03 mayo 2007

 

CAPÍTULO 55 antepenúltimo (Debemos aprender de los trompicones para no conocer los batacazos - jibr).

Dolo, al salir de la casa de Vito, había comenzado, con todo su furor, una carrera que iba desinflándose por cada metro recorrido.

Doña Celedonia, en el momento que Dolo abandonó la casa, llamó al móvil de Vito:
—No me acordaba de que se lo ha dejado olvidado en el Paraíso. ¡Victoriano, debemos ir!
A don Victoriano le desapareció el solideo, asintiendo resignado. Entraron en el dormitorio para vestirse acorde con el día.

En la puerta del casino todo el mundo estaba metido en su jolgorio (también holgorio: regocijo, fiesta bulliciosa) particular, por lo que Vito comenzó a encontrarse más cómodo.
Vito hacía tiempo que no se encontraba tan relajado. Mientras pelaba una gamba blanca de Huelva, hablaba con Guillermo.
Si se hubiera medido el bullicio que había, en ese momento, seguro que el medidor de decibelios hubiera vomitado por empacho.
Incomprensiblemente se produjo una desconcertante extrañeza general ante el descenso paulatino del bullicio, que llegó a que el silencio fuera molesto y asustara.
Hasta que Vito no finalizó con el despelote integral de una gamba y levantó la cabeza del plato, no reaccionó. Tampoco dijo nada al ver que todo el mundo, incluidos los de su mesa, miraban sin pestañear hacia un lugar, relativamente lejano, del centro de la calle. Tuvo que pestañear, repetidas veces, con el fin de adaptar la visión al brusco cambio de sombra a sol, para conseguir ver la causa de tanta atención misteriosa.
Toda la atención de los allí reunidos, se concentró en una persona que se dirigía hacia ellos por el centro de la calle. Su lento acercamiento, a cada paso, iba hiriendo de muerte al silencio. El no reconocimiento del rostro, por la lejanía, inducía a pensar, viendo aquel vestido, de blancura de pueblo andaluz, bamboleándose con son de alas de mariposas blancas en pleno cortejo, que era un ángel. Los más cercanos a la efigie (imagen, representación de una persona) fueron los que comenzaron a abrir la espita (grifo pequeño) del murmullo.

Mientras caminaba hacia el enjambre de ojos desconocidos, Dolo, mentalmente se decía:

“Yo sólo quiero abrirte las puertas de mi verdad.
Yo sólo quiero que los vientos limpios me lleven a ti.
Yo sólo quiero que la maldad, cuando nos vea, se convierta en bondad.
Yo sólo quiero darte despertares felices.
Yo sólo quiero que leas mis palabras, porque, sus colores, te harán ver un arco iris como señal de mi sinceridad.
Yo sólo quiero que tus suspiros sean mi aliento.
Yo sólo quiero que mi vida arrulle y agazape mi muerte para poder demostrarte lo que por ti mi corazón siente.
Yo sólo quiero decirte que te quiero.”

