13 marzo 2007
CAPÍTULO 39 (A El Corte Inglés).
Dos sorbos de café, y Vito continuó siendo complacido por su secretaria.
A las diez de la noche, Merche —continuaba Aure—, después de pasar inadvertida para los controles del hotel El Polvoriento, golpeó la puerta de la habitación número sesenta y nueve.
—¡Hola, pasa! —le dijo Ramón.
—¡Buenas noches! —tono nervioso de ella—. ¡Bonita…!
—Y muy confortable. Tiene el colchón…
—¡Nooo! Me refería a la habitación —tono de humor nervioso.
—¡Aaahhh! Sí, sí…, y con muy buena vista —dirigiéndose al balcón, para esconder la cara que se le había quedado ante el patinazo.
—¿Habías estado antes? —preguntó Merchi.
—¡Que va! Ha sido pura suerte. Decidí venir sin reservar nada. Salí a la aventura. De pura chiripa (casualidad) pregunté aquí, y tuve la suerte de que en ese momento anulaban una reserva.
Merchi inspeccionaba la habitación. A punto de abrir el ropero, Ramón le llamó la atención:
—¡Ven, ven, mira que cuarto de baño! —arrastrándola por el brazo.
—¡Pedazo de bañera…, y con hidromasaje! —boca llena de alucinamiento.
—¿Quieres probarla? —impaciencia declarada.
—Sí, pero prefiero que tomemos algo antes —paciencia declarada.
—¿Cava helado? —Ramón se dirigió al minibar.
—El cava te lo metes por... —le recriminaba Merchi.
Ramón la miró con la cara desencajada.
—… ¡No, no!, no es que me hayas molestado, sino que el cava para los catalanes. Prefiero un vino blanco de nuestro condado. ¿Hay? Además yo soy del Madrid. Ya sabes, merengue. ¿Te gustan los merengues (dulce de claras de huevo batidas y azúcar, cocido al horno)?
—¡Sí…, yo…, sí…, yo… —eufórico ante tan clara insinuación—, qué yo también soy del Real Madrid, y también me gustan los merengues! —seguro que si ella hubiera dicho que era del Barcelona, también lo habría sido—. No sabía que te gustara el fútbol.
—¡Qué va! Yo sólo veo el fútbol cuando juega Raúl. ¡Cómo está! Cada vez que mete un gol y se besa el anillo, yo… ¡jajajaja! —aullido de fiera en celo.
—Eso —Ramón no dudó en caldear el ambiente— me ha pasado a mí esta mañana cuanto te he visto. Me entraron ganas de romper el espejo que tenías y, con un trozo, hacer harapos tu ropa para comerte allí mismo —pulverizó el ambiente con un rocío (lluvia corta y pasajera) salivoso.
—¡Sade (Marqués de Sade, francés, autor de obras eróticas, y condenado por varios delitos sexuales), que eres un Sade! —empacho de lascivia—. ¡Me dislocas! —dijo, camino de la bañera, mientras se bajaba la cremallera del vestido.
—¡Los portugueses no tienen cava, tienen champán! —gritó Ramón al abrir el minibar—. Nos lo tomaremos bajo el agua —frotándose las manos. Cuando entró en el cuarto de baño, Merchi estaba con el agua hasta el cuello y la espuma casi se desbordaba por el ímpetu del hidromasaje.
—¡Ven conmigo! —voz acompañada de una mirada no insinuante, sino obligante.
—¡Tus órdenes son mis deseos! —invadió la espumosa agua, vestido.
—¿Qué haces? —sorprendida.
—Me encantaría —voz parsimoniosa— que me desnudaras debajo del agua —se quitó únicamente el cinturón.
—Dame la botella, que te vas a enterar. Pero que sepas que yo tengo muy mal beber —se reincorporó hasta quedar sentada sobre el costado de la bañera; cogió la botella por el gañote; con la punta de su lengua se humedeció parsimoniosamente los labios; empinó el codo y bebió, dejando caer, a conciencia, por la comisura de los labios, dos hilos de champán, con tanto tino, que en su bajada crearon una pequeña charca en el nacimiento de sus muslos, apretados a rabiar en ese momento. Con sensualidad fina mojó la punta de su dedo índice de la mano derecha en la charca espumosa y, con lentitud perversa, lo envió a mojar los labios de él. Ramón se estremeció. Ella posó la botella a un lado de la bañera, reincorporándose, y a medida que le tarareaba la melodía del más sensual y profesional strip-tease, iba liberándolo de sus prendas. Cuando sólo le quedaba los calzoncillos, se detuvo.
