para nada molesta—. Tengo vino blanco, rosado, tinto, espumoso, cerveza, ¡ah!, también fino, y manzanilla de tu tierra. Por supuesto agua con gas, y sin gas, o…
—Vino tinto —tajante—. ¿Dónde lo tienes?, que lo cojo.
—Allí, al fondo a la derecha —le señaló ella.
Vito abrió la puerta, la luz del interior se encendió automáticamente, presentándole un habitáculo decorado y acondicionado como una bodega.
—¡Coño! —ella sonrió al oírlo—. ¡Aquí hay más botellas que en la Rioja y la Ribera del Duero, juntas! ¿Cuál cojo?
—La que tú quieras —se tronchaba.
Vito, con una botella entre las manos, regresaba leyendo la etiqueta.
—El sacacorchos está dentro de la bodega —le dijo ella.
En el interior, Vito buscaba y requetebuscaba el sacacorchos.
—Es el artilugio que está cogido a la pared, junto a la puerta. ¿Lo ves?
Él en su vida lo había utilizado. Toda su fuerza de voluntad se puso en guardia ante el sacacorchos. Un golpe de suerte le sacó del apuro.
—¡Jodío aparato! —exclamó al salir. Directamente le puso a ella un poco en la copa.
—Déjate de tonterías y llenas las dos copas hasta arriba.
—Me gusta —dijo él—. Estoy… —carraspeó— esperando verte comer una ostra, porque yo no sé como se hace.
Dolo se levantó muy dispuesta, desparramaba vanidad. No había duda que deseaba impresionarle. Cogió, de un cajón, el cubierto adecuado. Eligió la más hermosa que había en la bandeja; la separó delicadamente de la concha; un chorrito de limón; y —con una expresión presumida e insinuante— se la introdujo en la boca e hizo un gesto con las manos y la cara indicándole que no era tan difícil.
Vito la imitó, salvo en una cosa: al probarla puso cara de asco e hizo ademán de escupirla.
Ella rio al verlo. Le acercó la servilleta para que la escupiera.
Él se sorprendió de que no le repugnara el escupitajo que tenía que echar. No quiso engañarla más. Se la tragó, y exclamó:
—¡Exquisita! Está deliciosa —paladeaba sin parar—. Es la más fresca que he comido. Ya las había comido y me encantan.
—¡Esaborío! Como dicen por tu tierra —le dijo Dolo tirándole su servilleta a la cara. Los dos rieron.
Vito, engullidas tres ostras, pensó que era el momento ideal para preguntarle sobre su vida, única manera de poder confirmar lo que su conciencia le decía.
—Dolo, mañana, ¿a qué hora entras a trabajar en la cafetería?
—Mañana…, ¡que se quema el arroz! —corrió hacia la vitrocerámica, retirando la cazuela de barro del fuego.
—¿Se ha quemado? —preguntó para disimular su pensamiento—: <"No sé cómo se las apaña para que siempre ocurra algo cuando le pregunto sobre ella>>.
—La he salvado de milagro —con una manopla acercó la cazuela a la mesa. Le apartó primero a él—. Comamos, que en cuanto terminemos te tienes que probar la ropa. Espero haber acertado en las tallas —instante en que volvió a sonar el móvil de ella—. Perdona. Sigue tú comiendo que se va a hacer muy tarde —le dijo Dolo mientras se alejaba hacia el salón para atender la llamada. Desde la cocina la oía hablar:
—Sí, dime.
—…
—¿Cómoooo?
(Al oírla preguntar con extrañeza y alteración, la cara de Vito se descompuso).
—…
—Acercaros inmediatamente por aquí. Adiós.
Mientras Dolo regresaba a la mesa, Vito pensaba:
—<<¡Hala, otro follón! ¿A quién habrá citado a estas horas? Seguro que son traficantes. Esta noche puede haber aquí hasta tiros. Se me han quitado las ganas de comer. Le voy a preguntar si me puedo duchar, así me quito de en medio; me acuesto; cierro la puerta con el seguro; y a la camita, que mañana va a ser un día duro. Aunque sé que no voy a pegar ojo>>.
—¡Joder, joder..., cuanto hijo de puta anda suelto por ahí! —estaba histérica—. Vito, discúlpame, no tengo más remedio que hablar con mis dos primos esta noche —él movió los hombros como si no le preocupara—. Son los que trajeron a Caín. Ellos son hijos de mi tío don Vito, que a la vez es hermano de mi madre. Será mejor que, mientras hablo con ellos, aproveches para probarte la ropa. Por si necesita, sobre todo el pantalón del traje, un retoque.
—¿Qué ha ocurrido para que te pongas así? —de un trago terminó con el vino.
—No te preocupes. Acompáñame a la habitación donde vas a dormir. Allí puedes probarte la ropa, para que yo vea cómo te queda —le dijo Dolo mientras cogía de encima de la barra del bar el traje, la camisa, y los zapatos—. Ésta es. Pasa.
—Es muy bonita y confortable —ya no le sorprendía nada del apartamento.
Ella colocó delicadamente la ropa sobre la cama.
—Cámbiate rápido, que están al llegar mis primos —salió de la habitación.
—No te preocupes. Lo haré inmediatamente –con resignación le respondió él.
—¿Dónde estará este hombre? ¡Virgencita, que no se haya marchado! Vitoooo, ¿dónde estás? ¿Por qué me has hecho eso? —dijo con resignación. En ese momento oyó un sonido extraño. Puso atención y lo reconoció inmediatamente—. ¡Está roncando! —se le alegró el semblante a Dolo. Corrió al salón. Lo vio acurrucado como un niño cuando tiene frío. Una sonrisa cariñosa pregonaba la alegría que le entró. Todo el cariño que cosechaba en su interior erupcionó. Sin pensárselo, le acarició la cabeza, desde la sien hasta la barbilla, pasando por la oreja y la mejilla. Así estuvo hasta que Vito abrió los ojos. Sobresaltado se puso de pie. La miró. Ella sonreía. Al darse cuenta de que estaba en paños menores, rápidamente se colocó las manos en las entrepiernas, intentando taparse. Ella, con toda naturalidad, le preguntó:
—¿Dónde está lo que han traído? Ya veo que te lo has probado.
—No sé que… —en despabilamiento—. No ha venido nadie… ¡Ah, el de MRW! No, no, no ha venido —pensando—: <<¿De dónde vendrá a estas horas?>>.
—¡Se van a enterar esos…! —Dolo contuvo su lengua. Cogió el teléfono. No hablaba, gritaba.
Vito aprovechó para vestirse sin poner atención a lo que hablaba ella, pero al percatarse de que el tono de voz de Dolo se iba apagando, a medida que avanzaba la conversación, motivó que pusiera toda su atención:
—Sí, sí —continuaba Dolo—, ruego me perdone usted —decía más suave que un guante.
Vito disfrutaba oyéndola disculparse; pensando:
—<<¡Con el que está hablando no puede, jejejeje!>>.
—¡Gracias, muchas gracias, adiós!
Los dos se encontraron la mirada. Vito tembló al sentir la gélida mirada de ella en la suya.
—Hace unos veinte minutos —le decía Dolo cariñosamente enojada— que ha venido el mensajero, pero como nadie atendió la llamada al portero se marchó. ¡Vaya papelito que me has hecho pasar! —él gesticuló disculpas—. ¡Duermes como un tronco! ¡Anda que para no oír el portero! Dentro de unos minutos estará aquí de nuevo. Ven, siéntate aquí a mi lado —la obedeció sin decir palabra—. Bueno, cuéntame qué has hecho en mi ausencia.
—¡Psssss! —esquivó la mirada de ella—. Nada. ¡Ah, sí! Me he tomado una copa; he fumado un cigarro —con el pie tapó la quemadura de la alfombra—; nada más.
—¡Estupendo! Una copa y un cigarro —le dio una palmadita en la rodilla—. Entonces, si el señor quiere, claro, ¿me puede decir quién ha estado aquí haciéndole compañía? —Vito brincó hacia un lado—. La botella está medio vacía; en el cenicero hay una, dos, tres, cuatro…, ¡diez!, colillas. Creo que…
—¡De acuerdo! —hizo una pausa—. He sido yo.
—¿Pensabas que te iba a regañar? No me mientas nunca, por favor. Estás en tu casa y puedes hacer lo que quieras. Por cierto, ¿por qué te has vestido? Ahora que me iba a poner cómoda, ya sabes, como tú estabas, ligerito de ropa. Yo, siempre que estoy en casa, soy más atrevida que tú en el vestir.
—Dolo, que… —tragaba saliva.
—¡Mira cómo te has puesto la ropa! —señalándole las manchas—. Son de Coca-Cola. ¿Qué has estado haciendo? —no le contestó—. No te preocupes, que la solución está al llegar —sonó el portero—. No. Llegó. Voy a abrirle. ¡Es el mensajero, seguro!
Mientras Dolo se dirigía al video-porteo, él pensó:
—<<¡El mensajero, dice! Seguro que es la INTERPOL (Organización Internacional de Policía Criminal) que es la única que queda por venir a buscarla>>.
—¡Vito, no te lo dije! ¡La niña es muy lista! —se piropeó ella misma—. Lo esperaré en la puerta del ascensor.
Vito volvió a enchufar su minipimer encefálica:
—<<¿Qué habrá pedido ésta? Al verme las manchas dijo algo de que…, no puede ser, porque no sabe mis tallas. ¡Madre mía, qué pesadilla estoy pasando! Sí, ya sé que soy culpable. Simplemente tengo que decirle ¡adiós!, sin más explicaciones, y salir, cuanto antes, de este polvorín —resopló—. No, no, mejor mañana. Sí. Tengo que pensar en mi futuro. Mañana tengo la entrevista, y, mismamente, me marcho y la pierdo de vista, aunque siempre me acordaré de la Dolo. ¡Claro, si antes no me meten a mí en el trullo por su culpa!>> —desenchufó, al oír que ella se acercaba.
Dolo portaba una gran caja de cartón. El mensajero le seguía con otra, exageradamente, mayor.
—¡Ya está todo aquí! —dijo Dolo poniendo la caja en el suelo, junto a la barra del bar—. Deje ésa aquí también. ¡Gracias! —sacó del bolso una cartera, dándole una propina al mensajero.
—¡Gracias, señorita! —le contestó el mensajero, más contento que un abstemio (no toma bebidas alcohólicas) jarto vino en una candelita (fiesta flamenca).
Vito se restregó los ojos, prosiguiendo en sus pensares:
—<<¡Cien euros, le ha dado cien euros de propina! Esta chavala está loca de remate. Un poco más es lo que yo traigo. Como es tan espléndida…, ¿y si le digo que me pague por haberla complacido quedándome aquí? A lo mejor me suelta mil euros y mañana me pego un homenaje nocturno por aquí. El Guillermo me contó que no se le olvidará en su vida la noche que pasó aquí. ¿Cómo se llamaba el sitio?... San, San…>>.
—¡Despierta! O no me vas a ayudar a abrir las cajas que, al fin y al cabo, todo lo que contienen es para usted, señorito.
Él, más mosca que un preso novato en duchas carceleras, se arrodilló junto a las cajas; las abrió meticulosamente; pasando a ella lo que sacaba. A ningún artículo liberado les hicieron comentario. Vito ni levantó cabeza durante todo el vaciado. Dolo colocó todo sobre el mostrador del bar.
Conociéndolo, estaba clarísimo que Vito no pudo evitar liberar sus pensamientos:
—<<¡Un traje, me ha comprado un traje! Un traje, y dos camisas y dos corbatas y dos pares de calcetines y una caja de pañuelos y un par de zapatos negros y un cinturón de piel marrón y un cepillo y crema dentífrica y un bote de elixir y un paquetón de maquinillas de afeitar de un solo uso y jabón de afeitar y after shave y un frasco de colonia y un tubo de gomina. Esto no será sólo para mí. Seguro que lo quiere tener para que se desparasiten la ristra de tíos que pasan por aquí después de acostarse con ella. Vito, ¿tú crees que esta tía está normal? No te conoce, y va, y te compra todo esto… Mu gordo tiene que ser lo que tiene planeado hacer contigo. ¡Échale cojones y mándala al carajo, ya! ¡Tienes menos personalidad que un balón de fútbol! Dile…>>.
—¿Te falta algo para que mañana estés como un dandi? (extremadamente elegante) —le preguntó Dolo.
Vito continuaba arrodillado sin quitar ojo del fondo de una de las cajas. Tomó aire, levantó la cabeza muy lentamente, mirándola sin comprender nada.
—¡Ya!, te falta algo, ¿no?
—¡Algo!, si aquí hay más cosas que las que yo tengo en casa. Dolo, ¿esto es todo para mí?
Ella cruzó los brazos. Su cabeza se movía de arriba abajo, con síntomas de desesperación. Lanzando por su boquita:
—No —cabreo al máximo—. Es para el otro que tengo reescondido debajo de mi cama, ¡no te fastidia! ¿Eres sordo? —él negó con la cabeza—. Pues haz un poquito de memoria. Te dije que, cuando llegara el mensajero, revisaras las cosas, por si te hacía falta algo más, o, ¿ no?
—Sí. Te oí. Pero… cómo me iba a imaginar… Yo no te puedo pagar todo esto. ¡Y un traje! ¡Si yo no he tenido nunca un traje porque no puedo comprármelo! Te recordaré que he venido aquí a buscar trabajo, no a gastar el poco dinero que tengo, como ya te dije —recalcó—. Creí que lo sabías. Lo siento, no puedo aceptarlo. Ahora mismo limpio las manchas con un poco de jabón —dijo Vito muy decidido.
Dolo se quedó de piedra. Interviniendo inmediatamente:
—¡Para, para el carro! —pensando—: <"Éste sí que es un tío legal, y no la panda de interesaos que conozco>> —puso rodillas en tierra, colocando sus manos, con inmedible delicadeza, sobre las mejillas de Vito. Acción que provocó en él un repelús polar. Correspondiéndole ella con una muda, pero linda, sonrisa. Foto que Vito inmortalizó mentalmente. Una vuelta del segundero, arrastrando al minutero, tardó ella en reaccionar; diciéndole—: Por lo que más quieras, no pienses bajo ningún concepto que yo haya querido humillarte —palabras que, a él, le estaban sonando a gloria venusina (perteneciente o relativo a la diosa Venus)—. Ven, sentémonos.
Levaron (levantaron) rodillas, dirigiéndose al tresillo. Ella se sentó en la butaca. Él en el sofá. Los dos frente a frente. Dolo esperó a que Vito encendiera un cigarro y se diluyera la humareda plúmbea (color plomo. Gris) que se había interpuesto entre ellos. Desaparecida la bruma cigarrera sus miradas de encontraron. Vito la esquivó, ladeando la cabeza. Sin dudarlo, Dolo se levantó un poco hacia delante, lo justo, para cogerle la barbilla y dirigirla hasta la posición de duelo visual. El careto de él representaba la seriedad embalsamada; todo lo contrario que su corazón que latía a mil por hora; no por la compra, sino porque todavía le quedaban restos del escalofrío que sintió cuando ella le colocó las manos sobre los hombros; momento en el que quiso abrazarla; pensando—: <"Qué pena que no sea una mujer normal>> —finalizando, sin quebrar el engarce (unión) visual, con un suspiro, que ella aprovechó para decirle:
—Espero… —tragó saliva— que entiendas lo que voy a decirte —carraspeó—...
Vito daba caladas descomunales al cigarro.
—… Ni te he pedido el dinero ni te lo voy a pedir… No acostumbro a pedir el importe de los regalos que hago. Yo también estoy sorprendida con mi actitud, pero sinceramente, después de pensármelo muy mucho, he hecho lo que me ha dictado mi corazón. Puede que esté equivocada…, puede que tú pienses que estoy mal de la cabeza…, puede que pienses hasta mal de mí… —se acarició el pelo. Él volvió a pensar que le leía el pensamiento—. A mí me gustaría —continuó ella—: que si yo me encontrara alguna vez en tu situación, actuara alguien como yo he actuado contigo. Difícil que alguien haga buenas acciones en estos tiempos que corren. Yo te…
—¿Has dicho buenas acciones? —le cortó él—. Sí, sí, lo has dicho. Quieres decir que estás haciendo una buena acción con un pobre pueblerino muerto de hambre —tan obcecado (ciego) estaba que no advirtió que a Dolo se le humedecieron los ojos—. Pues…
—¡Por favor, Vito! —ruego con herida mortal—. Siento mucho que te hayas molestado. Te juro por mi madre que me has malinterpretado —las lágrimas horadaban (perforaban) los pulidos carrillos de ella—. Lo único que te puedo pedir es perdón. Haz lo que quieras que yo me voy a la cama. Si decides quedarte, en la nevera tienes para cenar —el desconcierto que vivía en Vito lo escayoló—. Si es así, te llamaré mañana a las seis. Será suficiente para que seas puntual. Adiós —Dolo se levantó. Lloraba como una magdalena. Camino del dormitorio, su brazo sintió cómo una mano lo inmovilizaba. Ella se detuvo sin quitar la vista del frente. Vito, con su pañuelo, secó delicadamente las mejillas de ella, que se sentía impotente para mirarlo a la cara. Él hizo intención de ir a abrazarla, pero se contuvo. Dolo lo descubrió. Arrepentimiento, de abrazarla, que aumentó, en ella, el concepto de caballero que ya tenía de él—. Gracias, por… ya sabes… —le quitó el pañuelo; sonrió. Vito le correspondió con otra sonrisa y le dijo:
—Dolo… —ella lo miró con dulzura—, no llores —le salió del alma—. Al verte llorar he sentido cómo mi alma se moría. Pediría a Dios que borrara el día de hoy para que esas lágrimas no hubieran salido de su pozo. Maldigo el haberte conocido —ella se petrificó al oírle —; no, no, no porque… —la acción de posar sus manos en los hombros de ella; que se estremeció por la impetuosa sensación de placer interior que bebió todo su cuerpo; provocó que Dolo posara su frente sobre el pecho de él, haciéndolo enmudecer y que le besara la mollera (parte más alta de la cabeza). Dos suspiros desiguales en el tono, pero idénticos en volumen, rompieron la pose. Sonrieron como dos infantiles platónicos enamorados.
—¿Amigos? —dijo Dolo extendiéndole la mano derecha.
—Amigos —contestó él, estrechándole la mano con firmeza y besándosela.
—Voy a preparar algo para cenar. Porque tienes hambre, ¿no es así?
—Sí, bastante —sonreía—. Después de los cubatas tengo que llenar el estómago. ¿Te ayudo?
—Me encantaría —tono tontón.
—¡Hecho!
—Acompáñame a la cocina —con sonrisa edulcorada (endulzada).
