29 diciembre 2006

 

CAPÍTULO XXIII (El fiel de la razón indicará la decisión a tomar - jibr).

Con descaro endémico (propio y exclusivo), porque siempre se presenta sin habérsele concedido audiencia, el tozudo y puntual y constante y rutinario y viejo, pero sin arrugas, devorador de oscuridades, comenzó a asomar su iluminada cresta; no cambia la jeta (cara) ni aunque se nos muera el ser más querido; nunca se queda dormido, ni porque Dolo y su tata le pidieran anoche que, por una sola vez, lo hiciera; él, al único que obedece es a su compadre Sol.
Con el desconsolador fracaso por no haber conseguido robarle el despertador al orto (salida del Sol o de otro astro por el horizonte), las dos se levantaron a la misma hora. Dolo se metió en la ducha, y su tata hizo acto de presencia en la cocina para preparar el desayuno.
Desde que Dolo se despertó, su moral había entrado en barrena (en caída). No pensaba salir y como la mañana se presentaba bochornosa (calor sofocante) se había vestido cómoda: un picardía (conjunto de camisón corto y bragas) verde limón.

—¡Qué calor! —dijo su tata al oír llegar a Dolo—. ¡Vas a coger frío! —al verla.
—¡Mamáááá! —con ironía.
—No has dormido bien ¿verdad? —voz desconsolada.
—Sí. De un tirón —el porte (aspecto) del rictus recogía un estado inequívoco.
—Tu cara no miente. Te duele la cabeza, ¿no? —insistió su tata.
—El vino, tata, el vino —el tono de voz marcaba el nivel del dolor.
—Toma, está recién hecha —le ofreció una tostada, untada la mitad con mantequilla y la otra mitad con mermelada de fresa—. Cómo a ti te gusta.
Sin decir nada, mientras Dolo se bebía el café, su tata salió de la cocina. Al momento volvió con un pastillero.
—Tómate dos. Es Dolalgial. Pero antes, cómete otra rebanada —volvió a llenarle la taza de café solo.
Durante toda la degustación del desayuno, ninguna dijo palabra.
—¿Estás mejor? —Dolo asintió mientras soplaba, con los labios rozando el pretil (murete o vallado para preservar caídas) de la taza, y bebía con sordos y breves sorbos.
—No te preocupes, tata —sin poder evitar su desencanto.
—Escúchame, mi niña…
Dolo movía en círculos la taza, sin dejar de mirar el recorrido del poso. La oyó pero no hizo ningún gesto para confirmarlo.
—… Mírame a los ojos… —en un tono más elevado, a la vez que le cogía la mano.
Dolo no la obedeció. Quería ocultar el maquillaje que lucía su rostro: La tristeza
—… Tienes que ser fuerte —continuó su tata—, para no tirar por la borda en un día, todo lo que te ha costado tantos años de sacrificio. Durante toda la noche he estado dándole vueltas a la cabeza si contarte mi secreto.
(No sé si es una enfermedad reconocida, pero cuando se llega a cierta edad, siempre se comenta que no se duerme, aunque, cada noche, se supere a las marmotas [Mamífero roedor que pasa el invierno dormido]).
Dolo, por el tono de voz reservón que utilizó su tata en la última frase, levantó la cabeza muy lentamente con intrigante mirada.
—Y he decidido que sí —instante en que esquivó la mirada de Dolo, que todavía se extrañó más, por lo que le tocó diana a su concentración—. Lo que te voy a contar es algo muy personal y que nadie, nadie conoce. Lo he meditado mucho y espero no equivocarme. Porque quizás, Dios lo quiera, te pueda ayudar a que no tomes una decisión equivocada —la paleta (tabla pequeña donde el pintor tiene ordenados los colores) de sus cuerdas vocales tiñeron las dubitativas palabras de: Cariño, pena, melancolía, desesperanza, desamor y una pizca de alegría.
Conocía a su tata muy bien. Nunca pensó que guardara un secreto que ella no conociera. Desde niña le había inculcado (infundir en el ánimo de uno un sentimiento a fuerza de repetirlo con ahínco) que nunca se deben digerir los sufrimientos en solitario. Que debía tener confianza en ella, como si fuera su madre, y contarle todo. De la misma manera que ella le contaba todo. No se sintió defraudada por el tiempo que pasó engañada, la quería tanto que lo comprendía pero, aun así, el desconcierto la había sacado fuera de su órbita. El eco que le produjo el deje con el que su tata pronunció la palabra secreto continuaba propagándose en su cabeza, lo que le hizo pensar que debía de tener una atención exquisita ante tan personal como delicada confesión. No ocultó un interés agónico por acabar con el lúgubre (profundamente triste, sombrío) misterio, lo que ayudó a su tata a entregarle su grial (cáliz sagrado que usó Jesús en la última cena) concebido antes de nacer ella.
Su tata bebió un sorbo de café e inspiró hasta llenar sus pulmones. El aumento del perímetro toráxico provocó que el incompleto lazo, hecho con la cinta injertada en los extremos del cuello del camisón de dormir, se soltara; dejando al descubierto gran parte de su turgente (abultado, elevado), no con exageración, masa mamaria, la cual exponía trazos de flacidez. Ésa sólo era una muestra de que su portadora no se había preocupado en mucho tiempo de su figura.
—¡Tata, me estás provocando! —para alegrarla.
Dolo consiguió sacar una sonrisa de sus labios. Su tata, mientras recomponía el lazo, expelió el aire lentamente, a la vez que llevaba su mirada hacia la de Dolo. La expresión de su cara manifestaba, a gritos, que le costaba volver a aquellos recuerdos.
—Espero no arrepentirme... —respiró profundamente y, con tono lóbrego (triste, melancólico), comenzó a soltarle la cuerda a la pandorga (cometa que se sube en el aire) de sus recuerdos—: Al morir mis padres, en el terremoto de Libia, tu madre me acogió como a una hija. Dos meses después, tu padre tuvo que viajar a Venezuela por un tiempo. Siempre quería que le acompañásemos —sonrió con añoranza—. Le solía recitar a tu madre:

“Un minuto sin verte,
es una noche polar.
Un día sin verte,
es una eternidad!".

—¡Qué bonito! Si a mí me dijera eso… Perdona, continua.
—Lo de tu madre le afectó como nunca podrás imaginar.
—Otro día me hablas de él. Continua con…
—Como te decía —carraspeó—, esa vez aconsejó a tu madre que nos quedásemos las dos en Madrid, en la finca. El motivo de que no fuéramos con él fue la inseguridad por la que pasaba aquel país en esos momentos. Tu padre contrató a cuatro matrimonios, a tres mujeres y a dos hombres, para que cultivaran la tierra, mantuviesen el caserío, estuviéramos acompañadas y, sobre todo, para que tu madre no conociera rutina. Con el ferviente deseo de que olvidara, aunque ya hacía algún tiempo, el segundo aborto.
—¿Segundo? —sorprendida—. ¿Tuvo dos?
—Dejemos eso para otro momento —no dio oportunidad a Dolo de que continuara—. Acababan de conocer que estaba embarazada. La idea fue muy positiva. Un par de meses y tu madre parecía otra. La finca funcionaba y ella engordaba.
Todos los días, y muchos en dos y hasta en tres ocasiones, tu padre hablaba por teléfono con tu madre. Le preocupaba mucho su estado y, además, estaba deseoso de ver cómo le quedaba la nueva barriguita. Es tan bueno…
—¿Por qué nunca habéis querido contarme toda la historia? —Dolo la interrumpió intrigada.