Ramón suspiró con recalentamiento vaporoso (que despide vapores), cerrando herméticamente los ojos y los labios.
—¿Qué haces! —gritó Ramón al recibir, en sus partes, un galete (golpe dado con el dedo corazón después de ser liberado del aguante del pulgar).
—¡Ya está bien de que únicamente trabaje yo! Finaliza tú la faena.
Ramón comenzó a quitárselos lentamente.
—¡Mucho más despacio, que no quiero desmayarme ahora! —lo miraba con lascivia, mientras se mordía el labio inferior de su sensual boca.
Ramón, ante tal provocación y luchando para que su libido (deseo sexual) no le jugara una mala pasada, bajó, tal como le dijo ella, la parte delantera de los calzoncillos.
—¡Hostia! —exclamó Merchi.
Él, con una sonrisa orgullosa, cerró los ojos preparando la acometida de ella. Que inmediatamente le dijo:
—¡Y para eso tanto suspense!, ¡jajajajaja! —inculpando al miembro, que estaba a mitad de camino en su metamorfosis innata.
Ramón, al sentir la herida mortal en su moral, soltó el elástico para volver a tapar a su ofendido. Fuga inmediata de la bañera para ocultarse bajo las sábanas de la que, hacía horas, pensaba que iba a ser el escenario donde, Merchi, le iba a entregar su Oscar.
—¡Eres un niño chico! —le recriminó, Merchi, al llegar a la cama—. Déjame un sitio —como no se lo concedía, levantó la sábana por el lateral de la cama y se introdujo gateando.
Ramón, para evitar que lo tocara, se echó bruscamente para el otro lado, cayéndose al suelo.
—¿Te doy miedo? —voz fantasmagórica. Se había puesto de pie, llevándose con ella a la sábana como vestimenta de fantasma. Al no ver nada, su caminar sobre el colchón la llevó a caer encima de él. Un enorme revoltillo de carne y tejido textil, condimentado con voces jadeantes y gemidos placenteros, y un toque final de champán, dieron un guiso espermatozoidovulario digno del mejor puchero (olla) ¡eso si!, aderezado con una pildorita para que fracasen los gametos (célula que, en la reproducción sexual, se une a otra para dar origen a un nuevo ser).
—¡Ya? —ironía de Merchi—. ¡Esto no se asemeja ni a un polvillo!
Ramón ahogaba su ofendido ego terminando con el champán.
—¡Ven pacá!, que te voy a demostrar lo que puede conseguir una mujer como yo —le llamaba con la mano.
Ramón, abatido (sin ánimo, sin fuerzas), lo único que hizo fue alejarse más.
—Te voy a hacer una pregunta ¡Ramón, mírame!
Receloso la miró por el rabillo del ojo.
—¿Estás conmigo porque te atraigo, o porque, ahora sin parienta, me has utilizado para desahogarte?
—¡Por favor, no me ofendas más! —voz rogativa sacada de la verdad del alma—. Desde el primer día que te vi me enamoré de ti. Me gustas tanto, que cuando miro a cualquier mujer, te veo a ti, sólo a ti, y siempre a ti. Por qué crees que se ha roto mi matrimonio, ¿eh?
—Te mentiría si te dijera que me entristece tu separación —confesión de Merchi—. Ella no tiene el caché suficiente que tú te mereces. Las miraditas que nos regalamos cada vez que nos vemos gritan que lo nuestro, la única salida que tiene, es estar juntos. ¡Eres un cielo! —romántica a más no poder. Casi empalagosa.
—Te veo en la oficina —turno de Ramón—, en la calle, en mis sueños, en todos sitios. Desde que me despierto pienso en ti. Ya en las últimas relaciones íntimas con mi mujer, que ni me acuerdo cuando fue la ultima vez, sólo te veía a ti. Por eso no me ha importado que me dejara, además, he venido aquí porque sabía que venías. Te lo oí comentar en la oficina. La verdad es que te he seguido.
