20 abril 2007

 

CAPÍTULO 51 (La Naturaleza es el jardinero al que El Creador le dio la responsabilidad de cuidar su jardín Tierra - jibr).

A las seis de la mañana sonó el teléfono de la habitación de Vito. Por nada del mundo quería llegar tarde a la misa del Corpus; por eso, la noche anterior, dejó nota en recepción para que lo llamaran. Quería disponer de mucho más tiempo del necesario para mentalizarse ante lo que le esperaba en Bonares. Lo planeó todo para entrar en la iglesia justo en el momento en que diera comienzo la misa. De esta forma, aplazaría el mal trago hasta después de la procesión, puesto que sale inmediatamente después de finalizar la misa. Hasta ahí todo lo tenía controlado.

En la habitación del hotel donde se hospedaba Dolo, a la misma hora, sonó la alarma-despertador de su móvil. Le costó despertarse. La escasa noche de que dispuso la había pasado fatal. Vivió despertares cada quince minutos. Motivo que la hizo quejarse:
—¿Ya? —sentada en la cama—. ¡Si casi no he dormido!
Su corazón latía descompensado como si, en ese amanecer, tuviera que subir al patíbulo (tablado o lugar en que se ejecuta la pena de muerte). Se rehizo obsesionándose de que cuanto antes hablara con Vito, antes terminaría el calvario.
—¡Que calor! —al descender de la cama.
Un refrescamiento, con aprovechamiento lustrador, la puso en templadura. Dudó en ponerse un traje de chaqueta rojo o un vestido blanco. Las manos volvieron a bañarse en sudor, lo que le hizo decir:
—Estoy muy nerviosa, no sé… —se estrujaba la frente con la palma de su mano derecha—, no sé si esto va a salir bien. ¡Dolo, no te rajes a estas alturas!
Antes de las siete de la mañana ya estaba lista. Miró el anverso de su muñeca derecha:
—Demasiado temprano para llegar a Bonares. Recuerdo que leí que está a unos treinta kilómetros de Huelva, quiere decir… que con media hora tengo suficiente para llegar sin prisas. No me apetece bajar a desayunar. Pediré que me lo traigan. No —se retractó—. No quiero verle la jeta a ese tipo. ¡Ah, que me dijo que se marchaba a las seis! Da igual, no me apetece verle la cara a nadie, y no me va a pasar nada si no desayuno hoy.

Vito desayunó en el comedor del Paraíso. No tenía hambre, pero se obligó, porque sabía como funcionaba el día de Corpus en su pueblo: si te vas a la misa y participas en la procesión con el estómago jilado (desconsolado: que padece desfallecimiento o debilidad) tienes todas las papeletas de sufrir un desvanecimiento, máxime hoy, que parecía que el Rubio también había pasado mala noche. Desayunaba tranquilo, solamente un poco incómodo por la vigilancia a la que estaba siendo sometido por los empleados. Consiguió distraerse con un soliloquio mental:
—<"Debo olvidarme de una vez por todas de Dolo. Hoy es el día clave para conseguirlo. Después de que me vean y se desahoguen preguntándome de todo, habrá finalizado esta pesadilla. Qué raro que Cifuentes no me haya llamado. ¿Dónde estará Leticia? ¿Guillermo habrá vuelto a estar con Manuela? No comprendo el trato que me ha dado El Corte Onubense. Y… Paloma… ¿por dónde andará? He manchado más mi vida en estos pocos días que… ¡No seas plomo, Vito! ¡Eres más machacón que el machaca almendras y el de piñones, juntos, de una envasadora de frutos secos pelados! Sí pudiera verla sólo una última vez. No, Vito, no, que ésa tiene polvitos mágicos en su mirada y te camelará (seducir, engañar adulando). ¡Los polvitos, los polvitos, esos son su debilidad!>>
Con fuerza cansina, pidiéndole a gritos que su moral subiera, caminaba hacia el R-18. Al arrancar el coche sintió como le temblaban las piernas. Abrió la ventanilla. Tomó aire, con tanta fuerza que absorbió a un mosquito atontolinado que revoloteaba sobre el volante. Varios escupitajos, a través de la ventanilla, mandaron al mosquito, lapidado en saliva, contra el asfalto. A medio kilómetro del Paraíso, instintivamente, se tocó el bolsillo de la americana. Emisión laríngea contrariada:
—¡Me cago en la puta de oro! Se me ha olvidado el móvil. ¡Pues ya no me vuelvo, hostia!
El sólo pensar lo que tendría que aguantar, lo hacía disparatar, blasfemar y pisar el acelerador a fondo.
—¡Tú estás tonto! —se recriminó por la velocidad, diciéndose—: Si te quieres matar no hace falta que mates a otro. ¡Para el carro! —desaceleración inmediata.
En lugar de coger por Palos de la Frontera, Moguer y Lucena del Puerto; o por Palos de la Frontera, Moguer y entrar en la autopista del V Centenario (A-49) por San Juan del Puerto; tomó un camino forestal asfaltado que prácticamente sólo conocen los lugareños. Eligió esa ruta, no porque la distancia es, de por sí, mucho menor, sino porque necesitaba relajarse, ya que el paraje por el que discurre es embrión de paraíso. Más tranquilo, sin correr, sin tráfico, el paisaje le pareció más bonito que nunca. Nuevo soliloquio:
—Por muy lento que vaya, no tendré más remedio que pararme un rato para hacer tiempo. Es demasiado temprano. No quiero ni imaginar llegar a la iglesia de los primeros ¡seguro que el cura suspende la misa! Y la Dolo, hija de puta, disfrutando como una zorra tirándose a tíos en Madrid. Pero ¿por qué me quería hacer espía? Necesito un cigarro.
Detuvo el coche fuera del camino tiznado de alquitrán. Buscaba, con desquiciamiento por todo el coche, al aborto de veguero (cigarro puro hecho rústicamente de una sola hoja de tabaco enrollada).

Dolo caminaba, con impaciencia nerviosa, por la habitación. Al sentir un pellizco, nervioso pero inaguantable, en la boca del estómago, se tiró en la cama. Para no desfallecer, comenzó a rezar con toda su fe.

Vito, ante el fracaso de encontrar un cigarro, continuó su camino. Por el espejo retrovisor descubrió que un ciclomotor se le acercaba por la retaguardia. Rápidamente se detuvo, salió del coche y comenzó a hacerle señales al motorista para que se parara. Así lo hizo éste.
—¿Tiene un cigarro? ¡Bueno, se lo compro! —al ver el gesto de extrañeza que puso el motorista.
—¡Coge los que quieras, campeón! —amabilidad admiradora.
—No. Gracias. Con uno me vale —lo cogió—. ¿Cuánto le debo?
—¡Que dices! —orgulloso—. ¡Al bonariego más famoso de España le voy a cobrar yo un cigarro! ¡Verás cuando lo cuente en el pueblo!
—¡Noooo! —se obligó a tranquilizarse—. ¿Usted es de Bonares? —no lo conocía.
—Yo sí te conozco ¡y a tu padre también! —presumiendo—. Ahora me iba a llegar a verlo para felicitarlo por tu fama.
—Por favor —rogaba—, no diga nada, o por lo menos hasta esta tarde ¡por favor!
—¡Lo que mandes! —le dejó el paquete de ”Fortuna”, casi lleno, y metió puño.
Incrédulo de que el estanquero rodante cumpliera con lo prometido, se introdujo en el coche y, con el mechero eléctrico prendió el cigarro; tres cayeron: el primero, se lo fumó dentro del coche; el segundo, sentado sobre el capó; y el tercero, paseando por los alrededores sin quitarle ojo al suelo. Metió la velocidad tortuguera al R-18, dirigiéndose a la iglesia. Llevaba recorrido un kilómetro cuando, a lo lejos, parado en la orilla de la carretera, identificó al estanquero rodante. Pasó junto a él y, a conciencia, miró para el lado opuesto a donde estaba parado.
La causa de que el estanquero rodante estuviera esperándole, fue el reventón de la rueda trasera de la moto.
—¡No debí hacerlo, no debí hacerlo! —se torturaba con el remordimiento—. Tengo que volver a recogerlo —le hablaba la conciencia—. No, Vito no. Además, la moto, no cabe en el portamaletas.
Entró en Bonares pidiendo que su R-18 fuera el coche invisible. Sabía que no podía llegar en coche, hasta las cercanías de la iglesia, porque todas esas calles estaban cortadas y engalanadas para la procesión. Aparcó en el primer sitio que vio. Se quedó dentro del R-18 hasta que la calle quedó totalmente despejada de peatones. Durante el tramo que tuvo que recorrer, desde el coche a la iglesia, se ocultó sin ocultarse cada vez que se tenía que cruzar con alguien. Siempre que iba a la iglesia entraba por la puerta principal, pero, esta vez, dio un rodeo para hacerlo por otra que está situada en el lado opuesto.
—<"Por allí —pensaba— siempre hay menos tránsito, y por la hora que es ya estarán todos dentro.>>
Consiguió ser el último en entrar. La iglesia estaba hasta los topes. Ubicó su aparición, nada más entrar, a la izquierda, casi escondido. Desde ese momento un murmullo comenzó a aumentar de volumen. De pie, más derecho que una vela, serio, con la miraba clavada en los muros del aire, simulaba que atendía al altar. Así, impertérrito, estuvo toda la ceremonia. No se movió ni para secarse el sudor que le caía por la frente y la cara. Durante el desorden que se formó, entre el final de la misa y el comienzo de la procesión, sintió que su cuerpo estaba siendo hendido (rajado, abierto) por todas las miradas de los fieles como si fueran dagas (arma blanca de hoja corta, parecida a la espada) incandescentes. Algunos le saludaban con gestos aspaventeros (aspavientos) como al mejor héroe. Haciendo de tripas corazón, les correspondía. Otros le rehuían la mirada con descarada burla. Evitaba cualquier encuentro cara a cara.
—¡Que pasa, mister! —saludo y sentir en los hombros, con obligación a respingo.
—¡Joder, Guillermo! —tono bajito.
—Ven, tío, que quieren hablar contigo.
—¡No quiero hablar con nadie! —malhumor sin máscara.
—¡Copón, qué mala hostia tienes!
—No me alteres. No me moveré de aquí hasta que salga acompañando a la procesión —tajante.
—¡Copón, qué mal te ha sentado el retiro! ¡Vale, vale, luego nos vemos! —se marchaba.
—Guillermo —llamada silenciosa de Vito—, ¿llevas encima el móvil? —al confirmárselo, le pidió—: Hazme el favor de llamar a mis padres, y le dices que estoy en la procesión, que no les he llamado porque me olvidé el móvil en el Paraíso.
—Tus deseos son órdenes para mí —saludo militar—. Te tengo una sorpresita. Hasta luego.
—Una sorpre… —mordedura del labio inferior, con posterior pensar—: <"¡Lo que a mí me hace falta son sorpresitas! ¿Otra? ¡Cómo si yo ya no estuviera inmunizado! ¡A mí sorpresitas!>>.
Los procesionarios comenzaron a organizarse, por lo que sutiles empujones, cumpliendo el efecto dominó, llegaron hasta él; admitiéndolo la fila sin elegir plaza. Vito no paraba de corresponder a la oleada de saludos gesticulados.
—Ya he hablado con tu madre, ¡number one! (el número uno. El mejor) —le contaba Guillermo que se metió en la fila al volver de hacer la llamada—. Copón, tiene un cabreo que está desconocida. Me ha dicho que no ha venido para que te encontraras más cómodo. Que está de las vecinas hasta el coño —rectificó—, ¡no, no, eso es mío!, pero ha estado a punto de decírmelo. Tú sabes que ella no dice palabrotas.
—Gracias por el recado —Vito sin mirarlo.
—¡Eres grande, copón! y por eso te acompañaré durante toda la procesión. Así no te escaparás antes de que te de la sorpresita ¡jejejeje!
Vito lo miró con preocupación acojonada. Hasta que la procesión no estuvo en la calle, él no pudo admirar la belleza con que habían sido vestidas las calles. El impacto emocional que recibió al ver a aquella naturaleza verde en sus últimos momentos de vida, le produjo un brusco, a la vez que añorado, cambio de rumbo a sus pensares. Tal paisaje no era para menos: Una alfombra de juncia (planta herbácea con rizoma, tallos generalmente triangulares y sin nudos, hojas envainadoras, flores unisexuales y fruto monospermo, olorosa y medicinal) ocultando las aceras y el pavimento de las calles; largas ramas de pinos y eucaliptos ocultando las fachadas de las viviendas; los balcones, por donde transcurre la procesión, engalanados con las colgaduras adamascadas (damasco: tela fuerte de seda o lana, con dibujos formados con el tejido y cuyo brillo lo distingue del fondo) tradicionales; y las hornacinas…
En la procesión, los niños que reciben la Primera Comunión, ese año, van en la vanguardia de El Santísimo (Cristo en la Eucaristía) flanqueados procesionalmente por los que participan como procesionarios. Tanto los procesionarios, como los acompañantes, como los espectadores, ponen la nota musical con cánticos que contribuyen a realzar la solemnidad del Corpus en Bonares.
Desde que tuvo uso de razón, a Vito, le entusiasmaba ese día, pero este año sentía pena de no poder disfrutarlo como siempre, sobre todo porque nadie estaba pendiente del Santísimo, sino de él. Lo único que cantaba mentalmente era superar cuanto antes el vía crucis que le había endiñado el destino. Llegó a pensar en abandonar el pueblo e irse a Huelva a vivir.