Una pregunta unívoca (que se refiere solo a un aspecto) fue lanzada desde distintas direcciones:
—¿Quién será?
El semblante de Vito enfermaba a cada paso de la forastera.
Guillermo, esta vez, no necesitó de la psicología para acertar quién era el ángel, y no pudo evitar exclamar:
—¡Copón santo, aquí se va a armar la de Dios!
El nombre del ángel comenzó a saltar de mesa en mesa como abeja buscando néctar (liquido azucarado que contienen algunas flores) en flores de plástico.
Por un momento, aquél lugar se asemejaba más a un partido de tenis que a la celebración de una festividad: Todos al unísono miraban a Dolo para, inmediatamente, mirar a Vito, y viceversa.
Pasada la frontera del contraluz, Dolo se hacía paso entre las mesas sin dejar de buscar a Vito. Al verlo no pudo continuar caminando. Quieta, seria, temblorosa, con respiración descompensada, ajena a todo cuchicheo, estuvo un disparate de tiempo mirándolo sin pestañear.
El murmullo comenzaba a subir de tono.
Vito, con una frialdad incomprensible, continuaba sentado mirándola sin verla.
Cuando Dolo puso sus andares a trabajar en dirección a Vito, antes de que llegara a alguna silla ocupada que le entorpeciera el paso, el inquilino rápidamente se levantaba quitándole el estorbo.
—¡Ssssssssssssss! —orden dictatorial, procedente de las últimas localidades, de un ansioso de marujeo.
Cifuentes, que estaba de espaldas a ella, se levantó, colocándose, descansando las asentaderas en los calcañares (calcañar: parte posterior de la planta del pie), o sea en cuclillas, entre Aure y Vito, con la intención de dejarle la silla a Dolo y, sobre todo, no perderse detalle.
Dolo se detuvo, justo rozando su vestido en el espaldar de la silla cedida por Cifuentes..
El silencio, aliñado por la expectación general, arrullaba a las dos miradas, sostenidas por tensión hambrienta de deseos comunes, pero recelosas ante las imaginarias controversias (discusión, por desacuerdo, sobre un mismo tema), entre ambos, ahora actores principales en la representación sin guión en aquél improvisado restaurante-teatro.
Todo el gentío que estaba en el interior del casino salió despavorido a la puerta, al oír el trueno mudo que parió el bullicio de la calle al segarle la vida la guillotina de la calma.
Entre Dolo y Vito, sólo cabía un metro.
—Vito —decía Dolo después de un suspiro desesperanzado—, ¿puedo hablar contigo, a solas, un momento?
La petición de Dolo, aunque, desolló (desollar: quitar la piel del cuerpo o alguno de sus miembros) todas las entrañas de Vito, éste continuó sentado ocultando, a la perfección, su sufrimiento; hasta que la esperilla comenzó a mostrar unos tic nerviosos, casi inapreciables, en el rostro de Vito.
Sin embargo, Dolo, quizás porque todos sus sentidos estaban desfallecidos, mostraba una serenidad pasmosa.
Cuatro intrusos, para los allí presentes, irrumpieron inesperadamente en el tenso y espontáneo cónclave popular al aire libre. Todos, menos ellos dos, cambiaron las miradas de escenario. El recepcionista obligó al fotógrafo, pellizcándole el costado sin piedad, a que fotografiara a los dos.
Guillermo al ver que le hicieron una foto a su amigo se levantó de la silla a la vez que con el dedo índice marcó, en el aire, llamada inmediata en seis rostros de su confianza, que apresuradamente se le acercaron. Con Guillermo a la cabeza —recordaban a “Los Siete Magníficos” (película sobre siete pistoleros en el oeste americano)—, rodearon a los cuatro cuatreros (ladrón de bestias) de la intimidad.
—¡Dame ahora mismo el carrete —voz amenazante de Guillermo—, o salís de Bonares con los pies por delante!
El fotógrafo miró a sus colegas, desapareciéndole todas las dudas al ver el acojonamiento, por credulidad, que expresaban sus caras. Con un hábil movimiento le arrancó los sesos a la cámara, entregándoselo, sobre la macha, a Guillermo.
—¡Hasta que yo os lo ordene —les vociferaba, por lo bajini, el sheriff Guillermo—, seguid ahí calladitos, ¿eh?!
Los chismorreos murmuradores comenzaron de nuevo a espesar el ambiente.
Cifuentes, con disimulo, hincaba repetidas veces la punta del dedo índice en los riñones de Vito para, más que alentarlo, obligarlo a que se levantara.