—¡Joder, qué fuerte! No sigas diciéndome esas cosas que cometo una locura —se abrazó a él.
—¡Toc, toc, toc, toc, toc! —gritos de la puerta de la habitación al ser golpeada con furia.
—¡Ramón, están llamando a la puerta! —le dijo Merchi sobresaltada—. ¿Has pedido algo?
—No —respuesta seca y tajante.
—¿Quién será? —preguntó Merchi.
Ramón levantó los hombros, como diciendo que no tenía ni idea.
—Pues habrá que abrir ¡digo yo! —colándose el vestido se dirigió a la puerta y con decisión rompió la intimidad del lujoso cuarto.
—¡Amparo, qué haces aquí? —brutal sorpresa de Merchi.
—¡Zorra! Que, ¿qué hago aquí? ¡Zorraputa, que eres una zorraputa! —le tiró las manos al cuello—. ¡Te estás tirando a mi marido en mi propia cara ¡y me preguntas que qué hago aquí! Para eso eras mi amiga, ¿no? —desvió la mirada—. ¡Y tú, cabrón, no te escondas como un pelele que te he visto!
Ramón gateaba mirando al suelo, camino de un escondite.
—¡Amparo, escúchame! —revolviéndose Merchi.
—¡Que te escuche! ¡Sí, después de matarte! ¡Golfa! —desequilibrio mental.
—¡Escúchame, joder! —alarido ensordecedor acompañado de agarre por los hombros a Amparo—. El cabrón ese, como tú dices, y yo, además, le subo el rango a hijo de puta y pichacorta, me dijo esta mañana que tú le habías puesto de patitas en la calle, y que tu abogado le había prohibido volver a verte. Me lloró para que no lo dejara solo. No paró ahí ¡será judas! Cuando tú has llamado me estaba diciendo que desde que me conoció se enamoró de mí; que no puede vivir sin mí; que ni se acuerda desde cuando no hace el amor contigo…
—¡Esta mañana, a las seis de la mañana, fue la última vez, y, desde ahora, será la última vez que lo haga! —mirada llena de ira—. ¡Yo lo capo!
Merchi la miró e inmediatamente buscó con la mirada a Ramón.
—¡Que yo lo he echado de casa! —continuó Amparo—. ¡Será sinvergüenza! ¿Quieres saber cómo os he encontrado? ¡Lo diré de todas formas! —fuera de sí—. El recepcionista, que por cierto, está que te cagas, me empezó a tirar los tejos. No voy a decir que no me gustaba, pero como yo no le daba cuartel se buscó las mañas para que se lo diera, y el buenazo del chaval me dijo que si quería saber dónde y cuando cogería a mi marido con otra, le tenía que conceder un deseo. Y acepté. Y ahora lo tengo que cumplir. ¡Ahora sí vas a ser un cornudo con todas las letras! —le gritó con saña—. Pues —miró a Merchi—, el pichacorta, como tú le has bautizado, le pagó al recepcionista para que convenciera a los inquilinos de esta habitación ¡por lo del sesenta y nueve, dice que le dijo! para que se la alquilara esta noche durante unas horas. A mediodía, mientras almorzábamos, me dijo que, esta mañana, se había encontrado en una terraza con su jefe, y que le había obligado, porque estaba solo el pobre, a que cenara con él.
—¡Tu marido es…! ¿Dónde está? ¡Dónde está que le voy a hacer un favor cortándole esa mierda que tiene entre las piernas!
Ramón estaba sentado en el suelo, detrás de un sillón, llorando. Las dos acercaron su respectivo bozo (parte exterior de la boca) a cada oreja de él, gritándole:
—¡Camaleón!
Vito vació un poco más la taza de café, y su secretaria volvió a detener la historia para hacer lo mismo.
Por eso Merchi no soporta a Ramón —continuó Aure—. Todos los días hace de tripas corazón para ir a trabajar. Se pone enferma nada más verlo.
Ramón, después de meses lloriqueándole a su mujer para que le dejara volver a casa, lo consiguió, con la condición de que ella tendría libre todas las noches de los sábados, y él se quedara cuidando al hijo que tenían.
Amparo, para dar cumplimiento a la única cláusula del contrato que firmó con su marido, se acuesta con el recepcionista portugués todas las noches de las vísperas de los días de descanso de Dios, en un motel en la carretera de Huelva a Ayamonte.
