24 enero 2007

 

CAPÍTULO 31 (El tiempo es el ábaco de la vida - jibr).

Dolo, después de abandonar el papel de conductora impostora, regresó a su apartamento. Nada más entrar sintió una soledad que no había experimentado ni aquel año que, con oposición familiar incluida, consiguió la obsesiva independencia juvenil.
La nueva colega sensitiva le llenó la cabeza de recuerdos: de Vito, de su tata, de su padre, de Lola, y, cómo no, de su madre.
Cogió el paquete de Marlboro. Se sentó en el sofá. Aplastó una de las verrugas del mando a distancia, y el techo comenzó a parir la televisión. Sintonizó el canal Fashion Tv (canal dedicado a la moda las veinticuatro horas al día).
Desde este momento siempre pensaría en voz alta cuando estuviera sola en casa.
—Me encanta —mirando a la televisión— la música con que este programa arrulla a los desfiles.
Después de un largo vuelo por la nada, consumiendo visión sin ver, se dirigió al dormitorio para ponerse una vestimenta más cómoda. Antes de entrar, paró en la puerta de la habitación donde durmió Vito. Abrió la puerta y, desde fuera, desnudó cada rincón del dormitorio.
—Todavía lo puedo oler. ¿Y su manuscrito? —pensaba dónde lo habría dejado.
Marchó a su dormitorio.
—¿Dónde está, dónde está? ¡Gracias a Dios! —exclamó al verlo sobre la mesilla de noche. Entró en el vestidor para coger la ropa que se iba a poner.
—Hace calor, mejor me quedo desnuda.
A medida que se desvestía, lanzaba la prenda a un departamento para la ropa sucia que había en el interior del vestidor.
De vuelta al sofá, caminaba de puntillas sin dejar de mirar el, ya de por sí, arrugado papel. Tumbándose boca arriba, encendió otro cigarro. El sentir de Vito lo rumió en cada comando alfabético que desfilaba, en formaciones irregulares de procesionarias, sobre el papiro (papel). Mientras digería las mayúsculas y las minúsculas y los signos ortográficos, decía con voz confesional:
—¿Por qué? Juro que te encontraré y te rogaré que me expliques por qué te marchaste sin despedirte. Imagino que fue por lo que leíste en el ordenador, pero no me preocupa en absoluto. La pena es que te marchaste sin haberme preguntado por qué estaba tu nombre allí.
Con delicado desconsuelo, besó el papel, que deslizó, muy lentamente, por la barbilla; por el cuello; y, pagó posada, en el valle (espacio de tierra entre montes o alturas) mamario; y sin dejar de mirar al techo, lo apretó contra su corazón con toda su alma. De un brinco se levantó. Corrió a la habitación fantasma. De un zarpazo rebañó (recogió) la carpeta verde y su móvil de la mesa del ordenador.
—Necesito una copa. No he bebido tanto en toda mi vida. ¡Este Vito me va a volver alcohólica!
Nerviosa por la impaciencia, torpemente pudo prepararse uno de los suyos. Bebió con ansia. Sentándose, escarranchada en el apoyabrazos del sofá, respiró hondo. Otro buche. Contrató a un nuevo y lento, pero letal, asesino camuflado en alquitrán. De una chupada lo incineró hasta la mitad. La indecisión que sufría la hizo desaparecer con una brutal carga contra el cubata. Secó los labios deslizando de izquierda a derecha la palma de su mano diestra. Conseguido el sosiego (tranquilidad, serenidad), abrió la carpeta. Los datos personales de Vito aparecieron. Inesperadamente, con un movimiento brusco, escupió la mirada hacia el limbo (lugar donde van las almas de los que, antes del uso de razón, mueren sin bautismo). Recriminándose:
—Soy gilipollas. ¿Por qué me tengo que poner así?
Mientras tomaba aire deslizaba su dedo índice sobre el contenido del expediente.
—Aquí está.
Con firmeza, clavó el dedo índice izquierdo bajo la frontera inferior de una casilla del expediente. Cogió el móvil para activar la opción “Ocultar número”. Temblando marcó el número de teléfono que contenía la casilla señalada. Cuando aún no había oído el primer tono, interrumpió la conexión.
—Seguramente me colgará, pero ¿y si no lo hace? ¡Ánimo Dolo, sé valiente! Que sea lo que mi Virgencita quiera.
