10 marzo 2007

 

CAPÍTULO 38 (El enamoramiento es un iceberg que navega por el mar tórrido de la vida - jibr).

Vito, desde el primer día que comenzó a trabajar, cada vez que entraba en la oficina, le picaba la curiosidad sobre lo que dijo el último que llegó a trabajar cuando esperaba ser recibido por Cifuentes, en aquella localidad de balde (gratis) del patio de butacas tras la cristalera.
Una mañana, aprovechando que tomaba café con su secretaria, se lo comentó. Ella le satisfizo, contándole con pelos y señales lo que le contó Merchi, que fue la vedette de la obra:
“¡La primavera la sangre altera!”
Fue lo que le gritó Ramón, pero clarísimamente dirigido a su compañera Merchi, al verla con la ropa de verano.
Vito recordaba cómo iba vestida: suéter naranja muy ajustado; falda azul marino cortísima, tan corta que con las piernas cruzadas, obligaba a pensar a cualquiera que, o no llevaba bragas, o utilizaba tanga; y zapatos planos marrón claro. Veintiocho años recién cumplidos; melena morena hasta la mitad de su espalda; ojos marrones; nariz respingona, uno setenta de estatura; y con más de la mitad de la paga anual gastada en potingues. Parecía una chavala de dieciocho años.
Merchi, con una mirada asesina, le reprochó a Ramón el grito de gracia barata. Tal gesto porque hacía meses que el dandi (extrema elegancia y buen tono) de Ramón tuvo una aventura con ella.
Ramón era, y sigue siendo, administrativo: cuarenta y dos años; uno setenta y cinco de estatura; un anillo coronado por un rubí (piedra preciosa de color rojo), por supuesto de bisutería; pelo moreno, embadurnado con brillantina; camisa rosa; pantalón blanco, ajustados marcando paquete; y, calzado, con mocasines imitando piel de cocodrilo.
Cuando Ramón escupió el dicho, se dirigió a su mesa con caminar bacilón, tabaleando (golpear, acompasadamente con los dedos una tabla o cosa semejante, imitando el toque de un tambor), al pasar, sobre la mesa de Merche. Ella continuó trabajando como si nadie hubiera pasado por allí. Pero no pudo evitar exclamar por lo bajini:
“¡Camaleón!”
Esta demostración de mutua simpatía vivía desde un día del verano pasado, cuando Merchi se encontró a Ramón en la terraza de una cafetería en la playa de Montegordo (Portugal). Cuando ella llegó a la terraza se sentó en una mesa con siete sillas. Justo lo que buscaba. Una para ella y el resto para sus amigas cuando llegaran. Nada más sentarse sacó del bolso un espejo y un cepillo para el pelo. Al finalizar la primera alisada a sus cabellos, se miró al espejo, viendo que sobre su hombro se reflejaba una cara, en la lejanía, que le resultaba familiar. Volvió la cabeza y señaló con el peine, como si fuera un revolver, preguntando:
—¿Ramón?
—¡Merchi! —rápidamente fue hacia ella—. ¿Me puedo sentar?
—¡Desde luego! será un placer —contestó Merchi muy contenta.
—¿Qué haces por estos mundos de ricos? —exclamó Ramón haciéndose el interesante.
—¡Rica, yo! ¿Y tú desde cuando eres rico? Porque dinero poco. Tu mujer siempre se está quejando de que no os llega ni para comer lentejas —con sorna.
—¡No me mentes (mentar: nombrar) a mi mujer! —con mucha pena, que acompañó con una lágrima que en su trayecto a tumba abierta buscaba un escondite para que no la descubrieran, por la vergüenza que estaba pasando si la identificaban como falsa.
—¡Perdona chico, no quería alterarte! ¡Pero si estás llorando! ¿Por qué? —la pregunta estaba envuelta en desconcierto.
Ramón bajó la cabeza, apretando con fuerza la almohadilla carnosa de las palmas de las manos, donde descansa el pulgar, contra los ojos. No le contestaba.
Merchi cogió de su bolso un paquete de pañuelos desechables, ofreciéndole uno. Como éste no lo veía, ella, llamó su atención dándole con la mano toquecitos en el antebrazo.
—¡Cógelo, hombre!
Ramón separó la cabeza de las manos y, levantando la mirada, lo cogió al mismo tiempo que acarició la mano de Merchi. Abrió el pañuelo, escondió la cara tras él, restregándose los ojos con movimientos circulares.
—Perdona —resoplando.