Vito observó que su secretaria no le hacía ascos a contarle vivencias pasadas de la oficina, por lo que aprovechó el momento para preguntarle:
—¿Por qué echaron a…?
—¿A tu antecesor? —lista. Añadiéndole—: ¡Y a su secretaria!, por ser su cómplice.
—Vaya, se ha hecho tarde —Vito al ver la hora.
—Cuando quieras te lo cuento.
—¿Almorzamos juntos? —le propuso Vito para no perder la disposición ofrecida.
—Sí, por supuesto, estupendo, encantada, con mucho gusto, será un placer… —de lo que le entró por el cuerpo, no sabía cómo parar los agradecimientos ni tampoco disimular que, él, le hacía mucho tilín (gustar para el roce).
Durante el almuerzo, Aure se explayó (extendió) en el relato sobre el ocupante del puesto que él había heredado. Contándole:
—Llevaba nueve años en el puesto. Estaba considerado como uno de los pilares más importantes de la empresa. Momentos antes de marcharse, él mismo, me contó toda la verdad sobre su despido. Lloraba. Digo que toda la verdad, porque la corroboré (ratificar) posteriormente de fuentes fidedignas. Por lo visto antes de entrar a trabajar, y desde que finalizó la carrera, nunca dio un palo al agua ni formó parte de la alineación del INEM ¡ni como reserva! Esa actitud la había mamado desde que nació en el seno de una familia adinerada, y, lo que suele pasar, poco a poco se dedicaron a invertir en la nada. Acostumbrados a vivir caprichosamente, la nueva situación económica no pudo cambiarlos. Él vivía del gorroneo (de gorra: a costa de los demás). Una mañana de domingo, después de misa, se tomaba el Martini, como siempre, a costa del que enganchara. El que enganchó ese día le garantizó la solución de su situación, aconsejándole que se metiera a político. Pasado un mes de ese encuentro, se codeaba con todos los políticos, fueran de la ideología que fueran. Llegó a ser la mano derecha del alcalde de su ciudad. Tenía la habilidad de decir a todo que sí, y no conceder nada, con un arte que a nadie le molestaba. En esa situación le hizo un enorme favor a un importante empresario inmobiliario, que lo remuneró de tal forma que abandonó la política para volver a su anterior trabajo ¡de mata moscas con el rabo! Derrochón de primera clase, se quedó sin blanca en pocos meses. Un domingo vio entrar en la iglesia a una joven que le impresionó. No paró hasta que se la presentaron. Lo consiguió utilizando todos los trapos sucios que coleccionó durante su mandato político. La joven era, y es, la hija de uno de los mandamases de El Corte Onubense. No de aquí. La niña estaba, con sus padres, pasando unos días de vacaciones en Aracena. ¿Y dónde iba a conocerla mejor?... —Vito frunció el seño—. ¡Pues en misa! Hasta allí lo llevó el honorable constructor que tenía cogido por los… Con ese arte que le caracterizaba, consiguió almorzar con ellos. Por supuesto con la hija presente. Qué arte no tiene que tener que, esa misma noche, le propuso compromiso a la niña. Y lo consiguió. Lo consiguió y bien. A las dos semanas se casaron, y ¿qué obtuvo a cambio?..., pues ser mi jefe. La verdad es que no lo hizo del todo mal. ¡Único defecto! que pulía el dinero a medida que respiraba. ¿Y qué hizo para ganar más y no peder su ritmo? Convertirse en espía de la competencia. Supongo que me vas a preguntar cómo lo descubrieron, pues es más fuerte todavía. Lo resumiré porque se está haciendo tarde. El quema billetes, tenía una debilidad ¡los mozuelos!, se supone que por los empachos que se dio en los placeres de la vida. En uno de esos encuentros secretos, para pasar la información, conoció al hijo del que era su contacto en la competencia. Se enrollaron. Duró hasta que conoció a otro. Los celos al chaval lo volvieron loco y lo denunció a la dirección de la empresa. Desde luego no he conocido a una persona más camaleónica que esa. Hasta a mí me la metió doblada una vez. Ahora no viene al caso. ¡A ese elemento has sustituido!
Vito no hizo ningún comentario. Simplemente, sonrió. En ese momento les trajeron los postres.
