07 diciembre 2006

 

CAPÍTULO XXII (A mis tatas: Inés, Tatita -Carmen- y Rosarito).

Dolo aparcó el Mini en el garaje. Pulsó el botón del ascensor que la llevaría a su apartamento. Antes de que se cerraran las puertas, salió veloz. Recordó que no había cerrado el coche. Unos pasos y pulsó el botón del mando a distancia. De nuevo en la puerta del ascensor —lo habían ocupado—, mientras esperaba, apoyó su mano derecha en la pared, todo lo alto que pudo, dejando caer la cabeza sobre el hombro derecho, poniendo postura de inequívoco cansancio. La tardanza del ascensor la estaba desquiciando. Se acompañó con música, golpeando repetidamente con la planta del pie derecho sobre el suelo. Al llegar el ascensor, empujó las dos hojas de la puerta intentando que se abrieran más rápidas. Mientras subía, no paraba de ir de un lado para otro, dándole vueltas al meollo (los sesos):
—<<Éste no se me escapa. Tengo que hablarle claro y decirle lo que siento por él. Ni baño en la piscina ni comida ni nada. Tengo que coger al toro por los cuernos cuanto antes. Si después de contarle todo sobre mí, le apetece un baño en la piscina, comer o lo que le dé la gana, yo le complaceré con mucho gusto. Iré a muerte con él, donde quiera y a lo que quiera>>.
El ascensor se detuvo. No esperó a que las puertas se abrieran por completo. En cuanto el hueco llegó justo para que cupiera de lado, saltó fuera. A punto estuvo de perder el bolso al chocar entre las puertas. Desparramando cansancio llegó a la puerta del apartamento. Con impaciencia buscaba las llaves dentro del bolso; murmurando:
—Seré tonta… Se las di a Vito. ¿Qué estará haciendo? —pulsó el timbre—. ¿Le habrá gustado a mi tata (niñera)?..., que me echará una riña por no haberle dicho que iba a venir Vito. ¡Con un beso se le pasará pronto!
—¡Hola, tata! —Dolo le dio un beso en la mejilla—. ¿Han llegado los del catering con el almuerzo? ¿Dónde está mi amigo? ¡Vito! ¡Vito! —llamaba Dolo, dirigiéndose a la terraza—. ¿Dónde estás, Vito? —preguntó al aire, al no verlo. De allí fue a la cocina. Su tata se había quedado de pie y muda en la puerta, pero Dolo ni la vio—. ¿Vito? —de allí a la habitación donde él había dormido. El semblante se le cambió al ver toda la ropa que ella le compró tirada por el suelo—. ¡Tata! —gritó—, ¿dónde está mi amigo? —miró hacia atrás y tampoco veía a su tata—. ¡Tataaaa! —el tono del grito pintaba malos presagios. Corrió a buscarla. La encontró en el mismo sitio que la dejó al entrar—. ¿Dónde está mi amigo? —el sofoco (grave disgusto) la ahogaba.
—No sé —le respondió con reticencia (dar a entender que se oculta algo que pudiera decirse).
—¿No sabes? —con recelo.
—Se ha marchado. No di…
—¿Qué se ha marchado? —le cortó Dolo—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¾preguntaba y preguntaba muy malhumorada. Silenció la repetidora de preguntas. Miró fijamente a su tata. Las dos estaban tensas, en silencio. Tanto es así que se oían los choques de las partículas de polvo en el ambiente.
—¡Ay, mi niña! —Dolo torció un poco la cabeza, sin dejar de mirarla—. Sólo le dije que te habías dejado el ordenador funcionando y que siempre me ha dado mucho miedo dejar los aparatos conectados porque pueden provocar un incendio… y que si él sabía desconectarlo que, por favor, lo hiciera... —Dolo estaba inmóvil. Continuando su tata—: Me dijo que lo intentaría. Que por cierto, se extrañó muchísimo cuando le indiqué cual era la puerta de tu despacho. Entró en la habitación. Estuvo mucho rato. Yo seguí con la faena de la casa. Hasta que oí un portazo. Me asusté porque no me imaginaba que había sido él al marcharse —a Dolo le iba cambiando el rictus (rostro que expresa estado ánimo penoso o desagradable), por cada golpe de voz de su tata—. Entré en su habitación y, cuando vi la ropa por el suelo, comprendí que había visto algo en el ordenador o en la habitación que no le habría gustado. Además tampoco lo ha desconectado. Lo siento mi niña, yo no sabía que...
—¡Mierda! —le dio una patada a la pared—. ¡Mierda, mierda, mierda! —vociferó Dolo corriendo a la habitación del ordenador. La pantalla volvía a estar en standby. Rezando pulsó la “D”, y apareció lo que ella temía—. ¡Mierda, mierda, mierda, mierdaaaaaaaa! —gritó a pulmón abierto. Se derrumbó sobre la silla. Clavó los codos en la mesa, delante del teclado, dejando caer las sienes sobre la palma de las manos, en un tris (en nada, a punto), más por rabia que por pena, rompieron aguas los ojos. Exclamando—: ¡Por qué anoche no hablaría con él!
Las lágrimas se perdían entre el jeroglífico del teclado. Sintió que le acariciaban la cabeza por encima de la nuca. Reaccionó inmediatamente. Volvió la cabeza más veloz que el flash de una cámara fotográfica. Pero se derrumbó de nuevo. No era Vito.
—Cariño ¿quién es ese muchacho? —le preguntó su tata con un hilo de voz (voz sumamente débil o apagada) teñido de cariño maternal, a la vez que le secaba las mejillas con un pañuelo blanco hecho un higo (estar hecho un higo: estar muy arrugado).
Dolo no podía hablar. Lloraba a lágrimas vivas.
Su tata, que la había cuidado desde que nació, se preocupó muchísimo, diciéndole con cariño maternal:
—Nunca te he visto así. ¿Te ha hecho algo en el ordenador?
Dolo le contestó que no con la cabeza.
—Pero —su tata insistía—, mi niña, por favor, dime algo.
—Era el hombre de mi vida -le respondió, sollozando, sin mirarla, ocultando la tristeza de sepulturero que tenía.
Su tata la abrazó por la espalda, apretando su cara contra la nuca de ella.
Dolo, entre lloriqueos, le contó todo lo que había vivido junto a Vito, y lo que él había leído en el ordenador.
—Ven, vamos a sentarnos en el sofá, que me duele la espalda —le dijo su tata, agarrándola cariñosamente por el brazo.
Se sentaron muy juntas. Parecían madre e hija. Su tata le cogió la mano.
—¿Estás segura de que por eso se ha marchado? —Dolo asintió con la cabeza—. Pues llámalo ahora mismo y se lo explicas. Si verdaderamente a él también le interesas tú, lo comprenderá y volverá. ¡Anda! Estas cosas, cuanto antes se aclaren, mucho mejor.
—Ya habrá salido el AVE —casi no le salía la voz—. Además, no tengo ni su teléfono ni nada que me pueda ayudar a localizarlo.
—¿Por qué estás tan segura de que ya ha cogido el tren? —tono consolador—. Y si ha tenido algún problema ¿eh, sabelotodo?, a lo mejor todavía no ha llegado a la estación.
—Puede ser —exclamó con esperanza—, porque, debido a los controles policiales para encontrar a los terroristas, hay un caos circulatorio de no te menees. Es indudable que también me van a afectar yendo hacia Atocha.
—¡Corre, mi niña! Puede que lo consigas, y no tengas miedo de contarle todo —le alentaba su tata, que le gritó antes de que saliera—: ¡Esta noche me quedo contigo! ¡Espera! —Dolo frenó en seco—. Si vas a tardar, porque lo encuentres, llámame para quedarme tranquila.