Vito aguantaba el martirio que le estaba infringiendo Cifuentes, y a todas las perrerías que le quisieran hacer; sólo pensaba:
—<"¡Que hace ésta aquí! ¿No ha tenido bastante todavía? Esto es vergonzoso, parece que están esperando a que haya sangre. ¿Esta gente no tiene ningún problema? Cada vez que aparece me mete en un lío. ¿Qué querrá? Estos se lo están pasando en grande. ¿Cómo me habrá localizado? Y mis padres han preferido no venir para que el revuelo fuera menor, ¡tiene cojones!, se van a perder lo mejor. Ese fotógrafo… ¡no será al que quería asesinar Dolo en Madrid! ¡Hay madre, a que al final va haber sangre! Seguro que son los del Diez Moniatos. ¿Qué querrá hablar conmigo? Está guapísima. ¡Que no los vea Dolo, porque se los carga aquí mismo! No puedo creerme que haya venido de Madrid a Bonares, sólo para hablar conmigo. No tiene conocimiento, ¡sólo tiene coñocimiento! ¿Con cuántos se habrá acostado desde que la dejé? Sus ojos tienen un mustio (melancólico, triste) que yo nunca les vi. ¿Por qué no se irán a sus casas? Está claro que el que se tiene que ir soy yo. Vito decide lo que sea, pero decídete de una vez. A más tiempo, más lastre. Va a suceder lo de siempre, me contará una milonga (enredo, chisme), yo nada más que la oiga hablar me lo creeré todo, y luego vuelta al arrepentimiento. Vito, no seas iluso (propenso a ilusionarse, soñador) y ten sentido común, ella vive en unas alturas a las que tus escaleras no llegan. Escúchala, y matas dos pájaros de un tiro: la desaparición de ella para siempre, y tu tranquilidad. Si no fuera una perdida, o, por lo menos, sólo fuera una casi perdida, no la dejaría escapar, pero esta fulana tiene, además de una educación podrida por el dinero, una afición por abrirse de piernas ante cualquiera, ¡vamos, que es su hobby!, que ni por muy guapa que sea ni por mucho que yo la quiera ni por toda la pasta del mundo, estaría un segundo a su lado. ¡No me mires de esa forma, Dolo, por favor! Si es que has jugado con mis sentimientos. ¡Que quietecitos están! Te has reído de mí, por paleto. ¿Ya has quitado lo de “pendiente de calificar” de tu ordenador; y qué nota me has puesto? ¡Que linda, Dios! ¡Es guapa con cojones! ¡Vito, termina con ella ya, ya, ya!>>
En el preciso momento en que Vito se levantó, el silencio devoró a todos los pensares.
Vito, al abandonar la mesa, le hizo un gesto a Dolo para que lo siguiera.
Ella obedeció.
A unos metros de la canalla, Vito recordó que los inquilinos de la casa que tenía justo a su derecha, estaban sentados en la puerta del casino; no lo dudó y eligió el portal de esa casa para poder escuchar a Dolo, sin observadores.
Dolo entró tras él.
Todos miraban hacia allí.
—¡Es mi casa, es mi casa, es mi casa! —gritaba, la dueña, haciendo aspavientos para que todos se enteraran—. ¡Fotógrafo, hágales una foto, que quiero que salga mi casa en el Diez Moniatos!
—¡Métele mano que está muy buena! —gritó un grosero en ayuno sexual crónico, eso sí, tirando la piedra y escondiendo la mano.
—¡Si no puedes con ella, échala pacá! —gemelo del anterior, escondido tras las ramas que decoraban la acera.
—¡Envidiosos! —voz femenina.
Guillermo, irritado porque no la quería, ni en pintura, para su amigo y menos que sirviera de alimento a la chusma (conjunto de gente grosera, baja), pisoteaba encorajinado la juncia, hasta que no pudo aguantar más:
—¡Se van a enterar! —se subió en una silla—. ¡Ya está bien, copón! ¡Me estáis hinchando los huevos! ¡Como no dejéis a mi amigo tranquilo, le meto fuego a todo esto! ¡A comer y beber, calladitos, copón!
El Comandante de Puesto de la Guardia Civil, en este caso un sargento, flanqueado por dos números (guardia sin graduación), ante el cariz que estaba tomando la celebración del Corpus, se apostó (apostar: ponerse en un lugar con un fin) en la puerta del casino, en prevención de un altercado (disputa violenta) público.
Entre la vigilancia militar y la amenaza de Guillermo, consiguieron la normalidad, pero sin poder evitar que, de vez en cuado, los allí presentes murmuraran y miraran a la casa donde, presumiblemente, los dos tórtolos (pareja de enamorados), negociaban su armisticio (suspensión de hostilidades) particular.