A las diez de la noche, Merche —continuaba Aure—, después de pasar inadvertida para los controles del hotel El Polvoriento, golpeó la puerta de la habitación número sesenta y nueve.
—¡Hola, pasa! —le dijo Ramón.
—¡Buenas noches! —tono nervioso de ella—. ¡Bonita…!
—Y muy confortable. Tiene el colchón…
—¡Nooo! Me refería a la habitación —tono de humor nervioso.
—¡Aaahhh! Sí, sí…, y con muy buena vista —dirigiéndose al balcón, para esconder la cara que se le había quedado ante el patinazo.
—¿Habías estado antes? —preguntó Merchi.
—¡Que va! Ha sido pura suerte. Decidí venir sin reservar nada. Salí a la aventura. De pura chiripa (casualidad) pregunté aquí, y tuve la suerte de que en ese momento anulaban una reserva.
Merchi inspeccionaba la habitación. A punto de abrir el ropero, Ramón le llamó la atención:
—¡Ven, ven, mira que cuarto de baño! —arrastrándola por el brazo.
—¡Pedazo de bañera…, y con hidromasaje! —boca llena de alucinamiento.
—¿Quieres probarla? —impaciencia declarada.
—Sí, pero prefiero que tomemos algo antes —paciencia declarada.
—¿Cava helado? —Ramón se dirigió al minibar.
—El cava te lo metes por... —le recriminaba Merchi.
Ramón la miró con la cara desencajada.
—… ¡No, no!, no es que me hayas molestado, sino que el cava para los catalanes. Prefiero un vino blanco de nuestro condado. ¿Hay? Además yo soy del Madrid. Ya sabes, merengue. ¿Te gustan los merengues (dulce de claras de huevo batidas y azúcar, cocido al horno)?
—¡Sí…, yo…, sí…, yo… —eufórico ante tan clara insinuación—, qué yo también soy del Real Madrid, y también me gustan los merengues! —seguro que si ella hubiera dicho que era del Barcelona, también lo habría sido—. No sabía que te gustara el fútbol.
—¡Qué va! Yo sólo veo el fútbol cuando juega Raúl. ¡Cómo está! Cada vez que mete un gol y se besa el anillo, yo… ¡jajajaja! —aullido de fiera en celo.
—Eso —Ramón no dudó en caldear el ambiente— me ha pasado a mí esta mañana cuanto te he visto. Me entraron ganas de romper el espejo que tenías y, con un trozo, hacer harapos tu ropa para comerte allí mismo —pulverizó el ambiente con un rocío (lluvia corta y pasajera) salivoso.
—¡Sade (Marqués de Sade, francés, autor de obras eróticas, y condenado por varios delitos sexuales), que eres un Sade! —empacho de lascivia—. ¡Me dislocas! —dijo, camino de la bañera, mientras se bajaba la cremallera del vestido.
—¡Los portugueses no tienen cava, tienen champán! —gritó Ramón al abrir el minibar—. Nos lo tomaremos bajo el agua —frotándose las manos. Cuando entró en el cuarto de baño, Merchi estaba con el agua hasta el cuello y la espuma casi se desbordaba por el ímpetu del hidromasaje.
—¡Ven conmigo! —voz acompañada de una mirada no insinuante, sino obligante.
—¡Tus órdenes son mis deseos! —invadió la espumosa agua, vestido.
—¿Qué haces? —sorprendida.
—Me encantaría —voz parsimoniosa— que me desnudaras debajo del agua —se quitó únicamente el cinturón.
—Dame la botella, que te vas a enterar. Pero que sepas que yo tengo muy mal beber —se reincorporó hasta quedar sentada sobre el costado de la bañera; cogió la botella por el gañote; con la punta de su lengua se humedeció parsimoniosamente los labios; empinó el codo y bebió, dejando caer, a conciencia, por la comisura de los labios, dos hilos de champán, con tanto tino, que en su bajada crearon una pequeña charca en el nacimiento de sus muslos, apretados a rabiar en ese momento. Con sensualidad fina mojó la punta de su dedo índice de la mano derecha en la charca espumosa y, con lentitud perversa, lo envió a mojar los labios de él. Ramón se estremeció. Ella posó la botella a un lado de la bañera, reincorporándose, y a medida que le tarareaba la melodía del más sensual y profesional strip-tease, iba liberándolo de sus prendas. Cuando sólo le quedaba los calzoncillos, se detuvo.