—Tu padre decidió, haciéndome jurar que lo cumpliría, que sólo él te hablaría de ello cuando fueras mayor. Ya sé que no lo ha hecho, pero tienes que comprenderlo. Primero, que no quiere entristecerte, y segundo, que sigue viviendo el sufrimiento como si hubiera ocurrido ayer. Quebranto el juramento suplicándole a Dios que me perdone por contarte lo que él desea contarte cada vez que te ve, pero lo hago porque pienso que te puedo ayudar como ya te he dicho. ¡Ves! Ya me he perdido.
—Decías: “¡Es tan bueno!”.
—¡Ahora! —prosiguiendo—: Es tan bueno que hizo coincidir su regreso para verla, aunque sólo por unos días, con el mismo día que cumplía yo los dieciocho. Tu madre, para celebrarlo, nos obsequió con una fiesta por todo lo alto. Recuerdo que ese día hizo mucho calor. Por eso tu madre la organizó en el patio mayor de la finca. Tu padre durante toda la cena no quitó la mano izquierda de la barriga de tu madre ni un solo instante. ¡Era para verlo! Nunca he vuelto a ver dos caras juntas tan llenas de felicidad. Terminado el postre, tu padre fue mesa por mesa saludando a todos los invitados. No dejé de mirarlo en toda la noche. Me parecía el hombre más guapo y bueno del mundo. Varias veces me preguntó tu madre:
“¿A que es guapo?”.
—Yo colorada como un tomate le respondía:
“Y muy bueno”.
—Al volver con nosotras se quedó de pie junto a la mesa. Cogió un cuchillo y repicó sobre su majestuosa copa para brandy que le acaban de servir. La llamada de atención se cumplió a rajatabla. No tuvo que gritar para decir:
“Una, dos y tres”.
—Lo había preparado en su paseo mesa por mesa. Todos me cantaron “Cumpleaños feliz”. La sorpresa me hizo reír y llorar como una tonta. No sabía para dónde mirar. Terminados los aplausos, los dos me abrazaron y besaron mis sienes, a la vez que me decían:
“Feliz cumpleaños”.
—Las lágrimas de felicidad por la familia que tenía no me permitieron ver el regalo que me habían dejado encima de la mesa frente a mí. No era un regalito. Era un voluminoso regalo. Casi tan grande como yo. Me encontraba en los cielos. Únicamente oí a tu madre decirme:
“¡Ábrelo ya!”.
—Los nervios consumieron mis fuerzas. No podía ni romper el papel. En ese corto espacio de tiempo llegué a pensar en que podía ser veinte mil cosas, pero nunca una maleta, preciosa, llena de vestidos. Tu madre no me dejó verlos allí, sólo dijo:
“Corre a tu habitación y estrena uno esta noche”.
—Le di un beso y corrí a mi habitación. Me probé todos ¡a cada cuál más bonito!, así que me dejé puesto el último. Era rosa, estampado con flores de muchos colores, tirantes estrechos, escote que me pareció muy grande, y el largo por encima de las rodillas. Me costó salir. ¡Que vergüenza! Todos en silencio, mirándome...
Enmudeció sorpresivamente al sonar el Séptimo de Caballería. Los ojos de Dolo se iluminaron. No se atrevía a cogerlo. Tenía la esperanza de que fuera Vito, pero si no era así prefería no atender la llamada.
—Niña, cógelo.
Lo cogió con temor. Pronto lo perdió desilusionada. El display (pantalla del móvil) le chivó que no era él.
—¿Dime?
—…
—Ahora no puedo. Ya te llamaré. Adiós.

—¿Quién era? —su tata intrigada.
—Los primos. Continúa, tata.
—Un momento —dio un sorbo del resto de café que quedaba en la taza de Dolo, que ya estaba más frío que las nalgas de las mujeres.
—Te voy a preparar uno —le dijo Dolo al ver el gesto de asco que puso.
—No, de verdad. Iba por lo del estreno del vestido. Con mucha vergüenza, casi no podía caminar, me acerqué a tus padres. Sentía un calorcito en mi cara, que pasó a quemarme al decir tu padre, con esa cara de pillo que solía poner para bromear con tu madre:
“Ya es toda una mujer. No una mujer cualquiera, sino de bandera. Si me abandonas me casaré con ella”.
—Tu madre, con su habitual sonrisa angelical, le dio un cariñoso manotazo en el hombro. Yo estaba tan avergonzada que me fui a dar un paseo. Me senté en el brocal (reborde alrededor de la boca de un pozo) del pozo, agarrándome, para no caerme, al arco metálico donde va colgada la carrucha (polea). Allí estuve disfrutando de la luna llena, y dando rienda suelta a mi imaginación, a la que le ponía música la orquesta filarmónica de los grillos. De pronto una voz los acalló:
“Si te cayeras al pozo, dejaría de ver a la más bella mujer que existe sobre la tierra”.
—Del sobresalto casi me caigo de verdad, pero ese piropo me hizo reaccionar para poder ver al tuno que me lo…
—Era mi padre, ¿a que sí? —la interrumpió Dolo.
—No, hijita, ¡por Dios! A tu padre le encantaba achararme (disgustar, enojar, avergonzar) ¡claro, de broma y cuando estaba tu madre delante!; siempre demostró no importarle ninguna mujer que no fuera tu madre. Estaba ¡y está todavía! locamente enamorado de ella. Pongo la mano en el fuego de que todo el tiempo que estuvo lejos de ella no la ofendió ni una vez, ni siquiera con el pensamiento. Cuando una persona está enamorada ni se le pasa por la cabeza pensar en otra, aunque...
—¿Tan bien lo conoces? —volvió a interrumpirla.
—Continúo —hizo oídos sordos a Dolo—. Desde ese momento comprendí que lo que yo sentía por tu padre, no se parecía en nada a lo que sentí al ver a mi trovador (poeta).
Dolo le hizo un gesto preguntándole quién era.
—El hijo de unos de los matrimonios que trabajaban en la finca. Lo había visto poco. Siempre a distancia. No vivía allí. Sus padres, para que estudiara, lo mandaron a casa de una tía, hermana de la madre, que vivía, o vive, no sé, en Granada. Cuatro años mayor que yo. Estaba a punto de terminar la carrera. Una de las veces, que vino, lo descubrí escondido detrás de un árbol mirándome. A mí también me gustaba, pero mi sentido común me decía que, en cuanto terminara la carrera, él no volvería por allí —en ese momento se le saltaron las lágrimas.
—Tata, no sigas. Salgamos de compras.
—No, mi niña. No hay vuelta a atrás. Ahora me alegro —secó las lagrimas y la moquilla.
—¿Por qué no estudiaste?
—Tu madre intentó convencerme… pero yo ya había decido no separarme nunca de su lado. Bueno, eso… —su voz encalló (encallar. varar: quedar detenido) inesperadamente.
—¿Qué?
—Nada, nada. Eso, que el trovador, con pasos firmes, poco a poco salió de la distanciada penumbra, quedando románticamente envuelto por el plenilunio (Luna llena) a un metro de mí. Sus ojos destellaban sinceridad. La mirada me quemó el estómago. Las siguientes palabras me obligaron a mirar al tenebroso (oscuro), por profundo, fondo del pozo:
“He venido expresamente para felicitarte”.
—No supe reaccionar, y fue mucho peor cuando me dijo:
“Desde el primer día que te vi, me enamoré de ti. Pensarás que no tengo sentido común, ya que nunca nos hemos dirigido la palabra, pero como sabes estoy fuera, y las pocas veces que nos hemos visto, siempre te acompañaba la señora, así que elegí este día tan especial, para revelarte mis sentimientos hacia ti”.
