07 abril 2007
CAPÍTULO 46 (El jadear de las putas, trabajando, son plegarias clamando felicidad - jibr).
Con los últimos ramalazos del Sol, que en esta época transforma la cresta de las noches en atardeceres ruborizados, los dos amigachos iban, en el R-18, directos al pueblo.
Vito aparcó en el mismo lugar que al mediodía.
—Vamos a... —decía Guillermo señalando hacia la avenida de los tampax.
—No. Ahí he almorzado hoy. Vamos por esta zona.
El encogimiento de los hombros de Guillermo le dio la venia (consentimiento, licencia).
Pusieron el control de aduana en la terraza del restaurante Europa.
—¿Van a cenar? —les preguntó la camarera.
—Sí —contestó Vito.
—¿De beber? —dejándoles la carta.
—Dos cervezas —se adelantó Guillermo.
—¡No! —contradijo Vito—. Hoy nada de cervezas. Nos vamos a tomar el mejor vino tinto que tengan.
La cena fue digerida, sin premeditación acordada, cumpliendo las más estrictas normas de gobierno patriarcal: “Comer y callar”. Seguramente, porque ambos, necesitaban saborear la rotura de la monotonía en la que estaban viviendo.
—¡Vaya cena más pantagruélica! —exclamó Vito.
—¿Pantaquéééé? —plomillos (fusibles) cerebrales fundidos.
—¡Jajajaja! —Vito se partía. Esa risa le ayudó más de lo que él pudiera imaginar—. Eres un inculto… —tosía casi asfixiado por el golpe de risa—. Más que eso. Eres… Eres… —no pudo continuar.
—¡Oye, copón, de mí no se ríe un cateto como tú! ¿Qué has querido decir? —mosqueado a tope, no por no conocer la palabreja, sino por el canchondeo con el que le estaba tratando Vito.
—Si te hubieras visto la cara —Vito continuaba tosiendo. Consiguió reponerse—. Pantagruélica, significa, abundante, opípara —volvió con la risa tonta.
—¡Eso es lo que tú has aprendido en Madrid, cacho cabrón! Necesito bajar la panta…, ¡sus muertos, con la palabrota! Que quiero una copa, ¡copón!
—¡Señorita! —llamada tronchante por risa crónica.
—¡Me alegro de que le haya sentando tan bien la cena! —al verlo reír— ¿Qué desea?
—Un Dyc con Seven-Up, y un Beefeater con cola —pidió Vito.
—¡Oye, Vito! —tono misterioso y casi inaudible—. ¿Te has fijao en esas cuatro? No han parado de marcarnos desde que llegaron.
—No empecemos —le temía.
—¡Copón, Vito! —nervioso—. Una se ha levantado y viene hacia nosotros. ¡Copón, qué pava, tío! —murmuración desquiciada—. Y esa, de polaca nada de nada, es más española que Gibraltar.
—¡Hola! —los dos la miraron—. Me llamo Asun.
—¡Hola! —respuesta gemela de Vito; inconcebiblemente sin contrapartida de Guillermo que enmudeció alucinado por la intrusa consentida.
—¿Tú no eres —señalando a Vito— el que sale en la portada del Diez Moniatos?
—¡Y el de la televisión! —intromisión de Guillermo, más animado que Robinson Crusoe cuando soñó que, en la isla, las palmeras se habían convertido en tías.
—¡Que estás diciendo, chalao! —intervención furiosa de Vito—. No le hagas caso que lo único que quiere es darte palique para ligarte.
—¡Éste, ligar conmigo! —irónica—. Ni que yo tuviera el gusto perdido. Seguro que cuando se mira al espejo se asusta.
—¡Oye…! —Guillermo echo una fiera.
—¡Sooo, Guillermo! —Vito evitó el improperio (injuria grave de palabra…) que Guillermo le iba a regalar a Asun. Continuando—. Asun, monada, creo que has buscado una excusa para acercarte a nosotros —ella le regaló una mueca que hizo corregir a Vito—. No me lo tomes en serio, ha sido una broma. Por qué no os sentáis con nosotros, ¿eh? ¡Ni que decir tiene que invitamos!
—Por mí, encantada —no podía ocultar que lo deseaba—. Voy a decírselo a mis amigas.
—Éste es el Vito que me gusta. Perdona por lo de...
—¡Joder, macho! Me destierro a Mazagón para ocultarme, y tú me echas a los leones. Cualquier fallo me puede costar mi felicidad.
—¡Copón, ahí vienen todas! —avisó Guillermo.
—¡Hola! —saludaron las amigas de Asun.
—¡Hola! —respondieron los dos bonariegos (natural de Bonares. También bonareños).
—Yo, Lluvia.
—Yo, Leticia.
—Yo, Socorro.
—Éste, Vito —marcando con el índice—, y yo, Guillermo, el que mañana, a primera hora, le va a poner una denuncia a TVE.
Los cinco lo miraron sorprendidos.
—¡Copón!, que este mediodía he visto el telediario, y el tío del Tiempo ha dicho: “Mucho calor y cielos despejados en todo el país”; y ¡copón, en Mazagón está la lluvia! —mirando a Lluvia—. De todas formas si me ahogo en ella, vendrá un socorro, que está muy cerca de mí, a salvarme.
—¡Chistoso, el muchacho! —exclamó Lluvia—. Me sentaré lejos de ti para no mojarte.
—¡Si se te ocurre llamarme, te ahogo yo con mis propias manos! —le dijo Socorro.
—¡Las señoritas se mosquean muy pronto. Pido perdón —palmas de las manos en posición de rezo. Tuvo un pensamiento recriminatorio—: <"Seré boniato, he cabreado a las dos que están más buenas>>.
—Entonces —pregunta de Socorro a Vito—, ¿tú no eres el tío del Diez Moniatos?
—Ya te lo decía yo —intromisión de Guillermo—. Eso que tú sabes es bueno. Tienes que aprovecharte de lo que te han hecho. ¿Por qué no das mañana una rueda de prensa y le curras un kilo a cada periodista? Pero de euros, ¡eh! Copón…, ¿cuánto es en pelas un millón de euros?
—No sé, no sé, quizás… —decía Vito.
—Dejad ya de decir tonterías para llamar nuestra atención. Ya sabemos que no eres el caprichito de la burraquilla esa —Vito hizo de tripas corazón para no insultarla y declararse—. Y tú —señaló a Guillermo—, ¿sabes qué son las matemáticas elementales?
Guillermo le iba a contestar cuando oyeron:
—¿Qué toman las señoritas? —preguntó la camarera.
—Todas, vodka con naranja —Lluvia.
—¿De dónde sois? —preguntó Vito.
—De secano —respondió Leticia.
—De Cáceres —aclaró Lluvia.
Estuvieron hablando y bebiendo hasta que le dijeron que iban a cerrar. Vito pagó todo. Asun preguntó a la camarera dónde podían tomar otra copa. Ésta le indicó que en La Cabaña. Lugar que, por muy bien que lo describiera, lo ofendería; hay que ir allí para conocerlo: que el aire es tu paz; que la luna es tu faro del romanticismo; que cada una de las estrellas te miran con íntima complicidad; que el cielo te incita a que le confieses tus secretos; que eres capaz de imaginar lo inimaginable; que eres capaz de perdonar lo imperdonable; que llegas llorando y te marchas riendo; que…; que…; que…; que si vas a Mazagón y no te sientas allí un rato, nunca sabrás cómo un lugar puede contener tanta magia.
A las tres de la madrugada, los seis, con una media pea de: alcohol, embrujo y magia tan ancestral como actual, se marcharon del rinconcito, en el cielo terrenal que tiene Mazagón.
En el adiós al lugar, preguntó Vito:
—¿Dónde os hospedáis?
—En el Paraíso—respondió Socorro.
—¡Copón, qué suerte! —se apresuró a decir Guillermo, mirando a Vito y guiñándole un ojo—. ¡Y nosotros también!
—Entonces tomaremos la última en mi habitación —invitó Lluvia.
—¡Siempre se dice la penúltima, la penúltima! —Guillermo, que aprovechó para, con los ojitos brillantes, repasar el cuerpazo de Lluvia.
—¿Dónde tenéis el coche? —Leticia.
—Allí —Vito.
—¡Que penita —decía Asun—, están los dos solitos y juntitos!
—¡Copón, también van descalzas! —Guillermo al ver el coche de ellas: Golf GTI.
Las cuatro rieron.
Camino del Paraíso, Vito le decía a Guillermo:
—No me vayas a liar, que te conozco. Estoy muy cansando.
Los seis entraron en la habitación de Lluvia.
—¡Aquí dormís las cuatro? —Guillermo.
—Ésta es sola para mí —Lluvia explicaba—. Asun y Socorro tienen una, y Leticia otra. Cada uno que se sirva lo que le apetezca.
A media copa:
—¡Hasta mañana, chicos! —saludo de despedida de Asun y Socorro.
—¿Ya os marcháis? —Guillermo, a la vez que descubrió que Vito estaba grogui (casi dormido).
—Vámonos también, que casi es de día —Vito a Guillermo.
—Yo necesito tomar un poco de aire —Leticia salió de la habitación.
—¡Espera, copón! —Guillermo a Vito—, a que termine la penúltima —Guillermo en complicidad con Lluvia.
—Yo me voy. ¡Hasta mañana, Lluvia! Ya sabes dónde es —a Guillermo—. Adiós.
—¡Por fin solos! —Lluvia.
—¡Ya tenía yo ganas! Me voy a poner la penúltima —Guillermo de espaldas a Lluvia. Al no responderle miró hacia atrás—. ¡Copón!
Lluvia se desnudaba lentamente, mirándolo con descarada provocación.
Guillermo perdió todos sus ¡copones! Sólo pensaba:
—<"Era con la única que no pensé que me pasara. Con la cogorza no sé si voy a cumplir como ella se merece. Tengo que hacer un buen trabajo. Guillermo, no corras que luego te arrepientes. Éste es el momento que has esperado toda tu vida para dejar tu pabellón alto.>>
Entrecortado le dijo a Lluvia:
—¿Y si vienen tus amigas?
La ceremonia culminó en la completa desnudez de Lluvia.
Guillermo no dejaba de mirar a la puerta y a ella.
—No vendrán —le aclaró Lluvia—. Asun y Socorro ya se lo estarán haciendo. Son lesbianas. Y Leticia no vendrá. Se habrá acostado pensando en tu amigo, que desde que lo vio no ha parado de decirme lo que le gusta. ¡Copón —exclamación de Lluvia—, si todavía no te he tocado! Ahora mismo voy a solucionarte ese problemilla muscular.
Vito abría la puerta de la habitación.
—¡Hola! —oyó muy cerca.
—¡Leches, qué susto! ¡Hola, Leticia! —más tranquilo—. ¿Necesitas algo?
—Sí. Que pierdas tu timidez —de sopetón—. ¿No te gusto?
—A… —boca abierta y ojos sin saber dónde detenerse.
—Me gustaría hablar contigo un rato —decía Leticia—. Sólo un momento.
—Pasa —le cedió el paso—. Voy un momento al baño —Vito necesitaba pensar—: <"No puede ser. Tantos años solo, y ahora una detrás de otra. Me gusta. Es guapa. Es culta. Es paleontóloga; nunca he comprendido esa profesión; siempre me ha dado jindama (miedo) desenterrar a los muertos y coger sus huesos para estudiarlos —sintió un repelús—. ¡Vito, que está ahí fuera esperándote! Sí, me ha dicho que quiere hablar. ¡Hablar…, hablar…! Voy a aprovechar la oportunidad para que no me tome por un homosexual; ¡ésta va a enterarse de lo que vale un peine!>>.
—¿Vito, estás bien? —Leticia, ante la tardanza de él.
Salió del cuarto de baño, derecho al tajo. La abrazó con fuerza. Fuerza que se disipó (evaporó) al besarla. De la furia pasaron a la mayor sensualidad amorosa entre dos personas sensibles. No tardaron, ni mucho ni poco, en fundirse en un solo cuerpo desnudo. El nuevo hermafrodita (que tiene órganos reproductores de los dos sexos) rodaba por los bajos fondos de la habitación.