02 mayo 2007

 

CAPÍTULO 54 (La oración es la masajista particular del alma - jibr).

Justo después de finalizar la procesión, todavía dentro de la iglesia, Guillermo le aconsejó a Vito que, para evitar la multitud, salieran de la iglesia por la sacristía (en una iglesia, lugar donde se revisten los sacerdotes y están guardados los objetos pertenecientes al culto).
—¡Alabado sea Dios! —inconfundible el origen de la exclamación—. ¡La oveja perdida ha vuelto al rebaño del señor! Vito, mi queridísimo Vito, esas amistades no te hacen bien. Lo digo por la infiel y remedadora de María Magdalena, ¡la Iglesia ya tiene bastante con una!
—¡Bonifacio, que no respeto que seas un cura! —amenaza encorajinada de Vito—. Para adjudicarle ese calificativo, ¡primero!, deberías oír…, ¡bah!, no mereces…
—¡Salgamos de aquí! —oportuna interrupción de Guillermo para terminar con la escabrosa discusión.
—¡Son calumnias! —gritaba Vito al cura, camino de la salida—. Pero, si eso fuera cierto, deberías dedicar todo tu tiempo a limpiar su mancha, y no a lustrar a los limpios, que a esos no les hace falta ayuda divina. ¡A ti lo único que te importa es desparramar esa tonelada de grasa porcina en tu poltrona! —perdió las formas con enojados reproches—. ¡Te voy a denunciar a la Santa Inquisición (tribunal de la Iglesia para castigar delitos contra la fe) por obligar a la gente, en las misas, a pedir que el Betis gane la Liga!
—¡Que Dios te bendiga y luego te castigue! —el cura con mala hostia y murmurando mientras trasteaba por la sacristía—. ¡Pobre chaval, qué bajo ha caído! ¿A qué hora televisarán el partido del Betis esta tarde? ¡Que cabeza la mía, sí ya ha terminado la Liga! —con mono de fútbol—. ¡No la hemos ganado, pero hemos quedado por encima del Sevilla!
Los dos amigos ya en la calle:
—¡Por eso no vuelve Jesucristo —Vito enojado al máximo—, porque sabe que la curia romana lo volvería a crucificar antes que perder las mieses (propiedades) en las que viven; pero como se cabree su Padre, estos camaleones con sotana, van a poner los pies en polvorilla! —creíble profecía.
—¡Copón, Vito! —Guillermo se santiguó—, no amenaces a los curas que, serán como sean, ¡pero copón!, tienen que tener algo de esas cosas que dicen que da el Cielo, porque si no…
Vito lo miraba con extrañeza.
—…, ¡sí, sí, ojito con ellos!, porque si no, explícame cómo consiguen dar hostias sin que duela ¡jijijiji!
—¿No tienes otro chiste más malo? Anda, dime a dónde me llevas con tanta prisa.
—Te dije que te tenía una sorpresita —eufórico—. ¡Tira pal casino!
—Tus sorpresas —arqueando las cejas— me asustan.
—Ésta sí que te va a encantar —altivo (orgulloso) a más no poder—. Te voy a dar pistas: melena, domingas, raja ¡supongo!, y…, ¡jejejejeje! —al recibir una colleja.
—¡Guillermo! —lo detuvo por el brazo—. ¡No te tomes mis sentimientos a pitorreo, joder! —amenazante—. Deja a Dolo tranquila de una vez por todas. ¡Olvídala! No existe, ni ha existido, ¿te ha quedado claro?
—¡Copón, eres capaz de cargarte la feria de Sevilla tú solito! —abatido—. ¡Me duelen los huevos de pensar qué hacer para verte contento! —mirada encendida—. ¡Eres un mamahostia! Estoy harto de que me insultes por culpa de esa Dolo ¡que me la trae floja! Tú, tú, no eres capaz de olvidarla. Estás encoñaito. ¡Te juro, por mis muertos —cabreadísimo—, que no volveré a nombrarte a esa…!
—Perdona —Vito lo abrazó—. Ni yo mismo me reconozco —cambió de tema—; estoy intrigado e impaciente por ver tu sorpresa, ¡vamos! —quitándole leña al fuego.
Los dos, con zángano andar para no resbalar con la juncia, continuaron caminando.
Vito daba la impresión que padecía de un tic nervioso cada vez que esquivaba las miradas que se encontraban sus ojos. El rostro de Vito, a medida que se acercaba a la puerta del casino, iba entrando en un rictus interrogante al ir reconociendo a los ocupantes de una mesa que sin duda era a la que le llevaba Guillermo. No pudo evitar preguntarle:
—¿Qué hacen aquí?
—A Manuela y Aure, las he invitado yo; y a tu jefe y a la maciza que viene con él, los ha invitado el alcalde.
Este día, como ocurría casi todos los años, el sol pegaba de lo lindo, y para evitar insolaciones y conseguir que la temperatura fuera soportable para poder almorzar y disfrutar, por un solo día cada año, de aquél paisaje bucólico (campestre), habían cubierto, con un toldo anillado de fachada a fachada, el trozo de calle que ocupaban las mesas. Cuando Vito y Guillermo entraron en la penumbra, resoplaron ante la frescura que meaba el toldo. El poco ambiente que había en ese momento, era temprano, comenzó a condimentar el cocido de murmuraciones victorianas. Inmediatamente Vito se percató de ello, diciéndole a Guillermo en voz baja:
—Si nuestros paisanos tuvieran que pagarme un solo céntimo por cada vez que me nombren hoy, me harían millonario.
—¡Que le den por culo! —naturalidad guillermina—. ¡Y que no me toquen los huevos que le meto fuego a todo esto! —tolerancia guillermina.
—Pensé que no venías —Cifuentes a Vito.
—¡Hola! —saludo general de Vito.
—¡Hola, Victoriano! —le contestó Aure.
—¡Hola! —Manuela, dándole un beso en la mejilla.