—Me quedé totalmente rígida, sorda, ciega, desorientada, por un momento creí que me mareaba. Era incapaz de decir nada. Ante mi reacción él continuó:
“Perdona que te haya molestado. No lo haré más”.
—No pude, ni puedo ahora calcular, el tiempo que esperó a que yo dijera algo. Cuando él se volvió para marcharse, por fin reaccioné. Tal como estaba sentada, salté del brocal y le dije:
“No te marches”.
—El pobre se quedó quieto, sin tan siquiera volver la cabeza para mirarme. Los grillos volvieron a oírse. El cric-cric, incomprensiblemente, desapareció al decirme:
“Comprendo tu silencio. Mi precipitación ha sido por el poco tiempo que tenemos de vernos. Me marcho mañana a las seis de la mañana. Si deseas que vuelva a verte, enciende y apaga dos veces, a esa hora en punto, la luz de tu habitación, que desde mi ventana lo veré perfectamente”.
—En ese momento sentí herida mi pudorosa intimidad. Llegando a exclamar ofendida:
“¡No me habrás visto...!”.
—No me dejó terminar, recitándome lo siguiente:
“Si mis ojos te hubieran mirado,
en algún momento que tú no desearas,
me los hubiera sacado.
Y si, además,
te hubiera herido tus sentimientos,
me hubiera quitado la vida en ese momento”.
—La sangre se me heló. El...
—¡Qué fuerte! —exclamó Dolo.
—Te he dicho que no me interrumpas.
Dolo sonrió. Cambió de postura para demostrarle todavía más atención: descansó los codos sobre las rodillas, y la quijada (mandíbula) sobre la palma de las manos.
—Quería abrazarlo pero nunca estuve tan bloqueada. La llamada de tu madre me salvó de la escarchada (helada) situación. Tan pava estaba que, después de contestarle a tu madre, no me di cuenta de por donde se había ido mi tenorio (galanteador audaz y pendenciero). Al acercarse ella, le esquivé la mirada como si hubiera cometido algún pecado. Pasé mucha vergüenza, pero ese día, por supuesto incluida la noche, no lo olvidaré mientras viva. Como podrás imaginar, no pegué ojo en toda la noche. Miraba el reloj cada minuto. A las seis en punto, muerta de sueño, encendí y apagué, la luz, tres veces. Nada más haber apagado la tercera vez, recordé que me había dicho dos veces. Encorajinada me insulté, porque los tres toques podría llevarlo a pensar que me negaba a volver a verlo. Me acosté pensando en él. No sé cuanto dormí porque a las ocho, como siempre, me levanté.
Cómo no, la inteligente de tu madre, nada más verme, lució la sonrisa granujilla para ese tipo de temas; preguntándome:
“¿Estás enferma o es que no has dormido pensando en el brocal del pozo?”.
—No se le iba una.
—¡Qué pena no haberla conocido! —decía Dolo—. Me gusta que me hables de ella. Desde hoy lo harás todos los días —una arriada (inundación) volvió a los ojos de Dolo.
—Mejor lo dejamos. No quiero que te entristezca más, porque aún queda lo más triste.
—No me importa, tata, te ruego que sigas —las muñecas sirvieron de pañuelo.
—Mi tenorio, desde aquella noche, vino a verme todos los fines de semana. En dos encuentros nos declaramos nuestro amor. Muy pronto me propuso casamiento y marcharnos de allí. Rehusé inmediatamente hablar de ello. Él, un día que estuve enferma, le pidió a tu madre autorización para poder verme en mi dormitorio, aprovechando para decirle que no me quería casar con él porque yo no quería dejarla sola. Nada más marcharse, tu madre me regañó como nunca lo había hecho y me obligó, si yo lo deseaba, a que me casara y marchase con él. Sólo me pidió una cosa…
La pausa hizo intuir a Dolo que a continuación diría algo muy importante.
—… Que estuviera con ella el día del parto. No dudé ni un instante en decidir y decirle que primero estaba ella y luego yo, por lo que la boda tendría que esperar. Cómo iba a dejar de cuidar a la que me había cuidado como una madre. No ya el día del parto, sino hasta que nacieras, porque teníamos la preocupación de los dos abortos anteriores. Al fin y al cabo tampoco faltaba tanto tiempo. Me lo agradeció, pero a mi tenorio no le gustó. Estuvimos todo un fin de semana discutiendo del aplazamiento de la boda. Gracias a Dios lo convencí. Rezaba todas las noches a la Virgen para que no le desesperara la espera. Por fin todo volvió a ir bien. Una mañana, tu madre, a la vuelta del ginecólogo, lloraba de alegría al conocer que era una niña y estaba perfectamente. Lo celebramos con champán. Lloramos de alegría más que un cirio pascual. Tu padre, al conocer la noticia, quiso venir, pero ella le pidió que no lo hiciera, con la única intención de evitarle el riesgo de un viaje relámpago.
La pausa provocada por la repentina ida de su tata, para coger un vaso de agua, no la encajó Dolo como un momento de alegría. Para calmarse se levantó de la silla y, nerviosamente, despegó la ropa de su cuerpo, volviéndose a sentar.
Su tata regresó con la cabeza gacha (inclinada hacia tierra). Bebió muy despacio. Miró a Dolo con terror. Al ver que ella le iba a decir algo, para evitarlo, rápidamente volvió al relato:
—Esa noche nos fuimos a dormir tarde —su respiración se aceleró—. En el momento en el que salí del cuarto de baño hacia la cama, la oí gritar pidiendo ayuda. Lo primero que pensé fue en un nuevo aborto ¡ojalá, hubiera sido eso! Cuando llegué estaba en el suelo con la cabeza abierta —el desgarrador (que produce horror y sufrimiento) relato le provocó a Dolo un calambre atroz, por todo su cuerpo, como si hubiera experimentado de nuevo el golpe—. Había resbalado y caído por la escalera que baja de los dormitorios al salón. La impotencia no me dejaba reaccionar. Llamé al 061 y me dijeron que, inmediatamente, le taponara y apretara la herida con una toalla —volvió a tomar aire—, pero no dejaba de sangrar. Se me abrieron las carnes, cuando, casi inconsciente, me cogió la mano… y apretándomela, con una fuerza que hasta me entraron escalofríos, me dijo con una voz que me heló la sangre:
“Que salven a la niña como sea. Aunque me cueste la vida. No la abandones nunca. Críala como si fuera tu propia hija”.
—No tuve tiempo de respuesta. Perdió el conocimiento. De todas formas, aunque no me lo hubiera pedido lo habría hecho de igual manera. Ella lo sabía, porque no me lo pidió, lo dio por hecho. Durante la actuación de los del 061, llamé a tu padre. Al preguntarme si era grave, no le dije toda la verdad. No es que yo lo supiera, pero con ver la cara de los que la atendían me bastaba. Esa misma noche voló tu padre hacia aquí. Deseaba que llegara cuanto antes y a la vez que no llegara. Los médicos me habían dado el diagnóstico. Ella había entrado en coma, pero tú estabas bien. Los días se volvieron años. Sobre todo el día que los médicos citaron inesperadamente a tu padre. Me obligó a que lo acompañara. Creía que estábamos viviendo lo peor, pero no fue así, aún quedaba… Tu padre y yo, sentados, con posturas aterradoras, delante de la mesa que presidían tres médicos. Te voy a decir, a mi manera, lo que nos dijo el que estaba en el centro:
“Han surgido complicaciones. Debemos actuar inmediatamente para salvar a la niña. Por desgracia, tenemos un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que la madre no sobreviva a la intervención. Sólo un milagro la puede salvar. Para que la niña no corra peligro, como ya les he dicho, debemos actuar ahora mismo”.