Desde que entró en el ascensor no paró de saltar para que bajara más deprisa. Al Mini lo convirtió en el Renault de Fernando Alonso (piloto de Formula 1), y en el santuario de San Cristóbal (mártir cristiano y patrón de los viajeros):
—¡San Cristóbal, que no me pare la policía, y que no me pase nada! Si llego sin ningún incidente a Atocha, te juro que no volveré a infringir (quebrantar) el Código de Circulación. Necesito llegar antes de que se marche Vito. ¡Joder, un control! Sé que no me han parado sólo a mí, pero, por favor, que no tarden. Dios, ¡te lo ruego!; prometo que cumpliré el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia (según el Catecismo de la Iglesia Católica: Oír misa entera todos los domingos y fiestas de precepto).
Todo el recorrido lo hizo a paso de tortuga. En Atocha aparcó en zona prohibida y salió zumbando hacia los andenes del AVE, sin dejar de decirse:
—¡Virgencita mía, que esté ahí! —continuando con la súplica—: El domingo, en misa, te enciendo todas las velas del cepillo. No ¡el domingo y todos los domingos! Por favor que pueda hablar con él y me comprenda.
Bajaba por la escalera mecánica corriendo, sorteaba a los que se interponían en su camino y saltaba sobre los equipajes que descansaban en el suelo. Todos, después de que ella pasara, intuitivamente miraban hacia atrás esperando que inmediatamente apareciese el perseguidor, como en las películas. A paso ligero, mirando a todos lados, recorrió varias veces de un extremo a otro las entradas a las vías. De vez en cuando daba un salto para poder ver por encima de las cabezas del gentío.
—¡Aquí está metida toda España! —exclamó.
Se detuvo un instante. La camisa había cambiado de color en las sobaqueras. Los ojos le escocían por la riada de sudor que recibían. Tantas veces hizo el mismo recorrido, que todos los allí presentes la seguían con la mirada. La inequívoca e incomprensible voz de la megafonía puso en alerta a su sistema auditivo al creer oír “Sevilla”. Los nervios le habían traicionado la lucidez al caer en la cuenta de que lo primero que tenía que haber hecho era leer los paneles de información de “Salidas”. Se mosqueó con ella misma. Una esperanza le relajó. Estaban a punto de embarcar en el AVE de las cinco con destino a Sevilla. Corrió a la cola. Miraba inspeccionando, uno por uno, a los hombres, de tal manera, que cualquiera podía pensar que se le estaba insinuando. Una acompañante de uno de ellos le gritó:
—¿Qué coño miras?
Fracasada la búsqueda, se sentó extenuada (debilitada) pero, eso sí, sin dejar su vigilancia. Cada cinco minutos volvía a recorrerse la estación. Andar, correr, sentarse. Levantarse, correr, andar. En la inspección de la cola para embarcar en el AVE de las seis dio por finalizada su búsqueda. Exhausta (agotada) se derrumbó en un banco. El sudor bajaba por sus sienes coqueteando con las lágrimas, que seguían el mismo rumbo, hasta convencerlas éste de que se escondieran en la comisura de los labios. Dolo, al sentir anegados sus labios, quitó la inundación con la punta de su lengua; descubriendo un nuevo sabor: el producido por el coito entre las lágrimas y el sudor. Con las palmas de las manos secó, de su rostro, a los culpables de la mezcla.
—Ya habrá llegado a Sevilla —se decía cuando el Séptimo de Caballería la alivió. Con dificultad, por las prisas, le costó sacarse el móvil del bolsillo trasero derecho del vaquero—. ¡Aquí está, aquí está! —El Séptimo de Caballería continuaba sonando en su trasero—. ¡Éste no es! —a ese móvil le correspondía el número que le dejó escrito, a Vito, en la pizarra de la cocina. Con desplome moral sacó al que estaba cantando del bolsillo izquierdo—:
—¿Sí?
—…
—No, no lo he encontrado.
—…
—No te preocupes, tata, que ya voy para allá.
—…
—De verdad. Espérame. Adiós.

Triste, decepcionada y reventada por el cansancio, caminó a ralentí (mínimo esfuerzo, lenta) hacia el Mini. Mientras era ayudada a subir por la escalera mecánica, se metió la mano en el bolsillo derecho para coger la llave. Rebuscó sin éxito. Palpó por el resto de los bolsillos y tampoco la encontró. Inmóvil, en postura de descanso militar, con la mano izquierda apoyada en la cintura y la derecha en la frente, miraba al cielo luchando por recordar dónde la podía haber metido.
—¡Ay, madre, a que la he perdido! Espera, espera… ¡seré inútil! Con las prisas la dejé puesta. El coche abierto y la llave puesta, ¡ya lo perdí! Apuesto que, por lo bien que me están saliendo las cosas hoy, me lo han robado.
A su cansado caminar se le unió el presentimiento de que se había quedado sin Mini. Con miedo salió fuera. Al verlo en el mismo lugar corrió, hacia él, como loca. Abrió la puerta y miró junto al volante.
—Esto no me ha pasado nunca —decía—. Dejar el coche abierto, con la llave puesta, mal aparcado, y no se lo han llevado ni los chorizos, ni la grúa, ni siquiera me han multado después de las horas que lleva aquí. Esto es un milagro. Si lo cuento no se lo cree nadie. Por fin algo que no me sale mal —miró al cielo, diciendo—: Tendremos que negociar lo prometido, ¿no te parece? El coche sí está aquí, pero, de Vito, ni rastro.
Arrancó con amargura encorajinada. La vuelta a casa fue larga en el tiempo: Tranquila, sosegada. Quizás fuera la primera vez que condujo tan despacio. Necesitaba relajarse. Tardó más en llegar a casa que un caracol cojo.