—¡Manuela, a éste no le demuestres cariño que te lleva al huerto! —gracia de Guillermo.
Vito lo miró con muy mala leche.
—Ven, que quiero hablar contigo un momento —Cifuentes cogió a Vito por el brazo y se retiraron de la reunión, varios pasos. Localidad desde la que Vito pudo comprobar que ya la calle estaba abarrotada de gente, y que era el centro de los cuchicheos.
—¿Qué quieres con tanto misterio? —Vito a su jefe.
—Nada, hombre, nada; sólo preguntarte qué tal te encuentras —sinceridad absoluta.
—Hasta esta mañana, bien, pero fíjate cómo me miran, les veo el cachondeo en los ojos. Me voy a marchar. No soporto que…
—¡Y un huevo, te vas a marchar tú! Ya sabes que me gusta más un cachondeo que a un tonto un lápiz, por eso estaba impaciente esperando este día para disfrutarlo contigo, así que dame cuartel (dar cuartel: conceder trato de favor) o perdemos las amistades. Manda al coño a… —no la nombró—. ¡Creo que estás obsesionado! —dio un garbeo (paseo) visual—, yo no veo que nadie esté pendiente de ti. Nosotros a beber y a comer hasta reventar, ¡joder!
—¿Cómo te has traído a tu nueva secretaria? La gente es muy mala. Más de uno de los que están por ahí, os conocen. Seguro que en cuanto se marchen proclamarán que te estás tirando a tu secretaria.
—¡Tú estás muy mal! —tono bajito y despechado—. ¡Que dice la gente, que dice la gente; a la gente le importas tú una mierda, y a mí un carajo de que piensen lo que quiera! —se le acercó al oído y a carrillos hinchados le dijo—. Toda mi familia sabe que me la estoy follando. Mi hijo la…
—Me estás desilusionando —sentido—. Es increíble que tu hijo conozca a tu querida. Porque es tu querida, ¿no? Sinceramente no me lo esperaba de ti.
—¡No te consiento que insultes a la mujer que llena mi corazón! De igual manera que tú no consientes que insulten a tu Dolores. Además, ¿por qué no va a conocer mi hijo a su madre? —recochineo.
—¿Cómo? —perplejidad.
—¿Entonces tú no sabes…? Cómo no he podido decírtelo, o, cómo no te lo ha dicho ella, o, cómo no te lo ha dicho Aure. ¡Je! Al principio creí que te estabas quedando conmigo, pero luego me di cuenta de que te la estaba metiendo doblada. ¡Que arte tengo! Te lo explicaré; la única solución que encontré para que mi mujer pudiera trabajar a mi lado, fue que yo, aprovechando que también echaron a la secretaria del cabrón aquél, te pasara a Aure, y, al quedarme sin secretaria, reclamarla a ella que trabajaba en el almacén. ¡Desde luego lo hice obligado por ella! Ésta es de las que, para sentirse realizada, necesita que yo la maltrate las veinticuatro horas del día ¡jejejeje! ¡Vamos a emborracharnos, que conduce ella!
—Sí, vamos ha hacerlo cuanto antes, porque otra mendrugada como ésta, y me pego un tiro.
Vito se fue a sentar junto a Cifuentes, pero Guillermo, de un jalón (tirón) del brazo, lo sentó junto a Aure.
Vito pensó:
—<"Este mariconazo me encasqueta a Aure para él tener vía libre con Manuela. Todo sea por mi mejor amigo.>>
—Desde que saliste del despacho —Aure intentando darle conversación—, que por cierto, estabas muy favorecido, no…
—¿Cómo? —Vito mató con la mirada a Cifuentes que se hizo el loco.
—Vito no… —intentaba explicárselo Aure.
—Te ruego —cortante— que no me hables de ese tema. Ya tengo bastante con la que se ha montado aquí.
—Perdona —Aure, triste—, únicamente quería darte un consejo de amiga. Te he conocido antes del escándalo y sé que este Vito que tengo delante no es ni la sombra del que realmente es. Una vez di un consejo, y todavía me estoy arrepintiendo, pero te miro y se me rompe el alma…
Vito la escuchaba atentamente.
—… No puedo callar lo que me grita mi conciencia. Puede que pienses que es un atrevimiento por mi parte, pero..., ¡mira, ya no me enrollo más! —mirada penetrante—, lo que tienes que hacer es levantarte, subirte sobre la mesa, dar dos gritos, y cagarte en los muertos de toda la gente que esté disfrutando con tu desgracia. Estoy segura de que a partir de ese momento todos te olvidarán.
La cara de Vito era una fosa de incomprensión.
—¡Que no, tonto! —continuó Aure—. A ti las bromas no te van. No tienes sentido del humor. Ahora en serio —lo miró fijamente—, pienso que debes mostrarte, ante todo el mundo, con naturalidad, sin darle importancia a lo que te ha ocurrido, de esa manera descubrirán que no te afecta, y se aburrirán y olvidarán sobre la marcha. Te lo digo por experiencia.
Guillermo, con el codo, llamó la atención de Manuela, diciéndole por lo bajini:
—¡Has visto qué enrollaos están! La Aure se lo camela (seducir) hoy.
—Guillermo —Manuela se le acercó al oído—, tienes menos psicología que Sigmund Freud (fundador del psicoanálisis) en la foto de su primera comunión. No ves que Vito está ausente de lo que le está diciendo Aure. Él está en lo suyo. A tu amigo le importa un pimiento Aure.
—¿Quién es ese Simón…?
—Mañana por la mañana, cuando nos despertemos y me traigas el desayuno a la cama, te lo digo.
Respondiéndole Guillermo:
—En la cama —se le acercó al oído— no se desayuna ni se habla, se… —ella le dio tal pisotón, en el dedo gordo del pie, que enmudeció.
Próximo miércoles 23 de mayo: Capítulos 55 y 56 (Antepenúltimo y penúltimo).