Dolo tampoco se libró del mal de ojo recibido cuando conoció a Vito. Otro sofocón la iba a preñar de cólera (ira, enojo, enfado):
—¡Dios mío, me he quedado dormida mientras rezaba! ¿Qué hora es? ¡Las doce y media! —saltó de la cama. Diciéndose, a la vez que se refrescaba la cara y se peinaba:
—¡Joder, llegaré a la hora de comer! ¿Quién me habrá maldecido para que nada me salga bien? ¡Seré desgraciada!
Cogió un bolso pequeño, colgándoselo al hombro. Mucha prisa, pero antes de cerrar la puerta de la habitación se volvió para mirarse en el espejo; al verse, comenzó a darle, con las manos, azotes planchadores al vestido, intentando quitar las arrugas que le habían salido al quedarse dormida con él puesto. Salió como una bala para el coche.
Las cuatro ratas de dos patas y cabroncetes y gusanos delatores de la intimidad ajena tuvieron la suerte de que no los descubriera Dolo. Saltaron de las butacas, como si hubieran sido eyectados (catapultar – lanzar – al exterior), al descubrir la fuga.
A dolo le extrañó no tener ningún incidente al arrancar el R-5. Con un sonoro frenazo tuvo que detenerse para no pasarse un semáforo en rojo. Aprovechó la ocasión para preguntar, al conductor del vehículo a su izquierda, por dónde tenía que salir de Huelva para llegar cuanto antes a Bonares. Al ponerse el semáforo en verde aceleró a tope, quemando neumáticos.
Los cuatro aguilillas que la perseguían, vieron la escena desde atrás.
El siguiente semáforo se puso en rojo, pero Dolo se hizo la daltónica y zumbó camino de Bonares.
—¡Ésa se carga mi coche! —el ayudante del conserje, preocupado.
Los cuatro perseguidores no pudieron imitarla, porque apareció, frente a ellos, en el carril opuesto, un coche patrulla de la Policía Municipal. Durante la espera, el recepcionista descubrió que el vehículo que se había detenido junto a ellos era con el que Dolo mantuvo la conversación en el semáforo anterior. El recepcionista sacó la cabeza por la ventanilla, y le preguntó:
—Por favor, quisiera…
—¡Ya le he dicho a su amiga que a Bonares se va por ahí —señalando hacia delante.
—¡Muchas gracias, lumbreras! —el informador sonrió confirmando su inteligencia—. ¡Pa Bonares a toda pastilla! ¡Dale ya, que se nos escapa! —sulfurado.
—¡Compadre —le decía Rafa—, este coche es mío y todavía me quedan diez años para terminar de pagarlo! ¡Le pasa algo y cualquirilla le da la cara a tu comadre!
—¿A qué carajo va ésa a Bonares? ¿Tú has ido alguna vez, compadre? —el recepcionista.
—Sí, a beber mosto (zumo exprimido de la uva, antes de fermentar) y a…
—¡Olvídate de tus batallitas y dale caña a esto que la perdemos!
—En cuanto salgamos a la autopista, la pillo. ¡Esto es un coche, compadre, y no lo que lleva ella! —arrogancia.
—¡Oye, tú, compadre de mi jefe, que mi coche tiene el motor trucado, así que no lo intentes porque, a este motorcillo, le va a salir aceite hasta por las trampillas del aire acondicionado! —recochineo—. ¡Que por cierto, enfría menos que el frigorífico de la Barby!
—¿Cómo has dicho? —el jefe—. ¿Tu coche tiene el motor trucado?, ¡dime que no es verdad!
—Sí, jefe, ahora lo tiran doscientos caballos ¡y con desahogo! —orgulloso.
—¡A una lata de conservas como ésa le has metido doscientos caballos! —el jefe se volvió hacia atrás—. ¡Eres un asesino de la carretera! —colleja viajera—. Esa criatura, como no se de cuenta, se va a dar una hostia de no te menees. Esto va a ser más sonao —murmuración acongojada— que lo que le ocurrió a la pobre Lady Di. ¡Y nosotros al trullo! ¡Mira, ahí la tenemos! —al pasar junto a la cárcel antigua, a la salida de Huelva—. ¡Esto es una funesta (origen de pesares. Desgracia) coincidencia! —los cuatro miraron para la cárcel.
—¡No seas gafe, compadre, que me vuelvo ahora mismo!
—¡Ni lo sueñes! —el compadre cogió postura en el asiento—. ¡Hostia, compadre, pisa de una puta vez el acelerador, que voy a perder el viajecito al Caribe!
—¿Cómo, cómo? —el ayudante.
—¡Tú calladito que, si no, no te doy vacaciones este verano! —el conserje a su ayudante.
Dejaron Huelva al incorporarse a la autopista del V Centenario; iban a ciento ochenta, y ni por esas, no ya alcanzarla, sino que no conseguían verla ni de lejos.
—¡Que trompazo se va a pegar, que trompazo, Dios mío! —Rafa el periodista y compadre del recepcionista, al ver el velocímetro.
—¡Que no se la pegue porque si no me compráis un coche nuevo y con la misma modificación! —el ayudante.
—¡Hostia, la poli! —el periodista.
—¡Vaya foto que nos han tirao! —el recepcionista.
—¡Y yo con estos pelos! —por primera vez habló el fotógrafo.
—¡Me voy a cagar en…! —mirada del recepcionista al fotógrafo.
—¡Cómo me quiten el carné, me pagáis todos los taxis que necesite, que yo vivo de esto! —el periodista.
—¡Y un mojón pinchao en un palo! —el ayudante—. ¡Ustedes sí que me vais a pagar mi coche, y la gasolina que está gastando!
—¿Seguro que nos han hecho una foto? —el periodista angustiado.
—¡Cuánto subnormal, cuánto subnormal anda suelto! —el recepcionista—. ¡Cómo la perdamos, a mí sí que me vais a pagar el viajecito!
—¿Qué…? —preguntaba el ayudante.
—¡Que te calles, coño! —respuesta del recepcionista—. ¡Y tú sigue dándole caña a esta chatarra, que la foto ya está hecha! —dio un puñetazo en la guantera.
—¡Y tanto! —intervino el Rafa—. ¡Mira patrás listo!
Dos motoristas de la Guardia Civil les hacían señales acústicas y luminosas para que se detuvieran.
—¡Claro, los han avisado los de la foto! —el Rafa—. ¡Me cago en la leche!
Se detuvieron cinco kilómetros más adelante.
Les pidieron hasta la partida de nacimiento.
—Por favor, agente —el recepcionista—, si es que íbamos tras una señorita que…
—¡Ah, es una señorita la del R-5! ¡Joder con la niña! Pues nos han dicho los compañeros que están con la cámara, que ha pasado tan rápida que ni la foto ha podido cogerla. Debe haber perdido el juicio.
—¡Gilipollas! —el recepcionista.
—¿Cómo ha dicho? —voz acojonadora de los policías.
—¡No, no, es a éste! —el recepcionista dio una colleja a su compadre—. ¡Te dije que le dejáramos este coche, y tú: “No, no, que me lo va a romper”. ¡Cuándo salgamos de ésta vas a saber lo que vale un peine!
Los guardias civiles se tronchaban con la escenita, que ni en las mejores comedias.
—¡Ya vale! —gritó uno de ellos, que le hizo un guiño a su compañero—. ¡Escuchadme bien! Por ser domingo y porque es la hora de nuestro relevo, os voy a proponer una cosa…
Los cuatro se quedaron impertérritos.
—… Si me dais una justificación… —los miraba— que no haya oído nunca, ¡¿eh?!, de por qué ibais a esa velocidad… —creaba suspense—, os perdonamos la imprudencia temeraria.
Los cuatro se miraban sin atreverse ni a mover los labios.
—Como queráis —cogió el recetario de ayuno por quiebra.
—La culpa es mía —dijo el ayudante casi sin decir.
Los cinco lo miraron.
—Sí, verá, señor guardia, yo soy el culpable, porque hace dos días me abandonó mi mujer por un guardia civil… —los dos guardias estaban con la boca abierta; el recepcionista, el fotógrafo y el periodista, cerraron los ojos temiendo lo peor—…, y al verle a usted, por el espejo retrovisor, pensé ¡éste, cuando la ha conocido, me la quiere devolver!; por eso le dije a mi amigo que pisara a fondo —se quedó tan campante (satisfecho).
Los tres compinches sudaban.
Los guardias civiles rompieron en una risa destornillada y contagiosa. Uno de ellos, con las manos en la boca del estómago, cayó de rodillas casi asfixiado por la risa. El compañero se echó sobre el asiento de la moto, diciéndoles entre risotadas entrecortadas:
—¡Váyanse antes de que nos arrepintamos! —les dijo, entre tomas de aire para no asfixiarse. Finalizando con—: ¡Que ocurrencia, cabrón, que ocurrencia!
Los tres abrazaron al ayudante y entraron en el coche como gato que cruza la gatera para salvarse de un perro de presa. Continuaron el viaje sin pasar de ciento veinte, y cumpliendo, estrictamente, el Código de la Circulación.

Dolo continuaba camino de Bonares. A medida que se acercaba a la entrada del pueblo, su rostro aumentaba el desencaje. Únicamente la distrajo de su calvario, un comentario:
—¡Este coche es una bomba con la espoleta (aparato que activa las bombas) activada! No comprendo cómo autorizan la fabricación de este renacuajo. He venido a más de doscientos kilómetros por hora ¡después dicen que se mata la gente en la carretera!
Próximo miércoles 16 de mayo: Capítulos 52, 53 y 54

 

CAPÍTULO 50 (El suspiro es el flato producido por una mala digestión del alma - jibr).

