04 octubre 2006

 

CAPÍTULO II

Vito salió del edificio hacia la cafetería para finiquitar el compromiso con el agradable (!) portero. En el poco trayecto que había, entre la puerta del edificio de oficinas y la cafetería, le dio tiempo a pensar que ése capitán general del servilismo no repartiría los currículos. No dejaba de repetirse en voz baja:
—Seguro que los tirará a la papelera. Me arrepiento de habérselos dejado. ¡Ya no tiene solución! ¡Cualquierilla va y se los pide! ¡Fuffffff! —resopló Vito al entrar en la cafetería y ver el lujo que la vestía.
—¿Qué desea? —le preguntó amablemente una camarera, de muy buen ver, adecentada (poner decente a alguien o algo. Vestida) con uniforme y cofia.
Vito, con semblante (expresión de la cara) entrecortado por el ambiente tan selecto que había, dejó la cartera en el suelo, se sentó en un taburete de madera mientras dejaba sobre otro el chaquetón doblado.
—Vengo a dejarle pagado al portero del edificio de…
La camarera no le dejó terminar:
—¡Otro más! —le cantó bajito con tono de feriante llamando la atención hacia su negocio.
—¿Qué? —desconcertado.
—Se lo explicaré —mirada compasiva.
Vito no había salido del laberinto mental con el portero cuando de nuevo volvió a sentirse perdido.
—Primero —continuó la camarera—, le diré que si le oye decirle portero, ya no entra más allí, y segundo que es el tío con más cara dura que ha parido madre.
Vito no daba crédito a lo que estaba oyendo, pero no quitó atención a la camarera.
—Usted es el tercero en esta mañana —decía ella—. Todos los días se bebe varias botellas de Rioja, con pinchos incluidos, a costa de los ton… ¡de los demás! Es…
—Perdone —la interrumpió él—. ¿Y cómo quieren que lo llamen?
—“Jefe de Conserjería” —respondió la camarera.
—¡Bueno, da igual! —mosqueado le dijo lo que le había pedido.
La camarera tomó nota.
—¿Cuánto es la cuenta? —le preguntó, con prisas, Vito.
—¿No toma nada? —preguntó la camarera.
—¡No, no, gracias! —contestó Vito nerviosamente.
La camarera se dirigió a la máquina registradora, marcó varias veces, totalizó, y, sin dejar de mirarlo de reojo, cortó el tique poniéndolo sobre una bandejita de plata acostada en el interior de un cajita forrada de piel; parecía un misal antiguo.
—Aquí tiene, señoriiiiito andaluz —le dijo con retintín, la camarera, al llevarle el porta-roncha (roncha: daño recibido en materia de dinero cuando se lo sacan a uno con engaño. Deuda contraída).
—¡Andaluz a mucha honra!, pero de señorito nada, porque yo no llego ni a seño —por fin sonrió Vito, animándose, a hacer chascarrillos (frase equívoca y graciosa), cosa poco habitual en él—. Los señoritos están jugosos por su abundancia, y yo estoy más seco que una mojama y con menos blanca que Tarzán en su caja fuerte —sin darle la mirada a ella, que aguantaba la risa mordiéndose la lengua—. ¡Y la cuenta tapadita para que no se caiga ningún numerito! —finalizó Vito poniéndole cara de graciosillo. Cara que le cambió cuando abrió el porta-roncha y leyó el total.
—Los tres pinchos 4 € cada uno, y el rioja 10 €, en total 25 €, porque redondeamos para no tener que devolver monedas pequeñas y perder el tiempo —le dijo la camarera sin haberle preguntado Vito.
—¡Menos mal! —exclamación repentina.
La camarera se sorprendió.
—Sí —continuó él—. Que menos mal que no he pedido nada para mí, porque si no tengo que lavar los platos.
La sonrisa de ella le dio alas a Vito:
—Y si la llego a invitar a usted, para poder contemplar detalladamente la octava maravilla del mundo —decía Vito, en plan gracioso, sin dejar de mirar la cuenta—, me tengo que quedar aquí trabajando durante un mes de balde (gratis).
—¿De qué? ¿De balde? ¿Eso qué quiere decir? —preguntó la camarera.
—Pues… —la miró pillamente— que tendría que trabajar gratis para poder pagar la cuenta —le contestó Vito.
—¡Jajajaja! —se tronchaba—. ¡Gracias, por lo de la octava ma...! —en ese momento una voz que claramente reconoció ella la enmudeció.