Ramón suspiró con recalentamiento vaporoso (que despide vapores), cerrando herméticamente los ojos y los labios.
—¿Qué haces! —gritó Ramón al recibir, en sus partes, un galete (golpe dado con el dedo corazón después de ser liberado del aguante del pulgar).
—¡Ya está bien de que únicamente trabaje yo! Finaliza tú la faena.
Ramón comenzó a quitárselos lentamente.
—¡Mucho más despacio, que no quiero desmayarme ahora! —lo miraba con lascivia, mientras se mordía el labio inferior de su sensual boca.
Ramón, ante tal provocación y luchando para que su libido (deseo sexual) no le jugara una mala pasada, bajó, tal como le dijo ella, la parte delantera de los calzoncillos.
—¡Hostia! —exclamó Merchi.
Él, con una sonrisa orgullosa, cerró los ojos preparando la acometida de ella. Que inmediatamente le dijo:
—¡Y para eso tanto suspense!, ¡jajajajaja! —inculpando al miembro, que estaba a mitad de camino en su metamorfosis innata.
Ramón, al sentir la herida mortal en su moral, soltó el elástico para volver a tapar a su ofendido. Fuga inmediata de la bañera para ocultarse bajo las sábanas de la que, hacía horas, pensaba que iba a ser el escenario donde, Merchi, le iba a entregar su Oscar.
—¡Eres un niño chico! —le recriminó, Merchi, al llegar a la cama—. Déjame un sitio —como no se lo concedía, levantó la sábana por el lateral de la cama y se introdujo gateando.
Ramón, para evitar que lo tocara, se echó bruscamente para el otro lado, cayéndose al suelo.
—¿Te doy miedo? —voz fantasmagórica. Se había puesto de pie, llevándose con ella a la sábana como vestimenta de fantasma. Al no ver nada, su caminar sobre el colchón la llevó a caer encima de él. Un enorme revoltillo de carne y tejido textil, condimentado con voces jadeantes y gemidos placenteros, y un toque final de champán, dieron un guiso espermatozoidovulario digno del mejor puchero (olla) ¡eso si!, aderezado con una pildorita para que fracasen los gametos (célula que, en la reproducción sexual, se une a otra para dar origen a un nuevo ser).
—¡Ya? —ironía de Merchi—. ¡Esto no se asemeja ni a un polvillo!
Ramón ahogaba su ofendido ego terminando con el champán.
—¡Ven pacá!, que te voy a demostrar lo que puede conseguir una mujer como yo —le llamaba con la mano.
Ramón, abatido (sin ánimo, sin fuerzas), lo único que hizo fue alejarse más.
—Te voy a hacer una pregunta ¡Ramón, mírame!
Receloso la miró por el rabillo del ojo.
—¿Estás conmigo porque te atraigo, o porque, ahora sin parienta, me has utilizado para desahogarte?
—¡Por favor, no me ofendas más! —voz rogativa sacada de la verdad del alma—. Desde el primer día que te vi me enamoré de ti. Me gustas tanto, que cuando miro a cualquier mujer, te veo a ti, sólo a ti, y siempre a ti. Por qué crees que se ha roto mi matrimonio, ¿eh?
—Te mentiría si te dijera que me entristece tu separación —confesión de Merchi—. Ella no tiene el caché suficiente que tú te mereces. Las miraditas que nos regalamos cada vez que nos vemos gritan que lo nuestro, la única salida que tiene, es estar juntos. ¡Eres un cielo! —romántica a más no poder. Casi empalagosa.
—Te veo en la oficina —turno de Ramón—, en la calle, en mis sueños, en todos sitios. Desde que me despierto pienso en ti. Ya en las últimas relaciones íntimas con mi mujer, que ni me acuerdo cuando fue la ultima vez, sólo te veía a ti. Por eso no me ha importado que me dejara, además, he venido aquí porque sabía que venías. Te lo oí comentar en la oficina. La verdad es que te he seguido.
—¡Joder, qué fuerte! No sigas diciéndome esas cosas que cometo una locura —se abrazó a él.