Vito la seguía moviendo la cabeza y diciéndose que lo que le estaba ocurriendo no era ni normal ni creíble y que tampoco ella parecía lo que él pensaba. Al entrar en la cocina, de repente, echó el ancla. Miraba a un lado y a otro.
—¿Te gusta? —le preguntó a Vito ante la inspección a la que estaba sometiendo a la cocina.
—¿Si me gusta? ¡Impresionante! Es más grande que mi casa y la de mi vecino, juntas.
—En ese mueble está todo lo necesario para poner la mesa. ¿Te importaría ponerla?
—No, no, que va. Estoy acostumbrado, aunque nunca sé como colocar los cubiertos.
—¡Jajaja, yo tampoco! Es una regla que nunca he sido capaz de memorizar.
Vito pensó:
—<"Si es camarera, cómo es que no lo sabe. A que al final me la va a pegar>>.
—Cuando —continuó ella— me toca ponerla, siempre me digo que tengo que aprender la maldita norma, así que colócalos como más rabia te dé —le contestó Dolo que, al abrir el frigorífico le preguntó—: ¿Te gusta el arroz tres delicias?
—El arroz, incluso hervido, es mi plato preferido.
—¡Qué casualidad, el mío también! —sonrió—. Ya son tres… —él la miró— las coincidencias entre nosotros: los cubatas de Beefeater, no saber colocar los cubiertos, y el arroz.
—Es verdad —no quiso darle importancia. No deseaba entrar en temas personales.
—¿Y las salsas? —le preguntó ella mientras ponía el arroz en una cazuela de barro.
Él pensó:
—<"Ahora no me va a coger>>.
—¡La mayonesa casera! —dijeron al unísono.
Ella rió a carcajadas.
Él ladeó sus labios simulando sonreír; pensando:
—<<¡Es bruja, seguro! Me da miedo>>.
—Ya son cuatro coincidencias. ¿No te parece curioso? —preguntó Dolo.
—Sí. La verdad es que sí —continuaba poniendo la mesa—: <<¡Vaya cantinela (repetición molesta de alguna cosa) que va a coger ésta! Cómo me pregunte por otra cosa que a mí también me guste le miento; si no va a decir que somos tal para cual. ¡Lo que me quiere es enrollar!>>.
Dolo, mientras se cocinaba el arroz, preparó unos patés; una ensalada; y —en un artilugio que Vito no reconocía— comenzó a abrir ostras.
Vito se acercó muy sigilosamente junto a ella. Las había comido una vez y le encantaron. El reojo femenino lo marcaba. Dando un toque con su hombro en el de ella, le dijo:
—Estarán frescas, ¿no? —sin poder eludir pensar—: <<¿Qué has hecho, Vito? Te has pasao con el toquecito del hombro. No le des pie. Ignórala>>.
—¡Ja! —irónicamente Dolo—. Que sepas que fueron cogidas ayer por la mañana en Villagarcía de Arosa (Santiago de Compostela –Galicia). Las subieron al avión por la tarde, y las he recibido esta mañana. Así que ¡listillo! has patinao. Que por cierto, ahora que caigo, no te he preguntado si te gustan.
—Sí. No, no, no las he probado nunca —mintió para evitar otra coincidencia.
—Espero que te gusten. A mí me enloquecen, será porque como son afrodisíacas —Vito movía la cabeza—. Mi mejor amiga y yo, las solemos comer a menudo... Míralas, están vivas. Tenemos que aprovecharnos de su frescura. Siempre deberíamos disfrutar a tope de nuestra frescura —Vito evitó la mirada pícara que le tiró ella—. Yo le llamo frescura, en lugar de edad, porque tanto la edad, como la frescura, se marchitan con el tiempo. Es más agradable que te pregunten por la frescura que por la edad, ¿no te parece?
—Nunca se me hubiera ocurrido pensar eso —no quería mirarla. Cogió una ensalada, que no vio hacer, y una bandeja con patés y tostas; parsimoniosamente las acostó sobre la mesa, mientras se martirizaba mentalmente—: <"Ya empezó otra vez. Me está buscando la lengua. ¡Frescura, dice frescura!... Ella sí que es una fresca (desvergonzada). Imagino la cara que pondría un viejete si le preguntara: ¿Qué frescura tiene usted?; no me contestaría, sino que me denunciaría por maltrato psicológico. ¡Qué tía, come ostras para ponerse a tono! ¡Hasta con la amiga! ¡Joder, Vito, lo que le faltaba a su currículo, ser lesbiana! ¡Jo, que tía!>> —al coger la bandeja con las ostras, para llevarla a la mesa, dirigió la mirada a un lado haciéndoles ascos.
—Vito, que si te dan asco no las pongas en la mesa, me las como, yo sola, sin que tú me veas. Las podría dejar para mañana, pero como esta noche es especial para mí —él escondió la cabeza— no las voy a perdonar.
—No —nueva entrada en la mente—: <"Me está buscando descaradamente. ¡Noche especial! La muchacha lo que quiere es que las ostras la pongan cachonda y que yo le de…>>.
—¿No? —muy extrañada.
—Que sí, que si tú dices que están tan ricas, las probaré.
—No te arrepentirás. ¡Ah! —lo miró fijamente—. ¿Qué frescura tienes?
—¿Cómo? —ella esperó a que él pensara—. Ya lo he cogido. Déjame que calcule —miraba al techo—; creo que —ella frunció el ceño— más que mi frescura… —la pausa de Vito fue a propósito— debería decirte mi calentura, ¡y… —la boca de ella se entreabrió por pasmada— todavía no he comido ostras! —pensando rápidamente—: <"No querías caña, pues toma>> —al verle la cara, rompió en arrepentimiento—. ¡Perdona, perdona, perdona, no he…!
—¿De beber? —con naturalidad, para nada molesta—. Tengo vino blanco, rosado, tinto, espumoso, cerveza, ¡ah!, también fino, y manzanilla de tu tierra. Por supuesto agua con gas, y sin gas, o…
—Vino tinto —tajante—. ¿Dónde lo tienes?, que lo cojo.
—Allí, al fondo a la derecha —le señaló ella.
Vito abrió la puerta, la luz del interior se encendió automáticamente, presentándole un habitáculo decorado y acondicionado como una bodega.
—¡Coño! —ella sonrió al oírlo—. ¡Aquí hay más botellas que en la Rioja y la Ribera del Duero, juntas! ¿Cuál cojo?
—La que tú quieras —se tronchaba.
Vito, con una botella entre las manos, regresaba leyendo la etiqueta.
—El sacacorchos está dentro de la bodega —le dijo ella.
En el interior, Vito buscaba y requetebuscaba el sacacorchos.
—Es el artilugio que está cogido a la pared, junto a la puerta. ¿Lo ves?
Él en su vida lo había utilizado. Toda su fuerza de voluntad se puso en guardia ante el sacacorchos. Un golpe de suerte le sacó del apuro.
—¡Jodío aparato! —exclamó al salir. Directamente le puso a ella un poco en la copa.
—Déjate de tonterías y llenas las dos copas hasta arriba.
—Me gusta —dijo él—. Estoy… —carraspeó— esperando verte comer una ostra, porque yo no sé como se hace.
Dolo se levantó muy dispuesta, desparramaba vanidad. No había duda que deseaba impresionarle. Cogió, de un cajón, el cubierto adecuado. Eligió la más hermosa que había en la bandeja; la separó delicadamente de la concha; un chorrito de limón; y —con una expresión presumida e insinuante— se la introdujo en la boca e hizo un gesto con las manos y la cara indicándole que no era tan difícil.
Vito la imitó, salvo en una cosa: al probarla puso cara de asco e hizo ademán de escupirla.
Ella rio al verlo. Le acercó la servilleta para que la escupiera.
Él se sorprendió de que no le repugnara el escupitajo que tenía que echar. No quiso engañarla más. Se la tragó, y exclamó:
—¡Exquisita! Está deliciosa —paladeaba sin parar—. Es la más fresca que he comido. Ya las había comido y me encantan.
—¡Esaborío! Como dicen por tu tierra —le dijo Dolo tirándole su servilleta a la cara. Los dos rieron.
Vito, engullidas tres ostras, pensó que era el momento ideal para preguntarle sobre su vida, única manera de poder confirmar lo que su conciencia le decía.
—Dolo, mañana, ¿a qué hora entras a trabajar en la cafetería?
—Mañana…, ¡que se quema el arroz! —corrió hacia la vitrocerámica, retirando la cazuela de barro del fuego.
—¿Se ha quemado? —preguntó para disimular su pensamiento—: <"No sé cómo se las apaña para que siempre ocurra algo cuando le pregunto sobre ella>>.
—La he salvado de milagro —con una manopla acercó la cazuela a la mesa. Le apartó primero a él—. Comamos, que en cuanto terminemos te tienes que probar la ropa. Espero haber acertado en las tallas —instante en que volvió a sonar el móvil de ella—. Perdona. Sigue tú comiendo que se va a hacer muy tarde —le dijo Dolo mientras se alejaba hacia el salón para atender la llamada. Desde la cocina la oía hablar:
—Sí, dime.
—…
—¿Cómoooo?
(Al oírla preguntar con extrañeza y alteración, la cara de Vito se descompuso).
—…
—Acercaros inmediatamente por aquí. Adiós.
Mientras Dolo regresaba a la mesa, Vito pensaba:
—<<¡Hala, otro follón! ¿A quién habrá citado a estas horas? Seguro que son traficantes. Esta noche puede haber aquí hasta tiros. Se me han quitado las ganas de comer. Le voy a preguntar si me puedo duchar, así me quito de en medio; me acuesto; cierro la puerta con el seguro; y a la camita, que mañana va a ser un día duro. Aunque sé que no voy a pegar ojo>>.
—¡Joder, joder..., cuanto hijo de puta anda suelto por ahí! —estaba histérica—. Vito, discúlpame, no tengo más remedio que hablar con mis dos primos esta noche —él movió los hombros como si no le preocupara—. Son los que trajeron a Caín. Ellos son hijos de mi tío don Vito, que a la vez es hermano de mi madre. Será mejor que, mientras hablo con ellos, aproveches para probarte la ropa. Por si necesita, sobre todo el pantalón del traje, un retoque.
—¿Qué ha ocurrido para que te pongas así? —de un trago terminó con el vino.
—No te preocupes. Acompáñame a la habitación donde vas a dormir. Allí puedes probarte la ropa, para que yo vea cómo te queda —le dijo Dolo mientras cogía de encima de la barra del bar el traje, la camisa, y los zapatos—. Ésta es. Pasa.
—Es muy bonita y confortable —ya no le sorprendía nada del apartamento.
Ella colocó delicadamente la ropa sobre la cama.
—Cámbiate rápido, que están al llegar mis primos —salió de la habitación.
—No te preocupes. Lo haré inmediatamente –con resignación le respondió él.
N O T A D E A T E N C I Ó N: Por motivos ajemos a mi voluntad, el capítulo X, no lo puedo publicar hoy tal como lo tenía anunciado.
31 octubre 2006
CAPÍTULO VIII (A la Beefeater con Coca-Cola)
Vito inspiró y exhaló, a ralentí (cámara lenta), todo el aire que pudo meter en los pulmones. Ya podía hablar en voz alta: ¡Qué cabreo lleva! Cómo si la culpa fuera mía —hablaba mientras se dirigía a la puerta donde le dijo Dolo que había tabaco. Nada más abrir la puerta exclamó—: ¡Copón!, aquí hay más marcas y paquetes de tabaco que en la Tabacalera —el estanco doméstico ocupaba lo mismo que la puerta que lo ocultaba. Tenía riadas de casillas, con tres paquetes de tacaco cada una. La mayoría desconocidos por estas tierras: españoles, americanos, mejicanos, venezolanos, cubanos, franceses, jamaicanos, griegos, chinos, portugueses, japoneses…—. ¿Dónde estará el Marlboro? —repetía y repetía Vito al son del toque de su dedo índice, de la mano derecha, en las cajetillas—. ¡Por fin! —cogió un paquete. Con tanta ansia quería abrirlo que no encontraba la lengüetilla del precinto. A los pocos segundos lo consiguió. Sacó uno. Cogió un encendedor, sin duda de oro, que había sobre la barra del bar, fallándole tres veces—. ¡Mucha fachá, pero te gana en profesionalidad tu hermano el de yesca! —le dijo Vito al encendedor. Al prender el cigarro, le dio tal calada que casi se ahoga. Tosía más que un asmático en pura crisis. A paso ligero salió a la terraza. El aire le curó la tos. Terminó el resto de los dos cubatas. Volvió, de nuevo, al salón. Se sirvió otro pelotazo, que dejó con sumo cuidado sobre la mesita. Sentándose en el sofá, frente al retrato de Dolo. La observaba minuciosamente, mientras se bebía la que era la tercera copa. Aún seguía el espíritu de las cervezas, el vino y el copazo de brandy hechizando su sangre, cuando se le unió el de los tres últimos cubatas, consiguiendo despertarle el insoportable júbilo borrachín. Mirando el retrato, levantó el brazo derecho con el cubata en la mano, le dio una calada al cigarro y, al mismo tiempo que expelía el humo dirigiéndolo al cuadro, le dijo—: ¡Te he visto las tetas, jejejeje! —le gritó con tono jocoso (gracioso, chistoso)—. ¡Huy, perdón! ¡Se dice los senos, niño malo! —se pegó una bofetada—. ¡Coño, que me ha dolido! —llevó de nuevo la mirada hacia el cuadro—. No, no, no, los senos no, mejor los senitos, porque los tienes medianitos… —humareda exhalada a lo bestia que ocultó el cuadro. Rápidamente, con la mano, en la que tenía el cubata, dispersó la niebla tabaquera—. Justo, justo —tosió—, como a mí me gustan, ¡jejejeje! —terminó el cubata. Puso el cigarro en un cenicero, de cristal labrado, y se fue a preparar el cuarto pelotazo. No había terminado de poner la Coca-Cola en el vaso, cuando olió a quemado. Levantó la cabeza; olfateó, dirigiendo la nariz en varias direcciones; y de pronto corrió como un gamo hacia la mesita donde había dejado el cigarro. Éste se había resbalado del cenicero; rodó por el cristal de la mesa; yendo a descansar sobre la alfombra.
—¡Espera, espera, no ardas! —la suela de su zapato derecho aplastó a la, ya, colilla. Pánico le daba levantar el pie—. ¡Que no se note, que no se note! —suplicaba. Con suspense hitchcockiano (a lo Alfred Hitchcock) levantó el pie. El arrodillamiento, para verlo con claridad, tardó una eternidad, y resopló diciendo—: ¡Ufffff! Casi no se nota. ¡Anda que si le prendo fuego al apartamento! ¡Cualquierilla convence a la fiera ésa de que ha sido simplemente un despiste! —restregó varias veces los dedos sobre la quemadura, consiguiendo disimularla. Volvió a la barra. Terminó de prepararse el cubata. El susto le había quitado la media torta que tenía. En el extremo de la barra vio un mando a distancia. Cogió el cubata, el mando, y se volvió a sentar en el sofá. Encendió otro cigarro. Mientras fumaba, intentando relajarse, no quitaba ojo del mando, diciéndose—: Este mando es muy raro, tiene más botones que el refino (en Bonares: mercería) de mi pueblo. ¿Para qué servirá? Por aquí no veo ni una mísera televisión, ni un equipo de música, ni un aparato de aire acondicionado —miraba por todo el salón—, ¡ni na de na! ¿Cómo con tanto lujo, ésta, no tiene aquí ni un mal televisor para distraerse? —la incógnita del mando lo evadió de las preocupaciones. Mientras fumaba y se refrescaba el gaznate, no dejó ni un momento de darle vueltas y vueltas al cacharrito. Mareado ya de darle vueltas a la cabeza, pensando para qué serviría, lo dejó caer, con muy poca delicadeza, sobre la mesita. No quería pensar por qué se encontraba a gusto y tranquilo. Dio un buche (porción de líquido que cabe en la boca) al cubata. Mientras lo paladeaba sumillermente, su pasmo iba aumentando. Del techo, sobre la pared del fondo del salón, bajaba una pantalla gigante. No daba fe de lo que estaba viendo. Reacción a la sorpresa: engolliparse. La arcada (vómito) manchó la chaqueta, la corbata, la camisa, el pantalón…, y, apretando los dientes, maldijo—: ¡Me cago en…! ¡Y ahora, qué me pongo mañana? —encorajinado sacudía las manchas con las manos. Trabajo que abandonó al ver, por el rabillo del ojo que la pantalla era una televisión. En ese momento emitía un documental sobre nidos de serpientes, y Vito le dijo a la Dolo que estaba colgada en la pared—: ¡Ahí tienes reunida a toda tu familia! —le gritó al retrato de Dolo. Abatido por el contratiempo de las manchas, lo único que se le ocurrió fue quedarse en calzoncillos y tender la ropa sobre la mesa y las butacas, donde habían estado sentados en la terraza. Miró la hora, exclamando—: ¡Las nueve y media de la noche! Espero que la sanguijuela de la Dolo no vuelva todavía. Hace buena temperatura, pero entraré no vaya a ser que alguien me vea así —directo a la barra, para beberse el quinto.
El etilismo (borrachera etílica) le estaba haciendo efecto, y, al sentarse en el sofá, se dijo—: Será mejor que me siente —obvió la gran televisión, para dirigir su mirada al retrato de Dolo, diciéndole—: ¡Jejejeje! ¿Te gusta mi ropa interior? —continuaba bebiendo—. ¡Huyyyy! ¡Mira, mira, mira aquí! —abriéndose la portañuela (bragueta) de los calzoncillos—. ¡Ni lo verás ni lo catarás! ¡Jejejeje! ¡Joder, Vito, y si entrara ahora Dolo! —volvió a mirar nerviosamente la hora. Salió a la terraza, comprobó que la ropa ya estaba seca, la colocó en su antebrazo izquierdo, volviéndose a sentar en el sofá. Por la televisión estaban retransmitiendo un concierto de don Joaquín Sabina, como él le llama. Al verlo, intuitivamente, prendió un cigarro. Nuevo vistazo al reloj. Durante el concierto, continuó con la actividad cubatera. Sabina se despidió. Nuevo vistazo al reloj: las diez. Ya empezaba a preocuparse. Un nuevo cigarro. La tardanza de Dolo, ya no le preocupaba, le aterraba. Tan descontrolado se encontraba, que no se dio cuenta de que lucía ropa interior. Su voz regresó al salón—: ¿Adónde habrá ido? A ésta la han metido en el trullo con su amigo el Caín, ¡seguro! A que van a volver los dos policías para llevarme a mí también, porque ella me habrá culpado de algo… —era incapaz de centrar sus pensamientos—, o estará liada con ellos, porque a ésta —miró el retrato—, con la facilidad con que se agarra a los tíos, le van los rollos. Me tenía que haber marchado, porque ahora, ¿dónde voy?... Y seguro que me ha pedido que me quede para enrollarse conmigo también. Cómo me pida que me acueste con ella no voy a desaprovechar la oportunidad. Qué más me da, si a partir de mañana ya no la voy a volver a ver. Seguro, seguro que eso es lo que quiere, porque si no, por qué tanto interés para que me quede aquí a dormir —cogió un cojín del sofá, lo puso en un extremo, utilizándolo de almohada, y se tendió mirando hacia el retrato de Dolo para gritarle con todas sus ganas—: Dios, ¿por qué me gustarás tanto? —Morfeo lo raptó a traición.