—No te preocupes. Te has peleado con tu mujer ¿a que no me equivoco? —sonrisa maligna—. ¿A que sí? —insistió.
La cara de Ramón escupía languidez (de poco espíritu) con brochazos de no haber matado nunca a una mosca. Él, que era conocedor del punto flaco de Merchi, sabía que si su interpretación triunfaba ella no tardaría en concederle el Oscar que él deseaba desde que entró a trabajar y la vio.
—Necesitas desahogarte —le aconsejó Merche—. Anda, dime lo que te pasa de una vez.
Ramón volvió a bajar la cabeza. Esperó unos segundos, los suficientes para crear el ambiente apropiado, y gritar ¡acción! a su innato arte de autocompasión:
—Mi mujer me ha echado de casa y... —unos escuetos saludos, a sus espaldas, chafaron la representación.
—¡Hola! —una amiga—. ¡Hola! —otra amiga—. ¡Hola! —otra—. ¡Hola! —otra—. ¡Hola! —otra—. ¡Hola! —la penúltima. La sexta y última fue repipi (cursi)—. ¡Hola, ya estamos aquiiiiiiiií! —con voz de pito.
—¡Merchi, no te podemos dejar sola! —le susurró Salomé al oído.
—¿Por qué? —sin ocultación.
—Porque nos retrasamos diez minutos y ya has ligado. ¿Por dónde irías si nos retrasamos una hora? —carga tórrida de Salomé.
—¡Y en menos tiempo conseguiría lo que estás pensando! —Merchi con descaro—. Perdona —le dijo a Ramón—, estas son mis amigas: Salomé, Manoli, Piedad, Antonia, Mariajosé y Any; él, Ramón.
—¡Holaaasss! —respondió Ramón, tan cursi como comer las gambas con cuchillo y tenedor. Pensando—: <"¡Siete tías solas fuera de España! Tengo que pensar cómo me puedo dar un festín. Una tía sola es tímida; dos, son picaronas; tres, son desvergonzadas; y más, son también desvergonzadas los primeros cinco minutos, pasado ese tiempo son…>>.
Comenzaron a sentarse. Salomé se quedó sin silla. Antes de que Salomé diera el primer paso para ir a por una, Ramón se levantó ofreciéndole la que él ocupaba, y voló a la otra esquina de la terraza para coger la única que quedaba libre.
—¡Oooooohhhhh, tíos tan galantes ya no quedan! —piropeó Salomé.
Ramón no apartaba su mirada de Salomé. Le recordaba a Marilyn Monroe. Aprovechó el halago para corresponderle:
—¡Qué va! Lo que pasa es que una chica tan guapa como tú… —silencio para intrigar— se merece que la complazca en todo lo que necesite.
—¡Huy, huyyyyyy! —asombro, con coña, emitido por Manoli que estaba sentada frente a Ramón.
—¡Eh, vale ya! —gritó Merchi, a medida que pasaba la mirada por cada una de ellas—. Es un compañero de trabajo, ¡vale!
—Sí, sí, compañero de trabajo y aquí juntitos en Portugal ¡qué casualidad! —dijo Piedad.
—¡Hija de ...! —le gritó Merchi.
En ese momento pasaba el camarero que había terminado de servir en la mesa de al lado.
—¡Por favor! —lo llamó Ramón.
—¿Sí? —preguntó el camarero, que era más español que el ¡Viva España!
—Tome nota de lo que desean tomar, que invito yo —generosidad andaluza, sobre todo cuando el ego quiere impresionar a una hembra, en este caso con más interés ya que siete son más que una, por lo menos en Bonares, porque: “En Bonares, cuatro huevos son dos pares; en Lucena (Lucena del Puerto, pueblo a tiro de piedra de Bonares) seis, media docena; y en Moguer (Sí, donde nació don Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura, sí, por “Platero y yo”) no se lo quieren creer".
Merchi arrimó los labios a la oreja de Ramón, pintándole sobre las paredes del laberinto orejero el siguiente graffiti (forma de inscripción o pintura, generalmente sobre propiedades públicas o ajenas [como paredes, vehículos, mobiliario…]):
—¡Oye! con lo triste que estabas hace un instante ¿cómo es que ahora estás tan animado?
—¡Mirad, con secretitos y todo! —chivó Mariajosé.
Sin rehuir la mirada de Any, que estaba sentada en la esquina de la mesa a su derecha, Ramón excusó su cambio de ánimo respondiéndole a Merchi:
—Son tus amigas, y quiero que piensen que tienes un buen amigo —pensando—: <"Aquí todas han venido a lo mismo ¡tan mala suerte voy a tener!>>.