A pocos metros de la entrada del hotel, Dolo, ya no caminaba ligera, sino que corría. Al subir los escalones, que están antes de la puerta principal, casi sin pisarlos, los saludó, uno a uno, golpeándolos violentamente con las ruedas de la maletita. Con dificultad consiguió abrir la puerta de cristal, sin ver, por la precipitación que llevaba, una segunda tanda de escalones. ¿Tropezón? No. Se pegó, contra ellos, una hostia del carajo, lo que provocó que lanzara la maletita por los aires y volara por encima del mostrador de recepción para terminar aterrizando sobre el teclado de uno de los ordenadores.
—¡Bomba! —gritó el ayudante del recepcionista, al mismo tiempo que, saltando por encima del mostrador, se tiraba al suelo de bruces con las manos protegiéndose la cabeza.
Idéntica maniobra realizó el recepcionista.
El incidente quedó silenciado por la hora que era, ya que el hall (vestíbulo, recibimiento, entrada. Se pronuncia: jol) estaba desierto.
Dolo continuaba tendida boca abajo, no porque quisiera protegerse de la explosión, sino porque deseaba que se la tragara la tierra. Murmurando:
—¡Si yo lo que quiero es pasar desapercibida!
—¡Señorita, señorita! —el recepcionista corría hacia ella—. ¿Se ha hecho daño?
—No, no, gracias. Sólo ha sido un tropezoncillo de nada —mientras se reincorporaba—. Gracias. De verdad que no —comenzó a cojear—, bueno, un rasguño en las espinillas. ¡Bah! —veía las estrellas. Se acariciaba las espinillas—. ¡No es significativo! —les dijo para que la dejaran tranquila.
Al ver el gesto de incredulidad del recepcionista, le aclaró el diagnóstico:
—¡Que no es nada, gracias! —pensando—: <"¿Quién de los dos habrá sido el capullo que ha gritado ¡bomba!?>>.
—¿Y mi equipaje? —buscando con la mirada.
—¡Aquí, señorita! —el ayudante del recepcionista se lo mostraba por encima del mostrador, exclamando—: ¡Coño, cómo pesa!
—Necesito descansar —metió prisa para largarse cuanto antes de allí—. ¿Mi habitación?, por favor.
—¡Sobre la marcha! —muy dispuesto el recepcionista—. Acérquese al mostrador, por favor.
Dolo recogió la bolsa.
—¿Su nombre? —colocando sobre el mostrador el listín de reservas.
—Dolo… ¡ah, jejejeje! —casi la caga—. ¡Dolor el que me está entrando ahora! —suspiró disimuladamente mirándose las espinillas—. ¡Que tonta! ¡Claro, mi nombre! —descubrió una más que desconfiada mirada en los bármanes (barman: encargado o camarero de un bar) del hospedaje—. ¡Ya! —nervios delatores de mentira—. Verá —tragó cristalitos salivosos—, es que… está a nombre de una de las empresas de mi pa… —rápidamente corrigió—, ¡partner (palabra inglesa: cónyuge)!, ¡sí, partner! o sea ¡mi marido! —pensando—: <"Jodeeerrr!, ¿qué nombre les dije? ¡Dudé tanto que ahora no me acuerdo!>> —continuando para hacer tiempo—: ¡No es que sea suya, sino que el trabaja en ella!, ¡jaja!, ¡es tan profesional que se cree que es suya!
Los dos investigadores de caballeros andantes ocasionales, estaban embobados ante tan clarividente parla (verbosidad insustancial) que no olían a chamusquina sino a todo un incendio forestal descontrolado. El recepcionista miró a su ayudante. El ayudante miró al recepcionista. Los dos le gritaban con la mirada que no se creían la bola que les estaba metiendo.
—Sí, miren —a Dolo le temblaba la mano—, aquí esta su DNI, ¿ven? —muestra documental—. Él vendrá mañana.
Dolo, con disimulo, sólo luchaba por leer el listín de reservas.
—Señorita —le decía el recepcionista—, ¿qué tiene que ver ese señor con la reserva que, según usted, está hecha a nombre de la empresa para la que él trabaja? —génesis del mosqueo—. No será…
—¡Ésta es! —golpeando, sin parar, con la yema del índice derecho, en el listín, sobre el nombre de la empresa que ella dio por teléfono.
—Muy bien —condescendiente con malicia visible—. Ahora… —la miró fijamente a los ojos—, necesito su DNI. —mirada desconfiante, para inmediatamente, por si acaso, justificar su proceder—. Cómo sabrá, la ley nos obliga a registrar a la persona que se hospede ¡no a la que se vaya a hospedar!
—Me parece lo correcto. <"Este cabrón —pensó sobre la marcha— está tramando algo>>. Por eso ¡aquí está! —puso sobre el mostrador el DNI de Fernando—. Cuando viajamos, siempre se registra él en los hoteles. Ya le he dicho que él llegará mañana.
—Señorita, por favor —pausadamente—, no me complique la noche. Mire —se justificaba—, si viene una inspección y me pillan ¿me puede conseguir otro trabajo, mejor, claro!
Dolo sudaba. Abrió la maletita. Manipuló, misteriosamente, una cartera, y sutilmente dejó ver, bajo los dedos entreabiertos de la mano derecha, un papel tintado en color púrpura (color rojo subido que tira a violado – parecido al de la violeta).
—¡Hostia —expresión deslumbrante del recepcionista—, nunca he tenido en mis manos un billete de quinientos euros!
—¡Ni yo! —el ayudante.
Dolo, sin dudarlo, puso otro en el mostrador.
Los dos se lanzaron como aves de rapiñas sobre su presa.
Dolo sopló la tensión.
—Acompáñeme —el ayudante, tirando de la maletita.
—¡Señorita! —tono de llamada de atención a distancia.
—¿Sí? —mosca.
—Necesito, por lo menos, su nombre completo —petición del recepcionista que se le veía, a leguas, el sospechoso interés.
—¡Ah, por supuesto! —los tres estaban más quietos que una vela—. ¡Devuélvanme los…!
—¡Era broma, no se preocupe! —espachurraba el billete dentro del bolsillo.
—¡Jejejeje! —rio el otro.

Nada más salir el ayudante del recepcionista de la habitación, Dolo descargó la rabia contenida dando un puntapié a la maletita. Lo único que consiguió fue tumbarla. Reaccionó tirándose de bruces (tendido con la boca hacia el suelo) en la cama; agradeciéndole el detalle de recogerla en blando, con una pataleta salvaje y un empapar de lágrimas amargas. No tardó en explotar:
—¡¿Qué he hecho yo, para merecer esto?! Sí, sí, ¿qué he hecho? —cabezazos y puñetazos rabiosos—. He aguantado lo inaguantable; he tragado lo intragable; he sufrido lo insufrible —se compadecía—; he soportado lo insoportable; he respetado lo irrespetable; he rechazado lo irrechazable; he_he_he…, ¡por los clavos de Cristo!, ¿por qué ahora no me dejan vivir mi vida tal como yo los dejo vivir a ellos?..., ¿por qué, por qué? —llanto de desesperación por la impotencia.
Su vitalidad estuvo prisionera en las entrañas una morriña (tristeza, melancolía, soledad) invencible, el tiempo que tardó en revelarse la condición batalladora de su fuerza de voluntad para salvarla de la rendición que estaba a punto de firmar. Atolondrada, se decía:
—Si los míos me vieran, ¡salvo tú, mamá! —miró hacia arriba—, se morirían de pena. ¡No puedo creérmelo! Yo trepando paredes; escondiéndome de la Guardia Civil; rodando por los suelos ¡me doy vergüenza! Todo por hacer caso omiso al último consejo que me dio mi padre, cuando me dijo que tenía que ir, siempre, con la cabeza muy alta, sin preocuparme de nada ni de nadie —entró en desesperación—: A medida que me robas la vida —volvió a mirar hacia arriba—, más me doy cuenta de que fallas en… ¡que estás diciendo, desagradecida! —se dio un guantazo en la frente—. Necesito dormir... —cerró los ojos con fuerza—, necesito dormir. Mañana tengo que tener la mente muy lúcida (claro en el razonamiento, en las expresiones, en el estilo, etc.) para no fracasar.
Ante la tardanza del autobús que debía llevarla urgentemente a la oscuridad reparadora de desgastes diurnos, conectó, aunque a disgusto, la televisión. Zapping para acá; zapping para allá; zapping más para acá; zapping más para allá…
—¿Ha dicho Bonares? —ancló su mirada en una cadena local—. Sí —puso toda su atención—. ¡Que bonito!
Informaban, con un reportaje del año anterior, de los actos, costumbres y embellecimiento de las calles en el día del Corpus Christi.
—Ha dicho que mañana domingo celebran el Corpus en Bonares, ¿será un buen día para presentarme inesperadamente ante Vito? —pensativa—. Desde que lo conocí nada más que he tenido problemas. ¿Habrá sido buena idea venir a buscarlo? Sí, porque mi tata ¡huy, si me oyera! y mi padre estuvieron de acuerdo; ellos no… ¡Dolo, déjalo ya! ¡Estás aquí, y tienes que ir! Tengo miedo, mucho miedo a mañana —las manos y los pies escupían sudor a raudales (en abundancia); sobre todo por las palmas de las manos, en las que se podía beber, a buches, el sudor. El tampón (secante) lo encontró en las sábanas—. Virgencita, que todo me salga bien. Yo no soy como creen, tú lo sabes. Por favor, que me comprenda Vito y me perdone. Si después no quiere saber nada de mí, mala suerte, pero necesito que me escuche. ¿Y sus padres, qué le dirán cuando…? ¡Jodeeerrr! ¿Cómo voy a ir a Bonares…, y por dónde? —miró la hora—. ¡Las tres! No tengo más remedio que llamar al recepcionista:
—…
—Soy Dolores Fernandez, necesito… —tapó rápidamente el micro del teléfono, disparatando entre dientes—. ¡Joder, joder, joder, qué he dicho! ¡Seré…! —respiró profundamente—. Le decía que necesito, ahora mismo, por favor, un plano de carreteras de la provincia de Huelva ¡ah! y alquilar un turismo… normalito, cuanto más normalito mejor, para mañana por la mañana.
—…
—Verá, es que me ha llamado mi marido al móvil, y me ha pedido que lo recoja mañana.
—…
—El mapa me lo traerá ahora ¿verdad?
—…
—Gracias. —colgó—. ¡Lo que consigue el dinero! Y yo tan jilipollas le digo mi nombre ¡si es que estoy dormida!
Aunque ella ni por asomo se lo podía imaginar, la mecha ya estaba encendida antes de lo del dinero.

A la vez que la batalla interna de Dolo, en recepción se desarrollaba otra.