—¡Lo siento! —exclamó, casi gritando, Vito.
—¿Qué? —perdida entre la frase oída.
—Perdona —sentado en el suelo junto a ella—, no puedo hacerlo.
—¿Te he molestado en algo, no te gusto, no…? —preguntas ansiosas de una explicación.
—No, no, nada de eso, ni tampoco tengo ningún problema, ni físico ni psíquico —reincorporándose rápidamente se puso el pantalón, sentándose en la cama.
Leticia lo miraba, con una luminosidad esperanzadora en los ojos, anhelando (deseo) oír un motivo sincero.
—Lo que te voy a contar es… un secreto muy íntimo, por lo que más quieras te ruego que lo olvides en cuanto salgas de aquí. Lo voy a hacer para que no te sientas herida por mi reacción. Por lo menos eso espero cuando lo oigas.
Leticia se sentó a su lado.
—Sí. Soy el del Diez Moniatos —voz con incomprensible culpabilidad—. La conocí...
Ella le cogió la mano.
—… La conocí en Madrid. Me enamoré de ella. No comprendo cómo me ha podido pasar, pero me la ha jugado rastreramente. Dicen que me acosté con ella, como todos los demás que la acompañaron a su apartamento, pero es una injuria, no lo hice. Lo verdaderamente doloroso es que sigo enamorado de ella y la quiero con toda mi alma —miró a Leticia—. Esa es la causa de que interrumpiera nuestro…, de veras, de veras que bonito momento. Tú también eres muy bonita y…, ¿estás llorando? ¡Joder, si es verdad, soy un amargao que lo único que consigue es hacer llorar a los demás!
—¡Victoriano, por favor, no digas tonterías! —voz triste por deseo de sentimientos no correspondidos. Pocas lágrimas, pero puras, se manifestaban en las mejillas reclamando el derecho a ser amadas como amaba Vito.
—¡Soy una calamidad! Desde que tengo uso de razón la Ley de Murphy se ceba (ensaña) conmigo (ley de Murphy: si algo puede fallar, fallará). A mí todo me falla —desesperación.
Pasó el brazo derecho por los hombros de Leticia. La acurrucó con fuerza deshidratada.
Las sutiles y cariñosas caricias, de palpitaciones nerviosas, que recibió de los masculinos capilares del suave y delicado y prieto y torneado y bello brazo, provocó, en ella, una violenta erección de cada una de las pelusillas cultivadas en la envoltura tersa y suave de su cuerpo.
—Victoriano, no eres ninguna calamidad. Mi voz escribirá con sangre los vientos, para que todo el planeta se entere… —secó las lágrimas con la yema de los dedos— de que sí existe un hombre que no entra en ese dicho tan popular: “La jodienda no tiene enmienda”. Tú lo has demostrado con creces. Por supuesto conocerán su nombre: ¡Victoriano! —gritó.
—¡Anda, anda, que yo soy…!
—No lo estropees. Tú no le haces daño ni a tu peor enemigo. ¿Nunca has tenido pareja?
—¿Yo? —lo desarboló—. Bueno, la verdad… es que no. Mi primer amor ha sido…
—Me lo creo porque me lo estás diciendo tú. ¿Entonces, de…?
—Leticia, que… —se rascaba nerviosamente la mejilla derecha. Sentía vergüenza—. Bueno, después de lo que te he contado y de cómo me has piropeado, mereces que te responda —infló los mofletes, desinflándolos expulsando lentamente el aire—. No, pero sí.
—¡Huy, huy, huy, la ambigüedad es cobijo (hospedaje sin manutención) de engaños! —simpática e irónica—. ¿No irás a desencantarme ahora?
—Algo hay en ti que me obliga a no negarte nada —entregado en cuerpo y alma.
—¿Nada? Pues…
—Mejor será que no continuemos por esos andurriales, para que siempre tengamos un inolvidable recuerdo de nuestro encuentro.
—¡Eres… —lo miró con ternura— una persona de las que no se fabrican desde antes del adulterio manzanero (por la famosa manzana).
—No te responderé con un cumplido porque me da mucha tristeza no poder disfrutar, entre comillas, de ti. Has caído muy hondo en mi corazón. Pero…, sí, aunque me entristezca no debo herir, por un polvo, ni a ti ni a Dolores, aún odiándola en este momento.
—Ya quisiera yo que me odiaras de la misma manera —apoyó la cabeza en el hombro de él—. Te confesaré, y ya se me ha volatilizado todo el alcohol ingerido, que me has sembrado y florecido tu mal de amores. Desde esta noche llevo tu crotal (marca de identificación animal) en mi corazón. No sé cuanto tiempo consumiré, pero presiento que será mucho, esperando una llamada tuya. Te dejo mi número —desnuda, se dirigió a la mesa-escritorio. Rayó una cuartilla, ornamentada con la publicidad del Paraíso, con su nombre, número de teléfono, lugar pernoctado y un pensamiento:
“Decirle a quien no te ama
te quiero
es mucho más esperanzador que
decirle a quien no te ama
TE ESPERO.”
El bolígrafo rodó, indiferente al sentimiento por el que había sido utilizado, y voló en caída hasta lo más deshonroso de su hábitat (donde vive naturalmente un ser).
Leticia recogió su ropa interior, calzó los pies y, después de colarse el vestido, se acercó a Vito, besándolo en los labios cariñosamente. Ninguno dijo nada. Ella salió de la habitación y ya en la suya dijo:
—¡Adiós! —saludo de despedida inútil, por dado a destiempo.
Quizás por las horas, quizás por el alcohol, quizás por la franqueza, quizás por la honradez, quizás por los halagos de Leticia, quizás por el detalle de El Corte Onubense, quizás por añorar lo imposible para perdonar y, sobre todo, olvidar a Dolo; el cuerpo y el alma de Vito fueron derruidos (derribar) sin compasión.
Vito aparcó en el mismo lugar que al mediodía.
—Vamos a... —decía Guillermo señalando hacia la avenida de los tampax.
—No. Ahí he almorzado hoy. Vamos por esta zona.
El encogimiento de los hombros de Guillermo le dio la venia (consentimiento, licencia).
Pusieron el control de aduana en la terraza del restaurante Europa.
—¿Van a cenar? —les preguntó la camarera.
—Sí —contestó Vito.
—¿De beber? —dejándoles la carta.
—Dos cervezas —se adelantó Guillermo.
—¡No! —contradijo Vito—. Hoy nada de cervezas. Nos vamos a tomar el mejor vino tinto que tengan.
La cena fue digerida, sin premeditación acordada, cumpliendo las más estrictas normas de gobierno patriarcal: “Comer y callar”. Seguramente, porque ambos, necesitaban saborear la rotura de la monotonía en la que estaban viviendo.
—¡Vaya cena más pantagruélica! —exclamó Vito.
—¿Pantaquéééé? —plomillos (fusibles) cerebrales fundidos.
—¡Jajajaja! —Vito se partía. Esa risa le ayudó más de lo que él pudiera imaginar—. Eres un inculto… —tosía casi asfixiado por el golpe de risa—. Más que eso. Eres… Eres… —no pudo continuar.
—¡Oye, copón, de mí no se ríe un cateto como tú! ¿Qué has querido decir? —mosqueado a tope, no por no conocer la palabreja, sino por el canchondeo con el que le estaba tratando Vito.
—Si te hubieras visto la cara —Vito continuaba tosiendo. Consiguió reponerse—. Pantagruélica, significa, abundante, opípara —volvió con la risa tonta.
—¡Eso es lo que tú has aprendido en Madrid, cacho cabrón! Necesito bajar la panta…, ¡sus muertos, con la palabrota! Que quiero una copa, ¡copón!
—¡Señorita! —llamada tronchante por risa crónica.
—¡Me alegro de que le haya sentando tan bien la cena! —al verlo reír— ¿Qué desea?
—Un Dyc con Seven-Up, y un Beefeater con cola —pidió Vito.
—¡Oye, Vito! —tono misterioso y casi inaudible—. ¿Te has fijao en esas cuatro? No han parado de marcarnos desde que llegaron.
—No empecemos —le temía.
—¡Copón, Vito! —nervioso—. Una se ha levantado y viene hacia nosotros. ¡Copón, qué pava, tío! —murmuración desquiciada—. Y esa, de polaca nada de nada, es más española que Gibraltar.
—¡Hola! —los dos la miraron—. Me llamo Asun.
—¡Hola! —respuesta gemela de Vito; inconcebiblemente sin contrapartida de Guillermo que enmudeció alucinado por la intrusa consentida.
—¿Tú no eres —señalando a Vito— el que sale en la portada del Diez Moniatos?
—¡Y el de la televisión! —intromisión de Guillermo, más animado que Robinson Crusoe cuando soñó que, en la isla, las palmeras se habían convertido en tías.
—¡Que estás diciendo, chalao! —intervención furiosa de Vito—. No le hagas caso que lo único que quiere es darte palique para ligarte.
—¡Éste, ligar conmigo! —irónica—. Ni que yo tuviera el gusto perdido. Seguro que cuando se mira al espejo se asusta.
—¡Oye…! —Guillermo echo una fiera.
—¡Sooo, Guillermo! —Vito evitó el improperio (injuria grave de palabra…) que Guillermo le iba a regalar a Asun. Continuando—. Asun, monada, creo que has buscado una excusa para acercarte a nosotros —ella le regaló una mueca que hizo corregir a Vito—. No me lo tomes en serio, ha sido una broma. Por qué no os sentáis con nosotros, ¿eh? ¡Ni que decir tiene que invitamos!
—Por mí, encantada —no podía ocultar que lo deseaba—. Voy a decírselo a mis amigas.
—Éste es el Vito que me gusta. Perdona por lo de...
—¡Joder, macho! Me destierro a Mazagón para ocultarme, y tú me echas a los leones. Cualquier fallo me puede costar mi felicidad.
—¡Copón, ahí vienen todas! —avisó Guillermo.
—¡Hola! —saludaron las amigas de Asun.
—¡Hola! —respondieron los dos bonariegos (natural de Bonares. También bonareños).
—Yo, Lluvia.
—Yo, Leticia.
—Yo, Socorro.
—Éste, Vito —marcando con el índice—, y yo, Guillermo, el que mañana, a primera hora, le va a poner una denuncia a TVE.
Los cinco lo miraron sorprendidos.
—¡Copón!, que este mediodía he visto el telediario, y el tío del Tiempo ha dicho: “Mucho calor y cielos despejados en todo el país”; y ¡copón, en Mazagón está la lluvia! —mirando a Lluvia—. De todas formas si me ahogo en ella, vendrá un socorro, que está muy cerca de mí, a salvarme.
—¡Chistoso, el muchacho! —exclamó Lluvia—. Me sentaré lejos de ti para no mojarte.
—¡Si se te ocurre llamarme, te ahogo yo con mis propias manos! —le dijo Socorro.
—¡Las señoritas se mosquean muy pronto. Pido perdón —palmas de las manos en posición de rezo. Tuvo un pensamiento recriminatorio—: <"Seré boniato, he cabreado a las dos que están más buenas>>.
—Entonces —pregunta de Socorro a Vito—, ¿tú no eres el tío del Diez Moniatos?
—Ya te lo decía yo —intromisión de Guillermo—. Eso que tú sabes es bueno. Tienes que aprovecharte de lo que te han hecho. ¿Por qué no das mañana una rueda de prensa y le curras un kilo a cada periodista? Pero de euros, ¡eh! Copón…, ¿cuánto es en pelas un millón de euros?
—No sé, no sé, quizás… —decía Vito.
—Dejad ya de decir tonterías para llamar nuestra atención. Ya sabemos que no eres el caprichito de la burraquilla esa —Vito hizo de tripas corazón para no insultarla y declararse—. Y tú —señaló a Guillermo—, ¿sabes qué son las matemáticas elementales?