Los pujidos (lamentos) de cada una transformaron sus ojos en ventanales opacos soportando una lluvia torrencial.
Su tata hizo un descomunal esfuerzo para poder proseguir:
—Los planes de boda se fueron al traste, porque tuve que tomar una decisión; o casarme y marcharme dejándote allí con alguien que tu padre contratara, porque mi tenorio no quería que nos quedáramos contigo, aún diciéndole tu padre que viviéramos en su casa como si fuera nuestra; o quedarme sola y cuidarte. Tuve una lucha interna que no dormí en varias semanas. Unas veces estaba convencida de que lo mejor sería marcharme con él y ser feliz, porque lo quería con locura. Otras veces, pensaba que el deseo de tu madre no podía olvidarlo. Esa angustia me estaba amargando la vida. Hasta que un día, que por fin me dejaste descansar unas horas, medité y me dije:
“Si me quiere tanto como me dice, no debe importarle vivir aquí conmigo”.
—Con ese convencimiento esperé a que él llegara el viernes por la noche. Nada más verme se dio cuenta de que algo me pasaba. Inmediatamente me preguntó:
“¿Qué te ocurre?”.
—Le invité a dar un paseo. Me costaba decírselo. Estaba contándome algo que le había ocurrido, ¡no es que no me acuerde, es que no le estaba poniendo atención!, cuando tropezó, evitando la caída agarrándose a mi brazo. Rio a carcajadas. Momento divino que aproveché para decirle:
“He decidido que no voy a dejar a la niña. Te ruego que vivamos aquí. Ya te dijo el señor que su casa era la nuestra. Si de verdad me quieres, no debe importarte dónde vivamos”.
—Se lo dije todo de corrido, para no darle oportunidad a que me interrumpiera lo que había meditado tantos días. Estoy segura de que la respuesta que obtuve la traía madurada y más que madurada, porque no me dio tregua (descanso), largándome:
“Yo te podría decir lo mismo. Si de verdad me quisieras, no pondrías a la niña por encima de mí. Con esta discusión nos podríamos llevar toda la vida. Tenemos que ser maduros. Voy a resolver el problema de…
—Recuerdo que pensé que iba a aceptar mi decisión.
…una manera racional. Yo no quiero que esa niña viva con nosotros. Si…
—Lo dijo tajantemente. Me dolió más la forma de decirlo, que la decisión que tomó.
…te casas conmigo, tú sólo cuidarás a nuestros hijos. El señorito que se busque a otra para que cuide a su hija”.
—Al oírle hablar así, mi paladar se untó de un asqueroso sabor. Me entraron náuseas. Deseaba vomitarlo de mi corazón. Bueno, hija, que tenía dos alternativas, o actuar como me dictaba mi conciencia y perderlo para siempre, o ponerme el disfraz de camaleón y vivir diariamente con el tormento de no tenerte conmigo. Lo quería mucho, pero a su postura egoísta e intransigente le puso voz con tono de desprecio, hiriendo tanto a mi corazón que lo coronó como el ser humano más vil que había parido madre —calló un instante, lo suficientemente largo que creó un suspense, aunque involuntario—. ¿Sabes?
Dolo acercó la cabeza, dándole a entender que continuara.
—Esa noche tuve muchas dudas. Mis sentimientos vivieron la peor batalla interna jamás imaginada. Hubo un momento en que me levanté para decirle a tu padre que me marchaba. Recuerdo que eran las cuatro de la madrugada cuando decidí no ser camaleón y olvidar, cuanto antes, a mi tenorio. Sí, ya sé que te he dicho que lo quería mucho, quizás porque era el primer hombre que me dijo que estaba enamorado de mí, sin embargo, la cruel batalla llegó a su fin al descubrir que lo que me había partido el corazón no era que nuestra relación se rompiera, sino que no te aceptara, y llamara, con tono despectivo, señorito, a la persona que le había dado trabajo a sus padres y pudieran pagarle los estudios. Lo más extraño era que en el fondo de mi corazón yo sentía una alegría… que no supe lo que significaba hasta…
Volvió a sonar el Séptimo de Caballería, pero esta vez, quizás por lo abstraída que estaba con la narración de su tata, no pensó que pudiera ser Vito.
—¿Sí?
—…
—Primo, te he dicho que ya te llamaré cuando pueda. Adiós.
Cortó la comunicación bruscamente.
—Continúa, tata.
—Más quieres, mi niña. Me ha costado lo mío darte un desgarrador, a la vez que íntimo, sermón. Todo sea para que te ayude en tu toma de decisiones, incluida la que te tiene a maltraer (importunar de modo constante). No puedes ocultar que te has enamorado locamente de ese muchacho. Además, esos recuerdos han corrido la cortina, descubriendo la placa e inaugurando, con descaro y en mi presencia, mi pronta y vacía vejez. No olvides nunca sopesar (examinar con atención el pro –lo favorable –y el contra de un asunto) muy profundamente en tus adentros, sobre todo, las decisiones que puedan marcar tu vida. Te daré mi receta: Utiliza siempre tus manos…
Dolo inconscientemente miró las suyas.
—… Con las palmas hacia arriba, pon los pro (favorable) en la derecha, y los contra (desfavorable) en la izquierda, si el fiel se inclina hacia la derecha, difícilmente puedes errar en la decisión; si vuela hacia la izquierda, malo, mi niña, malo. Es muy fiable, te lo digo yo. Recuerda que no siempre, la decisión tomada, es sinónimo de gratitud (agradecimiento). Máxime cuando también afecta a otros. Tampoco olvides que el acierto, o desacierto, la mayoría de las veces lo conocerás pasado mucho tiempo.
—Muchas gracias, tata —dándole un beso con achuchón incluido.
—¡Gracias! Cómo me puedes dar las gracias a mí.
—¿Te puedo hacer —a medida que hablaba enseriaba su rostro— una pregunta muy…?
—Después de lo que te he contado, ¿crees que no te contestaré a cualquier pregunta que me hagas? Así que, adelante, cuando quieras.
Dolo carraspeó. Tapó su boca con la mano derecha. Gesto que declaró su arrepentimiento de haberle solicitado la pregunta. De todas formas, la fotografía de su cara: ojos casi cerrados, párpados en tenso arrugamiento, mordisco mantenido sobre su labio inferior que sujetaba a una sonrisa pícara; delataban una curiosidad maliciosilla.
Así lo percibió la madura intuición de su tata que esperaba la pregunta estoicamente (fuerte, ecuánime ante la desgracia – Ecuánime: Igualdad y constancia de ánimo).
—¿Nunca has estado con un hombre? —intentó, con tartamudeo nervioso, enmascarar la pregunta—. Tú_tú_tú, ya sabes —le maquilló las mejillas, ese duende, siempre inoportuno, que se llama rubor.
Su tata, con la mirada clavada en la mesa y una tímida media sonrisa, le respondió con un tono de voz teñido de desencanto:
—Nunca, mi niña, nunca.
Un silencio invadió la cocina, aniquilando todo sonido, incluido el de la respiración de ambas.
Dolo pensó que tenía que reaccionar rápidamente:
—Tata —tragó saliva—, ¿y qué sientes ahora por...? No. Nada. Hoy no es…
Su tata, que no la había parido pero como si lo hubiera hecho, leía sus pensamientos aun sin mirarla. En otras ocasiones, cuando Dolo era pequeña, le decía que adivinaba sus pensamientos porque los latidos de su corazón se lo transmitían en Morse (alfabeto telegráfico formado por puntos, rayas y espacios).