 

CAPÍTULO 53 (A Elsa Pataky)

Al finalizar Dolo el relato, los tres se quedaron en silencio. En el salón, que fue el lugar elegido para oír el culebrón, no se oía una mosca.
La madre de Vito, Celedonia, rompió el silencio:
—No sé, no sé —Celedonia miraba a su marido.
Dolo clavó la mirada sobre la tapa de la mesa.
—No sé por qué, pero la creo —continuaba Celedonia—: ¡Que pena lo de su madre! Lo de su tata… ¡será porque vivo en otro tiempo! El amor que yo conozco es el que cuando se prende no hay diluvio que lo apague. Usted debería…
—No me hable de usted, se lo ruego —la interrumpió Dolo.
—Mira —continuó Celedonia, abriendo todas las puertas de su alma—, ya no depende de nosotros. Vito está con los amigos —sin miedo, pero con cautela—. Te acompañaremos…
—¡Celedonia, tú aquí conmigo! —poco hablador, pero contundente don Victoriano.
-Puedo ir sola, si me dicen… —solicitando información.
-Sí —don Victoriano—, después de la procesión se reúnen todos para almorzar.
-Les importaría decirme cómo llegar.
-La acompañaremos —insistencia maternal.
—¡Celedonia! —interrupción de don Victoriano, demostrando quién llevaba el solideo (casquete de seda u otra tela ligera, que usan los eclesiásticos para taparse la corona) de oro y piedras preciosas.
—No, no, por favor —intervención inmediata de Dolo—. Prefiero ir sola. Si todo sale bien… —respiro desconfiado con trazas de esperanza—, yo volveré con él, pero si… —silencio amargo.
—Dolores… —decía don Victoriano—...
Al oírle pronunciar su nombre de pila, a Dolo, además de movérsele los sesos, se le esfumaron los fantasmas de cómo iban a aceptarla los padres de Vito.
—…, es mi hijo y por eso te pido que no dudes, ¡que hable tu corazón! —el padre de Vito la alentaba—. Debéis sinceraros, porque si no lo hacéis, siempre os quedará la peor duda de las dudas, y esa duda será la que día a día os irá infectando los sentimientos, por muy felices que creáis vivir. El único medicamento contra el cáncer de la intolerancia en la convivencia, es que no exista ni una sola duda ni un solo secreto en la pareja —y sonriendo dijo—: Digo pareja porque ya lo del matrimonio es agua pasada.
Dolo alucinaba con el sermón de don Victoriano, porque desde que lo vio tuvo la sensación de que era una persona tosca (inculta).
—¡Victoriano con las bromas, que ella no te conoce! —ironía cariñosa de Celedonia.
—Yo… —pausa de admiración ante tanta humildad bondadosa—. Yo no sé qué decir.
—¡Corre! —don Victoriano—, y dile lo que guardas en tu corazón. Si no está para vosotros, no insistas, pero lucha, sin descanso, por encontrar la felicidad que mereces. Tienes tablas (madurez ante las adversidades) para conseguirlo, ¡y para hacer feliz a mi hijo!, si él te quiere, ¡que yo creo que sí!
—Gracias —corría hacia la calle.
—¿Sabes llegar al casino? —doña Celedonia.
—¿Casino? ¿Aquí hay casino? —desequilibrio mental ante un lugar tan propenso a la ludopatía (impulso morboso e irresistible por los juegos de azar).
—¡No te asustes! —don Victoriano cogió al vuelo la sorpresa de Dolo—. Aquí el casino es, salvo para algunos viciosillos del póquer, un lugar de encuentro para romper la monotonía. Hoy, después de la procesión, es tradicional que las reuniones de amigos se junten allí para comer.
—¡Ja! —Dolo respiró tranquilidad—. ¿Me indican? —gesto esperando instrucciones.
Detallado croquis mental le relataron.
Lo que ella no sabía era que iba directa a un nuevo vía crucis.

 

CAPÍTULO 52 (No porque a una flor le falte algún pétalo, deja de ser flor - jibr).