Sin poder despegarse de los nervios, pulsó rellamada. Ocultó el móvil, bajo una rasgada cortina de lindos cabellos. Inconscientemente apretaba, con innecesaria presión, el teléfono contra su oreja. Un inesperado acuífero de sudor reventó entre la palma de la mano y el móvil. Las gotas bajaban deslizándose por la muñeca, tomando el curso del brazo que, al tenerlo apretado contra el cuerpo, provocó que cambiaran el rumbo hacia la mama y resbalaran por ella, cogiendo velocidad para escalar a continuación el correspondiente pezón, que se deshacía de ellas lanzándolas al vacío para que se espachurraran, junto a su muslo, dejando su marca en el tejido del apoyabrazos. El recorrido que seguía una de las gotas de sudor hizo que, la mirada de Dolo, la siguiera e interrumpiera la observación al oír el primer tono. Cerró los ojos. La respuesta fue:
“El teléfono marcado no se encuentra disponible en este momento. Por favor, inténtelo de nuevo más tarde.”
El fracasado intento le provocó una sonora activación de las cuerdas vocales:
—¡Maldita sea! —más reposada—. ¡Qué casualidad! Lo llamaré al de su casa.
Volvió al expediente de Vito. Marcó el número.
—¡Mierda, está comunicando!
Encorajinada tiró el móvil sobre el sofá. Nueva lucha mental:
—¿Con quién estará hablando? ¿Y si me ha engañado y está casado? ¡Seré idiota!
Volvió a bucear en el expediente buscando la casilla que indicara el estado civil. Suspirando al leer:
“SOLTERO.”
La tranquilidad interior, que le produjo el descubrimiento, la llevó a continuar leyendo.
—¡Anda, si tiene cuatro años más que yo! Pues no me lo ha parecido. No lo volveré a llamar. Quizás me haya echado una mano el destino para no estropearlo todo. Este tema no es para tratarlo en una conversación entre invisibles. Debo hacer lo que le dije a mi madre. ¡Eso es! Definitivamente, sí. Iré a buscarlo cuando entregue el “ESPIAS” y solucione lo del fotógrafo. Entonces quedaré libre de toda obligación y dedicaré todo mi tiempo a encontrarle y hablarle cara a cara. ¡Tengo frío!
En su dormitorio se enfundó un camisón de raso color turquesa. Decidió, con mucha fuerza de voluntad, exiliar (expulsar, desechar) a su mente todo el tiempo que le fuera posible. Duró poco ese exilio: El Séptimo de Caballería la sobresaltó.
—¡Es él, seguro! —tocó nerviosamente unas palmas—. ¡Sí, sí, ha visto mi número al conectar el móvil, y me está llamando! —corrió al salón, tirándose de bruces sobre el escandaloso aparato—. ¿Lo cojo o no lo cojo? Virgencita —rogando—, haré lo que tú me transmitas ¡seré gilipollas, cómo va a ser él, si oculté mi número! Desilusionada mandó al cuerno al Séptimo de Caballería para poder atender la llamada:
—¿Sí?
—…
—¡Papá, qué ocurre?
—…
—¡¿Para eso me llamas?! Creí que me ibas a dar la noticia de una buena nueva ¡jajajajaja!
—…
—De acuerdo, no volveré a bromear sobre eso. Escúchame bien, papá, lo de Victoriano es cosa mía, y si mamá regresa para estar a mi lado, yo soy la que me voy con rumbo desconocido. Me conoces y sabes que, contra viento y marea, hago lo que digo.
—…
—Un bezazo, papá. Dile a mamá que se ponga.
—…
—La mayor ayuda que me puedes dar es que seas feliz y hagas feliz a mi padre. No te olvides de lo que os dije en el mensaje ¡jejejeje! Un beso. Adiós.
Cortó la comunicación para no oír la respuesta de su madre. Sonrió feliz. Diciéndose:
—Entre la hora a la que me he levantado; los nervios porque saliera bien el transporte de los dos tortolitos al aeropuerto; y el fregao en el que me ha metido el hijo de puta del fotógrafo, han conseguido que pierda el hambre. Dolo —mirándose el pecho—, debes tomarte algo antes de acostarte, si no el sueño te hará velar la noche, y necesitas descansar muchas hora para poder cargar las pilas ante lo que te espera.
En la cocina desvirgó y ordeñó un tetabrick de leche desnatada. La excitación interior provocó que al echar la leche en un vaso largo, éste se desbordara. Ni se preocupó de limpiar la lechada. Camino de la cama, el vaso quedo tiznado (manchado) de blanco. Obvió todos los aseos corporales nocturnos. Destapó la cama, cubriéndose hasta el cuello con la sábana. Apagó la luz. El roba vida triunfó sin ningún esfuerzo.