—¡Toc, toc, toc, toc, toc! —gritos de la puerta de la habitación al ser golpeada con furia.
—¡Ramón, están llamando a la puerta! —le dijo Merchi sobresaltada—. ¿Has pedido algo?
—No —respuesta seca y tajante.
—¿Quién será? —preguntó Merchi.
Ramón levantó los hombros, como diciendo que no tenía ni idea.
—Pues habrá que abrir ¡digo yo! —colándose el vestido se dirigió a la puerta y con decisión rompió la intimidad del lujoso cuarto.
—¡Amparo, qué haces aquí? —brutal sorpresa de Merchi.
—¡Zorra! Que, ¿qué hago aquí? ¡Zorraputa, que eres una zorraputa! —le tiró las manos al cuello—. ¡Te estás tirando a mi marido en mi propia cara ¡y me preguntas que qué hago aquí! Para eso eras mi amiga, ¿no? —desvió la mirada—. ¡Y tú, cabrón, no te escondas como un pelele que te he visto!
Ramón gateaba mirando al suelo, camino de un escondite.
—¡Amparo, escúchame! —revolviéndose Merchi.
—¡Que te escuche! ¡Sí, después de matarte! ¡Golfa! —desequilibrio mental.
—¡Escúchame, joder! —alarido ensordecedor acompañado de agarre por los hombros a Amparo—. El cabrón ese, como tú dices, y yo, además, le subo el rango a hijo de puta y pichacorta, me dijo esta mañana que tú le habías puesto de patitas en la calle, y que tu abogado le había prohibido volver a verte. Me lloró para que no lo dejara solo. No paró ahí ¡será judas! Cuando tú has llamado me estaba diciendo que desde que me conoció se enamoró de mí; que no puede vivir sin mí; que ni se acuerda desde cuando no hace el amor contigo…
—¡Esta mañana, a las seis de la mañana, fue la última vez, y, desde ahora, será la última vez que lo haga! —mirada llena de ira—. ¡Yo lo capo!
Merchi la miró e inmediatamente buscó con la mirada a Ramón.
—¡Que yo lo he echado de casa! —continuó Amparo—. ¡Será sinvergüenza! ¿Quieres saber cómo os he encontrado? ¡Lo diré de todas formas! —fuera de sí—. El recepcionista, que por cierto, está que te cagas, me empezó a tirar los tejos. No voy a decir que no me gustaba, pero como yo no le daba cuartel se buscó las mañas para que se lo diera, y el buenazo del chaval me dijo que si quería saber dónde y cuando cogería a mi marido con otra, le tenía que conceder un deseo. Y acepté. Y ahora lo tengo que cumplir. ¡Ahora sí vas a ser un cornudo con todas las letras! —le gritó con saña—. Pues —miró a Merchi—, el pichacorta, como tú le has bautizado, le pagó al recepcionista para que convenciera a los inquilinos de esta habitación ¡por lo del sesenta y nueve, dice que le dijo! para que se la alquilara esta noche durante unas horas. A mediodía, mientras almorzábamos, me dijo que, esta mañana, se había encontrado en una terraza con su jefe, y que le había obligado, porque estaba solo el pobre, a que cenara con él.
—¡Tu marido es…! ¿Dónde está? ¡Dónde está que le voy a hacer un favor cortándole esa mierda que tiene entre las piernas!
Ramón estaba sentado en el suelo, detrás de un sillón, llorando. Las dos acercaron su respectivo bozo (parte exterior de la boca) a cada oreja de él, gritándole:
—¡Camaleón!
Vito vació un poco más la taza de café, y su secretaria volvió a detener la historia para hacer lo mismo.
Por eso Merchi no soporta a Ramón —continuó Aure—. Todos los días hace de tripas corazón para ir a trabajar. Se pone enferma nada más verlo.
Ramón, después de meses lloriqueándole a su mujer para que le dejara volver a casa, lo consiguió, con la condición de que ella tendría libre todas las noches de los sábados, y él se quedara cuidando al hijo que tenían.
Amparo, para dar cumplimiento a la única cláusula del contrato que firmó con su marido, se acuesta con el recepcionista portugués todas las noches de las vísperas de los días de descanso de Dios, en un motel en la carretera de Huelva a Ayamonte.