—¡Dolo, deje ya de paliquear, y atienda a los demás clientes! —le ordenó un monstruito vestido con frac (vestidura de hombre, que por delante llega hasta la cintura y por detrás tiene dos faldones) negro, que parecía la Abeja Maya de luto.
—No se marche, espere un momento —más que pedírselo, se lo ordenó en voz baja la camarera a Vito.
Vito entró en trance:
—<<¿Por qué no querrá que me marche?>> —pensó Vito a la vez que, sin saber por qué, asintió con la cabeza. Pronto se alegró de haberse quedado, porque contemplar a esa belleza era el súmmum (el colmo, lo sumo). No dejaba de mirarla, sobre todo cuando se empinaba para coger los pinchos de la vitrina frente a la barra, a la que llegaba con dificultad, porque la falda se le subía y sus piernas le habían encandilado. Una de las veces, en la que ensimismado (reconcentrado, abstraído) exploraba detalladamente las dos pencas (piernas) de ella, el monstruito entró en su campo de visión, y Vito escupió la mirada hacia el techo, acompañándose de un silencioso silbido. Aprovechó los sopliditos para decirse mentalmente:
—<"Vaya camarera tan bonita. Sólo por contemplarla merece la pena el viaje>>.
Pensativo, con la mirada acariciando el techo, pasó un tiempo sin quitarse de la cabeza a la ninfa (mujer hermosa). Inesperadamente sintió un escalofrío al ponérsele los pelos de gallina. Ése cuerpo había conseguido que se olvidara de todo. Cogió una servilleta de papel, sacó el Inoxcrom 55 (comenzó a fabricarse en 1961) que le regaló su padre por uno de sus cumpleaños, miró a Dolo —ésta lo advirtió —y comenzó a escribir. Al terminar, la volvió a mirar, justo en el momento en el que ella le correspondía, saliéndole espontáneamente un inequívoco gesto de imposibilidad que le embadurnó los carrillos con óleo (aceite) de sangre, provocando que repentinamente le retirara la mirada para clavarla en el vidrio de una de las ventanas a la calle, con tanto ahínco, que se oyó cómo se resquebrajaba. Inmóvil, sosteniendo en la mano la servilleta en la que había bordado con tinta azul sentimientos ahogados en deseos imposibles, miraba tras la ventana sin ver nada. Y sólo pensó en reprenderse, aunque también buscó una justificación a su permanencia allí:
—<<¡Tonto, tontón! ¿Por qué has hecho ese gesto de…? Habrá pensado… que yo pensaba que… ella quería algo conmigo y yo no se lo podía dar. ¡Mira que eres tonto! ¿Tonto…, entonces para qué me ha pedido que me espere? ¡No seas engreído (creído)! Será sólo porque al sorprenderme por el importe de la cuenta y darle a entender que no tengo dinero… Seguro que me ha dicho que me quede para cobrarme menos cuando el renacuajo ése no esté por aquí. ¿Qué habrá pensado de mí?>>
Desolado volvió a girarse hacia la barra, a la vez que hacía una bola con la servilleta entre sus manos, tirándola en el cenicero que tenía delante. Volvió a ladearse poniendo el codo derecho en el mostrador e hizo un reconocimiento del interior del local. Llegó un momento que estaba en completa unión mental con una lámpara de lágrimas, más grande que la Campana-Zar (es la campana más grande del mundo, con un peso de 2oo toneladas. Está colocada en un pedestal, al pie del campanario de Iván El Grande, situado en la Plaza de las Catedrales en Moscú).
—¡Va a tomar algo o no? —oyó, con tono agrio, detrás de la barra.
—¿Qué? —preguntó Vito con cara de tonto.
—¡Que si va usted a tomar algo! —le decía con tono grosero el monstruito—, ¿o… es que está aquí de visita turística?
Vito no sabía qué decir.
—<<¿Tomar algo?>> —pensó.
Los veinticinco euros de la invitación del portero le vinieron a la cabeza como martilleo en fragua (fogón provisto de fuelle u otro aparato análogo, en que se calientan los metales para forjarlos: darle forma al metal con el martillo) cerebral. La preocupación de que le faltara dinero para pagar el hostal esa noche si tomaba algo, le quitaban las ganas hasta de continuar allí.
—... —el silencio parecía que el tiempo de espera a la respuesta se elevaba a la décima potencia. No le salía ni el sí ni el no.
—¡En un periquete (brevísimo espacio de tiempo) le llevo el pincho que me ha pedido! —dijo ella en voz alta, desde el otro extremo de la barra, para que la oyera el malafollá del jefe (término de reconocido origen granadino: mala leche, mal genio).
El monstruito, refunfuñando se salió de la barra y, de muy malas maneras, dio un empujón a una puerta abatible que había al fondo, desapareciendo.