Merche, al descubrir las miradas de complicidad que se intercambiaban Ramón y Any, con un gesto de rechazo le dio a entender que no iba por buen camino.
—¡Por favor, qué es para hoy! ¿Me dicen lo que quieren? —mosqueo del camarero.
—¡Coca-Cola! —gritó Salomé.
—¡Y yo! —continuó Manoli.
—¡Y yo! —le imitó Mariajosé.
—¡Fanta de naranja, sin hielo! —Antonia, rompió la cadena.
—¡Piña colada! —Piedad.
—¡Piña colada! —Any.
—Y tú, ¿qué quieres? —preguntó Ramón a Merchi, con bastante vaselina en su tono de voz.
—¡Un Frutopia! —contestó Merchi, que inmediatamente preguntó a Ramón:
—Y tú, ¿qué estabas tomando?
—Cerveza, pero ahora no quiero nada porque tengo que marcharme —respondió a la vez que se levantaba.
—Pero pagarás esto ¿verdad? —directa de Salomé.
—Yo soy un hombre de palabra, y de inolvidables hechos, cuando me encuentro a gusto con alguien. No me he marchado todavía, sólo me he puesto de pie ¡simpática! —moneda devuelta a Salomé.
Todas rieron a carcajadas.
Él no esperaba ese comentario, y menos que lo hiciera la que más le gustaba de todas. En ese momento cambió el semblante. Más serio que el sepulturero (entierra a los muertos) de una película del oeste, no quitaba la mirada de la puerta de la cafetería, a la espera de que saliera, cuanto antes, el camarero.
—¡Ramón! —llamada de Merchi.
Ramón dirigió la mirada hacia ella, a la vez que le hizo un interrogativo gesto. Merche, bajando la cortina de un ojo y humedeciendo disimuladamente los labios, le mandó un recado, sin duda, comprensible para cualquier receptor.
Momento en el que el camarero tomó el rumbo hacia ellos.
—¡Además de estar buenísimo, seguro que trabaja en el circo! —exclamó Mariajosé al verlo con la bandeja, llena hasta las trancas, como si se acercara volando sola.
—¿Os habéis fijado en los brazos? —pregunta de Piedad.
—¡En los brazos… y en la cara y en los ojos y en los pectorales y en el paquete! —desahogo de Manoli.
—¡Siempre dice lo que piensa, como debe ser! —la defendió Any.
—¡Sí, sí, siempre menos cuando ve a una tía maciza, que se derrite! —mala leche de Merchi.
—¡Serás puerca! No importa, se ha cabreado porque yo no le doy la oportunidad de que descubra su verdadero sexo —inculpación, con toda naturalidad, de Any.
Ramón, atónito por la puritana conversación, se olvidó de que Merchi le quería decir algo antes de que le enviara el provocativo telegrama. A la llegada del adonis (mozo joven y hermoso), con movimiento autómata metió la mano derecha en el bolsillo trasero del pantalón vaquero, sacando la cartera y, antes de que el camarero desalojara la bandeja, preguntó:
—¿Qué se debe?
El camarero, mientras dejaba la primera Coca-Cola en la mesa, le disparó de reojo con balas de paciencia. Ramón no necesitó palabras. Cuando terminó de dejar todo el cargamento, se colocó la bandeja bajo el brazo derecho, sacó un Bic azul del bolsillo de la camisa, y, del bolsillo del pantalón, una libreta, con más mancha que el babero de un bebé; para, a ritmo de punteos coloreados sobre una de las hojitas, hacer la cuenta. Obtenido el resultado, hermano gemelo del importe, tuvo tiempo de regalar a Ramón un gesto de estar hasta los mismos de las prisas. Unos segundos tardó en ponerle música:
—¡Son quince euros y la voluntad, so impaciente!
De un seco movimiento rompió la arcancija (en Huelva, hucha. En este caso cartera. Correcto: alcancía), cogiendo lo justito.
—¡Gracias, generoso! —y al marcharse dijo en voz alta—: ¡No entiendo cómo un macho puede abandonar a tan buenas hembras!
Las siete “magníficas” rieron a carcajadas.
—¡Será cabrón! —murmuró—. ¡Encantado de conoceros, adiós! —media vuelta lo puso en retirada.
—¡Tiene menos correa (aguante) que un tío en pelotas! —exclamó Salomé.