Guillermo le iba a contestar cuando oyeron:
—¿Qué toman las señoritas? —preguntó la camarera.
—Todas, vodka con naranja —Lluvia.
—¿De dónde sois? —preguntó Vito.
—De secano —respondió Leticia.
—De Cáceres —aclaró Lluvia.
Estuvieron hablando y bebiendo hasta que le dijeron que iban a cerrar. Vito pagó todo. Asun preguntó a la camarera dónde podían tomar otra copa. Ésta le indicó que en La Cabaña. Lugar que, por muy bien que lo describiera, lo ofendería; hay que ir allí para conocerlo: que el aire es tu paz; que la luna es tu faro del romanticismo; que cada una de las estrellas te miran con íntima complicidad; que el cielo te incita a que le confieses tus secretos; que eres capaz de imaginar lo inimaginable; que eres capaz de perdonar lo imperdonable; que llegas llorando y te marchas riendo; que…; que…; que…; que si vas a Mazagón y no te sientas allí un rato, nunca sabrás cómo un lugar puede contener tanta magia.
A las tres de la madrugada, los seis, con una media pea de: alcohol, embrujo y magia tan ancestral como actual, se marcharon del rinconcito, en el cielo terrenal que tiene Mazagón.
En el adiós al lugar, preguntó Vito:
—¿Dónde os hospedáis?
—En el Paraíso—respondió Socorro.
—¡Copón, qué suerte! —se apresuró a decir Guillermo, mirando a Vito y guiñándole un ojo—. ¡Y nosotros también!
—Entonces tomaremos la última en mi habitación —invitó Lluvia.
—¡Siempre se dice la penúltima, la penúltima! —Guillermo, que aprovechó para, con los ojitos brillantes, repasar el cuerpazo de Lluvia.
—¿Dónde tenéis el coche? —Leticia.
—Allí —Vito.
—¡Que penita —decía Asun—, están los dos solitos y juntitos!
—¡Copón, también van descalzas! —Guillermo al ver el coche de ellas: Golf GTI.
Las cuatro rieron.
Camino del Paraíso, Vito le decía a Guillermo:
—No me vayas a liar, que te conozco. Estoy muy cansando.
Los seis entraron en la habitación de Lluvia.
—¡Aquí dormís las cuatro? —Guillermo.
—Ésta es sola para mí —Lluvia explicaba—. Asun y Socorro tienen una, y Leticia otra. Cada uno que se sirva lo que le apetezca.
A media copa:
—¡Hasta mañana, chicos! —saludo de despedida de Asun y Socorro.
—¿Ya os marcháis? —Guillermo, a la vez que descubrió que Vito estaba grogui (casi dormido).
—Vámonos también, que casi es de día —Vito a Guillermo.
—Yo necesito tomar un poco de aire —Leticia salió de la habitación.
—¡Espera, copón! —Guillermo a Vito—, a que termine la penúltima —Guillermo en complicidad con Lluvia.
—Yo me voy. ¡Hasta mañana, Lluvia! Ya sabes dónde es —a Guillermo—. Adiós.
—¡Por fin solos! —Lluvia.
—¡Ya tenía yo ganas! Me voy a poner la penúltima —Guillermo de espaldas a Lluvia. Al no responderle miró hacia atrás—. ¡Copón!
Lluvia se desnudaba lentamente, mirándolo con descarada provocación.
Guillermo perdió todos sus ¡copones! Sólo pensaba:
—<"Era con la única que no pensé que me pasara. Con la cogorza no sé si voy a cumplir como ella se merece. Tengo que hacer un buen trabajo. Guillermo, no corras que luego te arrepientes. Éste es el momento que has esperado toda tu vida para dejar tu pabellón alto.>>
Entrecortado le dijo a Lluvia:
—¿Y si vienen tus amigas?
La ceremonia culminó en la completa desnudez de Lluvia.
Guillermo no dejaba de mirar a la puerta y a ella.
—No vendrán —le aclaró Lluvia—. Asun y Socorro ya se lo estarán haciendo. Son lesbianas. Y Leticia no vendrá. Se habrá acostado pensando en tu amigo, que desde que lo vio no ha parado de decirme lo que le gusta. ¡Copón —exclamación de Lluvia—, si todavía no te he tocado! Ahora mismo voy a solucionarte ese problemilla muscular.
Vito abría la puerta de la habitación.
—¡Hola! —oyó muy cerca.
—¡Leches, qué susto! ¡Hola, Leticia! —más tranquilo—. ¿Necesitas algo?
—Sí. Que pierdas tu timidez —de sopetón—. ¿No te gusto?
—A… —boca abierta y ojos sin saber dónde detenerse.
—Me gustaría hablar contigo un rato —decía Leticia—. Sólo un momento.
—Pasa —le cedió el paso—. Voy un momento al baño —Vito necesitaba pensar—: <"No puede ser. Tantos años solo, y ahora una detrás de otra. Me gusta. Es guapa. Es culta. Es paleontóloga; nunca he comprendido esa profesión; siempre me ha dado jindama (miedo) desenterrar a los muertos y coger sus huesos para estudiarlos —sintió un repelús—. ¡Vito, que está ahí fuera esperándote! Sí, me ha dicho que quiere hablar. ¡Hablar…, hablar…! Voy a aprovechar la oportunidad para que no me tome por un homosexual; ¡ésta va a enterarse de lo que vale un peine!>>.
—¿Vito, estás bien? —Leticia, ante la tardanza de él.
Salió del cuarto de baño, derecho al tajo. La abrazó con fuerza. Fuerza que se disipó (evaporó) al besarla. De la furia pasaron a la mayor sensualidad amorosa entre dos personas sensibles. No tardaron, ni mucho ni poco, en fundirse en un solo cuerpo desnudo. El nuevo hermafrodita (que tiene órganos reproductores de los dos sexos) rodaba por los bajos fondos de la habitación.
—¡Lo siento! —exclamó, casi gritando, Vito.
—¿Qué? —perdida entre la frase oída.
—Perdona —sentado en el suelo junto a ella—, no puedo hacerlo.
—¿Te he molestado en algo, no te gusto, no…? —preguntas ansiosas de una explicación.
—No, no, nada de eso, ni tampoco tengo ningún problema, ni físico ni psíquico —reincorporándose rápidamente se puso el pantalón, sentándose en la cama.
Leticia lo miraba, con una luminosidad esperanzadora en los ojos, anhelando (deseo) oír un motivo sincero.
—Lo que te voy a contar es… un secreto muy íntimo, por lo que más quieras te ruego que lo olvides en cuanto salgas de aquí. Lo voy a hacer para que no te sientas herida por mi reacción. Por lo menos eso espero cuando lo oigas.
Leticia se sentó a su lado.
—Sí. Soy el del Diez Moniatos —voz con incomprensible culpabilidad—. La conocí...
Ella le cogió la mano.
—… La conocí en Madrid. Me enamoré de ella. No comprendo cómo me ha podido pasar, pero me la ha jugado rastreramente. Dicen que me acosté con ella, como todos los demás que la acompañaron a su apartamento, pero es una injuria, no lo hice. Lo verdaderamente doloroso es que sigo enamorado de ella y la quiero con toda mi alma —miró a Leticia—. Esa es la causa de que interrumpiera nuestro…, de veras, de veras que bonito momento. Tú también eres muy bonita y…, ¿estás llorando? ¡Joder, si es verdad, soy un amargao que lo único que consigue es hacer llorar a los demás!
—¡Victoriano, por favor, no digas tonterías! —voz triste por deseo de sentimientos no correspondidos. Pocas lágrimas, pero puras, se manifestaban en las mejillas reclamando el derecho a ser amadas como amaba Vito.
—¡Soy una calamidad! Desde que tengo uso de razón la Ley de Murphy se ceba (ensaña) conmigo (ley de Murphy: si algo puede fallar, fallará). A mí todo me falla —desesperación.
Pasó el brazo derecho por los hombros de Leticia. La acurrucó con fuerza deshidratada.
Las sutiles y cariñosas caricias, de palpitaciones nerviosas, que recibió de los masculinos capilares del suave y delicado y prieto y torneado y bello brazo, provocó, en ella, una violenta erección de cada una de las pelusillas cultivadas en la envoltura tersa y suave de su cuerpo.
—Victoriano, no eres ninguna calamidad. Mi voz escribirá con sangre los vientos, para que todo el planeta se entere… —secó las lágrimas con la yema de los dedos— de que sí existe un hombre que no entra en ese dicho tan popular: “La jodienda no tiene enmienda”. Tú lo has demostrado con creces. Por supuesto conocerán su nombre: ¡Victoriano! —gritó.
—¡Anda, anda, que yo soy…!
—No lo estropees. Tú no le haces daño ni a tu peor enemigo. ¿Nunca has tenido pareja?
—¿Yo? —lo desarboló—. Bueno, la verdad… es que no. Mi primer amor ha sido…
—Me lo creo porque me lo estás diciendo tú. ¿Entonces, de…?
—Leticia, que… —se rascaba nerviosamente la mejilla derecha. Sentía vergüenza—. Bueno, después de lo que te he contado y de cómo me has piropeado, mereces que te responda —infló los mofletes, desinflándolos expulsando lentamente el aire—. No, pero sí.
—¡Huy, huy, huy, la ambigüedad es cobijo (hospedaje sin manutención) de engaños! —simpática e irónica—. ¿No irás a desencantarme ahora?
—Algo hay en ti que me obliga a no negarte nada —entregado en cuerpo y alma.
—¿Nada? Pues…
—Mejor será que no continuemos por esos andurriales, para que siempre tengamos un inolvidable recuerdo de nuestro encuentro.
—¡Eres… —lo miró con ternura— una persona de las que no se fabrican desde antes del adulterio manzanero (por la famosa manzana).
—No te responderé con un cumplido porque me da mucha tristeza no poder disfrutar, entre comillas, de ti. Has caído muy hondo en mi corazón. Pero…, sí, aunque me entristezca no debo herir, por un polvo, ni a ti ni a Dolores, aún odiándola en este momento.
—Ya quisiera yo que me odiaras de la misma manera —apoyó la cabeza en el hombro de él—. Te confesaré, y ya se me ha volatilizado todo el alcohol ingerido, que me has sembrado y florecido tu mal de amores. Desde esta noche llevo tu crotal (marca de identificación animal) en mi corazón. No sé cuanto tiempo consumiré, pero presiento que será mucho, esperando una llamada tuya. Te dejo mi número —desnuda, se dirigió a la mesa-escritorio. Rayó una cuartilla, ornamentada con la publicidad del Paraíso, con su nombre, número de teléfono, lugar pernoctado y un pensamiento:
“Decirle a quien no te ama
te quiero
es mucho más esperanzador que
decirle a quien no te ama
TE ESPERO.”
El bolígrafo rodó, indiferente al sentimiento por el que había sido utilizado, y voló en caída hasta lo más deshonroso de su hábitat (donde vive naturalmente un ser).
Leticia recogió su ropa interior, calzó los pies y, después de colarse el vestido, se acercó a Vito, besándolo en los labios cariñosamente. Ninguno dijo nada. Ella salió de la habitación y ya en la suya dijo:
—¡Adiós! —saludo de despedida inútil, por dado a destiempo.
Quizás por las horas, quizás por el alcohol, quizás por la franqueza, quizás por la honradez, quizás por los halagos de Leticia, quizás por el detalle de El Corte Onubense, quizás por añorar lo imposible para perdonar y, sobre todo, olvidar a Dolo; el cuerpo y el alma de Vito fueron derruidos (derribar) sin compasión.
03 abril 2007
CAPÍTULO 45 (Pasar de la compasión a la xenofobia sólo es cuestión de distancia - jibr).
Al llegar Vito al Paraíso, aparcó en el único aparcamiento cubierto que estaba libre.