—¡Espera, espera, no ardas! —la suela de su zapato derecho aplastó a la, ya, colilla. Pánico le daba levantar el pie—. ¡Que no se note, que no se note! —suplicaba. Con suspense hitchcockiano (a lo Alfred Hitchcock) levantó el pie. El arrodillamiento, para verlo con claridad, tardó una eternidad, y resopló diciendo—: ¡Ufffff! Casi no se nota. ¡Anda que si le prendo fuego al apartamento! ¡Cualquierilla convence a la fiera ésa de que ha sido simplemente un despiste! —restregó varias veces los dedos sobre la quemadura, consiguiendo disimularla. Volvió a la barra. Terminó de prepararse el cubata. El susto le había quitado la media torta que tenía. En el extremo de la barra vio un mando a distancia. Cogió el cubata, el mando, y se volvió a sentar en el sofá. Encendió otro cigarro. Mientras fumaba, intentando relajarse, no quitaba ojo del mando, diciéndose—: Este mando es muy raro, tiene más botones que el refino (en Bonares: mercería) de mi pueblo. ¿Para qué servirá? Por aquí no veo ni una mísera televisión, ni un equipo de música, ni un aparato de aire acondicionado —miraba por todo el salón—, ¡ni na de na! ¿Cómo con tanto lujo, ésta, no tiene aquí ni un mal televisor para distraerse? —la incógnita del mando lo evadió de las preocupaciones. Mientras fumaba y se refrescaba el gaznate, no dejó ni un momento de darle vueltas y vueltas al cacharrito. Mareado ya de darle vueltas a la cabeza, pensando para qué serviría, lo dejó caer, con muy poca delicadeza, sobre la mesita. No quería pensar por qué se encontraba a gusto y tranquilo. Dio un buche (porción de líquido que cabe en la boca) al cubata. Mientras lo paladeaba sumillermente, su pasmo iba aumentando. Del techo, sobre la pared del fondo del salón, bajaba una pantalla gigante. No daba fe de lo que estaba viendo. Reacción a la sorpresa: engolliparse. La arcada (vómito) manchó la chaqueta, la corbata, la camisa, el pantalón…, y, apretando los dientes, maldijo—: ¡Me cago en…! ¡Y ahora, qué me pongo mañana? —encorajinado sacudía las manchas con las manos. Trabajo que abandonó al ver, por el rabillo del ojo que la pantalla era una televisión. En ese momento emitía un documental sobre nidos de serpientes, y Vito le dijo a la Dolo que estaba colgada en la pared—: ¡Ahí tienes reunida a toda tu familia! —le gritó al retrato de Dolo. Abatido por el contratiempo de las manchas, lo único que se le ocurrió fue quedarse en calzoncillos y tender la ropa sobre la mesa y las butacas, donde habían estado sentados en la terraza. Miró la hora, exclamando—: ¡Las nueve y media de la noche! Espero que la sanguijuela de la Dolo no vuelva todavía. Hace buena temperatura, pero entraré no vaya a ser que alguien me vea así —directo a la barra, para beberse el quinto.
El etilismo (borrachera etílica) le estaba haciendo efecto, y, al sentarse en el sofá, se dijo—: Será mejor que me siente —obvió la gran televisión, para dirigir su mirada al retrato de Dolo, diciéndole—: ¡Jejejeje! ¿Te gusta mi ropa interior? —continuaba bebiendo—. ¡Huyyyy! ¡Mira, mira, mira aquí! —abriéndose la portañuela (bragueta) de los calzoncillos—. ¡Ni lo verás ni lo catarás! ¡Jejejeje! ¡Joder, Vito, y si entrara ahora Dolo! —volvió a mirar nerviosamente la hora. Salió a la terraza, comprobó que la ropa ya estaba seca, la colocó en su antebrazo izquierdo, volviéndose a sentar en el sofá. Por la televisión estaban retransmitiendo un concierto de don Joaquín Sabina, como él le llama. Al verlo, intuitivamente, prendió un cigarro. Nuevo vistazo al reloj. Durante el concierto, continuó con la actividad cubatera. Sabina se despidió. Nuevo vistazo al reloj: las diez. Ya empezaba a preocuparse. Un nuevo cigarro. La tardanza de Dolo, ya no le preocupaba, le aterraba. Tan descontrolado se encontraba, que no se dio cuenta de que lucía ropa interior. Su voz regresó al salón—: ¿Adónde habrá ido? A ésta la han metido en el trullo con su amigo el Caín, ¡seguro! A que van a volver los dos policías para llevarme a mí también, porque ella me habrá culpado de algo… —era incapaz de centrar sus pensamientos—, o estará liada con ellos, porque a ésta —miró el retrato—, con la facilidad con que se agarra a los tíos, le van los rollos. Me tenía que haber marchado, porque ahora, ¿dónde voy?... Y seguro que me ha pedido que me quede para enrollarse conmigo también. Cómo me pida que me acueste con ella no voy a desaprovechar la oportunidad. Qué más me da, si a partir de mañana ya no la voy a volver a ver. Seguro, seguro que eso es lo que quiere, porque si no, por qué tanto interés para que me quede aquí a dormir —cogió un cojín del sofá, lo puso en un extremo, utilizándolo de almohada, y se tendió mirando hacia el retrato de Dolo para gritarle con todas sus ganas—: Dios, ¿por qué me gustarás tanto? —Morfeo lo raptó a traición.
Próximo día 15 de noviembre: Capítulos IX y X
CAPÍTULO VII (A la rosa de tallo firme y pétalos carnosos)
¡Por fin solos! —exclamó Dolo, y le preguntó—: ¿Recuerdas —Vito la miró— qué comencé a decirte después de darte las gracias por recoger del suelo el jersey?
Él, derrumbado moralmente por la última puyada de Caín, se encogió de hombros, negando con la cabeza, al mismo tiempo que recogía del suelo su chaquetón y la cartera.
—No importa —continuó ella—. Lo que iba a decirte en el momento en el que llegaron ellos era, y es, que me gustaría mucho que pasáramos dentro, tomásemos un café, o lo que te apetezca, charlemos sobre nosotros que hasta ahora no lo hemos hecho, y luego, si lo deseas, te marchas.
Vito sintió una opresión en el pecho. Lo que realmente aceleró su pulso fue; más que por lo que Dolo le dijo, por el tono que empleó al decírselo. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de griparse (agarrotarse). De nuevo le volvieron las dudas sobre ella. Dudas que le hicieron pensar:
—<"Porque hable un ratito con ella, no me va a pasar nada, eso sí, lo que tome me lo serviré yo mismo, así evitaré que me eche algo raro. ¡Me gusta tanto! Pasaré. Quedo como un caballero, y jumo (humo: largarse)>>.
Vito caminó hacia la puerta.
Al acercarse, ella le preguntó con cierta duda nerviosa:
—¿Pasas?
Él, sin contestarle —porque era incapaz de que le salieran las palabras—, le indicó con la mano que pasara ella primero. La siguió. Ya dentro, ella le cogió el chaquetón y la cartera; abrió una puerta, que dormía sobre la pared, junto al portón. Colgó el chaquetón, y la maleta la dejó descansar en el suelo del guardarropa. Vito no le quitaba ojo.
—Te puedes sentar donde quieras —le dijo Dolo, perdiéndose en algún lugar del apartamento que él no vio al estar buscando un lugar para sentarse.
Vito se decidió por un sofá que le recordó a uno que había visto en alguna película sobre la Revolución Francesa. Después de tanta tensión vivida, no se sentó, se repanchigó (extenderse en el asiento con toda comodidad). En la aparición de Dolo, se revolvió para sentarse.
—No te preocupes. Ponte cómodo. Yo también he necesitado tumbarme un momento en la cama. ¿Qué te apetece tomar?
—¡Coño! —exclamó mirándose la muñeca derecha.
—¿Cómo? —ella reaccionó inmediatamente—. ¡Vito! No me parece que…
—¿Eh? ¡Oh, no, por favor! —nerviosismo incontrolado—. Quiero decir que son las nueve de la noche —su rubor explosionó a tal intensidad, que tuvo la sensación de que olía a chamusquina (quemado) su ya brotada barba.
—¿Y?… —le pidió explicaciones ella.
—No, nada. Sí, sí. La verdad es que sí —casi tartamudeaba—. ¿No crees que es tarde para coger el último AVE?
—¡Entonces es cierto! Deseas marcharte esta misma noche, ¿no?
Vito hizo un gesto con los hombros, como de resignación.
—Que yo recuerde —continuó Dolo—, me dijiste que te quedabas a dormir en Madrid… ¡Ya! Me estás engañando. Lo que deseas es no estar conmigo. Ya lo intuía yo. No…
—Beefeater con Coca-Cola, en vaso largo, y mucho hielo —la ambigüedad en la que vivía se decantó (preferir, inclinarse por) por el deseo del corazón, acrecentado porque nunca podía soportar que alguien se sintiera triste ante él; continuando—: Para tomar café ya es muy tarde para mí. Por eso de que por la noche te despabila (quitar el sueño).
—¡Bien! —la alegría de Dolo la llevó en volandas hasta la barra de bar, situada a un costado del salón. Con más velocidad que Tom Cruise, en Cóctel, atendió a Vito.
—¿Tú también bebes lo mismo? —Vito al ver que traía dos vasos gemelos.
—Es mi bebida favorita —ella acercó una butaca, para poder sentarse frente a él.
Vito dio un trago, lentamente, mientras pensaba:
—<"Ya empezamos. Al final tendremos los mismos gustos. ¡Ojo, Vito! Ésta te va a comer el coco otra vez, y te arrepentirás. Bébetelo cuanto antes, y juye. Olvídate de que te gusta, pero no te olvides de cómo funciona ella. Es peligrosa, y casi siempre te lee el pensamiento. Es bonita de cojones. Parece… Sí, sí, parece un ángel, pero del equipo de Luzbel (el príncipe de los ángeles rebeldes. Otros nombres: El Diablo, el Demonio, Lucifer, Satán, Satanás, Leviatán, Belcebú)>>.
—¿Se puede saber —Dolo interesadísima— qué es lo que estás pensando, o es que tu mirada se pierde cuando bebes?
—¡No, que va! —tuvo que pensar rápidamente una respuesta convincente—. Estaba calculando el tiempo que tardaré en llegar a la estación de Atocha, pero como no sé dónde estoy, no puedo calcularlo.
—No te preocupes. Calcula como máximo media hora. Lo que quiere decir que te quedan dos horas para que te tomes esta copa, o las que quieras, aquí conmigo, ¡vamos, si quieres!
Vito cruzó las piernas y se restregaba la palma de las manos sobre el pantalón, a la altura de los muslos. Sin poder evitar pensar:
—<<¡Vito, otra copa no, que te pierdes! Dile que no, que quieres marcharte ahora>>.
—Ya te conozco un poquito —continuó Dolo—, y sé que ese silencio es que también deseas aprovechar esas dos horas para conocernos.
A Vito el tormento le provocó un trastabilleo mental. Impidiéndole que respondiera.
—Vaya tarde que he tenido —prosiguió Dolo—. Perdona por abandonarte en el restaurante, pero era un asunto que no podía retrasar. De veras que lo siento. Si no te hubiera abandonado, no hubiera pasado lo de la llave. De todas formas quiero que sepas que no ha tenido importancia —él la miró expresándole sorpresa—. ¡Vale! Me puse furiosa, pero no era por ti. Ya venía malhumorada. Es lógico que después de cómo te he tratado te quieras marchar.
A Vito volvieron a relucirle los ojos. Sus pensamientos afloraron de nuevo:
—<"Parece otra. Cómo habla... Que se calle ya que, si no, me quedo>>.
—Antes de que —continuó ella— por alguna circunstancia inesperada se me olvide, quiero que sepas que me ha gustado mucho estar contigo…
Vito refrescó el gaznate y el sofoco que le estaban causando las palabras y el tono que les ponía ella:
—<<¡Qué voz, madre, qué voz! No te comas el coco, y no la mires que te pierdes. Dile de una vez que te tienes que marchar>>.
—Perdona un momento —dijo ella, evitando que él pudiera hablar—, sólo un momento, que tengo que pasar unos datos, muy importantes, al ordenador, antes de que se me olviden —levantándose rápidamente.
Vito hizo un gesto de conformismo con la cabeza. Mientras bebía el cubata observó, en un espejo que decoraba una de las paredes, como Dolo entraba en una habitación y cerraba la puerta. Aprovechó para desentumecer su mente, levantarse, y echar una visual, sin ver, por el salón. Sus pensamientos estaban desmadrados:
—<<¡Ya empezamos! Le digo que tengo prisa y, como la que oye llover, se va a escribir unos datos importantes, ¡según dice ella! ¡A saber qué estará haciendo! La verdad es que me está hablando muy bien. Qué voz tiene, madre, qué voz tiene. Y qué no tiene bueno ésta. Vito, Vito, Vito, que ya la conoces, que está como una chiva. ¿Qué estoy haciendo yo aquí? Es impresionante como vive. ¡Anda, no me he acordado de ver la cuenta del restaurante!... Sí, la tengo aquí —la sacó del bolsillo con expectación—. Quinientos euros…, ¿cuanto es en pesetas? —hizo un cálculo mental—. ¡Ay, la Virgen! Más de ochenta mil pelas, pero, ¡si casi no hemos comido! Así tuvo que pedirle más pasta al padre. Ni el Banco de España aguanta lo que gasta ésta en teléfono, en ropa, en comidas, en la propina al chori, y en este apartamento que es más grande que el castillo de Niebla. Este nivel sólo lo pueden llevar los…>>. —momento en el que sonó su móvil. Del sobresalto, sin querer, le pegó con la mano a su cubata, rompiéndose el vaso sobre la mesa. El cubata no se conformó con que lo probara la mesa, sino que también tuvo que invitar a la alfombra.
Dolo, al oír el móvil y el sonido de cristales, salió corriendo de la habitación.
—Ha sido sin querer... —se disculpaba nerviosamente—. No esperaba que sonara el móvil y..., seguramente será mi madre, que como no la he llamado estará preocupada —la precipitación nerviosa le traicionó: Utilizaba la factura del restaurante como si fuera el móvil.
—Ese modelo de móvil no lo conocía yo —le decía Dolo—. Tranquilo, tranquilo.
—Dime madre —ya con el móvil.
—…
—¡Perdón! ¿Quién es? —preguntó. La cara se le descompuso.
Dolo hizo un gesto de contrariedad; murmurando—: ¡Otra vez el Caín!
—… —la expresión que lucía Vito, hizo a Dolo temer lo peor.
—Sí. Sí. Estoy aquí. Dígame, señorita.
—…
—Un momento, por favor, que tomo nota —Vito muy nervioso. Las manos le temblaban. Con torpeza sacó un bolígrafo y una agenda pequeña del bolsillo de su chaqueta.
Dolo no digería su sorpresa.
—Repítamelo, por favor —intentaba escribir pero la agenda se le resbalaba.
Dolo se acercó, arrodillándose junto a la mesa para sujetarle la agenda, aprovechando para leer lo que Vito escribía: “Mañana a las ocho de la mañana en las oficinas de Alea Jacta Est. El mismo edificio donde entregué los currículos. Para una entrevista con el Sr. Sanmiguel” —fue lo último que escribió.
—¡Gracias, muchas gracias! —contestó Vito al despedirse—. ¡Vaya nombrecito! Te da respeto nada más oírlo —comentaba nervioso—. ¡Un nombre en latín! Seguramente será de alguna empresa del Vaticano. Esta gente, como buenos representantes del de arriba, está en todas partes.
—No —se entrometió Dolo—. Yo he leído, en algún sitio, la publicidad de esa empresa. Creo que es de consulting. Qué suerte, ¿no? —Dolo rebozaba alegría—. Ahora no te marcharás, ¿verdad? Aunque tú, por perderme de vista, eres capaz de hacerlo, y dormir en un banco de la Estación de Atocha.
Vito, mientras se frotaba la frente con la mano derecha, comenzó a hablar con agobio de agobiante agobio:
—Por favor —rogaba y resoplaba—. No me agobies, que ahora mismo tengo un cacao que no me aclaro. Eso quiere decir… que el señor Jefe de Conserjería ha entregado los currículos... y yo desconfiando de él. Eso quiere decir…, también, que me tengo que quedar a dormir aquí, ¡bueno en Madrid! Eso quiere decir… que la hora que es y… sin habitación. Eso quiere decir… que ahora que me acuerdo, por la falta de costumbre, no me he traído ni ropa para cambiarme ni maquinilla de afeitar ni nada para asearme. ¡Joder, joder, joder que inútil! Eso quiere decir… que mañana no me puedo presentar hecho un adefesio (mamarracho). Eso quiere decir… que…
—Eso quiere decir —le interrumpió ella— que la única solución que tienes es quedarte aquí a dormir.
Vito agachó la cabeza sin querer oírla.
—Sí. Aquí en mi casa. Aquí podrás asearte tranquilamente. Aquí tienes todo lo necesario: cama, baño, ducha, y lo que te falte lo traerán inmediatamente. ¿Te…?
—¡Cómo, cómo, cómo!, ¿que yo me quede aquí a dormir contigo?
—No, no, no, no, ¿conmigo!, nooo. Tú solito en una habitación, que tengo varias, ya lo verás, o… —mirada granuja (bribón, pícaro)—, ¿es que te da miedo dormir solo? —Vito sudaba—. Si quieres —mirada bribona— contrato a una canguro para que te acompañe, te cante una nana, y te acurruque toda la noche —antes de que contestara Vito, Dolo aclaró—. Pero con el climaterio caducado.
Vito se encogió de hombros, preguntándole:
—¿Clima… qué?
—¡Chico, las que han entrado en el periodo de la vida que precede y sigue a la extinción de la función genital, y, por supuesto, caducada porque como mínimo tiene que tener ochenta abriles!
Vito no pudo ocultar su sonrisa, ni el repelús (escalofrío) que le entró al imaginarse la canguro que le pondría. Diciéndole:
—Por favor, no me alteres más de lo que estoy —le rogó Vito, cogiendo a continuación el cubata de ella y se lo bebió de un trago.