—Por tu padre. Quieres saber lo que siento por tu padre ¿verdad? —la miró fijamente.
Dolo esquivó la mirada.
—¿Seguro? —insistió su tata.
La vergüenza indigestó a Dolo.
Su tata, inmediatamente, le ayudó a salir de la embarazosa situación.
—Qué te parece si nos tomamos otro café —dándolo por hecho.
Dolo se fue a levantar.
—No, quédate ahí quieta. Yo lo prepararé —ya tenía la cafetera en la mano. Actuó de esa manera para pensar un momento. Quería responderle hablándole sin ningún miedo, sin ocultar que le gustó que se lo preguntara, con toda la sinceridad que merecía el tema, pero de igual manera dudaba si ello podría afectar negativamente en la familiar relación en la que convivían:
—<<¿Por qué no decirle la verdad? —se autoconvencía—. Es un sentimiento de los que se necesitan contar a alguien de confianza, si no terminan por pudrirse contigo. A esta edad ya no me importa que lo sepa. Ella es ya una mujer con la madurez suficiente como para comprenderlo. Además, qué tiene eso de malo>>.
Regresó llevando, en cada mano, un plato con su correspondiente taza. Luchaba por disimular que estaba tensa, pero el zapateo que las tazas ofrecieron sobre la tarima (entablado movible) de porcelana donde reposaban, chivaron su velado (oculto) nerviosismo.
Dolo, al observarla, aguantó sonreírse.
—Te voy a contestar, pero me tienes que prometer que nunca, incluso después de muerta, saldrá a la luz.
Dolo cerró la mano derecha dejando libre el pulgar al que besó sobre la uña como sello de juramento. Al difuminarse el sonoro beso, exclamó:
—¡Seré una tumba!
—Que quede claro que me lo has prometido.
Dolo asintió varias veces con la cabeza, y decoró la ratificación colocando sus labios como el culo de un pollo desplumado.
Su tata, todavía con sus dudas, volvió a ejercitar su autoconvencimiento mental:
—<"Después de tantos secretos guardados, para mí sola, en todos estos años, sin poder desahogarme con nadie cuando lo necesitaba, pienso que ya es el momento de expulsar a tan ahogante secreto, y ¡a quién mejor que a ella!>>.
Miró a Dolo, exhibiendo una cómplice sonrisa.
Ella le correspondió. Ahora, la que estaba nerviosa era Dolo, que no dejaba de secarse el sudor de las manos jugueteando con una servilleta de papel. El momento era antagónico (estado de lucha o rivalidad), tan pronto una de ellas se encontraba tensa, como la otra relajada, o viceversa. Eso sí, Dolo no movía ni un músculo esperando que su tata comenzara a hablar.
—Me duele —decía su tata— tener que comenzar volviendo al recuerdo de aquella tragedia…
Dolo gesticuló que lo entendía.
—… En contra de los consejos médicos, tu padre se empecinó (obstinarse, terquedad) en estar presente en el parto. Su testarudez le consiguió cama en el hospital hasta el funeral de tu madre. Todo como consecuencia del desvanecimiento que sufrió en el quirófano, que según los médicos le ocurrió antes de que ellos comenzaran. Todo ese tiempo estuvo mantenido con suero y tranquilizantes. Por eso la noticia la encajó, digamos, mejor de lo esperado. Momentos antes del entierro, él se acercó a verme a la sala de espera del hospital, que fue mi hotel desde que tu madre ingresó hasta que saliste de la incubadora. Al verlo me preocupó muchísimo. Su aspecto era patético. Daba pena mirarlo. Había cumplido un puñado de años en poco más de un día. Me pidió que lo acompañara a verte. Continuaba sedado. Te observaba impasible (indiferente a las emociones) hasta que nos regañaron, porque no era hora de estar allí. Le dije que estabas bien, que estarías allí unos días, que se marchara para acompañar a tu madre en su… Siempre he tenido el resquemor de no haber ido a despedirla en su viaje al cielo. Me justifiqué diciéndole que prefería quedarme cerca de ti, por si me necesitabas…, quizás ésa fue la excusa para justificar mi cobardía. No sé. Siento no haber sido fuerte para soportar decirle el último adiós.
Las dos volvieron a coger pañuelos de papel. Finalizado el lento enjugar (quitar la humedad superficial) facial, dieron un par de sorbos al café.
—Ningún médico —continuó su tata— comprendió tu rapidísima recuperación.
—¡Es que yo soy muy fuerte! —con gracia, para relajar el ambiente pululante (pulular: nacer una cosa de otra).
—Eso sí que es verdad. Por fin dejaron que te sacáramos de allí. Me sentía la mujer más feliz del mundo al entrar en casa contigo en brazos…, pero me duró muy poco esa felicidad, a la que por desgracia yo no estaba acostumbrada —miró a Dolo—. Ese mismo día, tu padre me dijo que había contratado a una pediatra. ¡Toda una pediatra, nada menos! —exclamó sulfurada—. Me sorprendió tanto que le pregunté que por qué. No sé si fue porque no le gustó la pregunta, o porque, la verdad, no estaba en su sano juicio, pero la realidad fue que me contestó con una brusquedad como no lo había hecho nunca ni conmigo ni con nadie, por lo menos en casa. Y vaya si me afectó, me partió el alma.
—¿Qué te respondió? —preguntó, sobre la marcha, con sorpresa.
—Muy puesto él, muy serio, te rescató de mis brazos, respondiendo a mi pregunta mientras se marchaba al dormitorio. Más claro, mi niña, respondió dándome la espalda:
“Por dos motivos. Uno, porque ya has hecho demasiado por la niña; y dos, y el más importante, porque tú no tienes ni idea de cómo criar y educar a un bebé”.
—La verdad, mi niña, que no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Cómo pudo ser tan cruel? Papá no es así. Sería…
—¡Ssssssss! —la interrumpió—. No tendría la conciencia muy tranquila, que para contentarme regresó hasta donde yo me quede paralizada y me dijo que mi responsabilidad, que sería mucha, estaría en organizar todo lo relacionado con la casa. Te devolvió a mis brazos. Yo no entendía nada. Dio media vuelta, desapareciendo tras la puerta de su despacho. Deseaba morirme. Había perdido todo lo que tenía: mis padres, mi novio, tu madre, la palabra que le di y lo que más quería, a ti. ¿Cómo en un segundo se le puede quitar a una persona todo por lo que tiene sentido en su vida? Lloré durante toda la noche. No dejaba de pensar lo ingrata que estaba siendo la vida conmigo. Tan mal me encontraba que hasta llegué a pensar en llamar a mi tenorio y marcharme con él. No pude. Mi conciencia me golpeaba la cabeza recordándome la promesa que le había hecho a tu madre. Para estar a tu lado no tuve más alternativa que resignarme y cumplir con el ofrecimiento de tu padre. A él le quedaba una semana para volver a marcharse. Desde la mañana siguiente en que llegó la pediatra y se hizo cargo de ti, no me habló nunca; en la casa yo hacía y deshacía a mi antojo. Tuve que ingeniármelas para poder estar algunos ratos contigo. No me había prohibido verte, pero la pediatra siempre me ponía alguna excusa tonta. Faltando cuatro días para su marcha me mandó un recado con la pediatra para que fuera inmediatamente a su despacho. Era tan grande el daño que me estaba haciendo, que ni me preocupé en pensar qué querría decirme. Lo único que me podía hacer ya era echarme. Entré despreocupada. Lo vi mal, muy mal.
“Siéntate”.