—¡Oiga! —le gritó un empleado que llegaba corriendo—. ¡Ahí no se puede aparcar, está reservado!
Vito sacó el R-18, aparcándolo a pleno sol. Camino de la recepción, oyó lo que le decía el inesperado guardia de tráfico a un varón trajeado que estaba en la entrada:
—Es un pringao que viene a tomar café para presumir de que lo toma en el Paraíso. Quería aparcar esa chatarra a la sombrita ¡no te jode! —los dos entraron antes de que él llegara a la entrada.
—¡Buenas tardes! —Vito, al llegar al mostrador de la recepción.
—¡Buenas tardes! La cafetería, por ahí —le indicó con el índice el recepcionista.
—No. Yo. Verá —entrecortado—. Tengo una habitación reservada.
Al recepcionista se le cambió la cara.
—¿Una habitación? —dificultad en el habla—. Si… —miró al guardia de tráfico, que le esquivó la mirada—. ¡Perdone, perdone! —nervioso a más no poder—. ¿A nombre de quién?
—Pues, la verdad… no sé si a nombre de Victoriano, o de El Corte Onubense.
—¡Mil disculpas, don Victoriano! Por lo del aparcamiento. Ha sido un lapsus. La habitación ya la tiene preparada.
El recepcionista miró a su compañero con tan mala leche que éste le pidió las llaves del coche a Vito, saliendo zumbando a aparcarlo bajo techo.
—¿Equipaje? —con empalagamiento.
—No. Por ahora no.
El recepcionista lo miró con extrañeza.
—¿Por dónde la habitación? —preguntó Vito con prisas.
—Un momento, por favor, que en un instante le acompaña mi compañero —atención exquisita—. Si lo desea puede pasar a la cafetería.
—No. Muchas gracias.
—¡Ya está aquí! —al regresar el botones, después de aparcar el R-18—. Acompaña al señor a la habitación.
El botones buscaba con la mirada el equipaje.
—No hay equipaje —le dijo el recepcionista.
Éste agachó la cerviz, marcando con la mirada el camino a Vito.
—Don Victoriano —le decía el recepcionista—, marque el cero para cualquier cosa que desee. ¡Que tenga una muy buena estancia aquí! —pensando—: <"¡Al Pepe (el botones) me lo cargo! Como este hombre le diga algo al director, el Pepe no respira más. ¡Ahora que me han prometido una subida de sueldo!>>.
Vito se entregó en cuerpo y alma a lo que más necesitaba en ese momento: darle gusto a la cama. Desde la última conversación con su madre, no dejó de sentir un ronroneo (producir desazón un pensamiento persistente). Para quitárselo de la cabeza aprovechó la tranquilidad penumbrosa, con la que había decorado la habitación, para darle vida, uno por uno, a los mejores recuerdos en los acontecimientos festivos del año pasado en Bonares, y que este año se había perdido como consecuencia del nuevo trabajo: la Verbena de la Cruz de Mayo; el Romerito; la procesión de las doce Cruces de Mayo, siguiendo la tradición desde 1798, que al finalizar la misa en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, recorren el centro del pueblo, para finalizar en la plaza de la Constitución, rememorando, con más que un pique entre ellas, cada una las tres caídas que sufrió Jesucristo camino del monte Calvario, que, por la belleza que les caracteriza, ha sido declarada de Interés Turístico Nacional de Andalucía; y la romería del Rocío.
Tanto recordatorio para tan cansado cuerpo, le produjo un sueño profundo, dándole la oportunidad de continuar, con ellos, soñándolo.
A las nueve de la noche se despertó sobresaltado al oír el teléfono de la habitación:
—¿Dígame? —voz penumbrosa.
—…
—Ahora mismo voy.
Salió pitando, ni siquiera concedió un refrescar a la hinchazón de los ojos después de tan glotona y reparadora siesta.
—¡No te dije que me dieras un toque al móvil antes de llegar! —recriminó a Guillermo.
—¡Copón, vaya recibimiento! Te he estado dando toques desde las siete, pero tu móvil está apagado o fuera de cobertura.
—No te lo crees… —sacando al móvil del bolsillo—, ¡perdona!, se ha quedado sin batería. Espero que mi madre no se haya olvidado del cargador. ¿Dónde está la ropa?
—En el coche.
—Y… ¿por qué no la has traído?
—¡Tú te crees que yo soy una burra, copón!
Vito lo miró extrañado.
—¡Que son diez bolsas, ¡copón!, diez bolsas.
—¡¿Diez bolsas?!
—Don Victoriano, no se preocupe —les interrumpió el recepcionista— que ahora mismo le llevamos todas las bolsas a la habitación —le hizo una señal al botones.
—Mientras, aprovecharé para refrescarme la cara —dijo Vito todavía adormilado.
El botones acompañó a Guillermo al coche. El transporte de las bolsas se lo repartieron: seis llevaba el botones, y cuatro Guillermo.
—Esto es el último grito en equipaje ¡jejejeje! —mofa del botones.
—Como vuelvas —muy bajito, a un centímetro de la oreja del botones— a reírte de mi amigo —a medida que hablaba iba elevando el volumen—, te voy a dar una hostia que vas a tocar las palmas con las orejas.
Al botones, que también fue capaz de escuchar la mirada de Guillermo, no se le oía ni la respiración, y eso que iba asfixiado.
Cuando el equipaje fue entregado a su propietario, no faltó sarcasmo:
—Mi madre tan exagerada como siempre —inmediatamente se puso a colocar la ropa en el ropero.
—¡Cacho cabrón! —Guillermo no pudo contenerse—, ¿no me vas a contar todo lo que pasó entre esa peazo de tía y tú? —por la expresión de la cara de Vito, supo que no le iba a contar nada; pero él insistió—: ¡Por la tele sí que está buena! Con ese cuerpo y el dinero que tiene, es que yo, ni vuelvo al pueblo. A ti qué más te da que se haya tirado a un regimiento. Sácale mucha pasta, y, luego, ni adiós.
—¡Vete ahora mismo! —gritó señalándole la puerta—. ¡No quiero verte más, ni aunque te estés muriendo! ¡Fuera!
Por primera vez, después de tantos años, Guillermo vio la ira en Vito. Herido de muerte sentimental, agachó la cabeza, abrió la puerta, pero antes de salir miró a Vito, moviendo reiteradamente la cabeza con evidente signo de desilusión. Dio un portazo al cerrar.
—¡Joder, que gilipollas soy! —Vito reaccionó rápidamente—. ¡Espera!
Guillermo lo oyó contestándole con el mayor reproche del que era capaz: Ignorarlo.
La actitud inesperada de su amigo dejó a Vito en estado dubitativo. Dos segundos se tomó para sacarle las alas a los zapatos. Detuvo a Guillermo justo en el mostrador de la recepción. El perdón se lo pidió dándole un cariñoso abrazo.
De igual manera lo perdonó Guillermo.
Los dos regresaron en silencio a la habitación.
—Lo que nos faltaba por tener —el recepcionista al botones—, una pareja de maricones. Reconozco que no se lo había notado.
—Yo creí, cuando lo del aparcamiento, que la mirada era de odio, pero ahora sé que es que le gusto —decía el botones con chulería—, y eso es importante para mí —mirándose de arriba abajo—, quiere decir que sabe apreciar donde hay un buen macho.
—¡Pssss! —llamada de atención del recepcionista—. ¡El dire!
Cuando entraron en la habitación, Vito se sentó en la cama, indicándole a Guillermo que ocupara una butaca que había frente a él. Estuvo en silencio mucho rato, con la cabeza caída, pensando cómo contarle lo que le ocurrió en Madrid. Una tos seca puso en guardia a Guillermo. Vito lo miraba fijamente:
—Es muy difícil para mí esta situación —Vito hizo una pausa—. No me tengas en cuenta lo de antes. Mis nervios están a punto de enloquecer. La crispación me domina. Por eso mi reacción. Consigo el trabajo de mi vida, y se puede ir al carajo por culpa de esa...; que como tiene tan poco dinero habrá vendido la exclusiva para enterrarse en más…, si la cogiera la… —estaba rígido, inmóvil, con cara de esquizofrénico.
—Vito ¡copón! que…
—¡Me cago en sus muertos! Cómo me ha utilizado la mamona… Si… —inesperadamente exclamó—: ¡Un momento! Se me ha venido a la cabeza un detalle… —se estrujaba los sesos—; ahora lo recuerdo perfectamente…
Guillermo lo observaba ensimismado.
—…Sí, sí, puede ser. La noche —profundamente abstraído— que me quedé en el apartamento de ella, vinieron sus primos…, y le dijeron que un tipo la estaba siguiendo y fotografiando. Entonces ella, con un cabreo de espanto, dijo que como lo cogiera lo capaba. Seguro que, todo esto, es también una putada para ella ¿no crees?
—Yo… —perdido—. ¿Quién la fotografiaba?
—No lo sé. Ni los primos tampoco ¡espera, espera! —se estrujaba las sienes—; ella les dijo que contrataran al mejor detective privado que existiera…, ¿cómo le llamaban, Vito, cómo le llamaban?... ¡ya lo tengo! se llama Nabucodonosor, sí, Nabucodonosor.
—¡Copón, no!
Ante la exclamación, Vito, salió del carrete recordatorio, mirándolo con pasmo.
—Macho —acercó la cabeza hacia Vito—, si ese detective es el famoso Nabu, seguro que se la ha tirado también ¡shú, madre! Ese tío es famoso porque se ha deshollinado hasta a la…
—¡Coño, ya está bien! ¡Cada vez que te refieres a ella, es para endiñarle un polvo más! —vuelta a lo mismo—. No tienes solución. Te lo digo por última vez; será lo que sea, pero en mi cara nadie la insulta ¿está claro?
—¡Vale, copón! —resignado—. Ya veo que estás enamorado de ella hasta los huesos. Amigo, sabes que te aprecio mucho pero tengo que decirte que lo vas a pasar muy putas.
—Guillermo, no quiero recordar nada del viaje a Madrid. Pero…, sí te diré una cosa a boca llena ¡yo no le he hecho el amor!
—¡Copón! —restregándose la barbilla—. Sí que es mala suerte. Porque si por lo menos lo hubieras hecho, seguirías estando en boca de todos con motivo. Te están tratando igual que si te hubieras acostado con ella. ¡Copón! Sí que es malafollá. ¿Puedo hacerte una pregunta para ver si me aclaro las ideas?
—Dime.
—¿Por qué no te la..., bueno, no hiciste el amor con ella?
—Porque no quise —con pena—. Pude hacerlo. Me gustaba con locura, y me sigue gustando con locura. Tuvimos un momento en que ella no ponía resistencia a mis deseos. Pero… no quise. Tú ya me conoces. Desde que la vi me deslumbró tanto que la desnudé con mi pensamiento, allí mismo, tras la barra. Para mi sorpresa, en un rato, la tuve a mi lado respirando de su aliento. ¿Sabes qué sentí? No. Ya se que no. Yo sí que lo sé, y tanto que lo sé, que tengo su olor metido en ésta —golpeos a la cabeza—. Lo único que pensaba era conocerla mejor para que, al entregarle mi corazón, descubriera todo el amor que sentía por ella. ¿Para qué la respeté?... ¡para que me pagara con esta cabronada! No merece ningún respeto. Me la tenía que haber follado como a una cualquiera —lo dicho le sonó tan mal que le entraron náuseas.
—No hables de esa forma que tú no eres así —tristón—. ¡Las ideas se me han aclarado! —quiso darle otro cariz (aspecto) al tema, para aliviar el sufrimiento de su amigo.
—¿Ideas? —tontón.
—Vito ¡está clarísimo! no os acostasteis porque tú no quisiste. Eso quiere decir que si tú hubieras querido… —puso intriga—, ella hubiera aceptado, por lo que, amigo mío, eso me confirma lo que dice la revista ¡que todo el que entraba en ese apartamento mojaba! Te pongas como te pongas te lo diré en voz alta ¡esa mujer no te merece, olvida a esa guarra ya, copón! —encogimiento corporal en espera de zurra.