—¡Ja! Yo te altero, ¡y ese cubata, no?
Vito, con todos los dedos de sus manos, se rascaba la cabeza. No sabía qué hacer. Con mudez voluntaria, se levantó, dio un paseo por el salón, volvió y, de pie, se terminó de tomar el cubata de ella.
Dolo comprendió que él, en ese momento, la ignorara. Sin decirle nada, para no aturdirlo (desconcertarlo) más, se dirigió a otra mesita que había en una esquina del salón, descolgó un teléfono, más antiguo que las Tablas de la Ley, marcó, y comenzó a hablar.
Él estaba tan abstraído, con el problema de dónde dormir, que ni se enteró de lo que hablaba Dolo por teléfono. Al colgar se acercó a Vito. Le hizo una indicación con el dedo para que no dijera nada. Con su mano derecha cogió el brazo izquierdo de él, e hizo de lazarillo. A Vito se le pusieron los bellos de punta del calambre que recorrió su cuerpo al sentir la mano de Dolo. Obediente, como nadie, se dejó llevar. El destino final fue la terraza. El aire fresco de la noche, le vino que ni de perilla (a propósito). Hasta dejarlo sentado en una butaca, compañera de una mesa, junto a la piscina, ella no le soltó el brazo. Perdido en sus pensamientos, ocupó la localidad que Dolo le había regalado. Ella volvió a entrar en el apartamento, preparó otros dos cubatas, regresando lentamente para deleitarse (deleite: placer del ánimo, de lo sentidos) mirando a Vito.
—Qué, ¿más tranquilo? —le preguntó al sentarse junto a él.
—Sí —no era cierto, porque recibió, en su estómago, una descarga de miles de voltios, provocada al sentir la mano de ella acariciarle, varias veces seguidas, con mucho cariño, el brazo izquierdo—. Verás… —antes de continuar, pensó—: <"Esta muchacha me va a matar. ¿Por qué me toca así?>> —tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar—: Verás, es que quedarme aquí...
—¿No te gusta mi casa? —la pregunta de Dolo lo cubrió de silencio—. Contéstame a una pregunta —le solicitaba ella—, pero lo debes hacer de corazón. Mírame a los ojos. Te ruego me contestes lo que sientas de verdad…
La petición de ella aumentó en él la alteración interna. Estaba más nervioso que nunca. Presentía lo que le iba a preguntar. El hecho de que ella le acariciara el brazo con tanta delicadeza —no quería pensar que era cariño—, más aun cuando apoyó la otra mano sobre la de él, le estaba provocando una situación embarazosa que le causaba un infierno en su bajo vientre. Realmente deseaba, con toda su alma, quedarse, pero no conseguía olvidar todo lo que había visto en ella. Pasados unos segundos, su corazón venció a su cerebro. Asintió con la cabeza dándole la conformidad a Dolo para que hiciera la pregunta. Intentó mirarla a los ojos pero no pudo.
—¿Por qué no quieres quedarte en mi casa? —el tono de voz se acercaba más a una petición que a una pregunta.
Vito continuaba en el zurrón de su silencio. Varios siglos-segundos se tomó para responder:
—No creo que... —en ese momento sonó el video-portero—. ¡No te molestes! Voy yo, que ya sé como funciona —se ofreció para disponer de más tiempo para pensar una respuesta que no la molestara.
Ella lo dejó.
Al regresar, el rostro de Vito, portaba un desmedido pavor.
—¿Qué te ocurre? ¿Quién es? ¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara? —batería de preguntas de Dolo.
—Son_son_son_son dos policías —contestó tartamudeando—. Preguntan por ti.
—¡Por la Santísima Virgen!, ¿por eso te pones así? ¡Dos policías, y qué! Ahora mismo voy a ver qué quieren. Vuelvo enseguida.
A Vito le volvió el dolor de cabeza. En un periquete había pensado de todo: alterne, mafia, drogas, el Caín que les habría contado que lo iban a descuartizar. Ya no podía más. Con rabia cogió el cubata, bebiéndoselo casi del tirón.
—Te va a sentar mal si te lo tomas de esa manera —le dijo Dolo al acercarse después de hablar con los policías.
Él la miraba como si fuera un fantasma. No quería saber, ni se iba a creer, lo que ella le contara.
—¿Ves?, ya estoy aquí. ¿No habrás pensado que venían a por mí?
—No, no —su cara no podía ocultar lo que realmente pensaba.
—¿Tú crees que yo sería capaz de hacer mal a alguien?
No contestó. Disimuló que bebía.
—¡Anda! —exclamación que a Vito le sorprendió—. No te lo vas a creer…
Vito, ante el tono dado por Dolo, movió la cabeza esperando una nueva putada de ella.
—… Me tengo que volver a marchar una o dos horas. Pero tú no te preocupes. Estás en tu casa. ¡Ah!, cuando llame al video-portero un empleado de MRW, le abres y le recoges el paquete que traiga. Lo abres y compruebas si falta algo —al gesto de sorpresa de él, ella le aclaró—. De lo que necesitas para que mañana puedas ir en perfecto estado de revista a la entrevista. Si faltara algo, ya lo pediré yo cuando vuelva. ¡Vito!, si llamara alguien que no se identificara como de MRW, por supuesto, no le abras. Y no te marches. Te lo ruego. Deseo mucho hablar contigo y poder conocerte, aunque sea sólo un poquito —le dio un beso en la mejilla. Él no la correspondió. Al alejarse, de él, le dijo—: Antes de irme voy a cambiarme. Cogeré otro móvil. Por si me necesitas, te dejo apuntado el número en la pizarra que hay en la cocina.
Vito no pudo evitar susurrar:
—¡Pues claro que no te voy a creer! ¿Por qué cambiará de móvil? Me huele a chamusquina. Seguro que la están esperando abajo los dos policías. ¡Macho!, y si la detienen y vienen a registrar el apartamento y me encuentran aquí, ¡me van a implicar con ella! Yo me largo cinco minutos después de que salga, porque esta va a acabar peor que los cristianos en el circo romano.
—¿Estás hablando solo? —preguntó Dolo desde dentro.
—¿Cómo? ¡No, no! —cogió el cubata de ella, se dirigió, con andares de zombi, a la barandilla de la terraza. Estaba en el limbo. Apoyó las manos en la parte superior de la baranda, dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre ella, al tiempo que le echaba un vistazo desde las alturas a Madrid de noche. Le era imposible tranquilizarse. Su perola no dejaba de discurrir:
—<<¡Dios mío, dónde me he metido! Me gusta mucho, pero no debo olvidar que esta tía es una bicha venenosa. Lo del cambio de móvil es que no me entra en la cabeza. El de por la noche lo utilizará para los asuntos oscuros>>. —respiró hondo, y se dijo—: Necesito un cigarro —fue directo, con paso titubeante, al salón. Ya dentro, la llamó con miedo—: ¿Dolooooo? —mientras la esperaba descubrió que había recogido los restos del vaso que rompió, y limpiado la mesa.
—¿Sí? —ella salió veloz de una habitación, al mismo tiempo que terminaba de abrocharse el último botón de la bragueta y ajustarse el cinturón en un vaquero más oscuro que el que llevaba puesto antes. Mientras caminaba acercándose a él, con cara de esperar una noticia agradable, iba abrochándose, de abajo hacia arriba, los cuatro últimos botones de una blusa de seda rosa.
Instante en el que Vito descubrió que no llevaba sujetador. Intentó no mirar, pero pudo más su deseo que su voluntad. Sus dos objetivillos enfocaron directamente a la abertura de la blusa, recogiendo, en toda su extensión, el pecho derecho que estaba coronado por un pezón erguido que descansaba en el centro de una circunferencia perfecta de color rosado; y un poco el pecho izquierdo.
Ella, al advertirlo, aligeró nerviosamente los movimientos de los dedos, para cerrar la blusa cuanto antes.
—Necesito un cigarro —lo dijo mirando al tendido sin poder esconder la calentura de sus carrillos—. Voy a salir a comprar tabaco —dijo, más histérico que un yonki en abstinencia.
—¡Ja! —sorprendida—. ¡Pero si no te he visto fumar en todo el día!, ¿cómo necesitas un cigarro ahora..., o es una excusa para marcharte con un si te vi no me acuerdo?
—¡No mujer! —lo dijo como si ella lo hubiera ofendido—. Hace dos meses, veinticuatro días y casi —miró el reloj— veintidós horas, que dejé de fumar, pero con los nervios que tengo por la entrevista, y esta situación... —le decía Vito cuando ella lo cortó bruscamente.
—¿Qué situación? O sea, quieres decir que te sientes obligado a estar aquí. Sí, ya sé que te lo he pedido por favor, pero… Ya no te insisto más. Si quieres irte te vas. Únicamente te pido que lo hagas cuando yo me haya marchado. ¡Ah! Tabaco hay ahí, detrás de la barra del bar, en esa puerta junto al espejo que llega al techo —se dio media vuelta, entró de nuevo en la habitación, salió guardando el móvil en el bolso, cogió del ropero de la entrada una chaqueta, abrió el portón, y antes de dar un portazo, al salir, dijo—: ¡Si cuando vuelva no te encuentro aquí, te buscaré por todo el mundo para vengarme de tu huída! Es broma, tonto. Hasta… —el estruendo del portazo se zampó la última parte de la despedida.
Él, derrumbado moralmente por la última puyada de Caín, se encogió de hombros, negando con la cabeza, al mismo tiempo que recogía del suelo su chaquetón y la cartera.
—No importa —continuó ella—. Lo que iba a decirte en el momento en el que llegaron ellos era, y es, que me gustaría mucho que pasáramos dentro, tomásemos un café, o lo que te apetezca, charlemos sobre nosotros que hasta ahora no lo hemos hecho, y luego, si lo deseas, te marchas.
Vito sintió una opresión en el pecho. Lo que realmente aceleró su pulso fue; más que por lo que Dolo le dijo, por el tono que empleó al decírselo. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de griparse (agarrotarse). De nuevo le volvieron las dudas sobre ella. Dudas que le hicieron pensar:
—<"Porque hable un ratito con ella, no me va a pasar nada, eso sí, lo que tome me lo serviré yo mismo, así evitaré que me eche algo raro. ¡Me gusta tanto! Pasaré. Quedo como un caballero, y jumo (humo: largarse)>>.
Vito caminó hacia la puerta.
Al acercarse, ella le preguntó con cierta duda nerviosa:
—¿Pasas?
Él, sin contestarle —porque era incapaz de que le salieran las palabras—, le indicó con la mano que pasara ella primero. La siguió. Ya dentro, ella le cogió el chaquetón y la cartera; abrió una puerta, que dormía sobre la pared, junto al portón. Colgó el chaquetón, y la maleta la dejó descansar en el suelo del guardarropa. Vito no le quitaba ojo.
—Te puedes sentar donde quieras —le dijo Dolo, perdiéndose en algún lugar del apartamento que él no vio al estar buscando un lugar para sentarse.
Vito se decidió por un sofá que le recordó a uno que había visto en alguna película sobre la Revolución Francesa. Después de tanta tensión vivida, no se sentó, se repanchigó (extenderse en el asiento con toda comodidad). En la aparición de Dolo, se revolvió para sentarse.
—No te preocupes. Ponte cómodo. Yo también he necesitado tumbarme un momento en la cama. ¿Qué te apetece tomar?
—¡Coño! —exclamó mirándose la muñeca derecha.
—¿Cómo? —ella reaccionó inmediatamente—. ¡Vito! No me parece que…
—¿Eh? ¡Oh, no, por favor! —nerviosismo incontrolado—. Quiero decir que son las nueve de la noche —su rubor explosionó a tal intensidad, que tuvo la sensación de que olía a chamusquina (quemado) su ya brotada barba.
—¿Y?… —le pidió explicaciones ella.
—No, nada. Sí, sí. La verdad es que sí —casi tartamudeaba—. ¿No crees que es tarde para coger el último AVE?
—¡Entonces es cierto! Deseas marcharte esta misma noche, ¿no?
Vito hizo un gesto con los hombros, como de resignación.
—Que yo recuerde —continuó Dolo—, me dijiste que te quedabas a dormir en Madrid… ¡Ya! Me estás engañando. Lo que deseas es no estar conmigo. Ya lo intuía yo. No…
—Beefeater con Coca-Cola, en vaso largo, y mucho hielo —la ambigüedad en la que vivía se decantó (preferir, inclinarse por) por el deseo del corazón, acrecentado porque nunca podía soportar que alguien se sintiera triste ante él; continuando—: Para tomar café ya es muy tarde para mí. Por eso de que por la noche te despabila (quitar el sueño).
—¡Bien! —la alegría de Dolo la llevó en volandas hasta la barra de bar, situada a un costado del salón. Con más velocidad que Tom Cruise, en Cóctel, atendió a Vito.
—¿Tú también bebes lo mismo? —Vito al ver que traía dos vasos gemelos.
—Es mi bebida favorita —ella acercó una butaca, para poder sentarse frente a él.
Vito dio un trago, lentamente, mientras pensaba:
—<"Ya empezamos. Al final tendremos los mismos gustos. ¡Ojo, Vito! Ésta te va a comer el coco otra vez, y te arrepentirás. Bébetelo cuanto antes, y juye. Olvídate de que te gusta, pero no te olvides de cómo funciona ella. Es peligrosa, y casi siempre te lee el pensamiento. Es bonita de cojones. Parece… Sí, sí, parece un ángel, pero del equipo de Luzbel (el príncipe de los ángeles rebeldes. Otros nombres: El Diablo, el Demonio, Lucifer, Satán, Satanás, Leviatán, Belcebú)>>.
—¿Se puede saber —Dolo interesadísima— qué es lo que estás pensando, o es que tu mirada se pierde cuando bebes?
—¡No, que va! —tuvo que pensar rápidamente una respuesta convincente—. Estaba calculando el tiempo que tardaré en llegar a la estación de Atocha, pero como no sé dónde estoy, no puedo calcularlo.
—No te preocupes. Calcula como máximo media hora. Lo que quiere decir que te quedan dos horas para que te tomes esta copa, o las que quieras, aquí conmigo, ¡vamos, si quieres!
Vito cruzó las piernas y se restregaba la palma de las manos sobre el pantalón, a la altura de los muslos. Sin poder evitar pensar:
—<<¡Vito, otra copa no, que te pierdes! Dile que no, que quieres marcharte ahora>>.
—Ya te conozco un poquito —continuó Dolo—, y sé que ese silencio es que también deseas aprovechar esas dos horas para conocernos.
A Vito el tormento le provocó un trastabilleo mental. Impidiéndole que respondiera.
—Vaya tarde que he tenido —prosiguió Dolo—. Perdona por abandonarte en el restaurante, pero era un asunto que no podía retrasar. De veras que lo siento. Si no te hubiera abandonado, no hubiera pasado lo de la llave. De todas formas quiero que sepas que no ha tenido importancia —él la miró expresándole sorpresa—. ¡Vale! Me puse furiosa, pero no era por ti. Ya venía malhumorada. Es lógico que después de cómo te he tratado te quieras marchar.
A Vito volvieron a relucirle los ojos. Sus pensamientos afloraron de nuevo:
—<"Parece otra. Cómo habla... Que se calle ya que, si no, me quedo>>.
—Antes de que —continuó ella— por alguna circunstancia inesperada se me olvide, quiero que sepas que me ha gustado mucho estar contigo…
Vito refrescó el gaznate y el sofoco que le estaban causando las palabras y el tono que les ponía ella:
—<<¡Qué voz, madre, qué voz! No te comas el coco, y no la mires que te pierdes. Dile de una vez que te tienes que marchar>>.
—Perdona un momento —dijo ella, evitando que él pudiera hablar—, sólo un momento, que tengo que pasar unos datos, muy importantes, al ordenador, antes de que se me olviden —levantándose rápidamente.
Vito hizo un gesto de conformismo con la cabeza. Mientras bebía el cubata observó, en un espejo que decoraba una de las paredes, como Dolo entraba en una habitación y cerraba la puerta. Aprovechó para desentumecer su mente, levantarse, y echar una visual, sin ver, por el salón. Sus pensamientos estaban desmadrados:
—<<¡Ya empezamos! Le digo que tengo prisa y, como la que oye llover, se va a escribir unos datos importantes, ¡según dice ella! ¡A saber qué estará haciendo! La verdad es que me está hablando muy bien. Qué voz tiene, madre, qué voz tiene. Y qué no tiene bueno ésta. Vito, Vito, Vito, que ya la conoces, que está como una chiva. ¿Qué estoy haciendo yo aquí? Es impresionante como vive. ¡Anda, no me he acordado de ver la cuenta del restaurante!... Sí, la tengo aquí —la sacó del bolsillo con expectación—. Quinientos euros…, ¿cuanto es en pesetas? —hizo un cálculo mental—. ¡Ay, la Virgen! Más de ochenta mil pelas, pero, ¡si casi no hemos comido! Así tuvo que pedirle más pasta al padre. Ni el Banco de España aguanta lo que gasta ésta en teléfono, en ropa, en comidas, en la propina al chori, y en este apartamento que es más grande que el castillo de Niebla. Este nivel sólo lo pueden llevar los…>>. —momento en el que sonó su móvil. Del sobresalto, sin querer, le pegó con la mano a su cubata, rompiéndose el vaso sobre la mesa. El cubata no se conformó con que lo probara la mesa, sino que también tuvo que invitar a la alfombra.
Dolo, al oír el móvil y el sonido de cristales, salió corriendo de la habitación.
—Ha sido sin querer... —se disculpaba nerviosamente—. No esperaba que sonara el móvil y..., seguramente será mi madre, que como no la he llamado estará preocupada —la precipitación nerviosa le traicionó: Utilizaba la factura del restaurante como si fuera el móvil.
—Ese modelo de móvil no lo conocía yo —le decía Dolo—. Tranquilo, tranquilo.
—Dime madre —ya con el móvil.
—…
—¡Perdón! ¿Quién es? —preguntó. La cara se le descompuso.
Dolo hizo un gesto de contrariedad; murmurando—: ¡Otra vez el Caín!
—… —la expresión que lucía Vito, hizo a Dolo temer lo peor.
—Sí. Sí. Estoy aquí. Dígame, señorita.
—…
—Un momento, por favor, que tomo nota —Vito muy nervioso. Las manos le temblaban. Con torpeza sacó un bolígrafo y una agenda pequeña del bolsillo de su chaqueta.
Dolo no digería su sorpresa.
—Repítamelo, por favor —intentaba escribir pero la agenda se le resbalaba.
Dolo se acercó, arrodillándose junto a la mesa para sujetarle la agenda, aprovechando para leer lo que Vito escribía: “Mañana a las ocho de la mañana en las oficinas de Alea Jacta Est. El mismo edificio donde entregué los currículos. Para una entrevista con el Sr. Sanmiguel” —fue lo último que escribió.