—Me dijo tu padre con mucha serenidad, pero a mí no me engañaba, de sereno nada de nada, sus ojos me decían que tenía un problema y gordo. Pasado un tiempo, el cual gastamos jugando con el silencio, continuó:
“Cada vez que le pregunto a la señorita Inma sobre la niña, siempre me responde que está muy bien, completamente sana, pero yo creo que últimamente está llorando más de lo normal”.
—No me pude contener. Quizás no le hablara correctamente, pero me salió del alma y le dije:
“Estoy segura de que ella sabe mucho de medicina y alimentación para niños, pero el dar cariño no se estudia, y mucho menos el que necesita un bebé. Tiene que salir del corazón. Y de eso, esa señorita, aunque quisiera no…”.
—Tu padre me miró de una forma que me asustó. Estaba a punto de levantarme para marcharme antes de que él me lo gritara. Y gritó, ¡ay, si gritó!:
“¡Seré idiota!”.
—Yo me encogí en el sillón muy asustada. Él continuó furioso:
“¿Cómo he podido estar tan ciego? Seguro que tú harás feliz a mi hija dándole el cariño de una madre. En sus ojos veo tristeza y eso me rompe el corazón. Quiero ver en su mirada la alegría de su madre”.
—Del infierno pasé al cielo. No le dejé que continuara, y le conté lo que debía haberle contado en su momento. Después de tanto tiempo, todavía sigo sin comprender por qué no se lo conté:
“La señora, justo antes de entrar en coma, me pidió que le prometiera que cuidaría de la niña como si fuera mi hija”.
—Él, sin dejar de mirar una foto de ella que tenía sobre la mesa, con una voz que casi no la oía, me preguntó:
“¿Por qué no me lo contaste?”.
—No le respondí. No deseaba continuar con la conversación. Entonces, clavó su mirada en mí durante unos segundos, que a mí me parecieron horas. Era incapaz de pensar, de hablar, de parpadear; estaba bloqueada, mucho más cuando me dijo:
“Perdóname. Desde éste momento te haces cargo de Dolores, porque se va a llamar como su madre, y le comunicaré, ahora mismo, mi decisión a la pediatra. Estará a tu disposición para cuantas dudas puedan surgirte sobre la salud de la niña. Decidido. Y más siendo el último deseo de su madre. En cuanto tengas en tus brazos a Dolores, le enseñas a decir mamá, porque, desde ya, tú eres su madre”.
—¡Ése sí es mi padre! —exclamó con alegría Dolo.
—Esas palabras me retumbaron en la cabeza. Sentía que me iba a desmayar de felicidad. ¡No, espera! No me interrumpas —le dijo la tata a Dolo cuando intentaba decirle algo—. Tu padre interpretó mi parálisis como una negativa. En ese momento fue muy torpe al decirme que, si yo no quería esa responsabilidad, que él lo entendería y que todo seguiría como hasta ahora. Le tenía que haber dicho un disparate, pero no me atreví, y le contesté que estaba muy orgullosa y feliz por concederme el cuidado de su mayor tesoro, y que para serle sincera, eso era lo que más deseaba. Se levantó; caminó hacia mí. Estaba hecha un flan. Cuando me dio un beso en la frente; yo ya no era ni natilla.
Dolo rió a carcajadas.
”Muchas gracias. No os faltará de nada. Volveré pronto”.
—Fue lo último que me dijo antes de salir a la calle. Lo que sentí al besarme no te lo puedo describir. Me parecía un pecado mortal encontrarme feliz, viendo a tu padre con la tristeza habitando en sus ojos.
—¡Tata, el café! —Dolo se lo acercó para que bebiera—. Pero rápido, que no quiero que te olvides de nada.
—No te preocupes que lo que yo he vivido lo puedo contar todas las veces que quiera, sin olvidarme ni un ápice (parte pequeñísima). Volvió acompañado de unos señores. Directamente se dirigieron al despacho. Los trajo para que hicieran una habitación junto a la suya, de esa forma las dos estaríamos cerca de él por si necesitábamos ayuda en algún momento. Desde que llegaste a casa, tú dormías con la pediatra, pero desde que te entregó a mí, mientras terminaba la nueva habitación, dormiste conmigo en el dormitorio de tu padre; y él en el dormitorio para invitados. Ya en el nuevo dormitorio, cuando tu padre estaba en casa, cada vez que llorabas de madrugada, él se presentaba para ver qué te ocurría. A veces, te cogía entre sus brazos y te arrullaba hasta que te quedabas dormida. La... —no pudo evitar reírse a carcajadas.
—¿De qué te ríes? —preguntó Dolo con enigmática (difícil de entender o interpretar) sonrisa.
—… La primera noche que se presentó, en nuestro nuevo dormitorio, salió más rápido que entró. ¡A quién se le ocurre entrar sin llamar!
—¿Por qué, por qué? —preguntó con tono picarón (falto de vergüenza).
—¡Niña, no seas mala!
—Anda, dímelo —con pujido infantil.
—Pues…, porque yo estaba desnuda —respondió de carretilla (carrerilla: hacerlo seguido y de prisa)—. Siempre dormía desnuda cuando hacía buena temperatura ¡desde entonces, no! Por eso cuando mi tenorio me dijo que me veía desde su ventana, me violenté. Esa noche, justo en el momento que me levanté para cogerte, porque te pusiste a berrear como una condenada, tu padre, preocupado por conocer el motivo de tu llanto, entró veloz.
—¡Huuuuyyyyy! Le preguntaré a mi padre que tal le pareciste ¾el retintín fue descarado.
—¡Dolores! —le gritó enfadada—. ¡No ha sido buena idea hablar de esto!
—Pero, tata, no seas tonta. Ha sido una broma. ¿Tú me crees capaz de preguntarle a mi padre eso?
—¡Ay si lo creo! Dejémoslo.
—No, tata, por favor. No me hagas eso. Continúa, que me encanta conocer tus vivencias. Has conseguido que me ría. ¿O es que quieres que vuelva a estar como anoche? —con listillo arte la cameló (engañar adulando).
—Con una condición.
Dolo asintió sin conocer qué condición le pondría.
—Ni una broma más ¿vale?
—Síííí, tata, sííí.
—No sé cómo lo consiguió, pero no nos encontramos ni aunque tú lloraras sin parar —sonreía—, hasta el medio día que yo salía de la cocina y él entraba. Nada más verme se volvió, intentando, con gestos, hacerme creer que se le había olvidado algo. Llegué a pensar si tan mal estaba físicamente para que no quisiera verme.
Dolo se meaba de risa (reírse mucho y con muchas ganas).
—Ya por la tarde, supongo que luchó para vencer su timidez, me esperó en la puerta de nuestra habitación y me pidió perdón, justificándose de que no golpeó la puerta porque se había puesto muy nervioso al oírte llorar. No sé si era obsesión mía, pero desde esa noche me miraba de otra manera. La última noche, antes de marcharse para Venezuela, sobre las cuatro de la madrugada te despertaste berreando, porque, mi niña, eso no era llorar. A las cinco me tenías hecha polvo de tantos paseos por la habitación. Por primera vez me pusiste nerviosa, no porque estuviera preocupada de que te doliera algo, sino porque ese llanto ya lo conocía muy bien, la niña lo único que quería era estar en brazos.
Dolo continuaba riéndose, se destornillaba.
—A las seis de la mañana te dormiste. Con un dolor de espalda que me moría, me acosté. Nada más tumbarme, caí en la cuenta de que tu padre no se había acercado, y me extrañó muchísimo. Después de la famosa noche, no nos faltó su visita en cuanto tú llorabas, aunque fuera un simple lloriqueo. Eso sí, llamando antes de entrar. Pero esa noche no apareció.