—Ya lo sé —comprensiva tristeza—. Desde que la conocí, no he parado de darle vueltas a la cabeza ¡créetelo Guillermo! Y siempre he llegado a la misma conclusión, que tengo que olvidarla como sea. Si supieras el trabajo que me costó marcharme de su casa sin despedirme de ella…, y las veces que he estado a punto de volver a Madrid…, y la suerte mía es que no tengo ni su número del móvil ni del fijo.
—Me alegro de que no la hayas llamado. Has demostrado que eres un ejemplar en vías de extinción. ¡Copón, qué cabreo cogería al ver —eufórico— que, con todo el dinero que tiene y lo buena que está, la ignoraste! ¡Hay que tener un par de huevos para darle calabazas (rechazar) a una tía de ese gremio! Me da una rabia del copón que, la Dolores esa, te haga sufrir. Para olvidarla tienes que conocer a otro guayabo (muchacha joven y atractiva) cuanto antes. Acerquémonos a tomar algo al pueblo, que me han contado que hay aquí una maná (manada) de polacas que están buenísimas.
—¿Polacas? —ido.
—¡Sí, copón! las que vienen a la campaña de la fresa.
—¡Ya! Pero… ¿cómo nos vamos a entender?
—¡Estás mamahostia perdido! ¡Cómo si para eso se necesitara hablar! O ¿es que tú crees que los pobrecitos mudos no follan?
—Eres… —cabezadas insistentes— un capullo. Siempre pensando en lo mismo. A esas mujeres hay que respetarlas. ¿Te gustaría que si tu hermana se fuera al extranjero a trabajar, la trataran como tú hablas de las polacas?
—¡Mi hermana! ¡A mi hermana le gusta más que a mí! Te contaré un secreto, para que veas que yo también confío en ti —inconscientemente miró a su alrededor.
—Ten cuidado —riendo Vito—, que aquí hay micrófonos por todas partes.
—¡Es muy fuerte, copón! —bajando el tono de voz—. Mi hermana le está sacando los cuartos a tres cabrones de la capital.
—¡Guillermo!
—¡Yastá! —cortó por lo sano—. Vamos a dejar alto el pabellón español, que por aquí lo único que hay son morancos y negros… ¡buena gente, buena gente! —rectificó al ver la cara de Vito.
—Ya veo que tu cerebro no da para más.
—¿Y el tuyo? que por pensar siempre en el bien de los demás te comes dos mierdas. No. Esta vez te has comido todas las letrinas, llenas hasta el techo, de un campamento de reclutas. Además, con ir a tomarnos una copa y si sale se aprovecha y si no pa casa, ¿qué perdemos?
—Sí que me hace falta. Con la condición de que de líos nada, ¿eh?
—Te lo juro por ti ¡jejejeje!
—¡Te voy a…! —se abalanzó hacia él en plan broma—. Me voy a dar una ducha antes, porque como me huelan las polacas, emigran en cuanto se nos acerquen.
—¡Copón, de eso nada! Para más seguridad, si quieres, te paso yo la manopla de esparto.
—¡Cinco minutos! —desde el baño.
—¡Una advertencia! —le gritó Guillermo—. ¡Cómo se te ocurra mirar a alguna, con esa cara de Romeo que pones cuando te gusta una tía, te doy una hostia. Tú no te vuelves a enamorar hasta que yo te dé permiso.
Oyó las carcajadas de Vito.
—¡Copón, por fin está animao! —murmuró Guillermo.
—¡Oiga! —le gritó un empleado que llegaba corriendo—. ¡Ahí no se puede aparcar, está reservado!
Vito sacó el R-18, aparcándolo a pleno sol. Camino de la recepción, oyó lo que le decía el inesperado guardia de tráfico a un varón trajeado que estaba en la entrada:
—Es un pringao que viene a tomar café para presumir de que lo toma en el Paraíso. Quería aparcar esa chatarra a la sombrita ¡no te jode! —los dos entraron antes de que él llegara a la entrada.
—¡Buenas tardes! —Vito, al llegar al mostrador de la recepción.
—¡Buenas tardes! La cafetería, por ahí —le indicó con el índice el recepcionista.
—No. Yo. Verá —entrecortado—. Tengo una habitación reservada.
Al recepcionista se le cambió la cara.
—¿Una habitación? —dificultad en el habla—. Si… —miró al guardia de tráfico, que le esquivó la mirada—. ¡Perdone, perdone! —nervioso a más no poder—. ¿A nombre de quién?
—Pues, la verdad… no sé si a nombre de Victoriano, o de El Corte Onubense.
—¡Mil disculpas, don Victoriano! Por lo del aparcamiento. Ha sido un lapsus. La habitación ya la tiene preparada.
El recepcionista miró a su compañero con tan mala leche que éste le pidió las llaves del coche a Vito, saliendo zumbando a aparcarlo bajo techo.
—¿Equipaje? —con empalagamiento.
—No. Por ahora no.
El recepcionista lo miró con extrañeza.
—¿Por dónde la habitación? —preguntó Vito con prisas.
—Un momento, por favor, que en un instante le acompaña mi compañero —atención exquisita—. Si lo desea puede pasar a la cafetería.
—No. Muchas gracias.
—¡Ya está aquí! —al regresar el botones, después de aparcar el R-18—. Acompaña al señor a la habitación.
El botones buscaba con la mirada el equipaje.
—No hay equipaje —le dijo el recepcionista.
Éste agachó la cerviz, marcando con la mirada el camino a Vito.
—Don Victoriano —le decía el recepcionista—, marque el cero para cualquier cosa que desee. ¡Que tenga una muy buena estancia aquí! —pensando—: <"¡Al Pepe (el botones) me lo cargo! Como este hombre le diga algo al director, el Pepe no respira más. ¡Ahora que me han prometido una subida de sueldo!>>.
Vito se entregó en cuerpo y alma a lo que más necesitaba en ese momento: darle gusto a la cama. Desde la última conversación con su madre, no dejó de sentir un ronroneo (producir desazón un pensamiento persistente). Para quitárselo de la cabeza aprovechó la tranquilidad penumbrosa, con la que había decorado la habitación, para darle vida, uno por uno, a los mejores recuerdos en los acontecimientos festivos del año pasado en Bonares, y que este año se había perdido como consecuencia del nuevo trabajo: la Verbena de la Cruz de Mayo; el Romerito; la procesión de las doce Cruces de Mayo, siguiendo la tradición desde 1798, que al finalizar la misa en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, recorren el centro del pueblo, para finalizar en la plaza de la Constitución, rememorando, con más que un pique entre ellas, cada una las tres caídas que sufrió Jesucristo camino del monte Calvario, que, por la belleza que les caracteriza, ha sido declarada de Interés Turístico Nacional de Andalucía; y la romería del Rocío.
Tanto recordatorio para tan cansado cuerpo, le produjo un sueño profundo, dándole la oportunidad de continuar, con ellos, soñándolo.
A las nueve de la noche se despertó sobresaltado al oír el teléfono de la habitación:
—¿Dígame? —voz penumbrosa.
—…
—Ahora mismo voy.
Salió pitando, ni siquiera concedió un refrescar a la hinchazón de los ojos después de tan glotona y reparadora siesta.
—¡No te dije que me dieras un toque al móvil antes de llegar! —recriminó a Guillermo.
—¡Copón, vaya recibimiento! Te he estado dando toques desde las siete, pero tu móvil está apagado o fuera de cobertura.
—No te lo crees… —sacando al móvil del bolsillo—, ¡perdona!, se ha quedado sin batería. Espero que mi madre no se haya olvidado del cargador. ¿Dónde está la ropa?
—En el coche.
—Y… ¿por qué no la has traído?
—¡Tú te crees que yo soy una burra, copón!
Vito lo miró extrañado.
—¡Que son diez bolsas, ¡copón!, diez bolsas.
—¡¿Diez bolsas?!
—Don Victoriano, no se preocupe —les interrumpió el recepcionista— que ahora mismo le llevamos todas las bolsas a la habitación —le hizo una señal al botones.
—Mientras, aprovecharé para refrescarme la cara —dijo Vito todavía adormilado.
El botones acompañó a Guillermo al coche. El transporte de las bolsas se lo repartieron: seis llevaba el botones, y cuatro Guillermo.
—Esto es el último grito en equipaje ¡jejejeje! —mofa del botones.
—Como vuelvas —muy bajito, a un centímetro de la oreja del botones— a reírte de mi amigo —a medida que hablaba iba elevando el volumen—, te voy a dar una hostia que vas a tocar las palmas con las orejas.
Al botones, que también fue capaz de escuchar la mirada de Guillermo, no se le oía ni la respiración, y eso que iba asfixiado.
Cuando el equipaje fue entregado a su propietario, no faltó sarcasmo:
—Mi madre tan exagerada como siempre —inmediatamente se puso a colocar la ropa en el ropero.
—¡Cacho cabrón! —Guillermo no pudo contenerse—, ¿no me vas a contar todo lo que pasó entre esa peazo de tía y tú? —por la expresión de la cara de Vito, supo que no le iba a contar nada; pero él insistió—: ¡Por la tele sí que está buena! Con ese cuerpo y el dinero que tiene, es que yo, ni vuelvo al pueblo. A ti qué más te da que se haya tirado a un regimiento. Sácale mucha pasta, y, luego, ni adiós.
—¡Vete ahora mismo! —gritó señalándole la puerta—. ¡No quiero verte más, ni aunque te estés muriendo! ¡Fuera!
Por primera vez, después de tantos años, Guillermo vio la ira en Vito. Herido de muerte sentimental, agachó la cabeza, abrió la puerta, pero antes de salir miró a Vito, moviendo reiteradamente la cabeza con evidente signo de desilusión. Dio un portazo al cerrar.
—¡Joder, que gilipollas soy! —Vito reaccionó rápidamente—. ¡Espera!
Guillermo lo oyó contestándole con el mayor reproche del que era capaz: Ignorarlo.
La actitud inesperada de su amigo dejó a Vito en estado dubitativo. Dos segundos se tomó para sacarle las alas a los zapatos. Detuvo a Guillermo justo en el mostrador de la recepción. El perdón se lo pidió dándole un cariñoso abrazo.
De igual manera lo perdonó Guillermo.
Los dos regresaron en silencio a la habitación.
—Lo que nos faltaba por tener —el recepcionista al botones—, una pareja de maricones. Reconozco que no se lo había notado.
—Yo creí, cuando lo del aparcamiento, que la mirada era de odio, pero ahora sé que es que le gusto —decía el botones con chulería—, y eso es importante para mí —mirándose de arriba abajo—, quiere decir que sabe apreciar donde hay un buen macho.
—¡Pssss! —llamada de atención del recepcionista—. ¡El dire!
Cuando entraron en la habitación, Vito se sentó en la cama, indicándole a Guillermo que ocupara una butaca que había frente a él. Estuvo en silencio mucho rato, con la cabeza caída, pensando cómo contarle lo que le ocurrió en Madrid. Una tos seca puso en guardia a Guillermo. Vito lo miraba fijamente:
—Es muy difícil para mí esta situación —Vito hizo una pausa—. No me tengas en cuenta lo de antes. Mis nervios están a punto de enloquecer. La crispación me domina. Por eso mi reacción. Consigo el trabajo de mi vida, y se puede ir al carajo por culpa de esa...; que como tiene tan poco dinero habrá vendido la exclusiva para enterrarse en más…, si la cogiera la… —estaba rígido, inmóvil, con cara de esquizofrénico.
—Vito ¡copón! que…
—¡Me cago en sus muertos! Cómo me ha utilizado la mamona… Si… —inesperadamente exclamó—: ¡Un momento! Se me ha venido a la cabeza un detalle… —se estrujaba los sesos—; ahora lo recuerdo perfectamente…
Guillermo lo observaba ensimismado.