—¡Te lo dije, subnormal! —le decía el recepcionista al ayudante, al mismo tiempo que hablaba por teléfono—. ¡Niño, que no te puedo llevar mañana al fútbol! —alterado—. ¡Dile a tu madre que se ponga ahora mismo! —tapó el micro del teléfono para decirle al ayudante—: En cuanto se levantó del suelo supe que era la del Diez Moniatos. ¡Te lo voy a demostrar!
—…
—Que no se puede poner porque está viendo “El Gran Hermano”. ¡Se coge antes a un embustero que a un cojo! ¿Por qué me dirá que no le gusta ese programa? ¡Niño, corre y dile que se ponga al teléfono! —echando humo.
—…
—Con que no te gusta el “Gran Hermano”, ¿eh?
—…
—¡Es igual! Coge el Diez Moniatos y dime cómo se llama la muchacha que sale en la portada ¡de prisa!
—…
—¡Ahora no te lo puedo decir! ¿Cómo se llama? —se movía de un lado a otro.
—…
—¡Bingo! —dio un mamporro al aire—. ¡Fiera, ya tengo para llevarte de vacaciones este verano ¡y lejos, muy lejos!
—…
—¡Nada, nada, tú vete aprendiendo a bailar salsa, adiós!
El recepcionista, con los nervios tocando a rebato, hizo otra llamada:
—…
—¿Está mi compadre?
—…
—¡Coño, el Rafa!
—…
—¡No me toques lo cojones y dale el teléfono, que es urgente!
—…
—Compadre ¿cuánto me pagarías si te doy una exclusiva?
—…
—¡Que no, coño! Que te van a ascender y todo. ¿Te imaginas dando la exclusiva en todas las cadenas de televisión?
—…
—¡Que no, joder, confía en mí! ¿Cuánto me pagarías?
—…
—¡Y un huevo! Con eso no puedo llevar de vacaciones a tu comadre.
—…
—Como mínimo... —pensante—, ¡dos kilos de los de antes!
—…
—¡Loco! —cabreado—. ¡Ahora mismo llamo a tu competencia!
—…
—¡Tú, escúchame con atención, y luego me contestas! ¡Ah —comprobó que estaba solo—, y de las pelas, ni una palabra a mi ayudante!
A los cinco minutos de contarle la exclusiva se presentaron en el hotel: Rafa el periodista y un fotógrafo.
Tomaron acomodo en un sofá, desde donde se podía controlar, sin ninguna dificultad, la entrada y salida de los huéspedes (persona alojada en casa ajena, o en un establecimiento de hostelería).
Dolo esperaba con ansiedad la llegada del recepcionista con el mapa y la confirmación del coche.
—Pase —al recepcionista—. ¡Ah, gracias! —al entregarle el mapa—. ¿El coche?
—¿A qué hora lo va a necesitar?
—¡Temprano, temprano! —pensando un poco—. A las ocho ¡sí a las ocho!
—No se preocupe que ya lo tiene a su disposición —ella se sorprendió por la rapidez—. Lo he aparcado al salir a la derecha, en la acera ¡no tarde mucho más que la grúa se lo puede llevar! Verá…, es que como el encargado de los coches de alquiler, a estas horas, no trabaja, le he conseguido uno ¡y de balde!, ya sabe, por lo de los euros. Tome —le entregó la llave.
—¡Que amable! —risa desconfiada al coger la llave—. ¿No le causará ningún problema?
—¡Que va, es como si fuera mío! Como no la veré, porque termino mi turno a las seis, le deseo que tenga un buen día. Cuando regrese con su marido —sarcasmo—, lo deja en el mismo lugar. ¡Que descanse, adiós!
A Dolo toda esa amabilidad le escamaba, pero, después de todo lo que tenía encima, pasó olímpicamente. Se acordó del equipaje. Lo deshizo mientras rumiaba el plan que le llevaría a Vito. Estudiando el mapa, ya acostada, la embalsamaron los hipnotizadores tufos del sueño.
Los mismos tufos no consiguieron convencer, para que se marcharan, cada uno a su cama, a los cuatro remedadores de cazadores furtivos que, escondidos, esperaban a una inocente presa; en este caso a Dolo.
—¡Jefe —el ayudante al recepcionista—, como ésa me rompa el Sinco (Renault-5), usted me lo tendrá que pagar! ¡Y la gasolina!, que lo llené esta mañana.
—¡Sí, sí, tú no te preocupes que todo lo tengo controlado! —ni él se lo creía.
—Compadre —le decía Rafa al recepcionista—, hasta las ocho que salga, ¿por qué no nos deja una de la habitaciones para que descansemos un rato?
—¡Rafa, tú estás chalao! ¡No te jode! ¿Y si me ha metido un embuste? ¡Aquí, todos juntitos, estamos mejor! —se puso de pie—. ¡Las grandes batallas se ganan al pie del cañón, no soñando que la has ganao! —en plan revolucionario.
Bebiendo cubos de café soportaron las envestidas de los hipnotizadores tufos del sueño.

18 abril 2007

 

CAPÍTULO 49 (El recuerdo es un retrato alumbrado por uno de los cirios de la memoria - jibr).

Después de la publicación del Diez Moniatos, el estado anímico de Dolo era lamentable. Desde que lo leyó no salió de casa ni atendió la infinidad de llamadas de sus padres ni las de sus primos ni a los chillidos del vídeo-portero. Para tranquilizar a su familia, grabó en el contestador el siguiente mensaje: “Estoy bien, sólo necesito descansar. Ya os llamaré”.
Era muy fuerte no darle importancia a tan crueles ignominias (afrenta pública. Afrenta: vergüenza y deshonor que resulta de algún dicho o hecho). Lo que más engordaba su amargura era el golpe bajo que le infligió Lola. Su mejor amiga le había pagado su amistad y confianza con una puñalada trapera (puñalada trapera: traición, jugarreta, mala pasada) del peor judas (alevoso, traidor, delator). Cada vez que se acordaba de ella le abrasaba el estómago y propinaba un croché (un tipo de golpe en el boxeo) a lo primero que estuviera a su alcance. Repartió puñetazos por: la pared; la mesa de la cocina; las puertas; la tapadera del inodoro, que por cierto la rajó; pero lo más violento fue cuando estaba cortando pan para hacerse unas rebanadas y lanzó el cuchillo a la puerta de la cocina, lacerándola (dañándola) sin piedad. En ese instante llegó a desear que la puerta hubiera sido Lola. El descuido personal le estaba configurando un aspecto desconsolador. Ojos hundidos, flanqueados por ojeras violáceas, como consecuencia de mucho llanto amargo. La más infeliz desarrapada, a su lado, parecería la mujer más feliz y elegante del mundo.

A las diez de la mañana del sábado se despertó. Estaba en la cama, tendida boca abajo sobre un manojo de colcha y sábanas, como si hubiera luchado contra ellas a muerte.
—¡Lo haré ahora mismo! —encabritada golpeaba el colchón.
Levantada enérgica exhibió al abandonar la cama. Estaba dispuesta a derrochar toda la vitalidad mental y física, hasta la extenuación, por hacer realidad el único anhelo para continuar viviendo.
Con andares desorientados buscaba algo en la habitación. De buenas a primera, se detuvo. Con la parsimonia de un mimo (actor, que interpreta con gestos y movimientos corporales) se apretujaba las sienes, dándole una zurra a la memoria para que la sacara del esoterismo (que es impenetrable o de difícil acceso por la mente) en el que estaba, única forma de recordar dónde se encontraba lo que buscaba. Confirmado el fracaso, un picor generalizado producido por una repentina y virulenta (violenta, intensa) urticaria nerviosa, creó una obra pictórica de brochazos eccematosos (eccema: manchas irregulares y rojizas en la piel), obligándola a bailar el Baile de San Vito (enfermedad convulsiva). Razonó que si continuaba con los rascares empeoraría su imagen, porque superaría a un eccehomo (persona lacerada, rota, de lastimoso aspecto). Detuvo la danza dislocada apretándose, con todas sus fuerza, las caderas. Después de realizar, mediante el control de la respiración, un ejercicio de relajación, deshizo los brazos en jarras para, con un jaloncito sutil y simpático, liberar una parte de los fondillos de sus bragas de la demoledora presión a la que estaba siendo sometidos por su tornillo (instrumento, con dos topes, utilizado para sujetar piezas) prieto y nalgar (nalgas); acabando, de esa forma, con una molestia productora de movimientos nerviosos que, si cualquiera los viera, con toda seguridad, lo llevaría a tener pensamientos morbosos. En el salón utilizó el teléfono inalámbrico para descubrir el escondite en el que se había ocultado el teléfono celular (móvil). Rauda (rápida) puso en movimiento su radar orejero, localizando, al Séptimo de Caballería, en el cuarto de baño. Al cogerlo de la repisa del espejo sobre el lavabo, suspiró desconsolada al verse en el espejo. Sus ojos habían perdido la viveza alegre que siempre resplandecían. La foto que guardaba en ese momento el marco de cristal le pareció patética; sentir que le trajo a la memoria un pensamiento sobre las fotografías enmarcadas:

“Marco de plata, marco de madera.
Marco que guarda muchas primaveras.
En la foto, quién diría, que la realidad,
no es lo que expresa la fotografía.
Da igual que sea el marco tuyo, el mío, el de la vecina, o
el de la mujer que trabaja de noche en las esquinas.
Da igual,
porque las fotografías nunca expresan la realidad
que se vive en el día a día.”