—Mi niña, qué penita me das —le dijo su tata, nada más abrir la puerta—. Todo por mi culpa. Cuando él recapacite, aunque esté molesto, te llamará. Si es tan educado como tú dices. Tienes el estómago vacío. Eso no te ayudará en nada. Vamos a comer algo de lo que trajeron los del catering —Dolo se dejó llevar. Se sentaron en la cocina. Su tata le preparó un plato surtido, acompañado con un vaso de agua mineral sin gas.
—No —su tata la miró sorprendida—. Abre una botella de vino tinto, que nos la vamos a fundir.
—¿Fundir? —incomprensión de su tata.
—Significa que, ahora mismo, nos la vamos a beber entera.
—¿Entera? —asustada.
—Sí, tata, entera —con deje (tono descendente en el habla) cansado.
—Estás tan afectada que, como no seas lista, vas a tirar por tierra todo lo que te ha costado tanto conseguir. No he dejado de pensar en lo ocurrido y no creo que reaccionara de esa manera sólo por lo que vio en el ordenador. Mis arrugas me dicen que hay algo más. ¿Seguro que me lo has contado todo? —Dolo con unos pequeños movimientos de la cabeza le contestó que no—. Por qué mientras comemos no me lo cuentas, para que te pueda ayudar, mi niña.
Dolo la miró. El desconsuelo hervía en sus ojos todavía rojos. Su tata inhaló esos vapores, produciéndole una desgarradora pena. Las dos regaron las macetas de sus pestañas.
—Si no dejas de llorar, me voy y no vuelvo más —dijo su tata con voz entrecortada.
—¡Mira quién habla! —con tono de voz entre risa y sollozo, la abrazó con fuerza, hasta que su tata sintió ahogo. Cortó ese sentir, separándose y yendo por la botella de vino.
Le dio a Dolo la botella y un sacacorchos. Ella cogió la botella de “Ribera del Duero”, atornilló el tapón clavándole la punta del tirabuzón del sacacorchos; colocó la botella entre sus muslos, juntándolos con fuerza para sujetarla bien, y con mucho arte la descorchó. El desvirgamiento botellil fue doloroso, tal como confirmó el grito que escupió la botella. Llenó las dos copas. Levantó la suya. Esperó a que su tata hiciera lo mismo.
—¡Por nosotras! —empinó el codo y se la bebió del tirón, con más habilidad que Baco (dios del vino, para los romanos). Secó sus labios, restregándose el anverso de la mano derecha sobre ellos. Puso la copa en la mesa, y sin soltarla, volvió a llenarla lentamente, sin quitar la mirada de la catarata de caldo rubí. Dejó la botella, y sobre la marcha se jincó la copa enterita; solamente quedaron, salpicadas, varias lágrimas etílicas que marcaron, cada una al resbalar, una vereda (camino estrecho) transparente hasta su reposar en el regazo cristalino.
—Dolores, no seas infantil. Te vas a marear —le recriminaba cariñosamente—. No bebas más, que tienes el estómago vacío —le acercó a la boca un canapé. Mientras lo masticaba, le volvió a rogar—. Por favor, cuéntamelo todo.
Dolo se levantó, dejando a su tata, que se extrañó, con la palabra en la boca. Fue al salón. Cogió, de la grandiosa tabaquera, un paquete de Marlboro. Tiró del precinto, soltándolo a la vez que soplaba, para que la flaca tira de celofán volara y cayera, con vaivenes armoniosos, sobre el mostrador del bar. Encendió un pitillo. La primera calada la retuvo en sus pulmones todo el tiempo que pudo aguantar, para, a continuación, provocar una lenta, pero espesa diáspora (dispersión) humosa. Llegó a la cocina preparada para contar toda la verdad a su tata.
—Pero ¿qué haces? —sorpresa de su tata—. ¡Si tú no has fumado nunca!
—¡Ssssssssssss! —con cariño.
Después de aspirar el humo y exhalarlo directamente a la cara de su tata para que se callara, se sentó, junto a ella, despatarrada y con la espalda apoyada sobre la parte superior del respaldo, dejando los riñones al aire. Con otra copa de vino, de un solo trago, mojó sus tragaderas para aclararse la voz. Su tata la observaba preocupada. Después de varias caladas, levantando la palma de la mano derecha, le dijo:
—Juro, por quien sabemos, que te voy a contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Al finalizar Dolo todo el relato, su tata, recriminándola, le preguntaba:
—¡Y ése vocabulario utilizaste? ¡Y de esa forma actuaste delante de él? ¡Y cómo se te ocurrió trabajar de camarera sin decirle nada a tu padre? —las palpitaciones se le salían por el escote—. ¡Y cómo no pensaste que un simple trabajo de camarera, con todos mis respetos a esa profesión, no puede dar para invitar a comer a alguien al mejor restaurante de Madrid? Lo primero que piensa cualquier persona normal es que tienes otros ingresos, y como no le has dicho cuales son, pues seguro que piensa como todos los hombres, que es de... Si yo hubiera sido él, te hubiera dejado en el restaurante. Y ¡lo que te faltaba era fumar! Y…
—¡Y, y, y, y, y! —protestó molesta—. Por favor, tata, ya te he explicado por qué he actuado de esa manera —las lágrimas afloraron a borbotones—. Me encontraba tan bien a su lado que…, bueno, ya lo sabes.
—Verte así me destroza el alma. Ahora lloras, pero tú has actuado como un camaleón. Cualquiera que se comporta según le convenga, es un camaleón. Yo he conocido a algunos de esa calaña (forma de actuar); al final, el egoísmo los ha hundido en la miseria. Les he visto llorar como niños. Si tener dos caras es de ruin (malo, mezquino), tener más es de camaleón. ¿Cuántas…? Esta lección debe servirte para que nunca olvides que siempre hay que ser honesto (decente, pudoroso, honrado) y no tener un ropero por alma para engañar o aprovecharse de los demás.
—Tata, necesito que me ayudes, no que me martirices más -se secó las lágrimas con una servilleta.
—Sabes que te adoro como a una hija. Por eso quiero siempre lo mejor para ti. Estás la primera en mis oraciones de cada noche. Tú eres el meollo (lo más importante) de mi vida. Si tú eres feliz yo soy feliz, si tú sufres yo sufro, si tú…
—¡Tata, te quiero! —le dijo, echándose en sus brazos.
—¡Ay, mi niña!, te ayudaré siempre, y mucho más en estos momentos que estás pasando. Mis rezos darán su fruto... —con cariño de inigualable madre, le cogió la barbilla dirigiéndola hacia donde podía verle los ojos—, ¡pero claro!, tú tienes que ser como siempre has sido, no sé por qué… ¡qué estoy diciendo!, yo también cometí errores en mi juventud. Estoy segura de que serás feliz sin mis rezos —las dos rieron—. Sé como tú eres —Dolo le regaló una sonrisa. Su tata, con toda intención, cambió bruscamente el mesurado (juicioso) y conmovido sermón—. Si Victoriano tiene que ser para ti, lo será, porque contra el destino no se puede luchar —al decir esto último, realizó un exagerado, a la vez que brevísimo, zarandeo de la cabeza como queriendo expulsar algún recuerdo que no le apoyaba en lo dicho. Con serena astucia, y ante la segura pregunta de Dolo del por qué esa reacción, salió del trance (momento crítico)—. ¡Qué tarde es! Se me ha pasado el hambre.
—A mí también —suspiró Dolo.
—Debemos comer. ¿Sabes? —Dolo le puso toda la atención—. Un estómago vacío es un mal aliado para pensar con cordura (prudencia, buen seso, juicio).
—¡Tata, eres tremenda!
A lo tonto, a lo tonto y en silencio y abriendo cada una la cerca (vallado, tapia o muro, que rodea algún espacio) de sus recuerdos, degustaron de todo lo que trajo el catering, acompañado por tres cuartos de vino tinto. Éste último dejó en ridículo al seguro insomnio que padecerían esa noche por los recuerdos frustrados de ambas. Todo fue tenderse en la cama, ni la destaparon, y transformarse en dos troncos: Su tata haciéndole publicidad al mercadillo (mercado de pequeñas dimensiones en el que se venden géneros baratos, generalmente en días determinados) y Dolo a Victoria´s Secret (firma de lencería).
Próximo miércoles 17 de enero: Capítulo XXIII

06 diciembre 2006

 

CAPÍTULO XXI (A todos: ¡FELIZ AÑO 2007!).