—¡Gracias, muchas gracias! —contestó Vito al despedirse—. ¡Vaya nombrecito! Te da respeto nada más oírlo —comentaba nervioso—. ¡Un nombre en latín! Seguramente será de alguna empresa del Vaticano. Esta gente, como buenos representantes del de arriba, está en todas partes.
—No —se entrometió Dolo—. Yo he leído, en algún sitio, la publicidad de esa empresa. Creo que es de consulting. Qué suerte, ¿no? —Dolo rebozaba alegría—. Ahora no te marcharás, ¿verdad? Aunque tú, por perderme de vista, eres capaz de hacerlo, y dormir en un banco de la Estación de Atocha.
Vito, mientras se frotaba la frente con la mano derecha, comenzó a hablar con agobio de agobiante agobio:
—Por favor —rogaba y resoplaba—. No me agobies, que ahora mismo tengo un cacao que no me aclaro. Eso quiere decir… que el señor Jefe de Conserjería ha entregado los currículos... y yo desconfiando de él. Eso quiere decir…, también, que me tengo que quedar a dormir aquí, ¡bueno en Madrid! Eso quiere decir… que la hora que es y… sin habitación. Eso quiere decir… que ahora que me acuerdo, por la falta de costumbre, no me he traído ni ropa para cambiarme ni maquinilla de afeitar ni nada para asearme. ¡Joder, joder, joder que inútil! Eso quiere decir… que mañana no me puedo presentar hecho un adefesio (mamarracho). Eso quiere decir… que…
—Eso quiere decir —le interrumpió ella— que la única solución que tienes es quedarte aquí a dormir.
Vito agachó la cabeza sin querer oírla.
—Sí. Aquí en mi casa. Aquí podrás asearte tranquilamente. Aquí tienes todo lo necesario: cama, baño, ducha, y lo que te falte lo traerán inmediatamente. ¿Te…?
—¡Cómo, cómo, cómo!, ¿que yo me quede aquí a dormir contigo?
—No, no, no, no, ¿conmigo!, nooo. Tú solito en una habitación, que tengo varias, ya lo verás, o… —mirada granuja (bribón, pícaro)—, ¿es que te da miedo dormir solo? —Vito sudaba—. Si quieres —mirada bribona— contrato a una canguro para que te acompañe, te cante una nana, y te acurruque toda la noche —antes de que contestara Vito, Dolo aclaró—. Pero con el climaterio caducado.
Vito se encogió de hombros, preguntándole:
—¿Clima… qué?
—¡Chico, las que han entrado en el periodo de la vida que precede y sigue a la extinción de la función genital, y, por supuesto, caducada porque como mínimo tiene que tener ochenta abriles!
Vito no pudo ocultar su sonrisa, ni el repelús (escalofrío) que le entró al imaginarse la canguro que le pondría. Diciéndole:
—Por favor, no me alteres más de lo que estoy —le rogó Vito, cogiendo a continuación el cubata de ella y se lo bebió de un trago.
—¡Ja! Yo te altero, ¡y ese cubata, no?
Vito, con todos los dedos de sus manos, se rascaba la cabeza. No sabía qué hacer. Con mudez voluntaria, se levantó, dio un paseo por el salón, volvió y, de pie, se terminó de tomar el cubata de ella.
Dolo comprendió que él, en ese momento, la ignorara. Sin decirle nada, para no aturdirlo (desconcertarlo) más, se dirigió a otra mesita que había en una esquina del salón, descolgó un teléfono, más antiguo que las Tablas de la Ley, marcó, y comenzó a hablar.
Él estaba tan abstraído, con el problema de dónde dormir, que ni se enteró de lo que hablaba Dolo por teléfono. Al colgar se acercó a Vito. Le hizo una indicación con el dedo para que no dijera nada. Con su mano derecha cogió el brazo izquierdo de él, e hizo de lazarillo. A Vito se le pusieron los bellos de punta del calambre que recorrió su cuerpo al sentir la mano de Dolo. Obediente, como nadie, se dejó llevar. El destino final fue la terraza. El aire fresco de la noche, le vino que ni de perilla (a propósito). Hasta dejarlo sentado en una butaca, compañera de una mesa, junto a la piscina, ella no le soltó el brazo. Perdido en sus pensamientos, ocupó la localidad que Dolo le había regalado. Ella volvió a entrar en el apartamento, preparó otros dos cubatas, regresando lentamente para deleitarse (deleite: placer del ánimo, de lo sentidos) mirando a Vito.
—Qué, ¿más tranquilo? —le preguntó al sentarse junto a él.
—Sí —no era cierto, porque recibió, en su estómago, una descarga de miles de voltios, provocada al sentir la mano de ella acariciarle, varias veces seguidas, con mucho cariño, el brazo izquierdo—. Verás… —antes de continuar, pensó—: <"Esta muchacha me va a matar. ¿Por qué me toca así?>> —tuvo que hacer un gran esfuerzo para continuar—: Verás, es que quedarme aquí...
—¿No te gusta mi casa? —la pregunta de Dolo lo cubrió de silencio—. Contéstame a una pregunta —le solicitaba ella—, pero lo debes hacer de corazón. Mírame a los ojos. Te ruego me contestes lo que sientas de verdad…
La petición de ella aumentó en él la alteración interna. Estaba más nervioso que nunca. Presentía lo que le iba a preguntar. El hecho de que ella le acariciara el brazo con tanta delicadeza —no quería pensar que era cariño—, más aun cuando apoyó la otra mano sobre la de él, le estaba provocando una situación embarazosa que le causaba un infierno en su bajo vientre. Realmente deseaba, con toda su alma, quedarse, pero no conseguía olvidar todo lo que había visto en ella. Pasados unos segundos, su corazón venció a su cerebro. Asintió con la cabeza dándole la conformidad a Dolo para que hiciera la pregunta. Intentó mirarla a los ojos pero no pudo.
—¿Por qué no quieres quedarte en mi casa? —el tono de voz se acercaba más a una petición que a una pregunta.
Vito continuaba en el zurrón de su silencio. Varios siglos-segundos se tomó para responder:
—No creo que... —en ese momento sonó el video-portero—. ¡No te molestes! Voy yo, que ya sé como funciona —se ofreció para disponer de más tiempo para pensar una respuesta que no la molestara.
Ella lo dejó.
Al regresar, el rostro de Vito, portaba un desmedido pavor.
—¿Qué te ocurre? ¿Quién es? ¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara? —batería de preguntas de Dolo.
—Son_son_son_son dos policías —contestó tartamudeando—. Preguntan por ti.
—¡Por la Santísima Virgen!, ¿por eso te pones así? ¡Dos policías, y qué! Ahora mismo voy a ver qué quieren. Vuelvo enseguida.
A Vito le volvió el dolor de cabeza. En un periquete había pensado de todo: alterne, mafia, drogas, el Caín que les habría contado que lo iban a descuartizar. Ya no podía más. Con rabia cogió el cubata, bebiéndoselo casi del tirón.
—Te va a sentar mal si te lo tomas de esa manera —le dijo Dolo al acercarse después de hablar con los policías.
Él la miraba como si fuera un fantasma. No quería saber, ni se iba a creer, lo que ella le contara.
—¿Ves?, ya estoy aquí. ¿No habrás pensado que venían a por mí?
—No, no —su cara no podía ocultar lo que realmente pensaba.
—¿Tú crees que yo sería capaz de hacer mal a alguien?
No contestó. Disimuló que bebía.
—¡Anda! —exclamación que a Vito le sorprendió—. No te lo vas a creer…
Vito, ante el tono dado por Dolo, movió la cabeza esperando una nueva putada de ella.
—… Me tengo que volver a marchar una o dos horas. Pero tú no te preocupes. Estás en tu casa. ¡Ah!, cuando llame al video-portero un empleado de MRW, le abres y le recoges el paquete que traiga. Lo abres y compruebas si falta algo —al gesto de sorpresa de él, ella le aclaró—. De lo que necesitas para que mañana puedas ir en perfecto estado de revista a la entrevista. Si faltara algo, ya lo pediré yo cuando vuelva. ¡Vito!, si llamara alguien que no se identificara como de MRW, por supuesto, no le abras. Y no te marches. Te lo ruego. Deseo mucho hablar contigo y poder conocerte, aunque sea sólo un poquito —le dio un beso en la mejilla. Él no la correspondió. Al alejarse, de él, le dijo—: Antes de irme voy a cambiarme. Cogeré otro móvil. Por si me necesitas, te dejo apuntado el número en la pizarra que hay en la cocina.
Vito no pudo evitar susurrar:
—¡Pues claro que no te voy a creer! ¿Por qué cambiará de móvil? Me huele a chamusquina. Seguro que la están esperando abajo los dos policías. ¡Macho!, y si la detienen y vienen a registrar el apartamento y me encuentran aquí, ¡me van a implicar con ella! Yo me largo cinco minutos después de que salga, porque esta va a acabar peor que los cristianos en el circo romano.
—¿Estás hablando solo? —preguntó Dolo desde dentro.
—¿Cómo? ¡No, no! —cogió el cubata de ella, se dirigió, con andares de zombi, a la barandilla de la terraza. Estaba en el limbo. Apoyó las manos en la parte superior de la baranda, dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre ella, al tiempo que le echaba un vistazo desde las alturas a Madrid de noche. Le era imposible tranquilizarse. Su perola no dejaba de discurrir:
—<<¡Dios mío, dónde me he metido! Me gusta mucho, pero no debo olvidar que esta tía es una bicha venenosa. Lo del cambio de móvil es que no me entra en la cabeza. El de por la noche lo utilizará para los asuntos oscuros>>. —respiró hondo, y se dijo—: Necesito un cigarro —fue directo, con paso titubeante, al salón. Ya dentro, la llamó con miedo—: ¿Dolooooo? —mientras la esperaba descubrió que había recogido los restos del vaso que rompió, y limpiado la mesa.
—¿Sí? —ella salió veloz de una habitación, al mismo tiempo que terminaba de abrocharse el último botón de la bragueta y ajustarse el cinturón en un vaquero más oscuro que el que llevaba puesto antes. Mientras caminaba acercándose a él, con cara de esperar una noticia agradable, iba abrochándose, de abajo hacia arriba, los cuatro últimos botones de una blusa de seda rosa.
Instante en el que Vito descubrió que no llevaba sujetador. Intentó no mirar, pero pudo más su deseo que su voluntad. Sus dos objetivillos enfocaron directamente a la abertura de la blusa, recogiendo, en toda su extensión, el pecho derecho que estaba coronado por un pezón erguido que descansaba en el centro de una circunferencia perfecta de color rosado; y un poco el pecho izquierdo.
Ella, al advertirlo, aligeró nerviosamente los movimientos de los dedos, para cerrar la blusa cuanto antes.
—Necesito un cigarro —lo dijo mirando al tendido sin poder esconder la calentura de sus carrillos—. Voy a salir a comprar tabaco —dijo, más histérico que un yonki en abstinencia.
—¡Ja! —sorprendida—. ¡Pero si no te he visto fumar en todo el día!, ¿cómo necesitas un cigarro ahora..., o es una excusa para marcharte con un si te vi no me acuerdo?
—¡No mujer! —lo dijo como si ella lo hubiera ofendido—. Hace dos meses, veinticuatro días y casi —miró el reloj— veintidós horas, que dejé de fumar, pero con los nervios que tengo por la entrevista, y esta situación... —le decía Vito cuando ella lo cortó bruscamente.
—¿Qué situación? O sea, quieres decir que te sientes obligado a estar aquí. Sí, ya sé que te lo he pedido por favor, pero… Ya no te insisto más. Si quieres irte te vas. Únicamente te pido que lo hagas cuando yo me haya marchado. ¡Ah! Tabaco hay ahí, detrás de la barra del bar, en esa puerta junto al espejo que llega al techo —se dio media vuelta, entró de nuevo en la habitación, salió guardando el móvil en el bolso, cogió del ropero de la entrada una chaqueta, abrió el portón, y antes de dar un portazo, al salir, dijo—: ¡Si cuando vuelva no te encuentro aquí, te buscaré por todo el mundo para vengarme de tu huída! Es broma, tonto. Hasta… —el estruendo del portazo se zampó la última parte de la despedida.
29 octubre 2006
CAPÍTULO VI - (Si ves con el corazón, tus ojos no verán la realidad - jibr).
Vito entró en desazón crónica. Por un lado, no entendía por qué estaba allí; por otro, no entendía por qué lo había abandonado Dolo. Tampoco entendía por qué le había dicho que se quedara a dormir en Madrid; ni entendía por qué le enviaba ella a un lugar que no conocía; ni por qué debía, no, tenía que marcharse con un desconocido. Estaba, como nunca estuvo, después de todo lo vivido en pocas horas, verdaderamente acojonado. Apesadumbrado, cogió el chaquetón y la cartera. Al retirarse vio junto al quinqué, con su pábilo (parte carbonizada de la torcida) dormido, la factura de la comida. La cogió, guardándosela sin chivatearla. Caminaba despacio hacia donde estaba el amigo de Dolo. El chef se le acercó; agradeciéndole la visita con un estrechamiento de la mano derecha. Vito se la dio como un autómata (robot). Quiso darle las gracias, pero no le salieron las palabras. Cuando llegó al coche, el amigo de Dolo le abrió la puerta trasera. Él, más mudo que un osito de peluche, se dirigió a la puerta delantera, la abrió y se sentó. <<¿Quién se habrá creído éste que soy yo? —pensaba—. ¿Dónde me llevará? ¡Vito, tú estás tonto, cómo se te ocurre montarte con un desconocido, y más en Madrid! ¡Dios mío, que no me pase na! ¡Yo sólo quería entregar mis currículos! ¿Qué estás haciendo? Es que me gusta tanto que no razono>>.
La mudez de los dos, lo angustiaba más. Prefirió dar charla:
—¿Qué marca es el coche? —preguntó Vito, sin mirar a su guía.
—BMW —le contestó, sin más explicaciones.
—¡Ah! ¡Jejejeje! Es que no me he fijado cuando me monté —ridículo Vito.
Iba en el coche mirando a todos sitios, pero sin ver realmente nada. Continuaba pensando que todo lo experimentado en menos de la mitad de un día no terminaría bien. Pasados cinco minutos, el coche se detuvo.
—Ya hemos llegado —le dijo el conductor, a la vez que pulsaba el interruptor de los intermitentes de emergencia del BMW, al detenerse junto a la acera.
—¡Oiga —gritaba un policía municipal, a través de la ventanilla, de un coche patrulla—, ahí no se puede detener! —ni el tiempo de un estornudo al morir tardó el poli en rogar—: ¡Perdone, no le había conocido! Usted, el tiempo que quiera.
Vito no daba crédito a lo visto. Con vergüenza ajena miró a su alrededor, pensando: <<¡Esto es muy fuerte! ¡Estoy metido en un clan… un clan… ¡un clan de mafiosos, mafiosos, mafiosos! —sudaba a chorros—. ¿Qué estás haciendo, gilipollas! —temblaba como un flan en un terremoto—. ¡Yo he pasado por aquí esta mañana! ¡Corre, que la estación está cerca!>>.
—¡Vamos! —tono de sargento americanizado.
Sin poner ninguna objeción, Vito, siguió a su mando indeseado. Entraron en el edificio, justo frente a donde estaba aparcado el coche. Entrada de mucho lujo. Dos ascensores. El amigo de Dolo pulsó el botón de llamada de uno de ellos. En la espera, Vito pensó que donde estaba no era ni un hotel, ni mucho menos una fonda barata.
—Perdona —intromisión acojonada de Vito—, ¿seguro que es aquí?
—¡Sin duda! —tono bronco y careto más tieso que un manojo de tollos (tiras de ciertos pescados –entre ellos el cazón- secadas al sol).
La puerta del ascensor se abrió.
El guía le indicó que pasara primero. Pulsó el botón que indicaba el piso número quince, justamente el último. Amenizaba la subida una conversación de cuerdas vocales desencordadas (sin cuerdas). Al abrirse la puerta apareció un pasillo alfombrado e iluminado por lámparas que brotaban de las paredes.
Vito, con más miedo que un niño chico encerrado por castigo en un doblado (desván, trastero), seguía al guía hasta que éste se detuvo en la única puerta que había. Estaba frente al ascensor, al final del pasillo. El guía abrió la puerta. Vito entró sonámbulo. Quedándose maravillado del lujo que habitaba en el piso. Mientras el guía daba luz a la covacha (chabola) sobre todo cuando abrió las cortinas y las puertas que daban a una terraza inmensa, Vito pensaba que qué iba a hacer allí con ese tipo al que no conocía de nada. Inmóvil, en el centro del salón, sin saber qué hacer, identificó en la pared frente a él, un cuadro, de grandes dimensiones, que contenía un retrato de Dolo: estaba de pie, entre niebla, con una flor entre las manos. <"Está guapísima —pensaba sin dejar de mirarla—, pero me gusta más al natural>>.
—¡Adiós! —le gritó el guía desde la puerta de la entrada, para inmediatamente cerrarla dándole dos vueltas a la cerradura.
—¡El tío, me ha dejado encerrado! —se decía—. ¡A que me han secuestrado! —casi lloriqueando—. ¿Qué querrá de mí esa tía?
Con doscientas cincuenta pulsaciones, a punto del colapso, comenzó a sudar. No pudo evitar gritar con todas sus fuerzas:
—¡Mieeeeerrrrrrrdaaaaaaaaaaaa, mierda, mierda, mieeeerrrrrdaaaaaaaaaa puuutaaaaaa!
Tiró el chaquetón y el maletín al suelo, con enloquecida rabia. Se dejó caer de rodillas y, con los brazos en cruz, gritó:
—¡Diooosssss! ¿Por qué me he metido en este lío? ¡Señor, si yo lo único que quería era buscar trabajo! Mi madre me lo decía. Ten cuidado hijo, que esas ciudades tan grandes son muy peligrosas —en ese momento tuvo una iluminación—. ¿Cómo no he caído antes? Desde luego tienes menos luces que Mortadelo y Filemón. ¿Dónde estará el teléfono? —recorrió visualmente el lugar, sin descubrirlo—. ¡El móvil so capullo, el móvil…! ¡Yastá!, llamaré al 091, y les diré que me han secuestrado, para que vengan a sacarme de aquí.
Tardó en sacarse el móvil del bolsillo de la chaqueta. Desquiciado, decidió darle el gusto a su idea, pero, cuando había marcado el cero, vio encima de una mesita de cristal, a su izquierda, un juego de llaves. Interrumpió la marcación. Las cogió, yéndose directo a la puerta de entrada. Intentó meter la primera, pero no entraba; la segunda tampoco; la tercera, que era la que menos le parecía que fuera, entró, giró, dos veces, la llave, y el sonido metálico que parió la cerradura lo tranquilizó.