Nada más llegar a Bonares, dos hechos mudos llamaron la atención de Dolo: uno, que no veía ni un alma; y otro, que no podía continuar con el coche porque las dos calles por las que podía seguir estaban cortadas por barreras móviles de color amarillo. No tuvo más remedio que aparcar por allí.
Ya fuera del coche, al que había dejado la puerta de par en par, gastó unos segundos en echarle un vistazo al lugar y elegir al azar una de las dos calles. Fue a cerrar la puerta, pero se detuvo al ver el bolso en el asiento del copiloto. Lo cogió por la correa chivata de los tamaños individuales de las mamas femeninas cuando ellas se lo cuelgan en bandolera (cruza el pecho y la espalda desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha). Dolo, con toda naturalidad, se lo colgó, e inconscientemente mostraba la talla de sus senos. Abatida (sin ánimo), cerró el coche. Regó el aire con miradas ansiosas de encuentro, que inmediatamente se perdieron al no encontrar ni un tiesto que las recogiera; obligándola a continuar caminando en soledad. Eligió la calle que caía más a su izquierda. Tras evitar las barreras portátiles, vio a una viejecita, de pie, sobre el umbral de la puerta de una casa. Sin dudarlo se dirigió hacia ella para preguntarle, pero la viejecita se le adelantó:
—¡Señorita, llega tarde! —tos seca—. La procesión ya ha pasado por aquí —amabilidad sanota.
—Gracias —amabilidad correspondida, y soplo de alivio, porque al oír la llamada de atención de la viejecita, instintivamente, por la tontura de enamorada, pensó que se refería a que había llegado tarde para ver a Vito—. ¿Me puede ayudar?
—¡Si no es para que la coja en brazos ni para darle dinero, le ayudo en lo que usted quiera! —simpática.
—¡No, por Dios! —sonrió amablemente—. Necesito que me indique por dónde tengo que coger para llegar a la calle Nueva.
—En cuanto la vi supe que era forastera. ¿Allí vive su tortolito? —cotilleo sano que provocó sofoco en Dolo.
—Señora… —se calló, un solo segundo, para pensar—: <"¡Pronto comienza el pitorreo!>> —continuando—: Señora, es que he quedado allí con unos amigos.
—Señorita… —sonrisa y voz granuja (pilla)—, yo estaré vieja y chocha y sorda, ¡que también!, pero oigo lo que grita el brillo de sus ojos.
—Es usted muy observadora. <"Qué olfato tiene esta mujer. ¡Virgencita, que me dé la información sin preguntas, por favor!>> Pero no quiero ser… —se arrepintió—. Lo que quiero decir es que ya llego bastante tarde.
Inmediatamente le dio las indicaciones.
Dolo caminaba agarrotada.
—¡Señorita! —llamada gritona de la viejecita.
Dolo ni por asomo dudó de que la llamada era para ella, deteniéndose bruscamente; parada que estuvo a punto de costarle un cebollazo (caída o golpe fuerte) al resbalar sobre la juncia.
—¡Eso, eso, le quería advertir! —la viejecita muy alterada—. ¡Tenga cuidado que con esos zapatos la juncia resbala como las barras de nieve!
—¡Gracias! —sonrisa entrecortada y pensamiento contrariado—: <"¡A buenas horas, mangas verdes! (a destiempo)>>.
Con andares como si pisara huevos se dirigía a la casa de Vito. Tuvo la suerte de que los pocos que se cruzaron con ella no la reconocieran en la peregrinación por la tortuosa (que tiene vueltas y rodeos) y particular vía láctea con conocimiento de su meta y angustia temerosa de fracaso indeseado con deseo de calvario dichoso (feliz) cuando rompiera la cinta e invadiera la propiedad privada de su buscado. Al dejar la alfombra salvaje repasó en voz baja las indicaciones recibidas, comprobando que las cumplía a rajatabla:
—Allí está la plaza con el templete en el centro, donde, según la señora, toca la banda de música —continuaba sin perder detalles. Por esa zona la vida comenzaba a dar muestras de su existencia con elegancia festiva—. Ya veo el mercado de abastos…, y allí está el economato. ¡Ésa es la calle Nueva! —sus piernas mostraron claros signos de flojera. Sobre la frente de la primera vivienda vio la matrícula que identificaba el orden callejero—. Si, aquí está el número dos, y Vito vive en el sesenta y nueve, eso quiere decir que tengo que continuar hacia abajo. ¡Vaya numerito que tiene la vivienda! —bajaba por la acera derecha, pero cada vez que se tenía que cruzar con alguien cambiaba de orilla—. ¡Esto es tranquilidad y no la de Madrid! Oigo hasta los pájaros. ¡Que me escuche, Virgencita, que me escuche! ¿Y si no hay nadie en su casa? —miró la numeración—. El cuarenta y dos, ya casi llego. Tranquilízate, Dolo —bajó la mirada hacia su corazón—, o ralentizas el bombeo o vas a conseguir que me dé un infarto. No, por favor, aquí no, que Vito me dijo que no había hospital. ¡Sería el mayor espectáculo del mundo si se te ocurre fallarme ahora! —nueva comprobación numérica—. ¡Que me paso! —se le cortó la respiración. Sofoco asfixiante. Temblequeo por riada de sudores fríos. No pudo