¡Perdone, creo que se ha confundido!
Al levantar la mirada Vito y descubrir que era el etarra, sus glándulas sudoríparas parecían las del hombre de hielo en pleno desierto. La cara de Vito llamó urgentemente al color de la muerte para ponérselo de careta, y pensar:
—<"Éste es. Me está provocando para que me revele y aprovechar para darme el tiro. ¡Dios mío, si yo no he hecho nada! Lo del taxista fue una casualidad. ¿O es que iba a por el taxista y yo le chafé (estropear) la operación? Me va a dar un infarto. ¿Por qué me está pasando todo esto?>>.
Chorreando sudor a destajo, con repugnante color de cara, parecía que le iba a dar un síncope (desmayo, telele).
—¿Le ocurre algo? —le preguntaba muy preocupado el recién llegado—. ¿Está indispuesto? Si es por lo del asiento, no se preocupe, que a mí me da igual no viajar junto a la ventanilla. Siga ahí si está más cómodo -le dijo amablemente el etarra.
Tan acojonado estaba que ni le oyó. El etarra se sentó. Vito se arrinconó entre el asiento y la ventanilla, perdiéndosele la mirada a través del cristal, pensando:
—<"Si encontrar trabajo supone sufrir lo que estoy sufriendo desde ayer, prefiero quedarme en el paro toda la vida. De ésta no salgo vivo. ¡Con lo tranquilo que estaba yo en Bonares! No seré el primer inocente que asesinen por equivocación; he visto muchos casos en los Telediarios y en las películas>>.
Su, desde ese momento, compañero de viaje le ofreció una de las dos cajitas de auriculares que estaban sobre el asiento. Al darse cuenta de que Vito no la veía, le dio un golpecito en el hombro.
Vito, del respingo, se dio con la cabeza en el portaequipajes del techo.
El vecino de viaje lo miró con extrañeza, diciéndole:
—¡Coño, qué susto! Únicamente quería darle los auriculares, por si quiere oír música o ver la película. ¡Joder, qué nervioso!
—Gracias —le respondió aceptando la cajita, pero sin dirigirle la mirada. Continuó mirando por la ventanilla. Debido a la postura y a la tensión que padecía, las cervicales se le habían cabreado y lo estaban martirizando. Prefirió ser masoquista antes de verle la cara a su vecino.
—¿Desean tomar algo? —les preguntó la azafata.
—Beefeater con cola, por favor —pidió el etarra.
—¿Y usted? —le preguntó a Vito. Al no contestar, el etarra pensó que no había oído a la azafata, por lo que, con el codo, le dio un golpecito en el costado.
—¡Noooooooooo! —gritó Vito; sin escuchársele lo siguiente—: ¡Yo no soy espía!
—Señorita, tráigale un cubo de Valium-1000 (tranquilizante), que es lo que este hombre necesita —la azafata se marchó sonriendo—. ¿Qué te pasa, chaval? —ni aun tratándole de tú lo miró Vito—. ¿O es que el atentado te ha pillado tan cerca que todavía estás afectado?
—¿Qué? —temblaba—. ¿Cómo? ¡Qué va! ¿De qué atentado habla? Yo no he visto ni oído nada de nada. De verdad, ¡pero que nada de nada!, de verdad —las pulsaciones se le notaban en las venas de las manos.
—¡Hombre de Dios!, si estás más histérico que los del CQC (programa de TV, “Caiga Quien Caiga”). Venga, tómate algo —levantó el brazo—. ¡Señorita, otro pelotazo igual que el mío!
—Gracias —continuaba esquivándole la mirada y pensando—: <"Como no me puede pegar un tiro, me habrá pedido la copa para, en un descuido mío, envenenarla —esa cantinela (repetición molesta de alguna cosa) ya la utilizó con Dolo—. ¡Virgencita, que no me pase nada, que yo sólo quería encontrar trabajo! ¿A qué tanto interés conmigo un tío que no me conoce de nada? Todo por culpa de La Caballa, ¡mira que gritar lo de la bomba! —tragaba saliva—. ¡Y lo del aplauso! —soplaba—. Piensa que le he chafado la misión ¡no va a estar cabreado conmigo! —secó el sudor de las manos sobre las rodillas—. ¡Un tiro, con lo que tiene que doler un tiro!>> —volviéndole la temblequera, al oír:
—¿Qué te ha ocurrido en Madrid, chico?
—Nada, nada, no me ha pasado nada, ni he visto nada de nada —el poco convencimiento que trasmitía por los nervios, delataba que no decía la verdad.
—¡Ah, pillín! Ya entiendo. Has estado encamado desde que llegaste y no has hechos los deberes que te encargó tu empresa, ¿eeeh? Yo me encamé esta mañana, pero sólo un rato, porque me dijo que tenía mucha prisa. Le hice un trabajito que, por cierto, no salió todo lo bien que yo deseaba, y luego me dedicó una horita de relax del bueno. ¡Qué pedazo de tía, la Dolo!
Vito, al oírlo, como si le hubieran pinchado un tridente en el trasero, de un salto se puso de pie.
—¿Qué te pasa ahora?... —extrañadísimo el etarra.
Se había puesto amarillo; y al momento, verde; y al momento, blanco.
—No me digas —continuaba el etarra— que te dan ataques epilépticos. ¡Jodeeerrr, otra vez tiene esa mala cara de antes! ¡Tío, me da escalofríos mirarte! No te vayas a morir aquí, porque me retendrán para que le explique al juez lo que te ha ocurrido, y si no llego a tiempo de dar las novedades a mi jefe, me dará el boleto.
En ese momento, la azafata les dejó las dos botellitas de ginebra con sus respectivas latas de cola.
Vito se preparó el suyo en un santiamén, bebiéndoselo de un solo trago.
—¡Señorita, otro! —le dijo Vito a la azafata que estaba atendiendo a los pasajeros del otro lado del pasillo.
—¡Macho! —exclamó el etarra—. Ahora comprendo lo que te ocurre. Te has endiñao (propinado, bebido) varios pelotazos de un trago y te has puesto como una moto GP (moto de máxima potencia, para carreras oficiales). ¿Lo estás haciendo para olvidar lo que te haya salido mal en los madriles, o siempre te los bebes así?
No le contestó. Continuaba en su peregrinaje mental:
—<"Nada más que he conocido a gentuza (gente despreciable) en Madrid; supongo que es que he tenido mala suerte. ¡Lo último, joder! Este asesino quiere liquidarme, y además se ha acostado con Dolo mientras yo la esperaba esta mañana. Ésa es la limpia flautas del comando que estos tienen en Madrid. Por eso no trabajaba hoy en la cafetería. ¡Claro! Cuando este asesino hiciera explosionar el coche bomba, ella, lo relajaría en la cama. ¡Que inocente he sido con esa tía! Además de tenerme fichado en su ordenador, me manda un asesino para que me quite de en medio, si no, cómo sabe éste que yo salía esta tarde en el AVE. ¡Joder, por eso me quitó el billete, para que no me pudiera marchar y poder cepillarme (matar, asesinar) cómodamente en su casa! ¡Espía, hacerme espía! Todo está relacionado. Está más claro que el agua>>.
—Su copa, señor —la azafata.
El poso (huella) de ese último pensamiento le llevó a no importarle vivir si, como resultado, obtenía conocer quién era Dolo en realidad. Todo sobre Dolo le importaba. La curiosidad, aliñada con su amor por ella, era superior a sus fuerzas. Le echó valor para la investigación:
—¿Cuánto te ha costado el ratito con... —desde luego que se acordaba, pero quiso confirmarlo—, cómo se llamaba?
—Se llama, se llama Dolo.
Vito, sin mirarlo, asintió con la cabeza mientras se preparaba el cubata.
—¿Qué cuanto me ha costado? Ni un céntimo. ¡Bastaría más! A ésa la tengo siempre a mi disposición, y si algún día se va con otro, le vacío un cargador en sus partes -dijo con chulería.
A Vito la ginebra le comenzó a hacer efecto como combustible del valor. Si no, lean, lean:
—<"Ya me está tocando las pelotas el fanfarrón este. Será mejor que me lo cargue yo, antes de que me cabree más… Éste va a pagar todo lo que me ha hecho pasar su puta. Así vengaré a mis sentimientos, que bastante han sufrido ya>>.
Vito volvió a beberse el otro cubata de un solo trago.
—¡Pero muchacho! —exclamó el etarra al verlo.
El grito reventó el recogimiento ebrio (borracho) en el que se encontraba Vito, dando una patada involuntaria al asiento de delante.
—¡Mira, chaval! —le decía el compañero de viaje—. A mí no me importa que te gusten los comas etílicos, pero ¡por favor! no me jodas el viaje que vengo muy contento.
—¡Ya! —disparó con etílica valentía—, por el polvo gratis a la puta de la Dolo, ¿no?
—¡Oye, capullo borrachín! —tal como estaba sentado lo cogió por el cuello—. ¡Retira ahora mismo eso que has dicho! ¡Retíralo y pídeme perdón, o te bajas del AVE con los pies por delante! —la bronca provocó que todo el pasaje miraba hacia ellos.
Dos azafatas llegaron inmediatamente.
—Por qué voy —decía Vito envalentonado— a tener que pedirte perdón, ¿eh, eh? —el estómago, vacío desde el amanecer, recibió a la Beefeater como único alimento, lo que provocó que la pea (borrachera) hiciera acto de presencia en él—. ¡Asesino, que eres un asesino de mierda! —balbuceó.
—¿Qué? Éste, además de borracho —levantó el puño para darle—, es un sinvergüenza.
Una de las azafatas le detuvo el brazo. Nadie se acercó a ellos.
Algunos ojos proclamaban que querían ver sangre fresca.
—¡Perdón! —se disculpó Vito. La actitud violenta del etarra, le había quitado la torta.
El vecino, al oírlo, resopló para tranquilizarse.
Preguntándole Vito con toda la inocencia del mundo:
—¿Qué malo he dicho?
—¡Que qué malo has dicho! —el etarra se descolocó—. ¡Ni a mi padre le consiento que llame puta a mi mujer! ¿Te enteras? ¡Si alguien se mete con mi Dolores, lo rajo! —sacó un poco la lengua, se la mordió con furia, volviendo a levantar el brazo con el puño cerrado con la intención de darle una puñetazo.
—¿Tu mujer? —Vito puso la palma de las manos para evitar el puñetazo, a la vez que le decía—: ¡Tú no me has dicho que hablabas de tu mujer!
—¡Tampoco te he dicho que no lo fuera! —desquiciado.
—¡Por favor, señores, cálmense! —gritó una de las azafatas—. O nos veremos obligados a denunciarles.
—¡Perdona, perdona! -ya, más relajado, se disculpaba Vito-. Ha sido una metedura de pata. Perdóname, por favor -las azafatas se marcharon y todos se tranquilizaron- es que yo he conocido a una que se llama Dolo…, y pensé que era la Dolo a la que tú te referías.
—¡No habrás estado con mi mujer —los celos, de macho ibérico, florecieron en su mirada—, porque entonces te rajo aquí mismo y luego vuelvo para rajarla a ella! —otra vez volvió el folklore al vagón.
—¡Lo que buscas es que yo te de un motivo para matarme! —casi gemía—. Desde…
—¡Sí que lo haré! —le cortó el etarra—. Tengo motivos suficientes para hacerlo. ¡Dime cómo es? ¡Venga, rápido, contéstame…, y no se te ocurra engañarme!
Ahora el que estaba pasado de vueltas era su etarra.
—Es guapa —respondió mirando hacia abajo.
El etarra tomó posición para calentarle los hocicos.
—Tiene… —intentaba decirle la edad pero, como no la conocía, rezó mentalmente—: <<¡Dios mío, no lo sé! Aquí acaba mi viaje >>…¡Es rubia! —escupió con voz chillona, a la vez que se colocó las manos sobre la nuca y los codos unidos para protegerse la cara.
—¡Y tiene los ojos turquesas, no? —vociferó el etarra.
—… —Vito no se atrevía a contestar que sí. El canguelo (miedo, temor) a la muerte lo enmudecía.
—¡Ah, entonces no es mi Dolores! —con desparpajo—. Mi Dolo es morena y tiene los ojos grises ¡son la hostia! —dio un trago al cubata y exhaló toda la mala leche que tenía dentro.
Vito desinfló toda la tensión.
—¡Mira que —le reprochaba el etarra— llamar puta a mi mujer. ¡No mato ni a una mosca, pero has estado a punto de que rompiera mi virginidad asesina!
—Entonces tú no eres e_e_e —ante el tartamudeo, el etarra no lo dejó continuar:
—Sí, sí, soy e_e_ebanista (persona que tiene por oficio trabajar en ébano y otras maderas finas), ¿y tú cómo lo sabes?
Vito lentamente levantaba la cabeza mirándolo de reojo. Por primera vez le vio claramente el rostro.
—¿O has querido decir otra profesión? —preguntó escamado el ebanista.
—No, no, ¡qué va, qué va! Lo vi en unos papeles que leías hace mucho rato —pensando—: <<¡Virgencita, que se lo crea, que se lo crea!>>.
—¿Yo? Si yo no…
Vito volvió a tomar posición de defensa.
—… ¡Puaf, qué más da! Olvidemos el asunto, ¿no?
Vito se puso de pie, dándole un abrazo al ebanista.
El resto de los viajeros remedaron a los niños, cuando, en las películas, el muchachito salva a la muchachita.
Las dos azafatas se miraron con incredulidad.
—¿Qué haces? ¡No seas maricón! —el ebanista se esforzaba para separarse de Vito.
—¡Otros dos cubatas! -pidió Vito a la azafata. Ésta frunció el ceño, pensando que terminaría provocando otro altercado.
—¿Dos más te vas a beber? —el ebanista, con sorpresiva ironía.
—No, hombre. Uno para ti y otro para mí. ¿Te parece?
—Si es así, sí. Porque si te tomas los dos, me tiro del tren ahora mismo.
Vito había pasado de la esquizofrenia a una calma melancólica exagerada.
El ebanista le preguntó en plan compadre (como si fueran familia):
—Chacho (muchacho. Tratamiento de confianza, cariñoso o irónico), ¿qué te pasaba al comienzo del viaje? Tenías una mala cara —moviendo la cabeza.
—Nada, olvídalo. Necesito descansar un poco —desparramándose en el asiento.
—Yo también —dijo el ebanista, mirando al monitor de televisión—. ¿Qué película será?
Al unísono, se colocaron los pinganillos (auriculares) lanzando toda su atención al monitor. Con los ojos entreabiertos, forzaban la vista con la intención de coger el hilo a la película. Al cabo de un rato, el ebanista dio un trago al cubata, que se lo tragó con repugnancia —se habían aguado—. Le enseñó a Vito el vaso, con gesto de pedir otros dos. Él dio su conformidad sin dejar de ver la película. Cuando llegó el pedido, el ebanista lo devolvió, porque Vito dormía como un lirón (persona dormilona) y roncaba como un maldito; y él ya había llegado a su nivel etílico.
La azafata se marchó mosqueada.
Próximo miércoles día 10 de enero: Capítulo XXII