—¡Por fin libre! —gritó Vito, pero cuando se volvió para recoger el chaquetón y la maleta, del suelo, se detuvo, incomprensiblemente, al volver a ver el retrato de Dolo. Lentamente se acercó a él, colocándose justo en el centro de la perspectiva. Aspiró aire lentamente. Clavó su mirada en ella, diciéndole—: Sí, ¡tú_tú_tú_tú eres la culpable! A ver, ¿qué hago yo aquí, solo, sin saber dónde estoy? ¿Por qué me has traído aquí? Yo sólo quería una fonda barata para dormir tranquilo, descansar, y volver a repartir mi currículo… ¡Ya me he vuelto majareta! Hasta hablo con un cuadro: Dolo lucía un vestido largo de seda, color turquesa pastel; el pelo más largo que el que tenía actualmente; las manos juntas, como si rezara, sujetando un capullo de rosa roja.
No pudo evitar continuar hablándole:
—Eres muy bonita. Tus ojos me dicen lo contrario de lo que yo pienso de ti. ¿Linda? Sí eres muy linda, pero… ¡Despierta, tontón! —se autoabofeteó varias veces—. No te olvides de que es una… La verdad es que todavía no sé realmente qué eres —le dijo adiós con la mano, volviéndose de nuevo a recoger sus bártulos (enseres: su maleta y su chaquetón) descubriendo que la inmensa cristalera, que daba al exterior, estaba abierta. Dudó en recoger sus cosas o alcahuetear fuera. Decidió lo segundo.
—¡Ostraaaasssss, qué pasada! —exclamó alucinado—. ¡Hasta tiene una piscina! Seguro que estoy soñando —se decía.
Tuvo que darse coscorrones con los nudillos de los dedos, que luego tuvo que meter en el agua de la piscina porque le dolían. Durante un buen rato se tumbó en una de las hamacas que hibernaban cerca de la piscina, sin dejar de mirar al cielo. Como consecuencia del día tan ajetreado que llevaba, el cansancio psíquico superaba al físico. La lucha entre ambos por descansar lo derribó, cayendo, sin querer, en un profundo, a la vez que intranquilo sueño. Durante la visita a Morfeo (dios del sueño) no dejó ni un instante de moverse. Al despertarse y abrir los ojos —los movía sin sentido— se sobresaltó al darse cuenta de que se había quedado dormido. De un brinco abandonó la hamaca. Puesto de pie, daba medias vueltas sobre sí mismo, intentando recordar dónde se encontraba. Corrió a la piscina, se arrodilló en el borde, para refrescarse la cara con el fin de despabilarse (quitarse el sueño). Al secarse la cara con el pañuelo exclamó:
—¡Jodeeerrr, cómo me pican los ojos! —los restregaba sin ninguna delicadeza—. ¡Este cloro tiene que estar caducado! —de nuevo volvió a su monótona (!) realidad—. No estoy secuestrado, ¡tengo las llaves!, ¿qué me impide largarme cuanto antes? —se decía con sano convencimiento—. ¿Y si hubiera plaza libre en el AVE de esta misma noche? Pues, gilipollas, te largas del tirón —sin pensárselo más, con decisión inalterable, entró en el apartamento, cogió sus bártulos, dirigiéndose a la libertad. Algo, que no había visto nunca, le detuvo: el video-portero. Sintió debilidad por toquetear los botones. <<¡Maldita ocurrencia!>> —pensó al ver que, en el monitor, aparecía Dolo abrazada a un tipo, que no era ninguno de los que él conocía—. ¡Otro! —sobresalto emocional—. ¡No puede ser! —forzaba la vista con la esperanza de que estuviera equivocado, pero no fue así—. ¡Vaya, con la niña! —moviendo la cabeza—. ¡Está abrazada a otro fulano, y en la mismísima puerta de su casa! ¡Es una zorra! —insulto acompañado de puñetazos a la pared—. Pero ¡qué gilipollas eres! ¿Qué esperas de ella? ¿Tú crees que el que te ha traído es su hermano? Si tuviera un hermano, aquí habría otro retrato de él —inocente autoconvencimiento—. ¡Si es que eres tonto, ése es su novio!
La petición de auxilio del video-portero le resquebrajó el alma. No reaccionaba. Tres nuevas e impacientes pitadas. Nervioso, descontrolado, no sabía qué hacer. Instintivamente miraba a un sitio y a otro, intentando encontrar a alguien dentro del apartamento. Por fin se decidió a abrir. Descolgó el telefonillo. Veía a Dolo diciéndole algo al nuevo personaje. Puso el telefonillo en su oreja—. Sí. Ya sé que eres tú, pero ¿dónde le doy para que se abra la puerta? —con las instrucciones recibidas le abrió a Dolo—. Yo… —se ordenaba a sí mismo— me voy por patas, que me va a liar otra vez, y Dios sabrá cómo acabará esto —sin dudarlo, abrió la puerta, y salió cerrándola con mimo, dirigiéndose al ascensor.
Antes de que llegara el que él había llamado, se abrió el que transportaba a Dolo.
—¿Dónde vas, Vito? —le preguntó Dolo muy sorprendida.
Vito no la miró, se hizo el sordo, continuando impertérrito (sin alterarse) frente al otro ascensor.
—De acuerdo. Si así lo deseas, márchate. Sí, sí, vete. ¡Qué desilusión!
Él seguía en sus trece (obstinación: testarudo, cabezonada).
—No puedo impedirte que te marches, pero antes de hacerlo deberías devolverme las llaves, ¿no te parece?
Vito se estremeció (tembló). La mirada que se le escapó puso en guardia a Dolo.
—No me digas que te las has dejado dentro... ¿Qué hago yo ahora? ¡Fernando, el que te trajo, va camino de Nápoles! ¡Eres un…, dame una solución! —le saltaron todos los térmicos sensoriales—. ¡Te dejo mi casa para tu comodidad, y te marchabas a escondidas! ¡Oye! —gritó—. ¿No habrás hecho algún estropicio, o es que huías, antes de que yo llegara, porque me has robado algo?
Vito estaba tan asombrado por lo que le estaba diciendo Dolo, que era incapaz de articular palabra.
—La verdad, no creo lo que he dicho, pero lo que me has hecho… —dio un jalón al chaleco azul, que llevaba sobre los hombros, y lo tiró con rabia al suelo.
Los dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, recostaron sus espaldas sobre una de las paredes del pasillo, junto a los ascensores, dejándose deslizar muy lentamente hasta el suelo, para terminar sentados uno junto al otro.
Vito, con las piernas recogidas, los brazos y la cabeza sobre las rodillas, no le contestó a nada de lo que Dolo le dijo.
Dolo, con las piernas extendidas, golpeando, sin parar, una punta del pie contra la otra, miraba al techo.
Ninguno de los dos decía nada. En el pasillo sólo se oía el sonido que producía el golpeteo de las zapatillas de deporte de Dolo.
Siete minutos más tarde, Dolo abrió su bolso, cogió el móvil, buscó en la agenda, pulsó marcar. El resultado fue que el móvil se apagó totalmente.
—¡Mierda, ahora te quedas sin batería, capullo! —insultó Dolo al móvil, al mismo tiempo que apretaba los dientes, y lo estrujaba entre su mano queriéndolo espachurrar (reventar, aplastar) con extremada violencia.
—¡No se te va a gastar la batería! —Vito rompió una de las reglas de los monjes trapense (el silencio. estos monjes sólo se comunican por señas)—. ¡Hablas más por el móvil que los futbolistas en las concentraciones! No entiendo cómo le pides a tu padre diez mil pesetas, si con el tiempo que te llevaste hablando con él gastaste más...
—¡Ja! El muchacho es, además de ingrato, una alcahueta barata e inculta de la época del Cuéntame, porque no fueron diez mil pesetas, sino diez mil euros, que en pesetas son, un millón seiscientas sesenta y tres mil ochocientas sesenta. ¡Don Olvida-llaves no sabe, todavía, que existen los euros! ¿De dónde me dijiste que venías? —el recochineo de ella estaba taladrando la moral de él—. ¡Huy, perdona! —Vito la miraba enfurecido—. ¿Quieres saber para qué se los pedí, pues toma! —con la palma de la mano cerrada hacia arriba, le levantó el dedo corazón.
—No sé… —la miró fijamente. El lustre (brillo) de los ojos, de Vito, hablaba por sí solo del estado de ánimo que le embargaba—. En un santiamén (instante) me has adjudicado más adjetivos calumniosos, que los que recoge el Diccionario de la Real Academia Española —ella sonrió con arrepentimiento, sin responderle—. Reconozco que he metido la pata con la llave… pero te diré, con mayúsculas, que yo…, ¡mírame a la cara! —ella le obedeció—, que yo no me merezco que me hayas tratado así —introdujo la mano derecha en el bolsillo interior izquierda de su chaqueta y, sin mirarla, sacó su móvil, tendiéndoselo para que lo utilizara.
—¡Gracias! —dijo, sin mirarlo a la cara. Al ver el móvil, extendió, al máximo, el brazo hacia delante, lo miró fijamente, frunció el ceño, y después de observarlo detenidamente, le preguntó—: ¿Funciona con batería o hay que quemarlo para comunicarse con señales de humo?
Vito rápidamente intentó quitárselo de un zarpazo, pero Dolo, tan rápida como la lengua de los camaleones cuando la lanzan por una presa, la retiró e hizo intención de lanzárselo a la cabeza. Él, que estaba un poco cachas porque al no tener trabajo la mayoría de su tiempo lo empleada en hacer deporte, reaccionó como si fuera la reencarnación de Kung Fu, por la velocidad a la que agarró la muñeca de Dolo; fue sólo un segundo, pero a ella le pareció una eternidad. Después de clavar su mirada en la de ella, agachó la cabeza, dejándole lentamente en libertad la muñeca.
Dolo resopló, se puso de pie, con los dedos índice y pulgar, de la mano derecha, estrujaba sus sienes, intentando recordar un número de teléfono. Siempre presumía de que tenía una memoria fotográfica. Cruzó los dedos. Marcó un número y, mientras esperaba que contestaran, caminaba nerviosamente desde una pared a otra del pasillo.
—…
—¿Caín? —preguntó Dolo. Vito, al oír ese nombre miró rápidamente hacia ella.
—…
—Soy Dolores.
—…
—¡Sí, joder! ¿No te acuerdas de que fui a verte a la cárcel hace dos meses?
—…
—Pues bien; ese día me dijiste que te quedaba un mes para salir, ¿no fue así?
—…
—¡Perfecto! Quiere eso decir que estás fuera del trullo (cárcel), ¿no?
—…
—Recordarás que me diste tu número de teléfono por si alguna vez necesitaba de tu ayuda, ¿no?
—…
—¡No me seas tontopoya!
—…
—De acuerdo…, te diré cuando te llamaré para follar —qué quieren que les diga sobre la cara que tenía Vito.
—…
—¡Cuando el sol se apague para siempre! ¡Oye, escúchame de una puta vez! Me he dejado las llaves dentro de mi apartamento, así que solamente necesito de ti que vengas y abras la puerta. A menos que fuera una chulería tuya eso de que abres las puertas ajenas simplemente porque las enamoras hablándoles, y que por eso estabas hospedado allí, ¿no?, por ligón de puertas —le vaciló Dolo.
—…
—¡Vale, vale, te creo! Toma nota del número de teléfono que te voy a dar…
—…
—Tres… tres… tres… dos… dos… dos… uno… uno… uno… ¿Ya?
—…
—Llama, y le dices a la persona que te conteste, donde estás. Te recogerá inmediatamente para traerte aquí. No tardes, por favor —cortó rápidamente la comunicación, marcando otro número.
—…
—Te llamará un tipo que se llama Caín; recógelo donde te diga, y tráelo inmediatamente para mi apartamento. No tardes. Adiós —le devolvió el móvil a Vito, sin mirarle a la cara.
Vito se lo guardó. <<¡Vaya tía!, lo que le faltaba —pensaba, mirando a la pared—. También es amiga de un chorizo que acaba de salir de la cárcel. Hay que ver dónde me he metido. Tengo que tener mucho cuidado, porque si me marcho ahora me puede denunciar alegando que le he roto o robado algo de su casa, y antes de que llegue al AVE me habrán detenido. ¡Joder, que día! Esto es un gran día y no el que decía tener, esta mañana el pelota del portero cuando se le consumió el cigarriiito. De verdad, de verdad, que estoy acojonado. Que sea lo que Dios quiera>>. En ello estaba cuando, del susto que se llevó al sonarle el móvil en el pecho, de un repullo (movimiento violento del cuerpo y especie de salto que se da por sorpresa o susto) se puso de pie.
—¡Qué sólo es el sonido de tu móvil! —le dijo ella.
Él se mordió el labio inferior
—¡Mira el muchachote! —continuaba Dolo dándole caña—. Si cada vez que suene tu móvil casi te da un infarto, qué no te dará cuando te den una mala noticia.
Vito lo cogió rápidamente y, antes de contestar, el interlocutor le dijo algo que le hizo lanzar una ristra (conjunto de cosas colocadas en fila) de insultos:
—…
—¡Maricón, hijo de puta, mamón...!
Dolo se quedó helada.
—…
—¿Quién te ha dado mi número de teléfono? —preguntó.
—…
—Sí, sí soy su marido, y como vuelvas a decirle, a mi mujer, algo así, por muy quinqui (delincuente) que seas, te rajo —la ferocidad que descubrió en su mirada, más lo dicho, provocó que Dolo se estremeciera, sobre todo porque pensó que Vito estaba casado, y que algo pasaba con su mujer.
—…
—Sí, está aquí conmigo, ahora se pone, pero cómo me diga que la has insultado…, no espero a que vengas sino que voy a buscarte —le dijo Vito al interlocutor, pasándole el móvil a ella.
Dolo no tenía ni idea de qué era lo que estaba pasando. Cogió el móvil con recelo. No se atrevía a hablar. Miraba a Vito desconcertada. Él la sacó de su espasmo mental.
—Es tu amigo —ella se encogió de hombros—. Sí. El chorizo ése, el expresidiario. Quiere hablar contigo —Dolo respiró tranquila, y enviándole una mirada pastelera a Vito, preguntó:
—¿Siiiiiiií? —con todo el recochineo que le pudo echar.
—…
—Pues sí —con empalagosa voz—, ya lo sabes. Estoy casada. ¿Dime?
—…
—¿Cómo que no contesta? ¡Eso es imposible! —de nuevo cogió las riendas de su dócil (?) talante (modo de hacer las cosas)—. ¡Repíteme el número que te di, joder!
—…
—¡Serás torpe, no sabes coger bien ni un número de teléfono tan fácil! —volvió a repetírselo—. ¡Anda que es difícil! Cómo abriendo cerraduras seas igual de listo que con la pluma, estoy lista. Adiós —cortó la conversación sin esperar respuesta.
Con descarado contoneo sexi, Dolo caminaba hacia Vito. Hizo stop, justo en la frontera del roce.
Él con la cabeza ladeada hacia la izquierda la ignoraba.
Dolo le devolvía el móvil como si estuviera dando golpecitos al aire, acompañándose por una lujuriosa postura labial.
Vito disimulaba que la observaba. Disimulo vano, porque sus niñas (pupila del ojo) lo delataban: <<¡Schuuu, Dios mío! —le decía su subconsciente—. ¡Qué buena está! —agitó bruscamente la cabeza para expulsar los pensamientos. Fracasada intención—. ¡Qué popa, madre, qué popa!—. Un carraspeo intimidatorio, de ella, lo acongojó—. Ay, Virgencita, ¿qué disparate me dirá ahora?>>.
—Muy bien maridito mío…
Vito cerró los ojos, resoplando con amargura; sus glándulas sudoríparas entraron en erupción.
—… —con recochineo—, espero con toda mi alma, que se abra, de una vez, esa puerta, para que al fin podamos consumar nuestro matrimonio. Que por cierto, cónyuge, ¿ha sido por lo civil, o por la iglesia?
—¡Por favor, por favor, por_fa_vor! —el tono suplicatorio, acompañado de la colocación de las dos manos en el pequeño espacio que existía entre sus caras, hizo a Dolo poner toda su atención—. Olvida eso. Te pido disculpas. Lo dije con la única intención de que no te dijera más obscenidades —su afligimiento (molestia o angustia) lo ahogaba.
—¿Qué obscenidades ha dicho? —con la única intención de alterarlo más.
—¿Te vas a acostar conmigo? —le decía Vito con mucho reparo —. Est…
—¿Cómo? —le interrumpió ella—. ¿Me estás pidiendo…?
—No —incomodísimo—. No, no —hacía aspavientos (demostración excesiva o afecta de temor, admiración o sentimiento) con las manos—. Eso me lo dijo a mí, creyendo que eras tú la que estaba al teléfono. También me dijo que…
—¡Eso ya me lo dijo a mí antes! —hubo una pausa visible—. ¡Oye!...
Él puso en guardia toda su atención.
—… ¿Por qué te ha molestado tanto lo que ha dicho Caín? —pícaro tono de voz le regaló.
Vito volvió a sentarse en el suelo, con las piernas recogidas.
Ella no le quitaba ojo, desde las alturas.
Él, con la vista hacia abajo, parecía que quería ver la nada en el aire. Rascándose el cogote, por fin contestó:
—Olvídalo —continuaba sin levantar la cabeza. La resignación era su oriflama (bandera o estandarte).
—¿Que lo olvide? ¡Ja! —exclamó, Dolo, con ironía—. Te metes en mi vida privada, y tú me pides que lo olvide, así, sin más, sin una ínfima explicación. ¿Crees que eso es racional?
Vito suspiró. Volvió a rascarse el cogote. Levantó la cabeza para que sus miradas se sintieran siamesas (hermano mellizo unido al otro por alguna parte de su cuerpo). Con sentimiento de sentimientos, le dijo:
—Me molestó porque…
Ella, ladeando la cara, activó todos sus radares auditivos.
—… Mira, no fue mi intención. Te ruego que me disculpes —cortante.
Dolo remedó la posición de Vito sentado. Como dicen los asistentes a la plaza de toros de la Real Maestranza en momentos de tensión cuando cuentan una peligrosa faena a un toro: “Se oía el silencio”.
Vito se levantó. Recogió del suelo el jersey de Dolo, se dirigió hacia ella, le dio un toque con la punta del zapato derecho al homónimo de ella. Al sentirlo lo miró. Extendió la mano izquierda para recogerlo.
—¡Gracias! —le dijo ella, con sonrisa sana—. Me gustaría que… —en ese momento se abrieron las puertas de uno de los ascensores, del que salieron, muy tranquilamente, tres hombres.