—¿Por qué no fue? —preguntó con mucho interés, olvidándose de la risa.
—Me preocupé. No podía conciliar el sueño. Mi instinto me decía que algo muy grave tendría que ocurrirle para que no se hubiera presentado. Pensé que le había pasado algo malo, así que di un salto, me puse la bata y me fui directamente a su dormitorio.
Con atención desaforada (desmedida, fuera de lo común) la oía Dolo, que hasta olvidó que para vivir se necesita respirar. Aspiró profundamente, para no asfixiarse.
—Le eché valor —su tata hizo una pausa—. Esta vez el despiste, por la preocupación ¡claro está! fue mío. Entré sin llamar.
Dolo atendía ensimismada.
—Me quedé helada al verlo sentado en la butaca, donde acostumbraba a leer, llorando a lágrimas vivas.
“¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra mal?”.
—Le pregunté muy preocupada. Después de una eterna espera sin recibir respuesta, le rogué:
“¡Por favor! ¿Qué le ocurre?”.
—Sollozando me dijo:
“No quiero marcharme mañana y dejar a Dolores aquí. Me suicidaría si le pasara algo estando yo tan lejos. No estuve junto a su madre…”.
—Lo vi tan afectado que me acerqué a él. Todavía no sé como me atreví a acariciarle, con todo mi cariño, la nuca. No se inmutó, creo que ni se dio cuenta. Intenté consolarlo diciéndole que no se preocupara por ti, que entre Inma y yo, te cuidaríamos sin ningún problema. Al fin lo convencí para que dejara de preocuparse y pudiera descansar un poco antes de que se marchara. Eran las seis y media, y se tenía que marchar poco después. Tu padre se levantó, muy lentamente se acercó a mí, yo temblaba. Creo… —miró a Dolo dudando si proseguir, pero al verle los ojos con una alegría rebosante, aunque lagrimeando, continuó—, creo que intuyó que me desvanecía y me abrazó muy fuerte. Estaba flotando, con los ojos cerrados por el desvanecimiento de mis párpados. Con una naturalidad que me impresionó, me dijo:
“Nunca olvidaré lo que estas haciendo por nosotros”.
—¿Tú crees que fui capaz de contestarle?
Dolo, entre sonrisas y lágrimas, le dijo que no con la cabeza.
—Me soltó lentamente; dio un paso hacia atrás y… —se lo pensó— creo que tuvo la intención de besarme, pero simplemente me miró a los ojos fijamente durante un largo rato. Llegó un momento en el que me dolían los ojos por no parpadear. Por nada del mundo quería perderme la mirada de tu padre. Mirada, que sinceramente no deseaba que tuviera, porque gritaba: tristeza, dulzura, amargura, esperanza, y todo un gazpacho de sentimientos vivos, eso sí, excluido el de la felicidad.
—Qué bonito lo que cuentas, ¡y cómo lo cuentas! —le dijo Dolo secándose las lágrimas, que ya les costaba salir por la sobreexplotación de los lagrimales de sus hinchados e irritados ojos.
—¿Sabes qué —carraspeó para poder continuar— me gustó más que el abrazo?
—¿Más? —con mueca de sorprendida ante lo que pudiera ser.
—Pues lo que me dijo a continuación:
”Gracias por preocuparte de mí y acompañarme en este momento tan amargo. Has iluminado mi alma, que estaba a oscuras. Dentro de unas horas me marcharé, no feliz, pero tampoco sufriendo por la separación de mi Dolores. Todo gracias a ti. Me has hecho comprender que no debo estar mucho tiempo lejos de ella. En el menor tiempo que me sea posible, organizaré todo para que mis viajes desaparezcan. Por lo menos en los primeros años de Dolores”.
—Así lo hizo —lo dijo con alegría—. ¿A que no te imaginas cuanto tardó en volver esa vez?
—Conociéndolo y en Venezuela, donde parece que tiene otra familia, y suponiendo que se esforzara por regresar pronto, por lo menos un mes.
—¡Cinco días! —exclamó con euforia—. Sólo cinco días, ¡para que te enteres y no hables de tu padre como hablas algunas veces! Esos cinco días estuvo sin dormir para conseguir organizarlo todo. Así lo hizo durante mucho tiempo. Cada mes se marchaba cinco días, fuera a donde fuera, y los restantes lo pasaba con nosotras. Todavía lleva falta de sueño. Casi no dormía llevando el trabajo desde casa. Está claro que tú no has salido a él, qué duermes más que una marmota.
—¡Yoooo! Pregúntale a Vito a qué hora me he levanta... do... hoy —el ímpetu con el que comenzó la frase fue cayendo en picado hasta terminar a cámara lenta—. ¡Mierda! —exclamó encorajinada.
—Dolores, mi niña, no te sulfures. Deja pasar el día de hoy. Sopesa, con mi receta, los… Qué te voy a decir más.
—Es curioso —se rascó graciosamente las sienes—, he tenido que conocer a un cateto para conocer a mi familia. Sigue contándome.
—Sigo —puso cara de intriga, y estuvo una eternidad sin decir nada, para repentinamente decirle—: Fin, fin y fin, porque de pronto me ha venido un presentimiento de que lo que te he contado me va a traer muchos dolores de cabeza. Espero, si ocurriera, que esos dolores no sean por culpa de mi Dolores.
—No seas tonta. Oye, tata, y…
El cimbreo (movimiento) que le dio su tata a la cabeza proclamaba que le temía más a la pregunta que a un miura (toro de la ganadería de Miura, que es famoso por su agresividad).
—… y… —Dolo se lo pensaba— desde ese tiempo hasta hoy, que son veinticuatro años, ¿no ha pasado nada entre mi padre y tú?
—¡No seas desvergonzada! Te veía venir. He dicho que se acabó.
Dolo corrió hacia ella, abrazándola por la espalda con toda la fuerza que le irradiaba su cariño.
—¡Tata… anda…, qué eres muy buena…, con lo que yo te quiero…, eres la mejor! Venga ya, porfa, dime la verdad —realizó la más magistral de las demostraciones del arte de engatusar—. ¿Nunca más volvisteis a tener un momento, ya sabes, de esos que sonrojan a cualquiera?
Con ella todavía sobre su espalda, ni se inmutó ni volvió la cabeza para mirarla. Inconcebiblemente estaba tranquila; comenzando:
—En tu primer cumpleaños, tu padre invitó a la familia y a algunos amigos. Todo se desarrollaba dentro de la normalidad de esos actos, ya sabes, comida, bebida, besos por aquí, besos por allá, que si qué guapa estabas, que si te parecías más a tu madre que a tu padre… Hasta que llegó el momento de apagar la velita de la tarta…
La pausita provocó que Dolo recibiera un chute (inyección de droga) de intriga, abandonara la espalda, cogiera una silla y se acercara tanto, tanto, a su tata que, al sentarse, las rodillas de ambas se rozaban.
Su tata tenía la vista perdida, pero sus ojos como luceros (astros, menos el Sol y la Luna, que brillan intensamente en el cielo). Sin duda estaba bañándose en un feliz recuerdo, quizás en el cenit (también: zenit: momento cumbre en la vida de una persona o el de mayor importancia de un asunto) de todo lo contado hasta ahora.
—… Yo estaba, ¡no se me olvidará jamás!, un poco retirada del jaleo. Acababa de darte el biberón. No paraba de darte palmaditas en la espalda, rezando para que echaras el flato (acumulación molesta de gases en el tubo digestivo), si no los gases te martirizarían, como solía ocurrir cuando no lo hacías.
—¡Cómo ahora! —exclamó con desparpajo.
—¡Ya, ya, ya te oigo por las noches!