04 diciembre 2006

 

CAPÍTULO XX (A los taxistas).

¡Hija de puta! —exclamó, Vito, al salir a la calle—. ¡No, señora, con usted no va! —tuvo que aclararle a una señora que pasaba en el momento de su piropo a Dolo.
Paró un taxi.
—A Atocha —dijo Vito, con rabia.
—Tardaremos más de lo normal —le respondió el taxista—. Por los controles policiales.
Vito no le hizo ningún comentario. En realidad ya no tenía prisa. Puso su batidora mental a trabajar:
—<"Sabía que estaba jugando conmigo. ¡Qué gilipollas eres! Lo único que quería conmigo era que le sirviera de cobaya (mamífero roedor originario de América, del volumen de un conejo pequeño; se emplea especialmente en laboratorios para experimentos de bacteriología. “Servir de cobaya”: Ser objeto de experimentación). ¡Será hija de la gran puta! —apretaba los puños—. Me cago en su perra penca puta madre. Que me perdone su madre, que seguro es una santa y no tiene la culpa de que su hija sea una ... ¡A mí me quiere meter a espía, a mí!... ¡Será cabrona! ¿Y por qué? ¿Tengo yo cara de valiente?>> —el frenazo del taxista lo sacó del harén de los pensares.
—¿Qué ocurre? —Vito con voz ahogada.
—Ya le dije que había controles —decía el taxista—: Por eso del coche bomba, ¿no lo ha oído?
—¡Qué si lo he oído! Lo he mamado junto a un compañero suyo. Me dijo que si no llega a ser por mí, lo hubiera cogido de lleno.
—¡Ay, la Virgen! ¿No me diga que fue usted el que le pidió que lo llevara a una dirección que llegaba más rápido andando que en taxi?
—Efectivamente, fui yo —no pudo evitar darse un aire arrogante—. Déjeme aquí mismo, que no voy a tener dinero para pagarle la carrera. Esa pantallita no para de sumar. Me iré andando.
—¡De eso nada! No está relativamente lejos, pero hace mucho calor. Le llevaré gratis, tarde lo que tarde. Cómo voy a consentir que el salvador de un compañero pague por un servicio. ¡Seguro que cogerá el AVE!
—Como quiera, pero me parece un…
—No hay más que hablar. ¿A qué hora lo tiene?
—Tengo el billete, pero no está cerrado. En el primero que pueda. Cuanto antes mejor. Tengo que estar en Sevilla, ¡ayer!
—¡Ésa es mucha prisa para el cacao que tenemos aquí! —mientras continuaba parado en el atasco, el taxista cogió un móvil que estaba sobre el salpicadero, marcando un número.
—…
—¿Susana?
—…
—¡Qué no trabaja hoy!
—…
—¡Vale, gracias! -cortó cabreado, volviendo a marcar otro número.
Vito miraba por la ventanilla sin posar la mirada.
—…
—¡Susana! —la exclamación del taxista, atrajo la atención de Vito.
—…
—No te pongas así, chochi —con ruego.
—…
—No es verdad que haga tanto tiempo. Sé que no estas trabajando, pero necesito que me eches una mano.
—…
—No te cabrees. Sabes que no puedo ir a verte todo lo que deseo. Ese chochi me trae loco, pero mi víbora me vigila. Te prometo que esta tarde pongo el Ocupado y voy a verte. Pero ya sabes que me tienes que pagar las carreras que no haga, si no mi víbora se convierte en una Mantis religiosa (insecto que en el acto de apareamiento o justamente después no dudan en comerse al macho) al ver que no le llevo suficiente pasta después de todo el día fuera de casa.
—…
—¡Tus deseos son órdenes para mí! —miró a Vito con una sonrisa de embustero diplomado—. ¡Ahora escúchame! Llevo un paquete al que le debo un gran favor. Ne… —ella le cortó.
—…
—No, no, no es ninguna tía. Chochi, estás celosa, ¿eh?
—…
—Por la víbora de mi mujer que no te engaño. Es un tío hecho y derecho, que esta mañana le ha salvado la vida a mi compadre (padre de un niño con relación al padrino).
—…
—¡Hoy mismo! Le ha salvado de que el coche bomba lo espachurrara. Deberían premiarle volviendo a poner en marcha La Operación Plus Ultra (en el año 1963, para premiar los valores humanos de los niños españoles —elegían a dieciséis—, la Cadena SER, Radio Madrid e Iberia, pusieron en marcha esta operación. Los niños elegidos pasearon por toda la geografía española a bordo de los aviones de Iberia).
—…
—Necesita estar en Sevilla, ¡ayer! —retiró el móvil de la oreja para preguntarle a Vito en qué clase lo tenía. Él respondió que en Turista.
—…
—Hazlo como quiera, pero hazlo. Que sea en Club, y que por supuesto no pague ni un duro, que la RENFE tiene más dinero que él.
—…
Chochi… —muy serio—, te juro por la santa de mi mujer que no voy más a verte.
—…
—De acuerdo no te la nombro más.
—…
—Sí iré —miró de reojo a Vito; diciéndole a la interlocutora—. Vete lavando que hoy toca la clase de…
—…
—Llámame en cuanto lo tengas todo arreglado. Un lengüetazo. Adiós. ¡Arreglado! —con exagerado triunfalismo miró a Vito. Los cláxones, a discreción, de los vehículos que esperaban detrás, arremetieron contra la compostura del taxista—. ¡Hijos de puta, domingueros! —le dio marcha al taxi.
—Gracias —dijo Vito—. No hace falta que me den otro billete. El que tengo ya está pagado.
—Devuélvalo aquí o en Sevilla. No hay más que hablar —tajante.
—No sé, no sé —preocupado porque nunca le gustaron los chanchullos (manejo ilícito para conseguir un fin y especialmente para lucrarse).
—Durante el camino tiene tiempo para pensárselo.
—¡Ya! —resignado; pero un asunto le daba vueltas en la cabeza y respiró hondo para conocerlo—. Perdone el atrevimiento, pero tengo curiosidad por conocer… ¿cómo son esas clases de…? —la timidez acompañó a su voz.
—¿Cómo? ¡Ah! —sonrió picarón—. Lo siento. Es un secreto entre mi Susana y yo.
Las carcajadas ruborizaron a Vito.
El taxista, tanto en el físico como en la gracia, era la calcomanía de don Paco Gandía (humorista – Sevilla) que en paz descanse.
—Usted no es madrileño ¿verdad? —pregunto Vito.