Con la mano sobre el móvil continuaba gastando mirada lastimosa, hasta que un olor, con el que ella no estaba muy familiarizada, puso en guardia a su olfato. Torció la cabeza colocando las napias (narices) sobre la vertical de la axila derecha.
—¡Que asco! —mueca de repugnancia—. ¡No huelo, hiedo!
Sin pensárselo dos veces, purificó la pigmentación lechosa que maquillaba a su piel. Bendita limpieza, por curarla de tan descuidado cuido, y porque, como buena nueva, mostraba su imagen en la más bella alba jamás nacida. Durante el tiempo empleado en vestirse maquinó, rumió y planeó, con un incomprensible arte logístico (método y medio de organización) la estrategia a seguir para encontrar a Vito. Aprovechó, en el existir de un café, para repasar el plan. El celular fue la primera pieza clave que utilizó en tan, para ella, aventura escéptica (incredulidad y tendencia a recelar de la verdad o eficacia de una cosa).
—…
—Primo —le decía al más bajo—, como os prometí, el viaje es vuestro, pero antes necesito que me hagáis un favor. Nece…
—… —le interrumpió.
—Espera a oírlo —regañando—. Localizad inmediatamente a Fernando, el piloto, para que me lleve esta misma noche a Bonares.
—…
—¡Joder, y yo qué sé! Si él tampoco lo sabe que lo busque, que yo también lo buscaré. —pensativa con murmuración—: ¿Dónde coño estará ese pueblo?
—…
—¡Te tengo dicho que nunca me interrumpas cuando te hablo! —perdió los nervios—. Mejor le dices que el destino final es Huelva. No. Mejor Sevilla, que creo que Huelva no tiene aeropuerto. La hora de mi recogida será a las once de la noche ¡a esa hora no me verá nadie! Se me está ocurriendo… —se puso a pensar.
—...
—¡Te he dicho que no me interrumpas más! Se me ha ocurrido que me recoja aquí.
—…
—¡Pero mira que eres burro! Ya sé que aquí no puede aterrizar ningún avión, pero sí un helicóptero. La terraza es lo suficientemente amplia, únicamente recordarle que hay una piscina.
—…
—¡Que no pierda la paciencia, Virgencita, que no la pierda! —miraba al cielo con desesperación—. ¡En un Harrier…! ¡En un Harrier…! (avión con capacidad de despegue y aterrizaje vertical) ¡yo me muero! —pataleaba—. ¡En un helicóptero! En el helicóptero ése que no se oye el motor. Dile que lo necesito porque tengo que viajar de incógnito. Que mi vida depende de ello.
—…
—¡Por vuestro bien, eso espero! Adiós.
Con bufidos (expresión de enojo o enfado) bravíos se marchó a la habitación de trabajo. Para hacer más llevadera la investigación puso voz a sus pensamientos:
—¿Dónde estará Bonares? Sí, ya sé, porque me lo dijo, que en la provincia de Huelva, pero ¿en qué situación? Yo tenía un mapa de carreteras por aquí…, sí, ya sé que voy por el aire, pero, por lo menos, a ver si existe en los mapas. ¿Dónde estará el mapita, dónde estará? ¡Dolo, tienes menos luces que tus primos! Dónde mejor, para buscar algo, que en Internet. A ver, a ver —escribía Bonares en la página web de Gloogle (buscador en Internet)—. Lo dicho, aquí está. ¡Santo Dios! Ha encontrado ni más ni menos que… ¡más de trece mil páginas! ¡Por lo menos existe! ¡Paciencia hermana, paciencia! —se animaba—. ¿A ver si tengo suerte con la primera? porque si me tengo que leer todas las páginas, llegaré viejecita —pinchó la página que estaba en primer lugar. Leía por encima—: Extensión… Altitud… —obviaba lo que no le llevara al grano—. Población: cinco mil… ¡joder, qué curioso, esto dice que viven allí más hombres que mujeres! —incrédula—. ¡Este pueblo es rarito, no se las estarán cargando! Vamos, dime cómo se llega —continuó leyendo—: Sociedad… Economía…: fresas… ¡eeehhh! cultivan el Azu…, ¿qué? —leyó más atenta—. “Azufaifo”. Después lo buscaré en la enciclopedia. ¡Que pueblo más rarito! Seguiré leyendo: Transporte… Turismo… ¡Además de rarito, pobretón el pueblecito! Me está entrando un yuyu (mal presentimiento. Miedo). Tan eso será que no lo visita nadie. Los nervios me están traicionando. Es que Dolo —se autojustificaba—, la mayoría de los pueblos no tienen ni hoteles ni hostales, pero ¡es que éste no tiene ni una mala fonda! Y a ti qué te importa. Busca un hotel en Huelva. ¡Claro, si consigo saber dónde está! —con el arrebato había dado, sin querer, unos golpecitos al ratón, perdiendo el norte de donde estaba—. ¡Lo que faltaba! Por… por… por aquí iba. Información Sociocultural… ¡Con la iglesia hemos topado! —al ver que la única foto del pueblo, que recogía la web, era la de la iglesia—. Como sigas así —se decía—, llega el helicóptero y todavía no has encontrado por dónde ir a Bonares. ¡Vamos, vamos, que nos vamos! —aceleró—. ¡Eureka! (exclamación atribuida a Arquímedes al dar con la ley que lleva su nombre). Está a treinta kilómetros de la capital. Tá… tá… tá… tá… —leía de pasada—. Historia…: destaca el texto de José Antonio García, que narra… tá… tá… tá… Monumentos… Gastronomía: Tortas de Pascua ¡ya ha pasado, no la podré probar! Fiestas… Mejor será que lo imprima y lo leeré durante el viaje. Pero —resoplaba—, ¿y el mapa de carretera para ir de Huelva a Bonares? Lo sacaré… ¡Dolores! —se llamó la atención—, ¿sabes dónde vas a dormir? —pensó un rato.
Lo encontró en Internet: Hotel Luciérnaga.
Inmediatamente reservó habitación a nombre de una de las empresas de su padre; explicándole al recepcionista que, en ese momento, desconocían a qué empleado iban a asignarle el viaje, ni el tiempo que se quedaría. A cada segundo que pasaba sus nervios aumentaban sus palpitaciones:
—En el hotel me podrán facilitar un mapa de carretera de la provincia —con relajado convencimiento—. Tengo que preparar el equipaje. Me llevaré sólo lo sucinto (lo necesario), lo que quepa en el trolley (maleta pequeña con ruedas) que tengo todavía por estrenar.
Pasada una hora larga, finalizó el abarrotamiento (llenar completamente) de la maleta; la cerró, no sin sudar para conseguirlo. Al intentar cogerla, exclamó:
—¡Joder, no puedo bajarla de la cama! ¿Qué he echado? ¡Ni que me fuera a quedar a vivir allí! —por un instante, se le fue la olla—. ¡Que más quisiera yo! —sonrió con esperanza incrédula—. ¡Claro, junto a Vito! porque también me puedo quedar cultivando a… ¿cómo, coño, se llama? ¡Ahora no te vayas a poner a buscarlo! —repasó mentalmente lo que había echado en la maleta—. Virgencita, que me salga todo bien. ¡Azufaifo, joder! Ahora que no intentaba recordarlo me ha venido de repente ¡cómo es la memoria! No me importaría quedarme allí toda la vida con él. Sería bonito. ¡Dolo, Dolo, no pienses esas cosas, que luego la caída será mayor! Sólo tengo que darle las explicaciones precisas, pedirle disculpas ¡está clarísimo que me rechazará! y vuelta sin prisas. Si el tormento costara dinero, yo ya me habría arruinado —el Séptimo de Caballería rompió su rumiar mental:
—Primo ¿ya está preparado el helicóptero?
—…
—¿Cómo? —se tiró en la cama—. No quiero ponerme nerviosa. ¿Qué ha pasado?
—…
—Ah, ¿que ese helicóptero únicamente lo utiliza el Rey?
—…
—No comprendo por qué os pido ayuda. ¡Escúchame! —grito desesperado—. Dile a Fernando —con sosiego— que si no quiere que le regale, a su esposa, la cinta que le grabé cuando estuvo aquí, ¡que a las once en punto aterrice en la terracita tan bonita que tengo! ¡Ya! —orden oída sin que fuera necesaria la cobertura del móvil del primo. En ese momento sonó el vídeo-portero. Dolo fue rápidamente a atender la llamada. Al ver, en el monitor, a varias personas apelotonadas junto al el objetivo del vídeo-portero, le extrañó muchísimo y preguntó con desconfianza:
—¿Qué desea?
—…
—No… —nerviosa desconectó el aparato, quedándose inmóvil y muda un instante.
Enfurecida cogió la maleta. La dejó junto a la puerta de la terraza, para continuar hasta el pretil. Con inoportuno descuido, se asomó a la calle. Una lluvia indiscriminada de flashes la cegaron. Esquivándolos con tal ímpetu, que dañó el suelo con sus posaderas.
—¡Malditos, hijos de puta! —continuó dañando el suelo con los puños—. ¡Virgencita, que no descubran al helicóptero cuando llegue, porque no es que no vaya a Bonares, sino que termino, junto a Fernando, en la trena por utilizar el helicóptero del Rey! Sería gracioso que el Caín fuera a visitarme —sonrisa consoladora—. Me vendría muy bien que estallara, ahora, un coche bomba ahí abajo. ¡No seas burra! —golpeándose con los nudillos de las manos en la cabeza—. ¡Es que esto no se puede aguantar! Ahora comprendo yo a los famosos.¡Como el helicóptero tenga misiles, se van a cagar! ¡Otra vez, Dolo! No me imagino el encuentro con Vito —repelús—. ¿Y si lo llamo y le digo que mañana voy a verlo? No, no, no, no. Lo estropearía, porque estoy segura de que se negaría a verme, pero estando allí se sentirá obligado a escucharme, por lo menos por educación. ¿Me besará? ¿Lo besaré? Yo sí lo haría ¿él…? ¿Y su familia, qué pensará de mí? Seguro que me vuelven la cara. ¡Tonta, si no te va a dar tiempo a conocerla! Mejor, así será más liviano el trago a pasar —miró al cielo—. Gracias a Dios que el tiempo no se ha puesto en mi contra para que podamos volar a través de su alma. Tengo que empaparme muy bien lo que he impreso sobre Bonares. Tengo hambre ¡seguro que por los nervios! No puedo pedir ni que me traigan una pizza ¡esos que están ahí abajo son capaces de cargarse al repartidor para entrar aquí!
Microondas trabajando, a tope, en la descongelación de una ración de lentejas con todos los avíos; hechas, por su tata ,para casos de emergencia. Emergencia causada por los paparazzis (fotógrafo periodista especializado en tomar fotos indiscretas de personas célebres) que malvivían estoicamente en la puerta del edificio, esperando la más mínima oportunidad para continuar sacándola en las noticias.
Comía con la mirada perdida. No se terminó la ración. Con parsimonia despistada caminaba hacia su despacho. Cogió la información sobre Bonares. Tumbada cómodamente, sustituyendo la piltra (cama) por el sofá, leía los folios sobre Bonares. La abstracción en la lectura le provocó sueño. Un susto terrorífico la hizo ponerse de pie y gritar:
—¡Auxilio, socorro, me quieren violar! —todo provocado al sentir una mano que le tocó el hombro.
—¡Dolores, Dolores, que me cuesta mi trabajo y mi familia! —luchaba para que se mordiera la sinhueso—. <"¡Cómo está de buena! —pensó el intruso.>>
—¡Joder, Fernando! —mandó a la mierda al terror—. Podías haberme despertado de otra manera, ¿no? ¿Qué haces aquí tan pronto?
—¡Tan pronto! –colocó la muñeca derecha a la altura de los ojos de Dolo—. ¡Son las once y media! Me iba a marchar pero, como tu primo me dijo que de mi ayuda dependía tu vida, pensé que se me habían adelantado y ya estarías volando al inf… al inlocalizable cielo ¡por lo menos para los vivos!
—Casi me mandas a que lo localizara esta noche. Me he dormido —zarandeaba la cabeza para expulsar la resaca de la siesta. Deambulaba por el salón—. ¿Dónde he…?
—Dolores, por favor, date prisa, que al amanecer tengo que hacer de paje volador —suplicaba—. Nuestra realeza, a primera hora, debe estar pisando tierras sevillanas, para no sé qué carajo. ¡Por cierto, Dolores! Te voy a pedir un favor —no esperó a que ella le preguntara—. Al aeropuerto de Sevilla no, te lo ruego, que tengo que volver mañana a primera hora, como ya te he dicho.
—¡Que tonta, con el helicóptero puedes aterrizar en Huelva, y así no tengo que buscarme la vida para encontrar un taxi o alquilarme un coche, porque seguro que me reconocerían, y eso sería mi fracaso.
—¿De verdad que grabaste todo? —tono acojonado.
Ella no le contestó.
—¡Cómo nos la has jugado a todos! —dijo Fernando.
—Te prometo —buenaza— que un día, no muy lejano, tendrás mi explicación. Ahí está mi equipaje. Anda, vamos, que no quiero que Sus Altezas Reales lleguen tarde.
—¡No, no, SS.AA.RR., son los Príncipes de Asturias.
Dolo ya caminaba hacia el helicóptero.
La instrumentación culpable de que aquello funcionara ¡y volara! aceptaron a los dos pasajeros ¡eso sí! uno relajado, y el otro, o sea la Dolo, acojonada, por muchos viajes que hubiera hecho, en gemelo aparato, con su padre.
—Sabrás cómo conducir esto, ¿no?
—¿Dónde vamos a aterrizar? —comenzando la ascensión.
—¿A mí me lo preguntas? ¡Tú sabrás, piloto Real!
—Creo… —pensaba—. Sí, ahora lo recuerdo, hace mucho tiempo tuve que aterrizar en un estercolero cerca de la ciudad. Allí tuve que esperar mientras mi viajero se ponía a reventar de mariscos ¡no lo quiero ni nombrar!... ¡Te aclararé que no fue el Rey! Y yo comiéndome un paquete de patatas fritas que encontré por ahí —señaló la popa del helicóptero—; para más recochineo, la fecha de caducidad era del siglo I, a.C.
Dolo se partía de risa.
—Sí, sí, tú ríete, pero aquella vez era de día, y nosotros volamos…
—¡No querrás —lo interrumpió ella— decirme que de noche no sabes dónde aterrizar! —voz y mirada desencajada.
—¡Que quieres! Yo no conozco esos terrenos.
—Ahora sí que pienso que me voy ¡no, no, que nos vamos! a quedar para siempre lejos de casa. Con todos los adelantos que tiene este cacharro ¿no es capaz de ver de noche?
—¡Algo se me ocurrirá! Tú tranquilízate —pulsó uno de los botones, de entre los cientos que salpicaban de colores el panel de mando.
—¿Crees que nos habrán visto despegar?
—A esto no lo ve ni Dios. Por qué crees que se lo han comprado al Rey, aunque —miró a Dolo—, ¡confío en que nunca lo contarás!, también lo utilicen otros altos cargos. Aquí se monta cada… De dónde crees que saco para mantener el nivel de vida que llevamos toda la familia ¿de mi salario? Fíjate cómo será que mi mujer perdió una de mis nóminas en el supermercado y ¡desde entonces la obligan a pagar por adelantado!
—No entiendo qué quieres decir con eso de “¿de dónde crees que saco…?”
—Pensaba que eras más inteligente —la interrumpió—. Dolores, este aparato es un picadero invisible. ¿Ves? —pulsó otro botón—, desde este momento a nosotros no nos pueden ver. ¡Ni Dios, como ya te he dicho! Cada viajecito de esos que hago me llevo una pasta.
—Qué calor —dando aire a su cuerpo, con jaloncitos a la camisa—. Mucha invisibilidad, pero esto es un infierno volante, ¿no tiene aire acondicionado esta maquinita inteligente?
—Claro que sí —mentiroso aventajado—. Estaba en los talleres para repararlo pero, por tu urgente viaje, he tenido que sacarlo sin que lo repararan. Estás sudando. Puedes desvestirte si quieres. Como si quieres que aprovechemos para echar el kiki (acto sexual) que me debes. Aquí los polvetes son celestiales ¡jejejeje!
—¡En lugar de hombres, os tenían que haber llamado salidos! No me provoques, que tú no me conoces cabreada. Y no me creo que el aire acondicionado esté averiado teniendo que montarse dentro de unas horas el Rey.
—No creas que me has acojonado con lo de la grabación. Te hago el favor para que me pagues lo que me prometiste. Las promesas hay que cumplirlas. ¡Aquí mismo! todavía tenemos tiempo.
—¡No seas grosero! ¿Me estás acosando porque estoy en tus manos? Con una simple llamada, en pocos minutos tú mujer tendrá la cinta. No me obligues.
—¡Que miedoooo! —irónico—. Te he dicho, bonita, que te hago el favor, no porque me acojones con la cintita ¡que seguro que no existe!, aunque ya me has demostrado la mala leche que tienes, sino para que cumplas lo que me prometiste. ¿Te lo repito otra vez? Vamos a ir adelantando ¡te pondré al día! Verás como no me nombras más la cinta.
A Dolo le olió a chamusquina la actitud de Fernando. El color bermellón (rojo vivo), de su cara, cambió a verde pálido, aun con el calor achicharrante que hacía.
—Has palidecido, señorita Dolores, y antes de saber que a mis jefes los tengo cogidos por los huevos, con los vuelecitos invisibles, como ya te he explicado, por lo que no me puedes atacar por ahí; y con respecto a mi mujer, hace dos semanas que me abandonó… Con qué me vas a amenazar ahora, ¿eh?
—Entonces —hundida—, ¿por qué has consentido en hacerme este favor tan arriesgado? ¡No me vuelvas a decir que para que cumpla lo que te prometí!
—¡De acuerdo, no ha sido por eso! Ha sido porque deseaba, con toda mi alma, estar junto a ti. Te lo diré sin rodeos… Me enamoré de ti en cuanto te vi.
—Fernando, me siento…
—No, no, no digas nada, que prefiero continuar con mi esperanza. Dolores…
—¿Sí? —afectada.
—No podías —rogando— hacer un esfuerzo y…
—¡No lo estropees! —le cogió cariñosamente la mano—. ¡Huy, que nos la vamos a pegar!
—¡Que va! Esto va solo desde que salimos. Eres muy guapa. Por cierto, ¿qué se te ha perdido en Huelva? —volvió a darle al botón que empujó cuando salieron de Madrid.
—Te mereces que te lo cuente.
La historia fue contada de pe a pa.
—Oye, Dolores —intrigado—, cuando aterricemos en Huelva, donde podamos, ¿cómo vas a ir al hotel? ¡No querrás que te deje en el tejado!
—¡Joder, no había caído!
—No compliquemos más la cuestión. Esperemos a aterrizar. Parece que se ha arreglado solito el aire acondicionado, ¿no?
—¡Que capullo eres! —con humor.
Fernando sonrió con pillería. Aprovechó para contarle el motivo de la rotura de su matrimonio.
Una inesperada rompió el silencio que se produjo después de terminar Fernando la historia de su vida:
—¡No, Virgencita, que no sea lo que se me ha venido a la cabeza, que no sea! —plegaria de Dolo.
—¿Qué, qué te ocurre? —Fernando se sobresaltó.
—Tengo que mirar en la maleta, tengo que mirar en la maleta. ¿Me puedo levantar?
—Sí, sí —desconcertado.
—¡Ay, qué susto! —al comprobar que llevaba la carpeta con todos los datos de Vito—. ¡Casi me da algo!
—Suerte has tenido, porque no hubiéramos podido volvernos a por eso —señaló la carpeta—. Bueno, volvernos sí, pero para quedarnos.
—No quiero ni pensarlo. Tú…
—¡Ahí tenemos Huelva!
—¿Dónde, dónde?
Fernando sobrevoló la ciudad buscando un lugar para aterrizar.
—¡Ése, ése el hotel! —gritó Dolo.
—¡Mala cosa!
—No me asustes, que mi corazón está a punto de parada y fonda.
—Lo digo porque no veo, en los alrededores del hotel, ningún lugar que cumpla las mínimas condiciones para aterrizar…; ¡espera!... Que sea lo que Dios quiera, pero que sepa que todavía no quiero separarme de mi alma. Recitándole:

“Morir solo,
sería una pena tremenda.
Morir a tu lado,
sería una felicidad infinita.”

—¡No guasees con esa palabra! —colleja—. ¡Otro poeta!
La tensión que estaba soportando Dolo, la acumuló en sus mandíbulas.
Una luz roja, en continua intermitencia y escandaloso pitar, alertó a Fernando.
Dolo lo miraba con sentir de pérdida de vida.
—¡Por poco! —el helicóptero se elevó rápidamente—. Me ha avisado de que íbamos a aterrizar en agua —no tuvo más remedio que conectar las luces.
—¡Pero tú dónde has aprendido a conducir esto? —Dolo aterrada.
—La verdad es que es tan complicado aprenderse todo lo que da, que todavía no lo sé manejar muy bien.
—¿Y el Rey sabe que tú…?
—El Rey —la interrumpió—, y los poquitos que están autorizados a utilizarlo, lo que saben es que yo no me iré nunca de la lengua. Por eso me contrataron a mí, y no a los más de quinientos que daban hasta el culo para conseguir ser el piloto oficial. La vegetación ocultaba el agua; esto debe ser una marisma. Lo intentaré en otro lugar —volvió a desconectar las luces—. Lo detendré en el aire, sobre el hotel, e intentaremos localizar algún lugar cercano y en condiciones.
La congoja que sufría Dolo, no le permitía ni siquiera opinar.
Tal como había planeado, colocó el helicóptero en la perpendicular del hotel, girándolo, sin pararlo, sobre sí mismo para poder ver, con más detalle, los alrededores. Fernando no dejaba de esforzarse por divisar algún lugar idóneo.
—¿Este cacharro, cabrá allí? —voz acelerada de Dolo.
—¿Dónde, dónde? —Fernando, mirando a todos sitios, buscaba el lugar.
—¡Allí, Fernando, allí! —temblorosa indicación con el índice derecho.
—¡Coño, qué vista tienes! —alegría—. ¡Ahí meto yo a un portaviones, jejejeje! Pero antes utilizaré lo último en antipolvo, ¡no me mires así, que no es lo que tú piensas, malpensada! me refiero a un innovador sistema que este trasto tiene instalado. Pon atención. Mira hacia abajo —cambió de posición una palanquita situada en el cuadro de mando.
—¡Es la hostia! —exclamó Dolo, al ver salir de la panza del helicóptero una lluvia atomizada tan espesa como la más densa niebla.
—Esta chorradita es para evitar que cuando el Rey visita algún lugar polvoriento, el polvo le moleste al bajarse. ¿Ves? esta lucecita está indicando que el suelo está justo en su punto para poderse pisar ¡ni polvo ni fango! Si no tuviera este sistema, estas pistas de tenis se quedarían en el chasis; además de que no tardaría ni un minuto en que tuviéramos una compañía no deseada. ¿Te imaginas una nube de polvo rojizo cubriendo todas esas viviendas? Alerta general darían, al pensar que era un escape de algún gas procedente de la zona industrial que hemos rodeado ¡el pollo que hubiéramos montado superaría a la que se armó en el 23-F! ¡La hostia, no quiero ni pensarlo! Sin embargo, si alguien ve la pulverización ¡cómo no ve el helicóptero! Piensa, sin duda, que es un fenómeno meteorológico.
—¿No nos dará el cacharrito éste un nuevo susto?
—No, mujer. —risueño—. ¿Te bajas o te vuelves conmigo?
—¿Cómo? —aterrada—. ¿Me vas a dejar aquí sola? ¡No serás capaz!
—Mi compromiso era traerte, no quedarme contigo —mirada misteriosa—; aunque… —aumentando la intriga—, si me prometes pagarme la deuda esta noche, te acompañaré.
—¿Ya no tienes prisa? —sarcástica.
—Sí, pero para uno rápido no tendré problema.
—¡Pues va a ser que no! ¿Cómo se abre esto?
—Dolores, espera que… —le decía al bajarse ella.
—No seas borde, por favor —ruego de Dolo.
—Te has pasado siete pueblos ¡listilla! Te quería decir que te acompañaré hasta la puerta del hotel, y luego me largo echando leches, antes de que descubran el aparato y me detengan por incumplir todas las leyes de la aviación…
El rostro de Dolo resplandeció.
—… Antes de que nos separemos quiero decirte que si, algún día, me pides cumplir tu promesa, éste —dándose reiteradamente con la punta del dedo índice sobre el pecho— no lo consentiría si no estuvieras enamorada de mí.
—¡Eres desconcertante! —lo abrazó con todas sus fuerzas—. Cómo puedes esconder tanta nobleza en esa mente tan libidinosa. ¡Gracias! Deberías dejar, y a mí me encantaría, de comportarte como un camaleón —besó la mejilla y continuó—: ¡Mira como me encuentro yo por haber actuado como un camaleón!
Roto el lazo cariñoso, los dos estaban inmóviles haciéndole un reconocimiento al lugar.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —Fernando.
A Dolo le entraron ganas de llorar. No vislumbraba salida por ningún sitio. Tenía a las luces de neón vociferándole la rúbrica del Hotel Luciérnaga, a tiro de piedra, y no podía llegar.
—No desesperes. Se me está ocurriendo… —le decía misteriosamente a Dolo—. Ven, vamos a acercarnos a aquella tapia (muro) —uno al lado del otro, con los brazos levantados en toda su extensión, intentaban calcular la altura de la tapia—. Si consigues saltarla no te haré falta para nada; de aquí al hotel no habrá ni cincuenta metros. Venga, súbete en mis hombros ¡venga, venga! Cuando estés fuera te tiraré el equipaje.
—¡Un momento! —exclamó Dolo—. Acabo de caer en la cuenta de que para seguir de incógnito no puedo registrarme en el hotel con mi nombre ¡dame tu DNI! Diré que tú, mi marido, llegarás por la mañana.
—¡Anda ya! —la empujó con delicadeza—. ¡Quién se va a creer que una belleza, como tú, está casada con un feo como yo! ¡Y ahí he salido favorecido!
—¡Gracias, zalamero! pero estoy segura que dará resultado. Dámelo.
Fernando se lo dio.
—Te lo haré llegar cuanto antes —guardándoselo en el bolsillo—. De nuevo, Gracias.
—Quédatelo de recuerdo; mañana me harán uno sobre la marcha.
Ella lo miró sorprendida.
—¡Amiguetes que tiene uno! Guapísima ¡quieres subir de una vez! —acelerado.
Agarrada a la cima de la tapia comenzó la, para ella, escarpadísima escalada. Asomó la testa (cabeza) con sumo cuidado.
—¡Abajo, abajo! —voz casi escondida.
—¿Qué pasa? —intrigado.
—¡Un… Un… —Dolo era una gárgola (escultura de remate de la canalización del tejado en la arquitectura gótica) aterrada.
—Un, ¿qué? —la tuvo que coger por las axilas para que no se cayera.
—Un… —tragó quina—, ¡un guardia civil! —respiración acelerada—. ¡Ahí hay un guardia civil! —temblaba de miedo.
—Tranquilízate, mujer. Seguro que está de paso para su casa. Además, estamos, sin ninguna duda, en un club de tenis ¡no en el interior de una joyería! —acertó donde estaban: Real Club Recreativo de Tenis de Huelva, donde se disputa la Copa del Rey de Tenis desde 1912—. Venga, sube y salta de una vez —impaciente.
Esta vez, por la práctica, coronó la muralla más rápidamente.
—¡Sigue ahí, fumando! —saltó de los hombros—. En todo lo que hago últimamente tengo que tener problemas ¡seguro que me han mirado todos los asistentes al Congreso Internacional de Tuertos! ¿Cuando me va a salir algo bien, Virgencita?
—¿Crees, Dolores, que merece la pena pasar por todo esto por un tipo al que no conoces bien y que puede hasta que te rechace? ¡y más! y si está enamorado de otra, ¿eh? —aprovechamiento malicioso.
La respuesta de ella fue una patada en la espinilla.
—¡Coño, y te estoy ayudando, anda que…! Sube, verás como el pitufo (guardia civil) ese ya se ha marchado.
—No está —sorpresa feliz—. ¿Qué haceees? —en plena caída.
—Te echaré de menos —la abrazó—. Mucha suerte. Sí necesitaras ayuda, llámame a este número —le dio una tarjeta—. Aunque sea mañana ¿de acuerdo? Que por ti dejo yo al Rey y a todo lo que tengo.
—No tengo palabras —nuevo abrazo—. Ten por seguro que te llamaré si me encuentro en problemas. Con las amistades que tienes ¡tú me dirás!
—¡Anda, sube y salta de una vez! —tono desconsolado.
Ya con la práctica subió antes. Aunque Fernando no podía ocultar que estaba derrengado (muy cansado).
—¡¡¡Aaaaahhhhh!!! —de nuevo cayó al suelo—. ¿Qué haces?, casi me parto los tobillos. ¿Por qué me has soltado?
—Dolo, no te lo vas a creer —le dijo Fernando.
—¿Cómo…? ¿Pero…? Me estás amargando, ¿sabes? —tono de mala hostia.
—¡Mira! —le gritó, por lo bajini, Fernando, señalando hacia la derecha.
Dolo miró desconcertada.
—¡Coño, no ves una puerta? —contrariado.
—Ahora sí, ¿y? —Dolo, más perdida que nunca.
—¡Hostias, Dolores! —no esperó a que ella dijera nada—. Será mejor que salgas por la puerta, ¿no? ¡Ahora mismo la abro! —se fue directo hacia la puerta.
Antes de que ella reaccionara, Fernando, abrió la puerta. Puso los brazos en cruz y mirando al tendido esperó alabanzas.
Dolo se fue hacia él. Pero, Fernando, antes de que ella lo abrazara, volvió a gritarle por lo bajini:
—¡Agáchate, agáchate!
Los dos se sumergieron en la oscuridad.
—¡Por poco nos pilla! —Fernando resoplaba al ver que un vecino de las viviendas, junto a la pista de tenis, estaba en el balcón sin dejar de mirar al helicóptero—. ¡El hijo de puta está hablando por el móvil, seguro que está hablando con la policía! —rebuscaba, con la mirada, por el suelo—. ¡Esto mismo!
Con la pelota de tenis, que encontró, lo dejó grogui (atontado) de un pelotazo.
—¡Corre, vete ya! —la empujó Fernando.
—¡Pero no es invisible? —Dolo desquiciada.
—Sí, pero se me olvidó darle al botón —angustiado.
—¿Cómo has aprendido a abrir…?
—¡Corre ya, coño! ¡Espera! —con los nervios desatados.
Dolo no sabía si correr o detenerse.
—¡El equipaje! —corrió a por él. Tirándoselo desde lejos. Casi la mata.
Ella lo recogió y salió disimulando tanto que declaraba una altísima sospecha en su caminar.
Fernando corrió al helicóptero y salió a todo carajo.
Dolo caminaba, por la acera, pegada a la pared. Transportaba el trolley a pulso para evitar el ruido de las ruedas sobre las losetas. Cualquiera que la viera pensaría que se escondía de alguien. Al volver la esquina recibió la bofetada esperada.
—¡Por fin! —resopló al ver el hotel—. ¡Joder, el guardia! —tiró la mirada—. <"¡Que no me vea, que no me vea!>> —suplicaba porque no podía evitar cruzarse con él.
El guardia civil ni la miró. Iba hablando solo mientras hacía guardia en el Palacio de Justicia que está junto al Hotel Luciérnaga: Sólo los separa la Plaza del Velódromo..
Dolo aligeró el paso. El sonido de un helicóptero sobre su cabeza la hizo sonreír de agradecimiento, aunque un poco empañado por la angustia al verse sola.
Próximo miércoles 9 de mayo: Capítulos 50 y 51