evitar dejarse recostar en la pared, junto a la puerta de Vito. Ahora los pájaros eran los que, al oír su respiración, enmudecieron los piares aflautados. Tomó aire hasta inflar los dedos de los pies. Con toqueteos nerviosos sobre el vestido, se daba los últimos retoques para que la aparición inesperada fuera más sobrellevada por una buena impresión de facha (aspecto). En la búsqueda del pulsador del timbre advirtió que no existía, pero sí colgaba de la puerta una aldaba de bronce. Sorpresa inesperada al descubrir que una hoja de la puerta dejaba una rendija de la justa medida que le proporcionaba una aldabilla (pieza de hierro que, entrando en una armella o hembrilla sirve para cerrar, o mantener entreabierta, puertas, ventanas, etc.)—. Esta abertura significará que hay alguien dentro —se dijo Dolo, para a continuación acercar la mano derecha, con temblor parkinsoniano (parkinson: enfermedad del sistema nervioso que produce dificultad al andar, alteraciones en la coordinación de movimientos, rigidez muscular, y temblores) hasta dejarla muerta sobre la aldaba. Las gotas de sudor caían en cataratas manchando el umbral de pecas transparentes. Pasaron nano-siglos de nano-siglos (nano: prefijo que entra en la formación de palabras con el significado de muy pequeño), antes de que, con delicadeza aterradora, se decidiera a hacer trabajar, por dos veces consecutivas, a la aldaba.
—¡Adelante, que está abierta! —voz femenina con cuerpo añejo (que tiene mucho tiempo).
Dolo, temblando, decidió entrar, pero cuando estaba a punto de interrumpir el acto de fecundación eternamente estéril, por lesbianas, entre la aldabilla y hembrilla, retrocedió tan rápidamente como avanzó, diciéndose mentalmente:
—<"No puedes rajarte ahora. ¿Qué dirá si sale y te ve?>>
Con decisión dubitativa se acercó de nuevo a la puerta. Dirigió la mano lentamente para liberar la hoja de la puerta de la aldabilla.
—¡Aaaaaahhhhhh! —chillido terrorífico de Dolo al adelantársele otra mano, tras la puerta, en la liberación de la misma.
—¡Que susto, señorita! —señora bajita y consumida por días lentos y sufridos, como así lo cantaba: el pelo canoso, recogido en un rodete mantenido por horquillas negras; la piel con pliegues tiznados de senilidad (senil: vejez); ojos, enterrados en ojeras, desconocedores del más mínimo bienestar; bata de guatiné (tejido acolchado) de color beige (color natural de la lana, pajizo amarillento. Se pronuncia gralte. beis); y babuchas negras. Las crueles pruebas ocultaban una vida que todavía no había llegado a las sesenta velas. Ni echándole la mayor imaginación halagadora se podría, ni tan siquiera a la baja, acercarse a su verdadera edad.
—Perdone —Dolo, cohibida—, no ha sido mi intención asustarla —mueca escondiendo su pavor—. ¿Vive…?
—¿Usted? —sorpresón aliñado con odiosa tristeza.
Un violento hachazo segó las cuerdas vocales de Dolo.
—¿Usted? —rostro apenado de madre herida—. ¡Cómo se atreve, usted, a venir a mi casa! —mirada lacerante acompañada por voz equilibrada y sin aspavientos—. Usted no conoce vergüenza.
—Señora, por… —Dolo aguantaba las lágrimas.
—¡Usted ha matado la alegría de mi hijo! —miraba al suelo llorando—. ¿Por qué le ha hecho daño? si es un pan bendito —mirada destrozada—. Usted es la culpable de que ahora tenga que estar escondido como si fuera un asesino.
—Señora, por favor —súplica desesperada con lágrimas infladas de tristeza e impotencia—. Yo…
—¡Usted es un demonio! Le ha destrozado su…
Dolo la interrumpió gritándole:
—¡Yo estoy enamorada de él! Lo quiero con toda mi alma —llevó el tono de su voz a petición de comprensión—. ¿Usted le haría daño a su ser más querido? Desde que se marchó sin despedirse de mí, vivo en la mayor de las amarguras —continuaba de corrido para no darle la oportunidad de que la interrumpiera—. Lo de la revista ha sido una traición, a mi familia y a mí, por dinero. He venido a verle para darle las explicaciones que no pude darle en Madrid, y, antes de que me respondiera lo que pensara, decirle que lo quiero, que la vida sin él no me interesa. Sí, señora, yo sé que Vito tiene un corazón que en cada latido regala bondad. Sin embargo nadie, que me conozca bien, puede decir que el mío no sea igual. Le pido con toda mi alma que me dé la oportunidad de explicarle todo lo que ha hecho que Vito y yo estemos destrozados, y, por supuesto, ustedes y los míos. ¡Por lo que más quiera, déme la oportunidad de explicárselo a usted! Si después no se siente complacida me iré sin verlo.
—Sus artimañas no me van a convencer de que usted es la mujer que puede hacer feliz a mi hijo. Usted lo que debe…
—¡Celedonia! —contrariada llamada de atención, de Victoriano padre, al salir del escondite desde donde oía la conversación—. Déjala que nos lo explique. Pase, señorita.

This page is powered by Blogger. Isn't yours?