—¡Madrileño! Yo soy andaluz a toda casta —sonó el móvil—. ¡Aquí está la Susana! —rápidamente atendió la llamada:
—¿Dime, chochi?
—…
—¿En el de las tres? No. Estamos más paraos que la Cibeles.
—…
—Sí. En el siguiente seguro que sí. ¿Por quién tiene que preguntar?
—…
—¡Vale, chochi! Luego te daré las gracias como Dios manda. Adiós.
Vito estaba asombrado de hasta dónde puede llegar las artimañas de un portero, y ahora las de un taxista, para conseguir algo. Pero después de lo que le había pasado con Dolo, esto le parecía un juego de niños. Aunque estaba claro que su tranquilidad brillaba por su ausencia:
—<<¿Aquí todos los tíos tienen líos de faldas? ¿No estará éste quedándose conmigo? Con la Dolo ya tengo bastante. Me ha dicho que es el compadre del de esta mañana. Me parece imposible que vaya a llegar a Bonares sano y salvo. ¡Por favor, Virgen del Rocío, no más líos!>>.
—Tome nota —el taxista esperó a que Vito cogiera papel y lápiz—. Cuando llegue a la ventanilla, da igual la que sea, pregunte por la Caballa —Vito frunció el ceño al oír el nombre—, y le dice que es el amigo de Susana que va para Sevilla. Ella le dará el billete.
—Mire —agobiado—, después de pagar una comida que no he probado, me he quedado sin dinero suficiente para un billete del AVE; si me dice que se lo pague, no puedo. Yo tengo mi billete de vuelta pagado, mire —en menos que canta un gallo, lo buscó por todos los bolsillos y la maleta—. ¡No! —gritó—. ¡Lo he perdido, Dios mío, lo he perdido, con tanto lío! Me…
—¿Ve? Ahora sí que tiene un problema. ¡No se preocupe, hombre! Confíe en mí y en mi chorba (individuo, novio, ligue, etc.) —la cara de Vito era todo un poema—. No se preocupe ni por el billete ni por el dinero, que no le va a cobrar. Mi chochi es una experta en eso de los ordenadores. Toda mi familia viaja gratis por RENFE. No sé como lo hace, pero me ha dicho que la han nombrado, en el otro trabajo que tiene, ¡qué por cierto, le deja una pasta de la hostia!, la jaque (hacker: pirata informático) número uno, porque roba los billetes de RENFE, por el Internet ese, como nadie.¡Qué arte tiene la bicha!
Vito rió con acojonadas carcajadas, pensando:
—<<¡Otro lío, madre, otro lío! Voy a viajar con un billete robado. No, no, no puede ser. Esto no me está pasando a mí. ¡Dios, si yo no quiero líos!, ¿por qué me haces esto? A este ritmo no llego vivo para poder estrenar mi primer trabajo>>.
—No tiene ni billete ni dinero —le decía el taxista—: Entonces, ¿qué?
—… —pensó la respuesta—. Muchas gracias, pero...
—¡Mutis! —le ordenó—. No se hable más del asunto. ¿De dónde es usted?
—De tú, por favor —fue lo único que se le ocurrió decir para poder digerir lo del billete robado.
—Me va a ser difícil, por la costumbre —disculpón.
—Soy de Bonares, un pueblo de Huelva —casi con miedo.
—¡Hostia!...
Vito se estremeció.
—¿No llevará, en esa maleta, algunas gambas o un poquito del “5 Jotas” (jamón ibérico de bellota de Sánchez Romero Carvajal, de Jabugo - Huelva). ¡Es broma, hombre! No se me olvida cuando me puse morao de gambas blancas y jamón, el verano que fuimos a la playa de Mazagón. ¿La conoce?
(Mazagón: Balcón del Atlántico. Dunas móviles. Bandera Azul de la CEE. Con 3.000 horas de sol al año. Vive en los términos municipales de Moguer y de Palos de la Frontera. A veinte kilómetros de Huelva. Playa casi virgen. La orilla, que con una mano acaricia a la cálida mar, y con la otra a los médanos cromáticos solidificados formando un acantilado del Cuaternario, retoza con ambos, durante los trece kilómetros que tiene de longitud, sobre una alfombra de arena dorada muy fina; sin que pierda en su orgía los abalorios con los que aumenta su belleza: el Parque Nacional y Natural de Doñana, el Paraje Natural de Marismas del Odiel, la Laguna de las Madres, el Estero Domingo Rubio, y el…, ¡En casi todos los cocidos, se cuela un garbanzo negro!).
—Ésa es mi playa favorita. Si vuelve por allí, o por Huelva, me llama. Lo siento, no tengo tarjeta de visita —aprovechando una nueva parada obligatoria, el taxista tomó nota del nombre y número de móvil de Vito.
—No te lo voy a rechazar. Te confirmo que te costará los cuartos cuando vaya por allí. ¡Ya se mueve esto!, pero con la cháchara no me he percatado de que es tarde -cogió el micro de la radio y gritó—: ¡A ver, a ver! Llamada urgente a los Tragahoras. Compañeros, estoy enterrado a la altura del Bernabéu, esto ha empezado a moverse, pero necesito llegar a Atocha ¡ya! Oídme bien. Llevo a don Victoriano, el que esta mañana salvó del atentado a mi compadre. ¡Necesito vuestra ayuda, me oís?, os necesito, ya sabéis qué tenéis que hacer.
Vito no daba crédito a lo que estaba oyendo. Sus neuras comenzaron a trabajar:
—<"Esto sólo pasa en las películas; y yo, desde ayer, me he convertido en el protagonista de todos los estrenos. En poco más de veinticuatro horas me han pasado más cosas que en toda mi vida. ¿Qué irán a hacer?>>.
La actuación de los taxistas fue tan rápida que no pudo darse cuenta de cómo habían conseguido colocarse para escoltarlo: Tres taxis iban delante abriéndoles el camino. Los tres conductores con la mano, por fuera de las ventanillas, con un pañuelo blanco y tocando el claxon.
Vito intentaba esconderse: <"Si cuento este viajecito, me internan en el psiquiátrico —ese pensamiento le recordó la tarjeta donde Dolo le escribió su dirección—. Allí es donde debe estar internada, y amarrada, no, mejor metida en una armadura, la puta-loca de la Dolores. ¡La que me ha hecho pasar!>>.