—…Sí, sí, puede ser. La noche —profundamente abstraído— que me quedé en el apartamento de ella, vinieron sus primos…, y le dijeron que un tipo la estaba siguiendo y fotografiando. Entonces ella, con un cabreo de espanto, dijo que como lo cogiera lo capaba. Seguro que, todo esto, es también una putada para ella ¿no crees?
—Yo… —perdido—. ¿Quién la fotografiaba?
—No lo sé. Ni los primos tampoco ¡espera, espera! —se estrujaba las sienes—; ella les dijo que contrataran al mejor detective privado que existiera…, ¿cómo le llamaban, Vito, cómo le llamaban?... ¡ya lo tengo! se llama Nabucodonosor, sí, Nabucodonosor.
—¡Copón, no!
Ante la exclamación, Vito, salió del carrete recordatorio, mirándolo con pasmo.
—Macho —acercó la cabeza hacia Vito—, si ese detective es el famoso Nabu, seguro que se la ha tirado también ¡shú, madre! Ese tío es famoso porque se ha deshollinado hasta a la…
—¡Coño, ya está bien! ¡Cada vez que te refieres a ella, es para endiñarle un polvo más! —vuelta a lo mismo—. No tienes solución. Te lo digo por última vez; será lo que sea, pero en mi cara nadie la insulta ¿está claro?
—¡Vale, copón! —resignado—. Ya veo que estás enamorado de ella hasta los huesos. Amigo, sabes que te aprecio mucho pero tengo que decirte que lo vas a pasar muy putas.
—Guillermo, no quiero recordar nada del viaje a Madrid. Pero…, sí te diré una cosa a boca llena ¡yo no le he hecho el amor!
—¡Copón! —restregándose la barbilla—. Sí que es mala suerte. Porque si por lo menos lo hubieras hecho, seguirías estando en boca de todos con motivo. Te están tratando igual que si te hubieras acostado con ella. ¡Copón! Sí que es malafollá. ¿Puedo hacerte una pregunta para ver si me aclaro las ideas?
—Dime.
—¿Por qué no te la..., bueno, no hiciste el amor con ella?
—Porque no quise —con pena—. Pude hacerlo. Me gustaba con locura, y me sigue gustando con locura. Tuvimos un momento en que ella no ponía resistencia a mis deseos. Pero… no quise. Tú ya me conoces. Desde que la vi me deslumbró tanto que la desnudé con mi pensamiento, allí mismo, tras la barra. Para mi sorpresa, en un rato, la tuve a mi lado respirando de su aliento. ¿Sabes qué sentí? No. Ya se que no. Yo sí que lo sé, y tanto que lo sé, que tengo su olor metido en ésta —golpeos a la cabeza—. Lo único que pensaba era conocerla mejor para que, al entregarle mi corazón, descubriera todo el amor que sentía por ella. ¿Para qué la respeté?... ¡para que me pagara con esta cabronada! No merece ningún respeto. Me la tenía que haber follado como a una cualquiera —lo dicho le sonó tan mal que le entraron náuseas.
—No hables de esa forma que tú no eres así —tristón—. ¡Las ideas se me han aclarado! —quiso darle otro cariz (aspecto) al tema, para aliviar el sufrimiento de su amigo.
—¿Ideas? —tontón.
—Vito ¡está clarísimo! no os acostasteis porque tú no quisiste. Eso quiere decir que si tú hubieras querido… —puso intriga—, ella hubiera aceptado, por lo que, amigo mío, eso me confirma lo que dice la revista ¡que todo el que entraba en ese apartamento mojaba! Te pongas como te pongas te lo diré en voz alta ¡esa mujer no te merece, olvida a esa guarra ya, copón! —encogimiento corporal en espera de zurra.
—Ya lo sé —comprensiva tristeza—. Desde que la conocí, no he parado de darle vueltas a la cabeza ¡créetelo Guillermo! Y siempre he llegado a la misma conclusión, que tengo que olvidarla como sea. Si supieras el trabajo que me costó marcharme de su casa sin despedirme de ella…, y las veces que he estado a punto de volver a Madrid…, y la suerte mía es que no tengo ni su número del móvil ni del fijo.
—Me alegro de que no la hayas llamado. Has demostrado que eres un ejemplar en vías de extinción. ¡Copón, qué cabreo cogería al ver —eufórico— que, con todo el dinero que tiene y lo buena que está, la ignoraste! ¡Hay que tener un par de huevos para darle calabazas (rechazar) a una tía de ese gremio! Me da una rabia del copón que, la Dolores esa, te haga sufrir. Para olvidarla tienes que conocer a otro guayabo (muchacha joven y atractiva) cuanto antes. Acerquémonos a tomar algo al pueblo, que me han contado que hay aquí una maná (manada) de polacas que están buenísimas.
—¿Polacas? —ido.
—¡Sí, copón! las que vienen a la campaña de la fresa.
—¡Ya! Pero… ¿cómo nos vamos a entender?
—¡Estás mamahostia perdido! ¡Cómo si para eso se necesitara hablar! O ¿es que tú crees que los pobrecitos mudos no follan?
—Eres… —cabezadas insistentes— un capullo. Siempre pensando en lo mismo. A esas mujeres hay que respetarlas. ¿Te gustaría que si tu hermana se fuera al extranjero a trabajar, la trataran como tú hablas de las polacas?
—¡Mi hermana! ¡A mi hermana le gusta más que a mí! Te contaré un secreto, para que veas que yo también confío en ti —inconscientemente miró a su alrededor.
—Ten cuidado —riendo Vito—, que aquí hay micrófonos por todas partes.
—¡Es muy fuerte, copón! —bajando el tono de voz—. Mi hermana le está sacando los cuartos a tres cabrones de la capital.
—¡Guillermo!
—¡Yastá! —cortó por lo sano—. Vamos a dejar alto el pabellón español, que por aquí lo único que hay son morancos y negros… ¡buena gente, buena gente! —rectificó al ver la cara de Vito.
—Ya veo que tu cerebro no da para más.
—¿Y el tuyo? que por pensar siempre en el bien de los demás te comes dos mierdas. No. Esta vez te has comido todas las letrinas, llenas hasta el techo, de un campamento de reclutas. Además, con ir a tomarnos una copa y si sale se aprovecha y si no pa casa, ¿qué perdemos?
—Sí que me hace falta. Con la condición de que de líos nada, ¿eh?
—Te lo juro por ti ¡jejejeje!
—¡Te voy a…! —se abalanzó hacia él en plan broma—. Me voy a dar una ducha antes, porque como me huelan las polacas, emigran en cuanto se nos acerquen.
—¡Copón, de eso nada! Para más seguridad, si quieres, te paso yo la manopla de esparto.
—¡Cinco minutos! —desde el baño.
—¡Una advertencia! —le gritó Guillermo—. ¡Cómo se te ocurra mirar a alguna, con esa cara de Romeo que pones cuando te gusta una tía, te doy una hostia. Tú no te vuelves a enamorar hasta que yo te dé permiso.
Oyó las carcajadas de Vito.
—¡Copón, por fin está animao! —murmuró Guillermo.
Próximo miércoles 25 de abril: Capítulos 46 y 47
02 abril 2007
CAPÍTULO 44 (Los ilusos son neonatos de la realidad - jibr).
Cuando Vito llegó al R-18, vio que de la gabardina, a la altura del pecho, manaba sudor.
—Esto no es nada para cuando me meta dentro —se dijo—. No va a ser un R-18 ¡va a ser una re-sauna! después de todo el día absorbiendo las flatulencias achicharrantes del Rubio (el Sol) que hoy está más cabreado que nunca. Seguro que, dentro, hace más de sesenta grados.
Sin pensárselo dos veces, entró. La mancha de sudor en la gabardina comenzó a evaporarse. Ni una plancha incandescente la hubiera secado tan rápido. Asfixiado y casi inútil para desenvolverse, como pudo, le dio al contacto, saliendo como una bala, a la vez que, torpemente, manipulaba la ventanilla de su lado, para bajarla. Hablando solo, partió para el Paraíso:
—Antes de salir tenía que haber abierto todas las ventanillas —se decía—. En cuanto cobre, me compro uno con aire acondicionado. ¡Joder con el Pablo! ¿Cómo me dijo?... Un BMW Z…, ¿cuál era el número?; ¡a ver si me puedo comprar un Hyundai Atos! porque, diga lo que diga Cifuentes, yo creo que, de esta, me echan.
A mitad de camino hacia Mazagón, y después de cerciorarse de que no había moros en la costa, comenzó a dejar un reguero de pistas al ir tirando por la ventanilla: la gorra; unos metros más adelante, la peluca, que le costó trabajo quitársela porque el sudor actuaba de pegamento sobre sus cabellos empapados; unos cientos de metros más adelante, la barba, que le hizo escupir pelos; y por último las gafas, que eran tan oscuras que del encandilamiento que tuvo al quitárselas, casi se sale de la carretera. Faltando dos kilómetros para llegar a la entrada de Mazagón, orilló el coche fuera de la estela alquitranada. Abrió la puerta con violencia asfixiada, bajándose rápidamente y mirando a un lado y a otro para ver si venía alguien, y, ante la soledad, se quitó la gabardina. Tan empapado en sudor estaba que el brusco cambio de temperatura le hizo sentir un frío polar. Exclamando:
—¡Joder, seguro que me resfrío! Tendré que tomarme cuanto antes un café caliente para exorcizar al frío.
Se encorajinó al acordarse cuando realizó el ritual del café en el restaurante de Madrid y Dolo se pitorreó de él. Tiró con rabia la gabardina a la cuneta. Diciendo:
—Como alguien se la ponga y entre en El Corte Onubense, ¡va apañao! —la escondió un poco—. ¡Joder, que tenía que devolverlo todo! —fue a recogerla pero se arrepintió—. ¡Qué me lo descuenten! ¡Si estoy a gastos pagados!
Picando billetes continuó la huída. A las tres de la tarde llegó a la entrada de la playa de Mazagón. Dudó si dirigirse al Paraíso o comer en la terraza de algún restaurante. Tomó la siguiente decisión:
—Seguro que aquí todavía no ha llegado el Diez Moniatos. Comeré en una terraza.
Aparcó junto a la plaza Dr. Odón Betanzos, dirigiéndose a la avenida Fuentepiña, que, desde que la remodelaron para hacerla peatonal, la llaman “La calle de los Tampax” por el diseño que tienen las farolas que la iluminan. Paseaba, por la avenida, de arriba abajo y de abajo arriba, intentando decidirse por uno de los siete u ocho restaurantes que existen, y que él ya había probado en los veranos anteriores. Hasta para elegir el lugar donde comer, entró en un dilema:
—¿En cuál me siento? —se decía paseando—. Todos tienen calidad. Sobre todo en el pescado, que suele ser del día. Me gusta “El Choco”, pero también me gusta el “Torre del Loro”. Aburrió a la indecisión. ¡Vale ya! —se reprochó—. En el “Torre del Loro” mismo.
Eligió una mesa, bajo una sombrilla donde podía disfrutar de sol y sombra.
—<"Primero —pensaba—, me sentaré al sol para que me quite la tembladera escalofriante que tengo, y después me pasaré a la sombra. Qué poca gente hay.>> ¡Mejor! —se dijo por lo bajini.
Inmediatamente llegó el camarero. Vito lo reconoció, era el mismo que le atendió el verano pasado, pero el nombre lo seguía desconociendo.
—¡Buenas tardes! —el camarero, campechano—. Este año ha madrugado el verano. ¿Ya definitivo?
—¡Hola! —educado—. No. Sólo durante unos días. El tiempo de encontrar algo para arrendar este verano —pensando—: <"Por qué le tengo que dar explicaciones, si no me las ha pedido. Además, metiéndole un embuste.>>
—Yo le puedo facilitar un número de teléfono… —servicial al máximo, pero Vito impidió que continuara.
—Gracias, pero —para que no le descubriera el embuste—, primero, veré algunas cosas que ya tengo en cartera. Si no son de mi agrado se lo pido, ¿de acuerdo?