 

CAPÍTULO 48 (En el ambigú de la Vida sólo existe un refrigerio que es de balde, obligatorio y último al deleitarlo - jibr).

Durante el bostezo matutino del Sol, Vito abrió los ojos. Un desperezo rítmico ajustó todos los engranajes de su inseparable canina (esqueleto). Limpió la visión legañosa restregándose los ojos; observando que la mañana se había maquillado con una claridad derrochadora. Abstraído ante tal contaminación ansiolítica (fármacos para curar la ansiedad) salió a la terraza. Purificó los pulmones absorbiendo la suficiente brisa marinera como para limpiarlos de todo el alquitrán acumulado últimamente.
—¡No tienes precio! —piropeó a la mañana—. Aunque el apartamento y el nivel de vida de Dolo… ¡Necesito un café!
Marcó el cero.
—…
—Perdone la molestia. Desearía desayunar en la habitación.
—…
—No, no, por favor, solo café y en taza grande ¡ah! y muy caliente.
—…
—No, no, sólo lo que le he pedido. <"Qué cargante (que carga, molesta, incomoda o cansa por su insistencia o modo de ser) —pensó.>>
—…
—Gracias.
Su estado anímico, por fin, entró en caja. Esa mañana consiguió acicalarse con la tranquilidad que solía hacerlo antes del viaje a Madrid. Veraniego vestir eligió. En la terraza esperaba a la droga mañanera.
—¡Que escalofrío me ha entrado! —rápidamente entró en la habitación. Buscó en el ropero un chaleco. Al no encontrarlo, pensó que era muy raro que su madre no se lo hubiera enviado. Instante en el que recordó que le quedó una bolsa sin vaciar.
—¡Es que una madre, es una madre! —sacó el chaleco—. ¡Madre, te has pasao, es de puro invierno!
Para quitarse el fresquillo recogido desfilaba por la habitación.
—¡Habrán ido por el café a Colombia! —exclamación premonitora fallida.
La caída sobre la puerta, por dos veces consecutivas, de la aldaba (pieza de hierro o bronce que se pone en las puertas para llamar) huesuda y acolchada por piel viva, se lo demostró.
Pasar frío descontrolaba a Vito. Ofuscado, abrió la puerta.
—¿Todavía está caliente? —mirando el reloj de pulsera.
—Verá, señor... —intentaba justificarse la camarera; que tenía un pavo (sosería, languidez) que se lo pisaba.
—Perdone, tengo el cuerpo cortado y necesito tomarme el café caliente cuanto antes —disculpa ridícula para la camarera.
—Sí, sí, sí señor. Lo traigo calentito, calentito. Espero que esté de su agrado —casi tontona.
—Pase, pase.
La camarera, al dejar la bandeja sobre la mesita, se retiraba sin dejar de mirarlo.
Vito le hizo un gesto de si quería decirle algo.
—¿Le puedo hacer una pregunta? —timidez enmascarada de alcahuetería.
—No —tono desagradable porque adivinó la pregunta—. Se la contestaré sin que me la haga.
La camarera hizo gesto de marcharse corriendo.
—¿No la quiere oír? —genio complaciente—. Sí, ¿qué pasa! —retando—. ¡El del Diez Moniatos soy yo!, ¿y qué? —ante el silencio de ella, él continuó—: ¿Ya está tranquila? —pasó a pasota del asunto—. ¿Quiere un autógrafo?
—No, no, no señor —asustadiza—. Me alegro de que le haya ocurrido… —intentaba agradarle.
—¿Cómo? —amenazante.
—Nada, nada —saliendo inmediatamente.
Vito ya había asumido que, por mucho que quisiera ocultarse, siempre le iban a hacer la misma pregunta. Cogió la jarra de café como si fuera a estrangularla, llenando el tazón hasta el borde. Al dar el primer sorbo, exclamó:
—¡Sooo! —detuvo la maniobra—. ¡Quietooo, que me voy a escaldar (abrazar con fuego) las tragaderas! —sopló varias veces sobre el volcán de vapores cafeinosos, y, a cada tres o cuatro soplidos, sorbía con mucho cuidado. Antes de terminarse el tazón, estaba sudando. Tiró el chaleco sobre la cama. Diciéndose:
—Creo que de ésta me libro. Un catarrito es lo que me hacía falta ahora. ¡Toma! —le dio un corte de mangas al posible catarro.
Volvió a llenar el tazón. Estaba disfrutando del café cuando la mente lo devolvió a la ansiedad:
—¡No me voy a alterar! —se sacudió la cabeza—. ¡Me tienen acosadito! —resopló—. ¡Que se jodan!, como dice mi amigo Guillermo. Creo que es cierto, como dice él, que lo que tienen es envidia cochina de mi suerte, ¿suerte?; no me río porque, como suele pasar, después vienen las llantinas. Que sí, que lleva razón mi amigote. Y… ¡a vivir que son dos días! ¿Qué raro que Cifuentes no me haya llamado? Creo que debo llamarlo. ¡Joder con la Dolo! Si pudiera me hacía un lavado de cerebro. ¿Por qué querría hacerme espía? No, no debo llamarlo, no vaya a creer que no estoy curado y se me presente aquí, ahora que me estoy entonando. No iré a la playa de Rompeculos. No necesito esas vistas, aunque, para ser franco, últimamente noto al gusanillo que se altera con mucha facilidad. Voy a caer en el mismo fango que la Dolo. ¡A la calle, joder!
—¡Buenos días! —Vito al recepcionista y al botones.
—¡Buenos días, don Victoriano! ¿Ya sabe cuando se marchará? —malignidad babosa.
—Pues… —rascó su nuca con la uña del dedo índice, mirándolo con sarcástica sonrisa. Ésa fue la fecha de salida.
—No, es que…
Vito lo dejó con la palabra en la boca.
Eligió un nuevo trayecto para llegar al centro de Mazagón: dejando a su izquierda la entrada del “Camping Playa de Mazagón”, bajó por la prominente “Cuesta de la Barca” —médano (duna) solidificado en el cuaternario, que, un momento antes de comenzar a bajarlo, se tiene la sensación de que vas a entrar en caída libre y serás engullido por la mar—; dejando atrás, a la izquierda, “Las Casas de Bonares” —los bonariegos fueron los primeros que se asentaron en ese lugar en los años veinte—; el cine de verano; la Avenida de los Conquistadores —que todavía sigue guarda, sin guardias, por un nido de ametralladoras—; el Puerto Deportivo; el restaurante Las Dunas; hasta llegar al centro urbano.
Aparcó frente a “Casa Hilaria”: supermercado, restaurante y hostal (empresa emblemática, en Mazagón, por su historia). Al abandonar el R-18 con el cuaderno, al que él manchaba con sus pensamientos, asfixiándose en la axila izquierda, le extrañó muchísimo el ajetreo de vida que se movía por allí: Prensa bajo el brazo; bolsas con pan; pescadores, en sus vehículos, vendiendo el pescado vivo (ver los langostinos saltar en los cubos es una pasada); paquetones de calentitos (en Andalucía: churros); ausencia de juventud;… Cayó en la cuenta de que el culpable era el sábado porque el fin de semana toca ventilar la segunda vivienda, máxime, estando en las puertas del verano. De todas formas olía a tranquilidad. Se encontraba muy a gusto. No le importaba que lo reconocieran, pero tampoco deseaba que lo hicieran. Dos criticadores de sus señoras porque se gastan los cuartos en revistas del corazón, que por supuesto se las leen también y echan en falta cuando no las ven en casa, se le quedaron mirando pero, por el gesto que hicieron, no se creyeron que fuera él (estos dos personajes son la muestra del ganao que presume de no ver nada la televisión, eso sí, participan en todas las conversaciones sobre los programas televisivos, sobre todo, los que ven pero no son valientes para decirlo, porque siempre salen con: “¡Yo no lo veo, pero en un momento que estaba haciendo zapping…! Cuanto más castos quieren parecer, más camaleones se hacen”).
Vito, pasando olímpicamente de todos, continuó su paseo. Al llegar al Parque Municipal, buscó asiento; eligió el banco que estaba engullido por la clara y limpia sombra de un pino centenario. Con pose de comodidad buscada, masticaba la luminosa quietud hasta donde sus máculas (parte de la retina donde la visión es más clara) conseguían retratar. La única muestra de vida humana se encontraba, a poca distancia de él, en otro banco. Vito analizó el espécimen (muestra):
—<"Por su tostada y arrugada faz, podría jugarme la mano derecha a que ha sido dueño y patrón de un viejo barco de madera hasta hace poco tiempo; quizás hasta ayer; porque sus ojos gritan aburrimiento, soledad, tristeza, por no decir que suplican por una inmediata visita al prostíbulo de la parca (muerte). ¡A que me hago llorar a mí mismo! La compañía que tiene abrazada y en descanso, seguro que es más que una reliquia para su alma. Me vendría muy bien que tocara ese acordeón tan bonito y cuidado. ¡Es cómodo este banco! Se me está ocurriendo…>>
Llevó la mano al bolsillo de su camisa, desenganchando el Bic; cruzó las piernas; apoyó el cuaderno sobre la rodilla y al mirar a la melena erizada del pino, que se notaba que la habían podado (podar: cortar o quitar las ramas superfluas de los árboles, vides y otras plantas para que fructifiquen con más rigor), tuvo que guiñar los ojos al recibir los rayos del sol que se colaban por los huecos desordenados de la copa. Murmurando:
—¡Que luz tiene esta playa!
Dando golpecitos con la punta del Bic, sobre una hoja en blanco del cuaderno, pensaba y escribía:

“Banco solitario en suelo verde de hierba salvaje.
Solitario pero, casi siempre, ocupado por gente sin pasaje.
Su tarifa es gratis aunque lleves equipaje.
Lo ocupa el soldado, el que está cansado, el del trasero cuadrado,
el abuelo con el nieto y hasta el inmigrante de mal pelaje pero
con el corazón grande.
Está disponible a todos los que quieran sentarse por comodidad,
por cansancio o para el bocata tomar.
Es cuidado, es maltratado, y sufre como cualquiera cuando llueve o nieva.
Sufre por el que llora por no tener compañía, o porque le han robado los días, sus ilusiones, o a la mujer que quería.
Sufre por el niño que llora por alguien porque no tiene el cariño de
sus padres.
Sufre por el que ha trabajado y no le pagaron su tiempo gastado.
Sufre por el chaval que se sienta amargado por no haber aprobado.
Sufre por los mayores que han pasado su vida trabajando y en su final piensan que para qué pasar tanto.
Sufre por todos los que se sientan y le transmiten que son infelices por alguien o por algo.
No solo sufre a diario, también se alegra por los muchos que lo ocupan con problemas solventados.
Se alegra de la felicidad que sienten los padres viendo a sus hijos crecer felices a su lado.
Se alegra de la pareja de ancianos que se sientan y todavía siguen cogidos de la mano.
Se alegra de lo que se dicen dos jóvenes enamorados.
Se alegra cuando le acompaña alguien que da limosna al necesitado.
Se alegra del deportista que se sienta a descansar después de ganar un campeonato.
Se alegra de la juventud, cuando veintitantos, se reúnen a su alrededor con sanas conversaciones, risas y cantando.
Si todavía no lo conoces, da un paseo y, en el primero que veas, siéntate y ponte cómodo.
Cierra los ojos y haz flotar tu imaginación pensando sobre el que estás sentado.
Si todos los pensamientos que te afloran son de tu pasado, es que te lo está provocando él, para que mejores o gracias a Dios des.
Y, cuando pase un tiempo, que no sabrás si fue corto o largo, comprenderás lo importante que es un banco.
Y contarás a todos que conoces a uno que, sin pedirte nada a cambio, te regala comodidad, amistad, bienestar y relax.
¡Aunque estés, en él, tendido o sentado!”

—Te envidio —le dijo Vito, al banco, dándole unas palmaditas cariñosas sobre el respaldo—. Desde hoy serás mi confesor porque sé que te puedo contar todos mis secretos y nunca me traicionarías. Comenzaré contándote que no consigo olvidar a Dolo. Sabes quien es ¿verdad? Si no fuera como es, lucharía hasta la muerte por enamorarla. ¿Qué te pareció lo que me hizo? ¿Dónde estará ahora? Me utilizó, me… ¿Tú crees que estará con otro? ¡No, mejor no me lo digas! ¿Por qué con todo lo que tiene necesita hacer daño? Me duele la espalda, ¿te importa que me tumbe? Gracias.
Las piezas del puzzle de una melodía se compaginaron en los oídos de Vito, que intentó recordar el título pero fracasó. La llegada de nuevas piezas sopladas por el fuelle del acordeón le animó a levantarse. Con naturalidad y en silencio, se sentó junto al viejito. Finalizando el popurrí de los boleros; Vito le dijo:
—Es usted un artista.
—Hijo… —voz pausada, cansada, desilusionada—, como mucho sería un buen copiador; la diferencia entre un buen copiador y un artista está en que el copiador sólo podrá conseguir una copia perfecta, pero el artista, cuantas veces quisiera, la mejoraría. Cada obra, sea de arte o no, lleva en su vientre los sentimientos del que la ha preñado…, y eso, hijo, no se puede copiar —ojos perdidos.
—Después de lo que me ha dicho, con más razón se lo digo ¡es usted un artista! —deseaba sacarlo del regajo (terreno pantanoso surcado por zanjas para su desagüe) traicionero donde estaba atrapado—. ¡Mire! —le hojeó el cuaderno—. ¿Por qué no le pone música a estas letras?
El viejito, sin quitar la mirada de las hojas, sonrió alegría.
—¿Cuál prefiere? —le preguntó a Vito.
Sin palabras, y con una intromisión decidida entre dos de ellas, detuvo el ondeo que Vito le daba a las hojas.
—¿Ésta? —le preguntó Vito, que, sin esperar respuesta, le dijo—. Es una sevillanas.
—La mano de mi destino la ha elegido. ¿Parece? —el viejito con reparos.
—Por mí, encantado. ¡Está pegando el jodío! —mirando al Sol—. Me acercaré por unos refrescos.
—Agua —pidió el viejito, sin dejar de leer la sevillanas.
Vito, a conciencia, le echó tiempo al recado. Quería darle tiempo al viejito. Al regresar, Vito volteaba, sin cuido, la bolsa con los refrescos. Estaba a tiro de piedra del banco cuando, inesperadamente, su cuerpo se paralizó. La causa fue que, de golpe, recibió a los escupitajos del acordeón, que, a la vez, iban floreados con las letras de su composición y perfumados por las voces de cuatro jovencitas. La piel se le erizó. Contuvo las lágrimas. No se lo podía creer. En un nuevo ensayo del grupo, la oyó completa:

“Almonte pueblo blanco de Andalucía.
Campo santo a donde se peregrina.
Entre la brisa del mar y el olor a marisma,
está la ermita de mi Virgen de blancura salina.
Como paloma vuela en la brisa
Como pastora camina en la marisma.
Blanca es su piel, brillante su corona,
su niño romero, su sombra simiente de amapolas.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.

Peregrinos por las arenas y los animales tirando
las carretas que han decorado durante todo el año.
La suya es la primera y lleva el Simpecado,
la tiran bueyes o mulas que el carretero va guiando.
Entre pinos, abulagas y hojarascas, el sol va calentando,
los cuerpos de los rocieros que la noche ha helado.
Van cantando de alegría y están reventados
no solo del camino, sino de la preparación durante todo el año.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.

Siempre estas acompañada,
te visitan todos los días del año.
Y el día que sales de tu ermita,
peregrinos de todas las clases quieren tocar tu manto.
Tú te dejas llevar, ese día no hay rencor ni llanto,
las lágrimas son de alegría, sienten tu respiración a su lado.
Te llevan en volandas, sin descansar ni un rato,
dejan todo lo que tienen, por ti Rocío, para llevarte en brazos.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.”


Un desfallecimiento feliz lo hacía tambalearse. Las palmas de sus manos se ahogaban en sudor. Eligió un paso ligero para llegar al banco, abrazando por la espalda al viejito. Las cuatro cantaoras y palmeras se marcharon, dando muestras de una alegría juvenil poco practicada en estos tiempos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el viejito, que estaba más feliz que un santo. Se sentía importante.
—Victoriano; Vito para los amigos —sin verle la cara—. ¿Y usted?
—De tú, que todavía soy un chaval —desprendiéndose del acordeón—. Francisco; Curro para los amigos.
—¡Curro, el artista de los artistas! —vociferaba Vito—: ¡Ya se lo dije antes!
—¡Artista, ja! —Curro, incomprensiblemente, se entristeció.
—¿Por qué esa tristeza de repente? —Vito sorprendido.
—Anoche —le decía el viejito—, mi nieta me dijo, delante de toda la familia, que al abuelo de su amiga Rocío le habían dado un premio por lo buen artista que había sido. Terminó diciéndome: “¡Claro, abuelo, a ti no te lo dan porque pescador es cualquiera! —el viejito escondió la cabeza y dijo—: La inocencia infantil no hiere… ¡mata!
—¡Espera un momento! —Vito se separó unos pasos, dando curro al móvil:
—…
—¿Cómo estás?
—…
—¡Vito! ¿Ya te has olvidado de mí?
—…
—Bien —con prisas—, ya te contaré.
—…
—Me dijiste que me darías todo lo que te pidiera sin ningún problema, pues…
—…
—Sabes que no me gustan los chistes bordes. Por favor, escúchame, que tengo poca batería. Cifuentes, tienes… —continuó hablando Vito.

Finalizada la conversación telefónica de Vito con Cifuentes, el exciego durante el día y exvidente de leguas marinas durante la noche, abrazó con todas sus fuerzas a Vito diciéndole al oído, entre sollozos de alegría:
—Mi familia, por fin, me va a ver como un artista y no como un vulgar pescador —se tuvo que separar de Vito para tragarse las lágrimas—. Mis nietos presumirán en el colegio de tener un abuelo ¡artista! —no parecía el mismo—. ¡Te lo juro, Victoriano, no te defraudaré!
—Curro ¿me acompañas a almorzar?
La nueva amistad abandonó el parque camino del lugar que le había recomendado Curro: el bar-restaurante del camping “Playa de Mazagón”, que está situado en la cresta de la “Cuesta de la Barca”; este es un enclave desde donde, por la altura en la que se encuentra, se divisan kilómetros y kilómetros de orilla, dunas, pinares, vegetación autóctona y esa línea mágica donde el cielo azul ¡hay que verlo para saber qué tono de azul tiene! se engulle a la mar—. Es un lugar donde, después de conocerlo, deseas volver siempre.
Durante el almuerzo, Curro le pidió a Vito que lo llevara a conocer el Muelle de las Carabelas: lugar situado a sólo diez minutos de Mazagón, junto al Monasterio de la Rábida, en el término municipal de Palos de la Frontera. Allí están las réplicas de, porque de allí salieron, las carabelas con las que don Cristóbal Colón descubrió América. Aunque algunos estudiosos e investigadores actuales, aprovechándose de que no se retransmitió por vía satélite, luchen por ponerlo en duda, con la única intención de dar la nota para que el mundo sepa de su existencia.
Unos días después ¡no del descubrimiento! sino del almuerzo que disfrutaron, Vito y Curro, éste último, debutaba, como un genio del acordeón, en varios programas de televisión.

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