—Fin de la mejor “Operación rescate” que hemos hecho nunca —volvió a coger el micro—. ¡Esto ha sido de cojones! Pero —recalcando—, ¡de muchos cojones, muchachos! ¡No nos gana ni la pasma! ¡Os dejaré pagada una cerveza donde siempre! —aparcó y fue corriendo a abrirle la puerta a Vito que estaba sentado en el centro del asiento trasero con los brazos en cruz y estrangulando a cada agarradera sobre las puertas—. Te has acojonado, ¿eh? ¡Sal, qué vas a perder el AVE! Si vuelves por aquí le dices a cualquiera de estos desgraciaos —señaló a los taxistas que estaban en la parada—, que llamen Al Sevilla. ¡Buen viaje, paisano!
—Gracias por todo —le dijo Vito, dándole la mano y marchándose.
—¡Y ya sabes, cateto; cuando vuelvas, me llamas! ¾le gritó, antes de que desapareciera en el interior de la estación.
Vito, al oírlo, se miró de arriba abajo, pensando: <<¿Tanto se me nota que soy de pueblo? —y al mirarse—: ¿Por qué se me habrá venido a la memoria el nombre Alfredo Landa (peazo actor)?>>.
Bajó por la escalera mecánica y preguntó dónde se sacaban los billetes para el AVE. Al llegar no se atrevía a pronunciar el nombre que le había dicho el taxista.
—Qué, ¿pensando todavía a dónde quiere ir? ¾le dijo el taquillero.
—¿La Caballa? -lanzó de sopetón. El empleado lo miró, y Vito tuvo intención de salir corriendo. Estaba colorado, por la vergüenza que estaba pasando: <<Éste me manda al carajo ahora mismito>>.
—Un momento —el taquillero realizó una llamada—. Apártese, por favor, que ahora viene.
Se retiró unos metros. Con dos pasos intranquilos para un lado y otros dos pasos más intranquilos para otro, cubrió cinco minutos de eterna espera. Su intranquilidad nerviosa, por la forma de conseguir el billete, le estaba aplastando la próstata.
—<"Me estoy meando y no puedo ir a cambiarle el agua al canario. ¡Que dos días madre, que dos días! Seguro que ésta no viene porque la han pillao con el billete robado y la han llevado al trullo —volvió a registrarse en los bolsillos—. ¡Qué putada! ¿Dónde estará el billete? ¡Joder, ahora que caigo! ¿No me lo habrá quitado la Dolo para que no me pudiera marchar? ¡No ni ná! Esa víbora es capaz de eso y de dejarme fiambre si me hubiera quedado. Menos mal que me he marchado antes de que se entere de que huyo de ella. No me extrañaría que viniera a buscarme con sus gorilas>>.
Estaba volviéndose hacia la ventanilla, por si el taquillero le decía algo, cuando respingó, como un potro salvaje, al oír:
—Soy la Caballa.
—Vic_Vic_Victoriano, para servirla —extendiéndole la mano, y pensando—: <"De caballa nada de nada, que está buenísima. ¿Quieres más líos, Vito?>>.
—¡Oig, con lo guapo que eres, y tartamudo! ¡Por fin he conocido al héroe de Madrid! —exclamó con un tono de voz como si estuviera vendiendo pescado en el mercado. Sintió la mirada de Vito recorrer su cuerpo—. Qué, ¿esperabas otra cosa? Te aclararé, muchachito, que me llaman la Caballa porque soy de Ceuta, no porque me parezca a una caballa —él no sabía dónde meterse—. Y no te voy a contar por qué a los de Ceuta nos apodan caballa, porque perderías tu tren. Que, por cierto, el que te ha conseguido Susana, sale dentro de cinco minutos. Así que vuelas o te quedas en tierra —lo agarró por los brazos, le dio un beso en la boca y gritó—: ¡He sido la primera en besar al héroe de Madrid. Salvó del coche bomba de esta mañana al compadre del ligue de mi mejor amiga! —sin más, le dio un empujón a Vito para que corriera. Más de media estación oyó el pregón de la Caballa.
Corrió, intentando ocultarse entre el chaquetón y la maleta. Todos los allí presente le obsequiaron con un aplauso. No sabía qué hacer. Simplemente volvió a pensar:
—<<¿Qué he hecho yo para merecer esto? Como haya por aquí algún etarra, pensará que he hecho algo importante contra ellos como para que me llamen héroe, y me pegará un tiro>>.
Tal y como corría iba mirando a todos lados. Cuando llegó al acceso de la vía tembló:
—<"Ahí está el control de billetes. ¡Virgencita, que no se den cuenta de que el billete es mangado (robado), porfaaaa!>> —sudaba a chorros, no ya por la carrera, sino por el terror que masticaba. Con la mano derecha cacheaba sus bolsillos, buscando el billete.
Después de un rato, la azafata, asomando la cabeza por la garita (casilla de madera) no pudo contenerse y exclamó con todo el recochineo del mundo:
—¡Seguro que ha estado de cachondeo desde que llegó a Madrid y ha perdido la cabeza por alguna guarra, por eso no se da cuenta de que tiene el billete en la otra mano, estrangulándolo con el asa de la maletita!
—Perdón —le dijo con cara de tontolaba y murmurando entre dientes—: Además de esaboría, fea. ¡Qué desagradable, la tía!
Recogió el resguardo y, sin saber el porqué, miró a la izquierda, viendo como un tipo con una pinta que no le gustaba corría hacia donde él estaba; pensando:
—<<¿A que es un etarra que viene a por mí? —saliendo por piernas, corrió hacia el vagón. Iba asfixiado—. ¡Entre lo del taxi y que habrán descubierto que la loca de la Dolo me quería hacer espía, quieren quitarme de en medio! ¿Dónde está el vagón? ¡Seguro que es el último! ¡Que no me vea, que no me vea donde me monto!>>.
No se equivocó, su vagón era el último. Sin detenerse, al subir, le enseñó el billete a la azafata.
—¡Señor, a la derecha! —le gritó la azafata, ya que él se dirigía a la izquierda; corrigió la dirección dando tumbos y porrazos con la maleta.
Mientras buscaba su asiento, no dejaba de mirar por las ventanillas. En el momento de sentarse exclamó:
—¡Dios, ahí viene para matarme!
Se sentó, no, se agazapó (agachado - encogido) para intentar ocultarse del etarra (siempre lo llamaría así en su interior).
Próximo miércoles 3 de enero: Capítulo XXI

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