—Como quiera —desenfundó una libreta pequeña.
—Tanque de cerveza —pedía Vito—; un tomate —es típico, en Mazagón, comer de entrante el tomate crudo cortado en rodajas y aliñado con sal, vinagre de vino, aceite de oliva virgen extra y, salpicado por encima como si fueran copos de nieve, ajo crudo muy picado—; ¡ah!, para empezar cuatro cañaillas (cañadilla: Murex brandaris. Molusco gasterópodo –caracol- marino comestible, que segrega un líquido colorante con que los antiguos fabricaban la púrpura).
—¡Cañaillas, no!, no han entrado hoy, ¡lo siento!
—¡Vaya! —decepcionado—. ¿Gambas?
—¡Buenísimas! ¿Cocidas o a la plancha?
—Mejor…, que hace tiempo que no lo como, calamares del campo (aros de pimientos y cebollas, cortados muy finos, rebozados y fritos), pero sólo media ración.
—¿Algo más?
—Media de boquerones fritos, pero si son blancos de la costa —el camarero le dijo que sí con la cabeza— y media de pez rosado frito.
—¡Sobre la marcha!
—¡Un momento, por favor!
—¿Si?
—¿Tienen, el As?
—Ahora se lo traigo.
Durante el tiempo empleado en echar un garbeo visual por los alrededores, le llegaron la cerveza y el As. Por fin consiguió masticar la tranquilidad. Pensando:
—<"Llamaré a casa para decirles porqué pasaré aquí unos días. ¡Está apagado! ¡Seguro que se ha chambao (roto) por el calor infernal que me guardaba el coche! —lo puso en funcionamiento—. ¡Menos mal!>> —hizo la llamada:
—…
—Madre, soy yo.
—…
—Escúchame madre —respiró profundamente—. Lo tengo todo controlado. Mi jefe me ha pagado unas vacaciones en el Paraíso de Mazagón.
—…
—Madre estoy muy bien.
—…
—En estos momentos almorzando en el “Torre del Loro”.
—…
—¡En Mazagón!
—…
—Hasta que pase el revuelo. Dile…
—…
—Te conozco y sé que estás sufriendo mucho, pero te juro que todo va de maravilla. ¡Eso sí! no se te ocurra decirle a nadie que estoy aquí. A quien te pregunte le dices que me he ido a Alemania.
—…
—Ignora al periodista de la puerta, ¡ya se aburrirá! Tú estate tranquila que yo estoy perfectamente y, además, de vacaciones pagadas.
—…
—Madre, olvida al periodista. Lo más importante es que no se te escape que estoy en el Paraíso. De esa forma me dejarán tranquilo y se olvidarán pronto de mí.
—…
—No sé, madre. Tres días, una semana, no lo sé de verdad. Explícaselo a papá.
—…
—¡Que está muy contento?
—…
—Dile que se deje de decir tonterías. Que yo no soy ningún famoso. Adviértele de que si descubren donde estoy, no aparezco más por casa. ¡Y que me echarán del trabajo!
—…
—Díselo de esa manera. Aconséjale que no se tome, por ahora, su media botellita, como el dice, que lo largará.
—…
—¿Que se han agotado todos los Diez Moniatos?
—…
—¡Madre, por la Santa! Dile, a esas que, de autógrafos, nada. Están todos locos. Tú no le eches cuenta, ya se les pasará.
—…
—Es verdad. Se me había olvidado el Corpus. ¡Puuufff! Por ponerme al día en el trabajo me he perdido la Verbena de la Cruz, el Romerito, las Caídas, el Rocío y, ahora,… —dio un trago a la cerveza—. No. El Corpus no me lo perderé.
—…
—Me da igual. Sí, sí, iré el domingo. Prepárame una maleta, no, una maleta no, que llamará la atención. Mete en una bolsa de las grandes de El Corte Onubense algo de ropa limpia y el traje. Iré directamente desde aquí a la misa.
—…
—No. Yo no iré a recogerla. Llama por teléfono a Guillermo y se lo explicas. No. Mejor lo llamaré yo. Tú ten preparada la bolsa cuanto antes. Madre, un beso, que se me enfría la comida. Adiós.
Al terminar la conversación se dio cuenta de que el camarero le había dejado todo el pedido. Mientras comía pensaba qué le iba a decir a Guillermo:
—<"Éste es capaz de venderme para chulear que es amigo mío. Lo conozco muy bien. Más tarde lo llamaré.>>
Consiguió olvidarse del asunto leyendo el As. Al terminar observó que en la puerta del bar estaba otro camarero cuchicheando con un, para él, desconocido. Se puso nervioso. Los dos lo miraban y sonreían entre ellos. Vito no pudo evitar pensar:
—<"Imposible que éstos hayan leído el Diez Moniatos. Tengo que olvidarme de que la gente me observa, o me volveré loco cada vez que alguien me mire.>>
En ese momento, los dos vigías (vigilantes) llamaron al camarero que atendió a Vito, y entraron corriendo al restaurante.
Vito observó que el camarero que lo atendió se detuvo dentro, a unos pasos de la puerta, mirando un buen rato hacia el techo, hasta que, muy alterado, se volvió hacia los dos vigías diciéndoles algo; los tres alargaron el cuello para mirar a Vito, que murmuró:
—Me están mosqueando. Voy a ir a los servicios a ver qué pasa.
Con decisión desnaturalizada por presentimiento, se levantó dirigiéndose a la entrada. Los tres se separaron rápidamente. No tenía la menor duda de que lo miraban, de reojo, al entrar.
—<"No lo entiendo —pensó.>>
Entró en los servicios. Como no hizo nada, regresó al instante. Antes de salir a la calle descubrió el cachondeito. Lo estaba emitiendo la televisión. La portada del Diez Moniatos ocupaba toda la pantalla. Una voz femenina hablaba de Dolo. Toda su sangre se le concentró en la cabeza. Tuvo que sacudirla para poder pensar:
—<"Lo que me faltaba. Tengo que ser inteligente.>>
Discurrió rápidamente, y sin inquietarse, se quedó mirando la televisión. Tragó saliva y dijo:
—¿Te has fijao? —le decía al camarero que lo atendió—. Ese tío es clavado a mí. ¿Quién es?
—No nos hemos enterado de su nombre —con tono desilusionado.
—Vaya suerte que tienen algunos. La tía es que está buenísima. Ahora que lo pienso, ¿a que creíais que ése era yo? —silencio afirmativo—. ¡Jajajaja! —Vito se marchó a su mesa:
—<"Esto es increíble. Hasta en la televisión. ¡Ya no me salva ni la madre que me parió!>>
Alerta de su móvil. Muy afectado atendió la llamada sin ver de quién procedía:
—Dime, madre.
—…
—Le dije a mi madre que no te llamara, que ya lo haría yo.
—…
—¡Ah, que no te ha llamado! ¿Y…?
—…
—¡Ahora me acuerdo! Desconecté el móvil para que me dejaran tranquilo. Aprovecharé que me has llamado para…
—…
—Antes… ¿puedo confiar en ti?
—…
—Me lo esperaba, pero como me la juegues perdemos las amistades. Piensa, por favor, que me…
—…
—Sí, me acabo de ver en la televisión. También me ha dicho mi madre que hay un periodista que no se mueve de la puerta de mi casa.
—…
—¡Tres! Por eso. Escúchame bien. Tú sabes que mi casa da a dos calles…
—…
—Vale, vale, ya sé que no eres tonto. Para que no te descubran, aparca tu coche en la puerta de mi cochera. Entra en mi casa por la puerta principal, coges lo que tenga preparado mi madre y sales por la cochera. Te vienes al Paraíso, pero antes de llegar me das un toque al móvil. ¿Te has enterado bien? ¡Mira que me la estoy jugando!
—…
—Estupendo. Hasta luego.
Vito resopló. Hojeaba el As sin dejar de pensar qué haría a partir de ahora. Pidió la cuenta al camarero.
—Son quince euros —mirada inspectora.
—Tome.
—¿Seguro que tampoco es su hermano gemelo? —el camarero con malicia.
—Yo no tengo hermanos. No sea inculto. A su edad todavía no sabe que todos tenemos un doble. Pues ése es mi doble, y el suyo estará por ahí —pensando—: <"A que lo mando a tomar por culo…>>.
—Pero…
—Pero ¿qué? —ante la insistencia se alteró—. Tú crees que si yo fuera ése, iba a estar aquí hablando contigo.
—Claro, claro, claro, lleva usted toda la razón. Gracias por la visita —huída cabizbaja.
—Adiós.
A esa hora el sol pegaba como en pleno Agosto. Al llegar al R-18, Vito se dijo:
—Antes de montarme en el coche, abriré todas las puertas, porque si entro del tirón se me van a poner los huevos duros, como dice el burro de mi amigo Guillermo.
Esa expresión le había provocado una sonrisa que le duró hasta que abrió las cuatro puertas. Con ellas abiertas; sentado a lo amazona en el sillón del conductor, sin tocar nada, lo puso en marcha, esperando fuera mientras se ventilaba el interior. A medida que iba cerrando las puertas, bajaba los cristales de la ventanilla correspondiente.
—¡Dios, cómo quema esto! —chilló al apoyar la mano izquierda en el volante y la derecha en la palanca del cambio. Tuvo que soplarse la palma de la mano derecha, y, al verla, exclamó—: ¡Joder, se me ha quedado tatuado el dibujo del recorrido de las marchas! —soplado persistente.
Eligió la ruta para el Paraíso por la carretera que va al Coto de Doñana. De esa manera evitó cruzar el pueblo y que alguien lo reconociera.
—Esto no es nada para cuando me meta dentro —se dijo—. No va a ser un R-18 ¡va a ser una re-sauna! después de todo el día absorbiendo las flatulencias achicharrantes del Rubio (el Sol) que hoy está más cabreado que nunca. Seguro que, dentro, hace más de sesenta grados.
Sin pensárselo dos veces, entró. La mancha de sudor en la gabardina comenzó a evaporarse. Ni una plancha incandescente la hubiera secado tan rápido. Asfixiado y casi inútil para desenvolverse, como pudo, le dio al contacto, saliendo como una bala, a la vez que, torpemente, manipulaba la ventanilla de su lado, para bajarla. Hablando solo, partió para el Paraíso:
—Antes de salir tenía que haber abierto todas las ventanillas —se decía—. En cuanto cobre, me compro uno con aire acondicionado. ¡Joder con el Pablo! ¿Cómo me dijo?... Un BMW Z…, ¿cuál era el número?; ¡a ver si me puedo comprar un Hyundai Atos! porque, diga lo que diga Cifuentes, yo creo que, de esta, me echan.
A mitad de camino hacia Mazagón, y después de cerciorarse de que no había moros en la costa, comenzó a dejar un reguero de pistas al ir tirando por la ventanilla: la gorra; unos metros más adelante, la peluca, que le costó trabajo quitársela porque el sudor actuaba de pegamento sobre sus cabellos empapados; unos cientos de metros más adelante, la barba, que le hizo escupir pelos; y por último las gafas, que eran tan oscuras que del encandilamiento que tuvo al quitárselas, casi se sale de la carretera. Faltando dos kilómetros para llegar a la entrada de Mazagón, orilló el coche fuera de la estela alquitranada. Abrió la puerta con violencia asfixiada, bajándose rápidamente y mirando a un lado y a otro para ver si venía alguien, y, ante la soledad, se quitó la gabardina. Tan empapado en sudor estaba que el brusco cambio de temperatura le hizo sentir un frío polar. Exclamando:
—¡Joder, seguro que me resfrío! Tendré que tomarme cuanto antes un café caliente para exorcizar al frío.
Se encorajinó al acordarse cuando realizó el ritual del café en el restaurante de Madrid y Dolo se pitorreó de él. Tiró con rabia la gabardina a la cuneta. Diciendo:
—Como alguien se la ponga y entre en El Corte Onubense, ¡va apañao! —la escondió un poco—. ¡Joder, que tenía que devolverlo todo! —fue a recogerla pero se arrepintió—. ¡Qué me lo descuenten! ¡Si estoy a gastos pagados!