Ramón llevaba gastando la suela de los zapatos unos treinta metros cuando sintió que una mano le estrangulaba el bíceps derecho, provocándole un respingo:
—¡Me has asustado! —le gritó al raptor—. ¿Qué quieres, Merchi?
—Ibas a contarme lo que te ocurre ¿no te acuerdas? —excusa para lío premeditado.
—¡Sí, aquí de pie —sarcasmo enojado—, o te parece más propio que nos sentemos en el suelo!
—¡No seas babieca (persona floja y boba)! Comprendo que te hayan molestado los chascarrillos (frases equívoca y graciosa). Si te parece podemos quedar esta noche en un lugar más tranquilo.
—¡Con esas…! —Ramón miró hacia la mesa rajada (coloquialmente se dice cuando hay varias mujeres en un mismo lugar).
—No, no ¡los dos solos! —rápidamente aclaró Merchi.
Ramón vio el deseado Oscar en sus manos.
—En el hotel El Polvoriento, habitación sesenta y nueve, a las diez de la noche —le faltó aire.
—¡Hijo, vale, vale, respira, allí estaré! —sin ocultar que era el lugar que ella hubiera elegido, pero su nivel económico no se lo permitía—.¡Qué poderío tienes, a ese hotel no va cualquiera!
Ramón sonrió, le pasó la mano por el brazo, y continuó gastando suelas.
Merchi regresó a la mesa con sus amigas. Antes de sentarse tuvo que soportar algunos chismes (comentarios para meter discordia).
—¡Con que compañero de trabajo! —le largó Manoli.
—¡Ése tiene más tonterías que el baúl de…! —añadió Mariajosé.
—¡Mariajosé! —llamada de atención de Antonia, para que no nombrara a la propietaria del baúl.
—¡Con ése no voy yo ni a coger gamusinos (animal imaginario cuyo nombre se usa para embromar a los cazadores novatos) con luna llena! —ayudó Salomé.
—¡Me estáis tocando los huevos! —explotó Merchi.
(Cada vez que oigo a una hembra vociferar esa expresión, me descoloca. No puedo evitar pensar, en estos tiempos que vivimos, que lo dice porque ya abandonó la lista de espera de los transexuales para la reasignación genital, o está todavía en espera, o es que ha descubierto que esa expresión, de la que el varón es propietario por naturaleza, da resultado. No lo creo. ¿Lo harán porque son unas envidiosas copionas?)
—¡Quién se pica ajos come! —le dijo Piedad.
—¡O programamos el itinerario de mañana, que es para lo que hemos quedado, o me largo! —Merchi.
—¿Qué os parece si vamos al Cabo de San Vicente? —propuso Manoli.
—¡Hecho! —dio el ultimátum Salomé.
—¿A qué hora salimos? —preguntó Merchi.
—A las ocho. ¡Claro… si tienes fuerzas para levantarte, porque después de que te lleves toda la noche cantándole una nana a ese muñequito…! —le dijo Any.
—Lo que te pasa es que estás deseando tirártelo, pero como te ha ignorado ¡ y mira que lo has intentado! la rabia te está royendo las entrañas —Merchi cantaba—. ¡Siempre has sido una calienta pollas!
—¡Te voy a...! —Any se fue hacia ella con la intención de cogerla por el cuello.
—¡Basta! —gritó Mariajosé—. ¡Sois todas unas mamarrachas! ¡Me tenéis hasta el coño! —ésta no es una envidiosa copiona—. ¡Sí! ¡Porque todas habéis hecho el viaje para que os sequen el chocho, no a relajarse como yo! ¡Me marcho al hotel! Manoli ¿me acompañas? —impaciente—. ¿Vienes, o no?
—¡Desde luego —decía Manolo muy alterada—, antes de aguantar a un baboso, que es lo único que hay por aquí hoy, prefiero la sensibilidad y dulzura de una mujer; vámonos, Mariajosé!
—¡Sí, sí, mujer! —exclamó Piedad—. ¡La que ha dicho que todas venimos aquí a..., y es más… ¡Ay! —chilló al recibir un mecherazo de Mariajosé—. ¡Tortillera, hija de puta!
—¡Vaya gentuza! —exclamó Merchi que, levantándose, se marchó paseando al hotel.

Vito y su secretaria pidieron otro café. A Vito el relato le parecía fascinante (asombroso, deslumbrante). Ella hizo un receso (descanso momentáneo que uno se toma) para engrasar las cuerdas vocales.

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