Vito observó que su secretaria no le hacía ascos a contarle vivencias pasadas de la oficina, por lo que aprovechó el momento para preguntarle:
—¿Por qué echaron a…?
—¿A tu antecesor? —lista. Añadiéndole—: ¡Y a su secretaria!, por ser su cómplice.
—Vaya, se ha hecho tarde —Vito al ver la hora.
—Cuando quieras te lo cuento.
—¿Almorzamos juntos? —le propuso Vito para no perder la disposición ofrecida.
—Sí, por supuesto, estupendo, encantada, con mucho gusto, será un placer… —de lo que le entró por el cuerpo, no sabía cómo parar los agradecimientos ni tampoco disimular que, él, le hacía mucho tilín (gustar para el roce).
Durante el almuerzo, Aure se explayó (extendió) en el relato sobre el ocupante del puesto que él había heredado. Contándole:
—Llevaba nueve años en el puesto. Estaba considerado como uno de los pilares más importantes de la empresa. Momentos antes de marcharse, él mismo, me contó toda la verdad sobre su despido. Lloraba. Digo que toda la verdad, porque la corroboré (ratificar) posteriormente de fuentes fidedignas. Por lo visto antes de entrar a trabajar, y desde que finalizó la carrera, nunca dio un palo al agua ni formó parte de la alineación del INEM ¡ni como reserva! Esa actitud la había mamado desde que nació en el seno de una familia adinerada, y, lo que suele pasar, poco a poco se dedicaron a invertir en la nada. Acostumbrados a vivir caprichosamente, la nueva situación económica no pudo cambiarlos. Él vivía del gorroneo (de gorra: a costa de los demás). Una mañana de domingo, después de misa, se tomaba el Martini, como siempre, a costa del que enganchara. El que enganchó ese día le garantizó la solución de su situación, aconsejándole que se metiera a político. Pasado un mes de ese encuentro, se codeaba con todos los políticos, fueran de la ideología que fueran. Llegó a ser la mano derecha del alcalde de su ciudad. Tenía la habilidad de decir a todo que sí, y no conceder nada, con un arte que a nadie le molestaba. En esa situación le hizo un enorme favor a un importante empresario inmobiliario, que lo remuneró de tal forma que abandonó la política para volver a su anterior trabajo ¡de mata moscas con el rabo! Derrochón de primera clase, se quedó sin blanca en pocos meses. Un domingo vio entrar en la iglesia a una joven que le impresionó. No paró hasta que se la presentaron. Lo consiguió utilizando todos los trapos sucios que coleccionó durante su mandato político. La joven era, y es, la hija de uno de los mandamases de El Corte Onubense. No de aquí. La niña estaba, con sus padres, pasando unos días de vacaciones en Aracena. ¿Y dónde iba a conocerla mejor?... —Vito frunció el seño—. ¡Pues en misa! Hasta allí lo llevó el honorable constructor que tenía cogido por los… Con ese arte que le caracterizaba, consiguió almorzar con ellos. Por supuesto con la hija presente. Qué arte no tiene que tener que, esa misma noche, le propuso compromiso a la niña. Y lo consiguió. Lo consiguió y bien. A las dos semanas se casaron, y ¿qué obtuvo a cambio?..., pues ser mi jefe. La verdad es que no lo hizo del todo mal. ¡Único defecto! que pulía el dinero a medida que respiraba. ¿Y qué hizo para ganar más y no peder su ritmo? Convertirse en espía de la competencia. Supongo que me vas a preguntar cómo lo descubrieron, pues es más fuerte todavía. Lo resumiré porque se está haciendo tarde. El quema billetes, tenía una debilidad ¡los mozuelos!, se supone que por los empachos que se dio en los placeres de la vida. En uno de esos encuentros secretos, para pasar la información, conoció al hijo del que era su contacto en la competencia. Se enrollaron. Duró hasta que conoció a otro. Los celos al chaval lo volvieron loco y lo denunció a la dirección de la empresa. Desde luego no he conocido a una persona más camaleónica que esa. Hasta a mí me la metió doblada una vez. Ahora no viene al caso. ¡A ese elemento has sustituido!
Vito no hizo ningún comentario. Simplemente, sonrió. En ese momento les trajeron los postres.
Próximo miércoles 4 de abril: Capítulos 40 y 41