Picando billetes continuó la huída. A las tres de la tarde llegó a la entrada de la playa de Mazagón. Dudó si dirigirse al Paraíso o comer en la terraza de algún restaurante. Tomó la siguiente decisión:
—Seguro que aquí todavía no ha llegado el Diez Moniatos. Comeré en una terraza.
Aparcó junto a la plaza Dr. Odón Betanzos, dirigiéndose a la avenida Fuentepiña, que, desde que la remodelaron para hacerla peatonal, la llaman “La calle de los Tampax” por el diseño que tienen las farolas que la iluminan. Paseaba, por la avenida, de arriba abajo y de abajo arriba, intentando decidirse por uno de los siete u ocho restaurantes que existen, y que él ya había probado en los veranos anteriores. Hasta para elegir el lugar donde comer, entró en un dilema:
—¿En cuál me siento? —se decía paseando—. Todos tienen calidad. Sobre todo en el pescado, que suele ser del día. Me gusta “El Choco”, pero también me gusta el “Torre del Loro”. Aburrió a la indecisión. ¡Vale ya! —se reprochó—. En el “Torre del Loro” mismo.
Eligió una mesa, bajo una sombrilla donde podía disfrutar de sol y sombra.
—<"Primero —pensaba—, me sentaré al sol para que me quite la tembladera escalofriante que tengo, y después me pasaré a la sombra. Qué poca gente hay.>> ¡Mejor! —se dijo por lo bajini.
Inmediatamente llegó el camarero. Vito lo reconoció, era el mismo que le atendió el verano pasado, pero el nombre lo seguía desconociendo.
—¡Buenas tardes! —el camarero, campechano—. Este año ha madrugado el verano. ¿Ya definitivo?
—¡Hola! —educado—. No. Sólo durante unos días. El tiempo de encontrar algo para arrendar este verano —pensando—: <"Por qué le tengo que dar explicaciones, si no me las ha pedido. Además, metiéndole un embuste.>>
—Yo le puedo facilitar un número de teléfono… —servicial al máximo, pero Vito impidió que continuara.
—Gracias, pero —para que no le descubriera el embuste—, primero, veré algunas cosas que ya tengo en cartera. Si no son de mi agrado se lo pido, ¿de acuerdo?
—Como quiera —desenfundó una libreta pequeña.
—Tanque de cerveza —pedía Vito—; un tomate —es típico, en Mazagón, comer de entrante el tomate crudo cortado en rodajas y aliñado con sal, vinagre de vino, aceite de oliva virgen extra y, salpicado por encima como si fueran copos de nieve, ajo crudo muy picado—; ¡ah!, para empezar cuatro cañaillas (cañadilla: Murex brandaris. Molusco gasterópodo –caracol- marino comestible, que segrega un líquido colorante con que los antiguos fabricaban la púrpura).
—¡Cañaillas, no!, no han entrado hoy, ¡lo siento!
—¡Vaya! —decepcionado—. ¿Gambas?
—¡Buenísimas! ¿Cocidas o a la plancha?
—Mejor…, que hace tiempo que no lo como, calamares del campo (aros de pimientos y cebollas, cortados muy finos, rebozados y fritos), pero sólo media ración.
—¿Algo más?
—Media de boquerones fritos, pero si son blancos de la costa —el camarero le dijo que sí con la cabeza— y media de pez rosado frito.
—¡Sobre la marcha!
—¡Un momento, por favor!
—¿Si?
—¿Tienen, el As?
—Ahora se lo traigo.
Durante el tiempo empleado en echar un garbeo visual por los alrededores, le llegaron la cerveza y el As. Por fin consiguió masticar la tranquilidad. Pensando:
—<"Llamaré a casa para decirles porqué pasaré aquí unos días. ¡Está apagado! ¡Seguro que se ha chambao (roto) por el calor infernal que me guardaba el coche! —lo puso en funcionamiento—. ¡Menos mal!>> —hizo la llamada:
—…
—Madre, soy yo.
—…
—Escúchame madre —respiró profundamente—. Lo tengo todo controlado. Mi jefe me ha pagado unas vacaciones en el Paraíso de Mazagón.
—…
—Madre estoy muy bien.
—…
—En estos momentos almorzando en el “Torre del Loro”.
—…
—¡En Mazagón!
—…
—Hasta que pase el revuelo. Dile…
—…
—Te conozco y sé que estás sufriendo mucho, pero te juro que todo va de maravilla. ¡Eso sí! no se te ocurra decirle a nadie que estoy aquí. A quien te pregunte le dices que me he ido a Alemania.
—…
—Ignora al periodista de la puerta, ¡ya se aburrirá! Tú estate tranquila que yo estoy perfectamente y, además, de vacaciones pagadas.
—…
—Madre, olvida al periodista. Lo más importante es que no se te escape que estoy en el Paraíso. De esa forma me dejarán tranquilo y se olvidarán pronto de mí.
—…
—No sé, madre. Tres días, una semana, no lo sé de verdad. Explícaselo a papá.
—…
—¡Que está muy contento?
—…
—Dile que se deje de decir tonterías. Que yo no soy ningún famoso. Adviértele de que si descubren donde estoy, no aparezco más por casa. ¡Y que me echarán del trabajo!
—…
—Díselo de esa manera. Aconséjale que no se tome, por ahora, su media botellita, como el dice, que lo largará.
—…
—¿Que se han agotado todos los Diez Moniatos?
—…
—¡Madre, por la Santa! Dile, a esas que, de autógrafos, nada. Están todos locos. Tú no le eches cuenta, ya se les pasará.
—…
—Es verdad. Se me había olvidado el Corpus. ¡Puuufff! Por ponerme al día en el trabajo me he perdido la Verbena de la Cruz, el Romerito, las Caídas, el Rocío y, ahora,… —dio un trago a la cerveza—. No. El Corpus no me lo perderé.
—…
—Me da igual. Sí, sí, iré el domingo. Prepárame una maleta, no, una maleta no, que llamará la atención. Mete en una bolsa de las grandes de El Corte Onubense algo de ropa limpia y el traje. Iré directamente desde aquí a la misa.
—…
—No. Yo no iré a recogerla. Llama por teléfono a Guillermo y se lo explicas. No. Mejor lo llamaré yo. Tú ten preparada la bolsa cuanto antes. Madre, un beso, que se me enfría la comida. Adiós.
Al terminar la conversación se dio cuenta de que el camarero le había dejado todo el pedido. Mientras comía pensaba qué le iba a decir a Guillermo:
—<"Éste es capaz de venderme para chulear que es amigo mío. Lo conozco muy bien. Más tarde lo llamaré.>>
Consiguió olvidarse del asunto leyendo el As. Al terminar observó que en la puerta del bar estaba otro camarero cuchicheando con un, para él, desconocido. Se puso nervioso. Los dos lo miraban y sonreían entre ellos. Vito no pudo evitar pensar:
—<"Imposible que éstos hayan leído el Diez Moniatos. Tengo que olvidarme de que la gente me observa, o me volveré loco cada vez que alguien me mire.>>
En ese momento, los dos vigías (vigilantes) llamaron al camarero que atendió a Vito, y entraron corriendo al restaurante.
Vito observó que el camarero que lo atendió se detuvo dentro, a unos pasos de la puerta, mirando un buen rato hacia el techo, hasta que, muy alterado, se volvió hacia los dos vigías diciéndoles algo; los tres alargaron el cuello para mirar a Vito, que murmuró:
—Me están mosqueando. Voy a ir a los servicios a ver qué pasa.
Con decisión desnaturalizada por presentimiento, se levantó dirigiéndose a la entrada. Los tres se separaron rápidamente. No tenía la menor duda de que lo miraban, de reojo, al entrar.
—<"No lo entiendo —pensó.>>
Entró en los servicios. Como no hizo nada, regresó al instante. Antes de salir a la calle descubrió el cachondeito. Lo estaba emitiendo la televisión. La portada del Diez Moniatos ocupaba toda la pantalla. Una voz femenina hablaba de Dolo. Toda su sangre se le concentró en la cabeza. Tuvo que sacudirla para poder pensar:
—<"Lo que me faltaba. Tengo que ser inteligente.>>
Discurrió rápidamente, y sin inquietarse, se quedó mirando la televisión. Tragó saliva y dijo:
—¿Te has fijao? —le decía al camarero que lo atendió—. Ese tío es clavado a mí. ¿Quién es?
—No nos hemos enterado de su nombre —con tono desilusionado.
—Vaya suerte que tienen algunos. La tía es que está buenísima. Ahora que lo pienso, ¿a que creíais que ése era yo? —silencio afirmativo—. ¡Jajajaja! —Vito se marchó a su mesa:
—<"Esto es increíble. Hasta en la televisión. ¡Ya no me salva ni la madre que me parió!>>
Alerta de su móvil. Muy afectado atendió la llamada sin ver de quién procedía:
—Dime, madre.
—…
—Le dije a mi madre que no te llamara, que ya lo haría yo.
—…
—¡Ah, que no te ha llamado! ¿Y…?
—…
—¡Ahora me acuerdo! Desconecté el móvil para que me dejaran tranquilo. Aprovecharé que me has llamado para…
—…
—Antes… ¿puedo confiar en ti?
—…
—Me lo esperaba, pero como me la juegues perdemos las amistades. Piensa, por favor, que me…
—…
—Sí, me acabo de ver en la televisión. También me ha dicho mi madre que hay un periodista que no se mueve de la puerta de mi casa.
—…
—¡Tres! Por eso. Escúchame bien. Tú sabes que mi casa da a dos calles…
—…
—Vale, vale, ya sé que no eres tonto. Para que no te descubran, aparca tu coche en la puerta de mi cochera. Entra en mi casa por la puerta principal, coges lo que tenga preparado mi madre y sales por la cochera. Te vienes al Paraíso, pero antes de llegar me das un toque al móvil. ¿Te has enterado bien? ¡Mira que me la estoy jugando!
—…
—Estupendo. Hasta luego.
Vito resopló. Hojeaba el As sin dejar de pensar qué haría a partir de ahora. Pidió la cuenta al camarero.
—Son quince euros —mirada inspectora.
—Tome.
—¿Seguro que tampoco es su hermano gemelo? —el camarero con malicia.
—Yo no tengo hermanos. No sea inculto. A su edad todavía no sabe que todos tenemos un doble. Pues ése es mi doble, y el suyo estará por ahí —pensando—: <"A que lo mando a tomar por culo…>>.
—Pero…
—Pero ¿qué? —ante la insistencia se alteró—. Tú crees que si yo fuera ése, iba a estar aquí hablando contigo.
—Claro, claro, claro, lleva usted toda la razón. Gracias por la visita —huída cabizbaja.
—Adiós.
A esa hora el sol pegaba como en pleno Agosto. Al llegar al R-18, Vito se dijo:
—Antes de montarme en el coche, abriré todas las puertas, porque si entro del tirón se me van a poner los huevos duros, como dice el burro de mi amigo Guillermo.
Esa expresión le había provocado una sonrisa que le duró hasta que abrió las cuatro puertas. Con ellas abiertas; sentado a lo amazona en el sillón del conductor, sin tocar nada, lo puso en marcha, esperando fuera mientras se ventilaba el interior. A medida que iba cerrando las puertas, bajaba los cristales de la ventanilla correspondiente.
—¡Dios, cómo quema esto! —chilló al apoyar la mano izquierda en el volante y la derecha en la palanca del cambio. Tuvo que soplarse la palma de la mano derecha, y, al verla, exclamó—: ¡Joder, se me ha quedado tatuado el dibujo del recorrido de las marchas! —soplado persistente.
Eligió la ruta para el Paraíso por la carretera que va al Coto de Doñana. De esa manera evitó cruzar el pueblo y que alguien lo reconociera.