Vito fijó su mirada en los recién llegados. En menos que canta un gallo identificó a dos de ellos. La puerta de la jaula de su mente se abrió a tope, saliendo a la libertad sus pensamientos: <<¡Jodeeerrr! Esos tíos son los dos secretas que estaban hablando con ésta fuera de la terraza del restaurante. Eso es. Los que habían desaparecido cuando volví de mear. ¿Por qué habrán venido? ¡Ah, claro! Vienen acompañando al chorizo, para que abra la puerta. ¡Esto es mafia, mafia pura!>>.
—¡Por fin! —grito Dolo, levantándose sobre la marcha.
—¡Hola, Dolores! —dijeron los dos al unísono.
—¡Hostia, tía, vivir aquí te tiene que costar una pasta! —exclamó Caín—. O sea, chochi, que tienes la tira de guita (dinero contante), ¿eh? ¡Mira, mira… —dirigió su dedo índice hacia su entrepierna—, mi polla me dice que tú me necesitas, no para abrir la puerta, sino para abrirte…, ¡je, ya tú sabes! Desde ahora yo soy tu macho. Si quie…
Vito cerró los ojos, agachó la cabeza, y se mordió la lengua.
—¡Caín! —gritó Dolo, cortándole el mal rollo—. Cierra esa boca tan asquerosa que tienes, y abre la puerta de una puta vez.
La estupefacción (estupor, asombro) de Vito era inconmensurable. Estaba en una confusión permanente. Como muñeco de nieve ni se movía viendo como los cuatro se dirigían hacia la puerta del apartamento. No pudo evitar que sus pensamientos entraran en erupción: <"Vaya película; una camarera de alterne, o vidente, o malhablada (desvergonzada), o macarra, o calienta…; un padre que nunca está con ella, ¡Dios sabrá el por qué!; dos secretas, quizás matones; un quinqui recién salido del trullo; y yo… yo aquí entre ellos. ¿Por qué entraría en ese edificio de oficinas? ¡Hostia, no he llamado a casa para que me enviaran el currículo por fax! Mejor, mejor, no entrego ninguno más por aquí ni quiero trabajar en esta ciudad sin ley. Ésta no se creerá que voy a pasar aquí la noche, porque eso sería lo último que yo hiciera. Por supuesto que no me tomaré nada de lo que me ofrezca, porque es capaz de echarme algo para dormirme y quién sabe lo que me haría. Esta descerebrada piensa que me domina porque soy un paleto, aunque es verdad, pero de eso a ser tonto ni mijita>> —tal diarrea mental lo indujo a que no atendiera al trabajo que estaba realizando Caín. Con una sacudida de su cabeza expulsó todos sus pensares. Miró hacia la puerta. Los tres estaban inclinados tras Caín sin perderse detalle del trabajito que éste estaba realizando.
—¡Bingo! —gritó Caín, que mirando a Dolo le dijo—. ¡Ni he arañado la puerta, me merezco un regalito sexual! —Dolo lo mató con la mirada—. ¡Vale, vale, un regalito sólo para empezar, después yo te haré a ti una faena de medalla de oro!
—¡Salido, que eres un salido! —le insultó Dolo—. Porque me has hecho un favor, que si no te estallo los huevos —hizo ademán de darle una patada en los susodichos—. No tengo más remedio que reconocer que eres un hacha (persona sobresaliente en algo).
El Caín sonrió babosamente.
—Y ustedes —señaló Dolo a los otros dos— quédense bien con su cara, y de donde lo habéis recogido, que si algún día me roban aquí, aunque sea lo más insignificante, vais a buscarlo, lo hacéis trocitos, pero sin matarlo, y con mucha delicadeza y cariño preparáis pinchitos para los buitres del zoo. ¡Ah!, pero la colita la hacéis rodajitas finas, ¡eh!
A Vito le entraron escalofríos. Era normal que sus pensamientos afloraran, ante la naturalidad con que Dolo amenazaba: <"No me equivoco ni un ápice (en lo más mínimo) en que esta tía está en la mafia. No hay que ser un lince para saber que la táctica, ordenada a los dos para hacer desaparecer al chori, es propia de la mafia. Me voy ahora mismito. Le digo que me han llamado de casa urgentemente y que tengo que coger el AVE, ya>> —hizo intento de caminar hacia ella, pero oyó:
—¡Quieto ahí, colgao! —grito de Dolo.
—¡Aaahhh! —al oír el grito, los cuatro miraron a Vito sorprendidos—. No, nada —dijo con voz entrecortada—pensando—: <"Creí que me lo decía a mí. Me pone de los nervios. Ni que me fuera a comer. Bueno, bueno…, de esta gente que está más loca que una chiva (cría de la cabra) se puede esperar todo; y si la chiva además es…>>.
—¡Como cruces el dintel (elemento horizontal que soporta una carga, apoyando sus extremos en las jambas o pies verticales de un vano) —echándole una rápida mirada a la cabecera de la puerta—, te rajo lentamente! —Dolo agarró por el hombro a Caín al hacer, éste, intención de pasar al apartamento. Aún tenía las manos cubriendo sus partes.
—¡Vale, vale, que no te voy a robar! ¡Pija, sobre lo que me has dicho antes, te informaré que aquí en Madrid somos miles los que tenemos dedicación exclusiva en esto! —se defendió Caín.
—¡Nada, nada, lo dicho! Dale a este grosero quinientos euros —le ordenó a uno de los dos secretas— para que desaparezca de mi vista. Espero no volver a tener que necesitarte nunca más.
—Dolores, ni para… —Caín enmudeció al ver que ella le iba a endiñar (propinar, dar) una patada en sus partes—. ¡Vale, vale, que no me había percatado que estaba aquí tu andoba (en este caso, marido)! —con ironía.
El comentario provocó una sonrisa sarcástica en los dos amigos de Dolo.
Ella al descubrirlo les propinó a la velocidad de una repetidora un puntapié en las espinillas. Los tres se retorcieron de dolor.
Vito sonreía con satisfacción.
—¡Fuera de mi vista! —le gritó a los tres, indicándoles con el dedo el ascensor. Obedecieron como bebés. Caín al pasar junto a Vito le guiñó un ojo.
—¿Sabes cómo me voy a gastar la pasta? —le preguntó Caín a Dolo, camino del ascensor, y respondiéndole antes de que le preguntara—: ¡Follándome a la primera pilingui (fulana, ramera) que se parezca a ti, jajajaja!
Vito, continuaba inmóvil, sin poder evitar pensar mientras los veía dirigirse al ascensor: <"Es el tío más grosero y malhablao que ha parido madre. ¡Con qué gentuza me he mezclao!>>.
—¡Dolores —gritaba Caín—, y ese pringao te lo has ligao hoy! —sonrisa y tono irónico—. ¡Me lo han dicho estos dos gorilas!
Al ver que Dolo corría hacia ellos, los tres se empujaban para entrar el primero en el ascensor. No llegó a cogerlos por los pelos.
La mudez de los dos, lo angustiaba más. Prefirió dar charla:
—¿Qué marca es el coche? —preguntó Vito, sin mirar a su guía.
—BMW —le contestó, sin más explicaciones.
—¡Ah! ¡Jejejeje! Es que no me he fijado cuando me monté —ridículo Vito.
Iba en el coche mirando a todos sitios, pero sin ver realmente nada. Continuaba pensando que todo lo experimentado en menos de la mitad de un día no terminaría bien. Pasados cinco minutos, el coche se detuvo.
—Ya hemos llegado —le dijo el conductor, a la vez que pulsaba el interruptor de los intermitentes de emergencia del BMW, al detenerse junto a la acera.
—¡Oiga —gritaba un policía municipal, a través de la ventanilla, de un coche patrulla—, ahí no se puede detener! —ni el tiempo de un estornudo al morir tardó el poli en rogar—: ¡Perdone, no le había conocido! Usted, el tiempo que quiera.
Vito no daba crédito a lo visto. Con vergüenza ajena miró a su alrededor, pensando: <<¡Esto es muy fuerte! ¡Estoy metido en un clan… un clan… ¡un clan de mafiosos, mafiosos, mafiosos! —sudaba a chorros—. ¿Qué estás haciendo, gilipollas! —temblaba como un flan en un terremoto—. ¡Yo he pasado por aquí esta mañana! ¡Corre, que la estación está cerca!>>.
—¡Vamos! —tono de sargento americanizado.
Sin poner ninguna objeción, Vito, siguió a su mando indeseado. Entraron en el edificio, justo frente a donde estaba aparcado el coche. Entrada de mucho lujo. Dos ascensores. El amigo de Dolo pulsó el botón de llamada de uno de ellos. En la espera, Vito pensó que donde estaba no era ni un hotel, ni mucho menos una fonda barata.
—Perdona —intromisión acojonada de Vito—, ¿seguro que es aquí?
—¡Sin duda! —tono bronco y careto más tieso que un manojo de tollos (tiras de ciertos pescados –entre ellos el cazón- secadas al sol).
La puerta del ascensor se abrió.
El guía le indicó que pasara primero. Pulsó el botón que indicaba el piso número quince, justamente el último. Amenizaba la subida una conversación de cuerdas vocales desencordadas (sin cuerdas). Al abrirse la puerta apareció un pasillo alfombrado e iluminado por lámparas que brotaban de las paredes.
Vito, con más miedo que un niño chico encerrado por castigo en un doblado (desván, trastero), seguía al guía hasta que éste se detuvo en la única puerta que había. Estaba frente al ascensor, al final del pasillo. El guía abrió la puerta. Vito entró sonámbulo. Quedándose maravillado del lujo que habitaba en el piso. Mientras el guía daba luz a la covacha (chabola) sobre todo cuando abrió las cortinas y las puertas que daban a una terraza inmensa, Vito pensaba que qué iba a hacer allí con ese tipo al que no conocía de nada. Inmóvil, en el centro del salón, sin saber qué hacer, identificó en la pared frente a él, un cuadro, de grandes dimensiones, que contenía un retrato de Dolo: estaba de pie, entre niebla, con una flor entre las manos. <"Está guapísima —pensaba sin dejar de mirarla—, pero me gusta más al natural>>.
—¡Adiós! —le gritó el guía desde la puerta de la entrada, para inmediatamente cerrarla dándole dos vueltas a la cerradura.
—¡El tío, me ha dejado encerrado! —se decía—. ¡A que me han secuestrado! —casi lloriqueando—. ¿Qué querrá de mí esa tía?
Con doscientas cincuenta pulsaciones, a punto del colapso, comenzó a sudar. No pudo evitar gritar con todas sus fuerzas:
—¡Mieeeeerrrrrrrdaaaaaaaaaaaa, mierda, mierda, mieeeerrrrrdaaaaaaaaaa puuutaaaaaa!
Tiró el chaquetón y el maletín al suelo, con enloquecida rabia. Se dejó caer de rodillas y, con los brazos en cruz, gritó:
—¡Diooosssss! ¿Por qué me he metido en este lío? ¡Señor, si yo lo único que quería era buscar trabajo! Mi madre me lo decía. Ten cuidado hijo, que esas ciudades tan grandes son muy peligrosas —en ese momento tuvo una iluminación—. ¿Cómo no he caído antes? Desde luego tienes menos luces que Mortadelo y Filemón. ¿Dónde estará el teléfono? —recorrió visualmente el lugar, sin descubrirlo—. ¡El móvil so capullo, el móvil…! ¡Yastá!, llamaré al 091, y les diré que me han secuestrado, para que vengan a sacarme de aquí.
Tardó en sacarse el móvil del bolsillo de la chaqueta. Desquiciado, decidió darle el gusto a su idea, pero, cuando había marcado el cero, vio encima de una mesita de cristal, a su izquierda, un juego de llaves. Interrumpió la marcación. Las cogió, yéndose directo a la puerta de entrada. Intentó meter la primera, pero no entraba; la segunda tampoco; la tercera, que era la que menos le parecía que fuera, entró, giró, dos veces, la llave, y el sonido metálico que parió la cerradura lo tranquilizó.
—¡Por fin libre! —gritó Vito, pero cuando se volvió para recoger el chaquetón y la maleta, del suelo, se detuvo, incomprensiblemente, al volver a ver el retrato de Dolo. Lentamente se acercó a él, colocándose justo en el centro de la perspectiva. Aspiró aire lentamente. Clavó su mirada en ella, diciéndole—: Sí, ¡tú_tú_tú_tú eres la culpable! A ver, ¿qué hago yo aquí, solo, sin saber dónde estoy? ¿Por qué me has traído aquí? Yo sólo quería una fonda barata para dormir tranquilo, descansar, y volver a repartir mi currículo… ¡Ya me he vuelto majareta! Hasta hablo con un cuadro: Dolo lucía un vestido largo de seda, color turquesa pastel; el pelo más largo que el que tenía actualmente; las manos juntas, como si rezara, sujetando un capullo de rosa roja.
No pudo evitar continuar hablándole:
—Eres muy bonita. Tus ojos me dicen lo contrario de lo que yo pienso de ti. ¿Linda? Sí eres muy linda, pero… ¡Despierta, tontón! —se autoabofeteó varias veces—. No te olvides de que es una… La verdad es que todavía no sé realmente qué eres —le dijo adiós con la mano, volviéndose de nuevo a recoger sus bártulos (enseres: su maleta y su chaquetón) descubriendo que la inmensa cristalera, que daba al exterior, estaba abierta. Dudó en recoger sus cosas o alcahuetear fuera. Decidió lo segundo.
—¡Ostraaaasssss, qué pasada! —exclamó alucinado—. ¡Hasta tiene una piscina! Seguro que estoy soñando —se decía.
Tuvo que darse coscorrones con los nudillos de los dedos, que luego tuvo que meter en el agua de la piscina porque le dolían. Durante un buen rato se tumbó en una de las hamacas que hibernaban cerca de la piscina, sin dejar de mirar al cielo. Como consecuencia del día tan ajetreado que llevaba, el cansancio psíquico superaba al físico. La lucha entre ambos por descansar lo derribó, cayendo, sin querer, en un profundo, a la vez que intranquilo sueño. Durante la visita a Morfeo (dios del sueño) no dejó ni un instante de moverse. Al despertarse y abrir los ojos —los movía sin sentido— se sobresaltó al darse cuenta de que se había quedado dormido. De un brinco abandonó la hamaca. Puesto de pie, daba medias vueltas sobre sí mismo, intentando recordar dónde se encontraba. Corrió a la piscina, se arrodilló en el borde, para refrescarse la cara con el fin de despabilarse (quitarse el sueño). Al secarse la cara con el pañuelo exclamó:
—¡Jodeeerrr, cómo me pican los ojos! —los restregaba sin ninguna delicadeza—. ¡Este cloro tiene que estar caducado! —de nuevo volvió a su monótona (!) realidad—. No estoy secuestrado, ¡tengo las llaves!, ¿qué me impide largarme cuanto antes? —se decía con sano convencimiento—. ¿Y si hubiera plaza libre en el AVE de esta misma noche? Pues, gilipollas, te largas del tirón —sin pensárselo más, con decisión inalterable, entró en el apartamento, cogió sus bártulos, dirigiéndose a la libertad. Algo, que no había visto nunca, le detuvo: el video-portero. Sintió debilidad por toquetear los botones. <<¡Maldita ocurrencia!>> —pensó al ver que, en el monitor, aparecía Dolo abrazada a un tipo, que no era ninguno de los que él conocía—. ¡Otro! —sobresalto emocional—. ¡No puede ser! —forzaba la vista con la esperanza de que estuviera equivocado, pero no fue así—. ¡Vaya, con la niña! —moviendo la cabeza—. ¡Está abrazada a otro fulano, y en la mismísima puerta de su casa! ¡Es una zorra! —insulto acompañado de puñetazos a la pared—. Pero ¡qué gilipollas eres! ¿Qué esperas de ella? ¿Tú crees que el que te ha traído es su hermano? Si tuviera un hermano, aquí habría otro retrato de él —inocente autoconvencimiento—. ¡Si es que eres tonto, ése es su novio!
La petición de auxilio del video-portero le resquebrajó el alma. No reaccionaba. Tres nuevas e impacientes pitadas. Nervioso, descontrolado, no sabía qué hacer. Instintivamente miraba a un sitio y a otro, intentando encontrar a alguien dentro del apartamento. Por fin se decidió a abrir. Descolgó el telefonillo. Veía a Dolo diciéndole algo al nuevo personaje. Puso el telefonillo en su oreja—. Sí. Ya sé que eres tú, pero ¿dónde le doy para que se abra la puerta? —con las instrucciones recibidas le abrió a Dolo—. Yo… —se ordenaba a sí mismo— me voy por patas, que me va a liar otra vez, y Dios sabrá cómo acabará esto —sin dudarlo, abrió la puerta, y salió cerrándola con mimo, dirigiéndose al ascensor.
Antes de que llegara el que él había llamado, se abrió el que transportaba a Dolo.
—¿Dónde vas, Vito? —le preguntó Dolo muy sorprendida.
Vito no la miró, se hizo el sordo, continuando impertérrito (sin alterarse) frente al otro ascensor.
—De acuerdo. Si así lo deseas, márchate. Sí, sí, vete. ¡Qué desilusión!
Él seguía en sus trece (obstinación: testarudo, cabezonada).
—No puedo impedirte que te marches, pero antes de hacerlo deberías devolverme las llaves, ¿no te parece?
Vito se estremeció (tembló). La mirada que se le escapó puso en guardia a Dolo.
—No me digas que te las has dejado dentro... ¿Qué hago yo ahora? ¡Fernando, el que te trajo, va camino de Nápoles! ¡Eres un…, dame una solución! —le saltaron todos los térmicos sensoriales—. ¡Te dejo mi casa para tu comodidad, y te marchabas a escondidas! ¡Oye! —gritó—. ¿No habrás hecho algún estropicio, o es que huías, antes de que yo llegara, porque me has robado algo?
Vito estaba tan asombrado por lo que le estaba diciendo Dolo, que era incapaz de articular palabra.
—La verdad, no creo lo que he dicho, pero lo que me has hecho… —dio un jalón al chaleco azul, que llevaba sobre los hombros, y lo tiró con rabia al suelo.
Los dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, recostaron sus espaldas sobre una de las paredes del pasillo, junto a los ascensores, dejándose deslizar muy lentamente hasta el suelo, para terminar sentados uno junto al otro.
Vito, con las piernas recogidas, los brazos y la cabeza sobre las rodillas, no le contestó a nada de lo que Dolo le dijo.
Dolo, con las piernas extendidas, golpeando, sin parar, una punta del pie contra la otra, miraba al techo.
Ninguno de los dos decía nada. En el pasillo sólo se oía el sonido que producía el golpeteo de las zapatillas de deporte de Dolo.