Dolo se tapó la cara con las manos ocultando su vergüenza.
—Coincidiendo con el primer eructo, tu padre me llamó con el brazo levantado y moviendo el dedo índice de una forma, que presentí que no era para algo normal. Y, como siempre me pasa, acerté. Cogiéndome del brazo me colocó junto a él. No sabía cómo ponerme ni te encontraba postura cómoda en mis brazos. Al oído me dijo que yo te ayudara a apagar la vela, porque, estaba clarísimo, que tú tan pequeña no podrías ni sabías soplar. ¡Qué momento más hermoso! Me estaba tratando como si fuera tu madre. Mis neuronas, todas dislocadas, tocaron a rebato (alarma o conmoción ocasionada por un acontecimiento repentino y temeroso). No pude evitar mirarle con dulzura. Ni soñando me lo hubiera imaginado. Me zampó —se le llenó la boca al decirlo— un beso en la mejilla, pero de qué forma no lo haría, que todos exclamaron “¡Ooooohhhhh!”. Vergüenza la que estaba pasando. Soplé, de una sola vez, más aire que el levante ese en sus mejores días. Poco le faltó para que también apagara las lámparas del salón.
Las dos rieron, pero a Dolo se le oía hasta en Nueva Zelanda, que es la antípoda (punto de la tierra situado en posición diametralmente opuesto a la de otro y con relación a este otro) de Madrid.
—Hice —tosió porque se ahogaba por el esfuerzo de la risa— un movimiento de escape, pero tu padre me retuvo por el brazo. Él comenzó a cantarte cumpleaños feliz, y todos le seguimos. La canción me pareció interminable. Para emparrar el canasto (empeorarlo más) al terminar la canción, me volvió a besar de igual manera, pero esta vez no hubo, ¡Oh! ¡Ay, mi niña! —exclamó moviendo la cabeza—. Cuando vi que lo estaban grabando todo, te achuché (estrujé) contra mi pecho y desaparecimos de allí volando.
Dolo tosía con ahogo, a la vez que, con las manos, se apretaba el estómago por el dolor que le estaba causando la incontrolable y continuada risa. Para poder hablar, tuvo que esperar a que el graciosillo hipo que le entró se durmiera.
—Esa película —la tos no dejaba a Dolo hablar cómodamente— es la única que me falta de mis cumpleaños. Cuando le preguntaba a mi padre por ella, me respondía que no entendía cómo se podía haber extraviado.
Su tata sonrió con pillaría.
—¡La tienes tú, verdad? -señalándole con el dedo para hacerle ver que la había descubierto.
—Todavía no te he contado si ocurrió algo entre nosotros —se sentía feliz con la sinopsis (resumen) del recuerdo.
—¡Es verdad, que fallo! Pero es que me has hecho reír de tal manera que me duelen las quijadas, el estómago y ¡hasta el…!
—¡Calla, desvergonzada! —la insultó con risa cómplice.
—Mañana me dolerá todo el cuerpo como si me hubieran dado una paliza. Las agujetas me van a recordar más de un día este rato —todavía le quedaba poso del hipo. Tomó postura de seriedad cómica; continuando—: Venga, que tardas más en contar una batallita que un culebrón (telenovela sumamente larga y de acentuado carácter melodramático).
—Está bien —mosqueada—. Fin de contar batallitas —con retintín.
—Por nombrar tu recuerdo como “batallita” ¿te ofendes? No me lo puedo creer. Tata, simplemente no he elegido la palabra correcta. ¡Por favor, tata, a estas alturas! Yo ya sé lo que te está costando contarme tus más íntimos secretos. Si continuas triste, mejor lo dejamos.
—No. Mejor ahora —su tata, continuó relatando—: Finalizada la espantada de la fiesta, te bañé. Te bebiste el biberón con ansia, como un hambriento indigente en un convite de boda abandonado por la llegada de un terremoto —sonrió con su chiste—. Te…
—Esa cara me gusta más —le interrumpió Dolo.
—… Te dormiste inmediatamente. Acababa de dejarte en la cuna cuando oí los pasos de tu padre acercándose a la puerta de la habitación. Me conozco el sonido de sus pisadas mejor que los míos. Me quedé inmóvil. No quería que entrara, bueno, la verdad sea dicha, lo deseaba. Que tu madre me perdone. Hacía tiempo que mi corazón se encabritaba al verlo. Se lo tuvo que pensar mucho, porque después de tanto rato de pie delante de la puerta, sin golpearla, oí como se alejaba. Ni que decir tiene que no dormí pensando en qué hubiera pasado si llega a entrar. Tú sí que dormiste esa noche y, por primera vez, de un tirón. Aproveché la noche de insomnio para hacer un repaso detallado sobre mis sentimientos y mi realidad. Pensé en ti, reconociendo que, por mucho que yo te quisiera, nunca sería tu madre. Pensé en tu madre…, ¿qué estaría pensando de mí, viendo mis adentros desde el cielo?, y desde luego pensé en tu padre; no hay que ser una lumbrera (persona insigne, sabia y virtuosa) para darse cuenta de que una analfabeta y palurda (inculta, basta) como yo, no era la mujer que él merecía. ¿Te imaginas a sus amistades cotilleando sobre mí a sus espaldas? No pararían de decir: “Sí, es la sirvienta analfabeta que trabaja en su casa”. Ése sería el piropo más cariñoso —interrumpió bruscamente a Dolo que quería decirle algo—. Tu padre, si algún día tiene que tener una mujer, debe ser, como mínimo, de su clase. ¡Es lo menos que se merece! Cómo iba yo a consentir que la gente lo rechazara por estar con una... —con un leve, pero tenso, movimiento de sus párpados, volvió a segar su voz antes de que naciera—. Me mentalicé tanto, que desde esa noche llegué a sentirme incómoda cada vez que teníamos visitas. El día que cumpliste un año y quince días, a las tres de la madrugada, tu padre llamó a la puerta de nuestro dormitorio. Estaba dormida y me sobresalté. Asustada, nerviosa, aturdida, nada más entreabrir la puerta, me dijo:
“He pensado que...”.
—Sus ojos me adelantaron lo que iba a decirme. Tuve el atrevimiento de taparle la boca con los dedos de mi mano. Él enmudeció cuando le dije: "Por favor, no sigas". Fue la primera y la última vez que le hable de tú. Mirándome acarició mis mejillas con ternura. En lo único que pensé fue en tu madre. Como un caballero que es, se marchó. Por la mañana, antes de marcharse, porque le correspondía cumplir los cinco días fuera, se despidió de ti dándote un beso, y de mí levantando la mano…
Estaba tan ensimismada en su relato que no advirtió que Dolo se había separado de ella para sentarse sobre la encimera de la cocina, cómo no, llorando.
—Eso fue todo. ¡Mi niña —al verla—, estás llorando hoy más que…!
Ella se bajó de un salto. La abrazó. Le dio un beso y le dijo:
—Desde este momento, siempre, siempre, te llamaré mamá.
—¡Por Dios, no digas eso! —exclamó traicionando su verdadero sentir.
—Estoy segura de que ninguna madre del mundo se han sacrificado tanto por sus hijos como tú te has sacrificado por mí, ¡mamá! —subió el tono de voz al decirlo.
Incomprensiblemente para cualquiera, pero nada extraño para su tata, Dolo se esfumó sin más. Su tata sabía que cada vez que sentaba cátedra (sentar cátedra: ocupar plaza de catedrático; crear escuela) se evadía sin decir ni pío. El motivo: una ducha que le vino de perillas.
Próximo miércoles 24 de enero: Capítulos XXIV, XXV y XXVI

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