Vito no entendía nada de nada. Únicamente se rascaba la frente sin control.
La camarera se le acercó dejándole un pincho de tortilla de patatas. Aprovechó para poner un cenicero limpio y retirar el que albergaba (contenía) el papel donde Vito escribió. Lo tiró a la basura, pero disimuladamente recogió la bola de servilleta, guardándosela en la manga, y le preguntó:
—¿De beber?
—Oiga, señorita... —decía Vito muy compungido (angustiado: temor opresivo sin causa precisa), cuando ella le segó (cortó) las cuerdas vocales:
—¡Ssssssssssssss! —el pícaro seseo convulsionó (contracción muscular espasmódica, violenta y repetida, debida a irritación del sistema nervioso central) a Vito—. Le invito yo por lo de la octava. ¡Ah! Me llamo Dolores, pero me llaman Dolo. ¿Y el señorito cómo se llama?
Colorado como un tomate madurado a pleno sol en agosto, Vito quería contestar, pero sus guitas (cuerda delgada de cáñamo) vocales volvían a traicionarle.
—Está bien. Seguro que no me lo dice porque necesita una cerveza, sí, cerveza, mi experiencia barraril me dice que le gusta la cerveza. Tiene cara de hambriento. ¡Ande! Cómasela tranquilamente y la baja con la cerveza. Después me dice su nombre… ¡Fuuuu, qué feo suena! Mejor tutearnos, ¿no? —le dijo Dolo, que, sin esperar respuesta, desapareció tras la puerta abatible. Deslió la bola de papel y leyó el opúsculo (obra literaria de poca extensión):

“He soñando despierto como niño con su juguete deseado,
por encontrar la flor con carpelo (órgano sexual femenino de las plantas) cobijado en amor sincero.
En las noches la tenía, y en las mañanas la perdía.
Varias flores he rozado.
Ninguna de ellas me ha perfumado.
Mis sesos he cansado pensando dónde estaría.
Ahora que la tengo delante ni me atrevo a mirarla.
Porque es tan bonita que no la podría enamorar, además,
¡ya tendrá!
Y yo sólo soy un cateto que cuanto antes se debe marchar.
Para no volver en mi vida a Madrid pisar.
No soportaría verla cuidada por un jardinero que no fuera yo.
¡Lo que yo daría por cerrar esos ojos con un beso!”.

Los pensares de Dolo se derritieron:
—<"Es lo más bonito que me han escrito en mi vida. Porque estoy segura de que me lo ha escrito a mí. En cuanto lo vi entrar supe que era un tipo que merece la pena para… Sí, sí, estoy segurísima>>.
Vito, mientras se tomaba el aperitivo, no dejaba de pensar:
—<"Seguro que el portero ese, no, portero no, Jefe de... ¿De qué era jefe? ¡Ah, jefe de mierda, eso es lo que es, seguro que el mierda ese no entrega ni uno! Se llama Dolores. Me ha dicho que la llaman Dolo. He metido la pata al darle todos los currículos al tipo ese. ¿Qué estoy haciendo aquí esperando a una camarera que no conozco de nada? Llamaré a casa para que me manden un currículo por fax; por cierto, le tendré que preguntar a Dolores dónde hay un fax público; después saco fotocopias, y esta misma tarde los reparto por aquí cerca. ¿Me estará tomando esta muchacha el pelo? Pero ¿por qué? ¿Y si me marcho cuando salga de aquí? En cuanto aparezca le digo que se cobre, le doy las gracias y hasta nunca. Estoy seguro de que viviré eternamente con ella en mi perola (cabeza)>>.
Con el estómago vacío; lo único que se había tomado fue un Cola-Cao con un cortadillo (pequeño pastelito en forma cuadrangular hecho de harina, manteca y azúcar, relleno de cabello de ángel y con una capa de azúcar rallada por encima) a las cuatro de la madrugada; el pincho de tortilla de patatas, bien despachado, le abrió el apetito. Lo que le hizo pensar:
—<"Cómo voy a pedir algo más, si esto es un robo —mirando a todos sitios y dando, nerviosamente, golpecitos con el pie en el suelo—. En cuanto se acerque la Dolo le pago los veinticinco euros del portero, más esto, le doy las gracias, y me largo. Decidido>>.
La buscó varias veces con la mirada por toda la cafetería. Se preocupó al no verla por allí, y descubrir que desde hacía rato, tras la barra, estaba un mozuelo atendiendo.
—<"Se ha ido y no me ha dicho ni ¡chao!, como dicen todos los tontos que salen de aquí>>.