Siete minutos más tarde, Dolo abrió su bolso, cogió el móvil, buscó en la agenda, pulsó marcar. El resultado fue que el móvil se apagó totalmente.
—¡Mierda, ahora te quedas sin batería, capullo! —insultó Dolo al móvil, al mismo tiempo que apretaba los dientes, y lo estrujaba entre su mano queriéndolo espachurrar (reventar, aplastar) con extremada violencia.
—¡No se te va a gastar la batería! —Vito rompió una de las reglas de los monjes trapense (el silencio. estos monjes sólo se comunican por señas)—. ¡Hablas más por el móvil que los futbolistas en las concentraciones! No entiendo cómo le pides a tu padre diez mil pesetas, si con el tiempo que te llevaste hablando con él gastaste más...
—¡Ja! El muchacho es, además de ingrato, una alcahueta barata e inculta de la época del Cuéntame, porque no fueron diez mil pesetas, sino diez mil euros, que en pesetas son, un millón seiscientas sesenta y tres mil ochocientas sesenta. ¡Don Olvida-llaves no sabe, todavía, que existen los euros! ¿De dónde me dijiste que venías? —el recochineo de ella estaba taladrando la moral de él—. ¡Huy, perdona! —Vito la miraba enfurecido—. ¿Quieres saber para qué se los pedí, pues toma! —con la palma de la mano cerrada hacia arriba, le levantó el dedo corazón.
—No sé… —la miró fijamente. El lustre (brillo) de los ojos, de Vito, hablaba por sí solo del estado de ánimo que le embargaba—. En un santiamén (instante) me has adjudicado más adjetivos calumniosos, que los que recoge el Diccionario de la Real Academia Española —ella sonrió con arrepentimiento, sin responderle—. Reconozco que he metido la pata con la llave… pero te diré, con mayúsculas, que yo…, ¡mírame a la cara! —ella le obedeció—, que yo no me merezco que me hayas tratado así —introdujo la mano derecha en el bolsillo interior izquierda de su chaqueta y, sin mirarla, sacó su móvil, tendiéndoselo para que lo utilizara.
—¡Gracias! —dijo, sin mirarlo a la cara. Al ver el móvil, extendió, al máximo, el brazo hacia delante, lo miró fijamente, frunció el ceño, y después de observarlo detenidamente, le preguntó—: ¿Funciona con batería o hay que quemarlo para comunicarse con señales de humo?
Vito rápidamente intentó quitárselo de un zarpazo, pero Dolo, tan rápida como la lengua de los camaleones cuando la lanzan por una presa, la retiró e hizo intención de lanzárselo a la cabeza. Él, que estaba un poco cachas porque al no tener trabajo la mayoría de su tiempo lo empleada en hacer deporte, reaccionó como si fuera la reencarnación de Kung Fu, por la velocidad a la que agarró la muñeca de Dolo; fue sólo un segundo, pero a ella le pareció una eternidad. Después de clavar su mirada en la de ella, agachó la cabeza, dejándole lentamente en libertad la muñeca.
Dolo resopló, se puso de pie, con los dedos índice y pulgar, de la mano derecha, estrujaba sus sienes, intentando recordar un número de teléfono. Siempre presumía de que tenía una memoria fotográfica. Cruzó los dedos. Marcó un número y, mientras esperaba que contestaran, caminaba nerviosamente desde una pared a otra del pasillo.
—…
—¿Caín? —preguntó Dolo. Vito, al oír ese nombre miró rápidamente hacia ella.
—…
—Soy Dolores.
—…
—¡Sí, joder! ¿No te acuerdas de que fui a verte a la cárcel hace dos meses?
—…
—Pues bien; ese día me dijiste que te quedaba un mes para salir, ¿no fue así?
—…
—¡Perfecto! Quiere eso decir que estás fuera del trullo (cárcel), ¿no?
—…
—Recordarás que me diste tu número de teléfono por si alguna vez necesitaba de tu ayuda, ¿no?
—…
—¡No me seas tontopoya!
—…
—De acuerdo…, te diré cuando te llamaré para follar —qué quieren que les diga sobre la cara que tenía Vito.
—…
—¡Cuando el sol se apague para siempre! ¡Oye, escúchame de una puta vez! Me he dejado las llaves dentro de mi apartamento, así que solamente necesito de ti que vengas y abras la puerta. A menos que fuera una chulería tuya eso de que abres las puertas ajenas simplemente porque las enamoras hablándoles, y que por eso estabas hospedado allí, ¿no?, por ligón de puertas —le vaciló Dolo.
—…
—¡Vale, vale, te creo! Toma nota del número de teléfono que te voy a dar…
—…
—Tres… tres… tres… dos… dos… dos… uno… uno… uno… ¿Ya?
—…
—Llama, y le dices a la persona que te conteste, donde estás. Te recogerá inmediatamente para traerte aquí. No tardes, por favor —cortó rápidamente la comunicación, marcando otro número.
—…
—Te llamará un tipo que se llama Caín; recógelo donde te diga, y tráelo inmediatamente para mi apartamento. No tardes. Adiós —le devolvió el móvil a Vito, sin mirarle a la cara.
Vito se lo guardó. <<¡Vaya tía!, lo que le faltaba —pensaba, mirando a la pared—. También es amiga de un chorizo que acaba de salir de la cárcel. Hay que ver dónde me he metido. Tengo que tener mucho cuidado, porque si me marcho ahora me puede denunciar alegando que le he roto o robado algo de su casa, y antes de que llegue al AVE me habrán detenido. ¡Joder, que día! Esto es un gran día y no el que decía tener, esta mañana el pelota del portero cuando se le consumió el cigarriiito. De verdad, de verdad, que estoy acojonado. Que sea lo que Dios quiera>>. En ello estaba cuando, del susto que se llevó al sonarle el móvil en el pecho, de un repullo (movimiento violento del cuerpo y especie de salto que se da por sorpresa o susto) se puso de pie.
—¡Qué sólo es el sonido de tu móvil! —le dijo ella.
Él se mordió el labio inferior
—¡Mira el muchachote! —continuaba Dolo dándole caña—. Si cada vez que suene tu móvil casi te da un infarto, qué no te dará cuando te den una mala noticia.
Vito lo cogió rápidamente y, antes de contestar, el interlocutor le dijo algo que le hizo lanzar una ristra (conjunto de cosas colocadas en fila) de insultos:
—…
—¡Maricón, hijo de puta, mamón...!
Dolo se quedó helada.
—…
—¿Quién te ha dado mi número de teléfono? —preguntó.
—…
—Sí, sí soy su marido, y como vuelvas a decirle, a mi mujer, algo así, por muy quinqui (delincuente) que seas, te rajo —la ferocidad que descubrió en su mirada, más lo dicho, provocó que Dolo se estremeciera, sobre todo porque pensó que Vito estaba casado, y que algo pasaba con su mujer.
—…
—Sí, está aquí conmigo, ahora se pone, pero cómo me diga que la has insultado…, no espero a que vengas sino que voy a buscarte —le dijo Vito al interlocutor, pasándole el móvil a ella.
Dolo no tenía ni idea de qué era lo que estaba pasando. Cogió el móvil con recelo. No se atrevía a hablar. Miraba a Vito desconcertada. Él la sacó de su espasmo mental.
—Es tu amigo —ella se encogió de hombros—. Sí. El chorizo ése, el expresidiario. Quiere hablar contigo —Dolo respiró tranquila, y enviándole una mirada pastelera a Vito, preguntó:
—¿Siiiiiiií? —con todo el recochineo que le pudo echar.
—…
—Pues sí —con empalagosa voz—, ya lo sabes. Estoy casada. ¿Dime?
—…
—¿Cómo que no contesta? ¡Eso es imposible! —de nuevo cogió las riendas de su dócil (?) talante (modo de hacer las cosas)—. ¡Repíteme el número que te di, joder!
—…
—¡Serás torpe, no sabes coger bien ni un número de teléfono tan fácil! —volvió a repetírselo—. ¡Anda que es difícil! Cómo abriendo cerraduras seas igual de listo que con la pluma, estoy lista. Adiós —cortó la conversación sin esperar respuesta.
Con descarado contoneo sexi, Dolo caminaba hacia Vito. Hizo stop, justo en la frontera del roce.
Él con la cabeza ladeada hacia la izquierda la ignoraba.
Dolo le devolvía el móvil como si estuviera dando golpecitos al aire, acompañándose por una lujuriosa postura labial.
Vito disimulaba que la observaba. Disimulo vano, porque sus niñas (pupila del ojo) lo delataban: <<¡Schuuu, Dios mío! —le decía su subconsciente—. ¡Qué buena está! —agitó bruscamente la cabeza para expulsar los pensamientos. Fracasada intención—. ¡Qué popa, madre, qué popa!—. Un carraspeo intimidatorio, de ella, lo acongojó—. Ay, Virgencita, ¿qué disparate me dirá ahora?>>.
—Muy bien maridito mío…
Vito cerró los ojos, resoplando con amargura; sus glándulas sudoríparas entraron en erupción.
—… —con recochineo—, espero con toda mi alma, que se abra, de una vez, esa puerta, para que al fin podamos consumar nuestro matrimonio. Que por cierto, cónyuge, ¿ha sido por lo civil, o por la iglesia?
—¡Por favor, por favor, por_fa_vor! —el tono suplicatorio, acompañado de la colocación de las dos manos en el pequeño espacio que existía entre sus caras, hizo a Dolo poner toda su atención—. Olvida eso. Te pido disculpas. Lo dije con la única intención de que no te dijera más obscenidades —su afligimiento (molestia o angustia) lo ahogaba.
—¿Qué obscenidades ha dicho? —con la única intención de alterarlo más.
—¿Te vas a acostar conmigo? —le decía Vito con mucho reparo —. Est…
—¿Cómo? —le interrumpió ella—. ¿Me estás pidiendo…?
—No —incomodísimo—. No, no —hacía aspavientos (demostración excesiva o afecta de temor, admiración o sentimiento) con las manos—. Eso me lo dijo a mí, creyendo que eras tú la que estaba al teléfono. También me dijo que…
—¡Eso ya me lo dijo a mí antes! —hubo una pausa visible—. ¡Oye!...
Él puso en guardia toda su atención.
—… ¿Por qué te ha molestado tanto lo que ha dicho Caín? —pícaro tono de voz le regaló.
Vito volvió a sentarse en el suelo, con las piernas recogidas.
Ella no le quitaba ojo, desde las alturas.
Él, con la vista hacia abajo, parecía que quería ver la nada en el aire. Rascándose el cogote, por fin contestó:
—Olvídalo —continuaba sin levantar la cabeza. La resignación era su oriflama (bandera o estandarte).
—¿Que lo olvide? ¡Ja! —exclamó, Dolo, con ironía—. Te metes en mi vida privada, y tú me pides que lo olvide, así, sin más, sin una ínfima explicación. ¿Crees que eso es racional?
Vito suspiró. Volvió a rascarse el cogote. Levantó la cabeza para que sus miradas se sintieran siamesas (hermano mellizo unido al otro por alguna parte de su cuerpo). Con sentimiento de sentimientos, le dijo:
—Me molestó porque…
Ella, ladeando la cara, activó todos sus radares auditivos.
—… Mira, no fue mi intención. Te ruego que me disculpes —cortante.
Dolo remedó la posición de Vito sentado. Como dicen los asistentes a la plaza de toros de la Real Maestranza en momentos de tensión cuando cuentan una peligrosa faena a un toro: “Se oía el silencio”.
Vito se levantó. Recogió del suelo el jersey de Dolo, se dirigió hacia ella, le dio un toque con la punta del zapato derecho al homónimo de ella. Al sentirlo lo miró. Extendió la mano izquierda para recogerlo.
—¡Gracias! —le dijo ella, con sonrisa sana—. Me gustaría que… —en ese momento se abrieron las puertas de uno de los ascensores, del que salieron, muy tranquilamente, tres hombres.
Vito fijó su mirada en los recién llegados. En menos que canta un gallo identificó a dos de ellos. La puerta de la jaula de su mente se abrió a tope, saliendo a la libertad sus pensamientos: <<¡Jodeeerrr! Esos tíos son los dos secretas que estaban hablando con ésta fuera de la terraza del restaurante. Eso es. Los que habían desaparecido cuando volví de mear. ¿Por qué habrán venido? ¡Ah, claro! Vienen acompañando al chorizo, para que abra la puerta. ¡Esto es mafia, mafia pura!>>.
—¡Por fin! —grito Dolo, levantándose sobre la marcha.
—¡Hola, Dolores! —dijeron los dos al unísono.
—¡Hostia, tía, vivir aquí te tiene que costar una pasta! —exclamó Caín—. O sea, chochi, que tienes la tira de guita (dinero contante), ¿eh? ¡Mira, mira… —dirigió su dedo índice hacia su entrepierna—, mi polla me dice que tú me necesitas, no para abrir la puerta, sino para abrirte…, ¡je, ya tú sabes! Desde ahora yo soy tu macho. Si quie…
Vito cerró los ojos, agachó la cabeza, y se mordió la lengua.
—¡Caín! —gritó Dolo, cortándole el mal rollo—. Cierra esa boca tan asquerosa que tienes, y abre la puerta de una puta vez.
La estupefacción (estupor, asombro) de Vito era inconmensurable. Estaba en una confusión permanente. Como muñeco de nieve ni se movía viendo como los cuatro se dirigían hacia la puerta del apartamento. No pudo evitar que sus pensamientos entraran en erupción: <"Vaya película; una camarera de alterne, o vidente, o malhablada (desvergonzada), o macarra, o calienta…; un padre que nunca está con ella, ¡Dios sabrá el por qué!; dos secretas, quizás matones; un quinqui recién salido del trullo; y yo… yo aquí entre ellos. ¿Por qué entraría en ese edificio de oficinas? ¡Hostia, no he llamado a casa para que me enviaran el currículo por fax! Mejor, mejor, no entrego ninguno más por aquí ni quiero trabajar en esta ciudad sin ley. Ésta no se creerá que voy a pasar aquí la noche, porque eso sería lo último que yo hiciera. Por supuesto que no me tomaré nada de lo que me ofrezca, porque es capaz de echarme algo para dormirme y quién sabe lo que me haría. Esta descerebrada piensa que me domina porque soy un paleto, aunque es verdad, pero de eso a ser tonto ni mijita>> —tal diarrea mental lo indujo a que no atendiera al trabajo que estaba realizando Caín. Con una sacudida de su cabeza expulsó todos sus pensares. Miró hacia la puerta. Los tres estaban inclinados tras Caín sin perderse detalle del trabajito que éste estaba realizando.
—¡Bingo! —gritó Caín, que mirando a Dolo le dijo—. ¡Ni he arañado la puerta, me merezco un regalito sexual! —Dolo lo mató con la mirada—. ¡Vale, vale, un regalito sólo para empezar, después yo te haré a ti una faena de medalla de oro!
—¡Salido, que eres un salido! —le insultó Dolo—. Porque me has hecho un favor, que si no te estallo los huevos —hizo ademán de darle una patada en los susodichos—. No tengo más remedio que reconocer que eres un hacha (persona sobresaliente en algo).
El Caín sonrió babosamente.
—Y ustedes —señaló Dolo a los otros dos— quédense bien con su cara, y de donde lo habéis recogido, que si algún día me roban aquí, aunque sea lo más insignificante, vais a buscarlo, lo hacéis trocitos, pero sin matarlo, y con mucha delicadeza y cariño preparáis pinchitos para los buitres del zoo. ¡Ah!, pero la colita la hacéis rodajitas finas, ¡eh!
A Vito le entraron escalofríos. Era normal que sus pensamientos afloraran, ante la naturalidad con que Dolo amenazaba: <"No me equivoco ni un ápice (en lo más mínimo) en que esta tía está en la mafia. No hay que ser un lince para saber que la táctica, ordenada a los dos para hacer desaparecer al chori, es propia de la mafia. Me voy ahora mismito. Le digo que me han llamado de casa urgentemente y que tengo que coger el AVE, ya>> —hizo intento de caminar hacia ella, pero oyó:
—¡Quieto ahí, colgao! —grito de Dolo.
—¡Aaahhh! —al oír el grito, los cuatro miraron a Vito sorprendidos—. No, nada —dijo con voz entrecortada—pensando—: <"Creí que me lo decía a mí. Me pone de los nervios. Ni que me fuera a comer. Bueno, bueno…, de esta gente que está más loca que una chiva (cría de la cabra) se puede esperar todo; y si la chiva además es…>>.
—¡Como cruces el dintel (elemento horizontal que soporta una carga, apoyando sus extremos en las jambas o pies verticales de un vano) —echándole una rápida mirada a la cabecera de la puerta—, te rajo lentamente! —Dolo agarró por el hombro a Caín al hacer, éste, intención de pasar al apartamento. Aún tenía las manos cubriendo sus partes.
—¡Vale, vale, que no te voy a robar! ¡Pija, sobre lo que me has dicho antes, te informaré que aquí en Madrid somos miles los que tenemos dedicación exclusiva en esto! —se defendió Caín.
—¡Nada, nada, lo dicho! Dale a este grosero quinientos euros —le ordenó a uno de los dos secretas— para que desaparezca de mi vista. Espero no volver a tener que necesitarte nunca más.
—Dolores, ni para… —Caín enmudeció al ver que ella le iba a endiñar (propinar, dar) una patada en sus partes—. ¡Vale, vale, que no me había percatado que estaba aquí tu andoba (en este caso, marido)! —con ironía.
El comentario provocó una sonrisa sarcástica en los dos amigos de Dolo.
Ella al descubrirlo les propinó a la velocidad de una repetidora un puntapié en las espinillas. Los tres se retorcieron de dolor.
Vito sonreía con satisfacción.
—¡Fuera de mi vista! —le gritó a los tres, indicándoles con el dedo el ascensor. Obedecieron como bebés. Caín al pasar junto a Vito le guiñó un ojo.
—¿Sabes cómo me voy a gastar la pasta? —le preguntó Caín a Dolo, camino del ascensor, y respondiéndole antes de que le preguntara—: ¡Follándome a la primera pilingui (fulana, ramera) que se parezca a ti, jajajaja!
Vito, continuaba inmóvil, sin poder evitar pensar mientras los veía dirigirse al ascensor: <"Es el tío más grosero y malhablao que ha parido madre. ¡Con qué gentuza me he mezclao!>>.
—¡Dolores —gritaba Caín—, y ese pringao te lo has ligao hoy! —sonrisa y tono irónico—. ¡Me lo han dicho estos dos gorilas!
Al ver que Dolo corría hacia ellos, los tres se empujaban para entrar el primero en el ascensor. No llegó a cogerlos por los pelos.
Próximo día 8 de noviembre: Capítulo VII y VIII