—¡Hola! —oyó detrás.
Vito se volvió con gesto de no reconocer a la persona saludadora, pero le correspondió por educación:
—¡Hola!
—¡Ja! —con sonrisa irónica—. ¡Ni cinco minutos…, y ya me has olvidado! —le dijo Dolo.
Mientras Dolo le reprochaba que no la reconociera, Vito, en un abrir y cerrar de ojos, le realizó una exploración visual completa. Si en la barra pensó que tenía la cara de su mujer ideal, ahora, sin la cofia y con el pelo suelto, se lo echó por tierra: cabello rubio natural, hasta un poco más abajo de los hombros, ¡de escándalo!, y con mininis (flequillos) a lo Olga Marset (periodista, presentadora, locutora); ojos turquesa; sonrisa adorable; ¡pá adorarla noche y día!
—<"No me puedo creer que esté conmigo este monumento>> —pensó Vito.
Más baja que él. Vestía una camiseta blanca de algodón sin hombros de manga larga con estampados de colores desteñidos; un pañuelo azul de seda natural, con varios dobleces, anudado al cuello; vaquero claro, ornamentado (adornado) con zurcidos; deportivos blancos; un jersey azul marino sobre los hombros, con las mangas anudadas a la altura del pecho; un bolso de piel, colgado en el hombro izquierdo, que le caía a la altura de la cintura; un reloj Duward, se veía antiguo, en la mano derecha; una pulsera, de tejido elástico con colores pastel, en la muñeca izquierda; y lo que más le gustó, que no llevaba pendientes ni maquillaje. No era la octava. Lo que tenía delante había roto, y superado, todos los moldes que él pensaba que existían. Taquicardia le entró.
—¡Dolores! —exclamó Vito señalándola con el dedo índice e intentando no descubrir su admiración por ella.
—Sí hijo, Dolores —le replicó moviendo la cabeza insinuándole que parecía tonto—. Bueno, qué, ¿cómo te llamas?
—Victoriano, pero me gustaría que me llamaras Vito —le contestó.
—¡Ja! Igual que el marido de mi tía Dolores que vive en Sicilia. Pero a él lo llaman “don Vito”.
—¿Qué hace usted sin uniforme? —preguntó Vito.
—¡Uuuuuuuuuuh, conque otra vez de usted, eh? Eres muy educado, o… —frunció el ceño—, ¿me estás tomando el pelo? ¡Ah!, y… —hizo una pausa para dar más suspense— me he quitado el uniforme porque ahora me toca trabajar alternando fuera de la barra —le vomitó Dolo como si eso fuera lo más normal para ella.
Vito no sabía dónde meterse. Lo oído desestabilizó sus sentimientos. No estaba acostumbrado a estas relaciones. Miró a Dolo. Cada segundo que pasaba, le parecía más bonita. Pero eso de trabajar alternando con los clientes le derrumbó su monumento. Volvió a sonrojarse, y le dijo:
—Dolores, sinceramente no sé qué decir —buenatón sincero.
—¡Ya! A ver…
Vito la miraba con compasiva rabia.
—…, ¡no me mires así que me estoy sintiendo culpable de…
Él movió la cabeza hacia la derecha.
—… ¡Ja! Ya sé por qué has cambiado tu semblante… ¡Ay, señor, señoooorrrr! ¡A que también vas a ser inocentón!...
El ceño (arrugar la frente y cejas en señal de enojo-cabreo) de Vito fue tan bestial que los pliegues faciales le endosaron (cedió, trasladó) cuarenta años.
—… ¿A que te has creído lo de que iba a alternar?
Vito, con una media sonrisa que descubría su deseo de que fuera sólo una broma, asintió con la cabeza.
—¡Serás paleto! Qué, di algo, ¿no? —le insistió Dolo.
Vito encogió los hombros. Abrió la boca, saliendo de ella un pasmado (torpe, inexpresivo, sin gracia) silencio.
—Pues…, vista tu elocuencia (facultad para hablar o escribir de modo eficaz para deleitar, conmover o persuadir) lo digo yo por ti; ¡vámonos! —al mismo tiempo que inclinaba la cabeza para la derecha.
—Espera que tengo que pagar lo… —Vito no terminó la frase.
—¡Ssssssssssssss! —le cortó Dolo acercando su boca a la oreja de Vito—…
Él sufrió un calambre por todo el cuerpo, al sentir el aliento de ella.
—… Ya lo he pagado —dijo Dolo cogiéndolo por el brazo y tirando de él hacia la salida.
Próximo día 11 de octubre: Capítulo 3

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