Dolo encendió la luz, preguntándose:
—¿Qué hora será? ¡Si he dormido sólo media hora!
Dio varias vueltas, con rabia, en la cama. Improvisó un combate de boxeo con la almohada. Irritada por no poder dormir, conectó la televisión.
—¡Menos mal! Me gusta Operación Triunfo.
Oyendo a Rosa cantar el Europe´s living a celebration, le volvió a ganar el sueño. Esta vez con ensañamiento.
Próximo miércoles 28 de febrero: Capítulo 32

 

CAPÍTULO 30 (La mujer es el único ser perfecto de la Creación. Cuando no lo es, es porque otro ser que se cree perfecto, la estropea - jibr)

A las seis de la tarde se levantó Dolo. El legado de Vito, a partir de ahora su Biblia, reposaba doblado debajo de la almohada. Atolondrada, por tanto dormir, caminaba torpemente hacia su cuarto de baño. Se detuvo un momento, apoyándose en la pared, porque se caía. Los ojos hinchados, medio cerrados, le dolían y se los restregó fuertemente mientras caminaba, volviéndose a trastabillar (dar traspiés o tropezarse, tambalearse).
—Tengo que espabilarme —se dijo.
Entró en la ducha, sin darse cuenta de que no se había quitado la ropa interior que fue el pijama que utilizó. La resaca del sueño se había hecho fuerte y seguía dominándola. Apartándose un poco de la vertical de la alcachofa, giró la llave de la ducha. Dos segundos y se introdujo bruscamente en el haz de agua. El chisporroteo acuoso, sobre su piel, la hizo volar en la atmósfera de la tranquilidad. En la excursión se entretuvo en enjabonarse y enjuagarse para, inmediatamente, volver al paseo. Cuando advirtió que la piel se le estaba arrugando cortó el agua, saliendo sin escurrirse e inmediatamente meterse en el albornoz. Con una toalla aligeró sus cabellos del agua, para luego secarse el cuerpo restregándolo con el albornoz:
—¡Estoy tonta! —exclamó contrariada. Dos segundos después cambió el mosqueo por la risa—. ¡Otra vez a ducharme! —apresuradamente se deshizo del sujetador sin desabrocharlo ni quitarse el albornoz: utilizaba esa maña (destreza, habilidad) desde que desarrolló los senos—. ¡Coño, que me caigo…, o me despierto o me daré una leche! —exclamó al perder el equilibrio cuando al quitarse las bragas se le enganchó en el pie izquierdo—. ¡Mal comienzo el día! —entrando de nuevo en la ducha. Ante la desconfianza de dar un nuevo tropiezo, para evitar males mayores, decidió sentarse. Tal y como estaba, levantó la mano abriendo la ducha. Su cuerpo, que nuevamente comenzó a recibir la pinchante lluvia, en ese momento helada, activó la correspondiente alarma contra el frío, poniéndole la carne de gallina y sembrándola de un tiritar bailón. Fue a levantarse en el momento en que el termostato de la ducha, después de unos segundos flirteando (coqueteara) desenfrenadamente con la gélida cristalina, la transmutara en ardiente cristalina, provocando que Dolo frustrara el desenfrenado retozar (besarse y acariciarse) estrangulando al termostato. Y se decía:
—¡Joder, me tropiezo; casi me caigo; y ahora casi me achicharro hasta el pepe! ¡Ya no me ducho! Si éste es el comienzo del día, mejor dicho, de la tarde, qué no me pasará de aquí hasta mañana. Lo que sí tengo claro es que hoy no voy a montar un circo (frase muy común cuando a alguien sufre una sucesión de contratiempos: “Monto un circo y me crecen los enanos”).
Con sumo (supremo) cuidado terminó de ducharse. Fue a salir de la bañera con el pie izquierdo.
—¡Que vas a hacer! —se gritó ella misma, continuando con el monólogo—. Yo no creo en esas bobadas. Ese arte sólo lo practican los ignorantes, si no, un zurdo viviría en desgracia continuamente, ¿no? Por cierto, ahora que lo recuerdo, de cada diez personas, una es zurda; hay muchos ejemplos para pensar que a la mayoría de los zurdos les corre el arte por sus venas; como por ejemplo: Albert Einstein, Bill Gates, Leonardo Da Vinci, Pelé, Paul Mc Cartney, Napoleón Bonaparte, Bob Dylan, Martina Navratilova, Phil Collins, Charlie Chaplin, Tom Cruise, Rober DeNiro, Angelina Jolie, Nicole Kidman, Julia Roberts, y cientos y cientos; entre ellos siete presidentes de los EEUU. Incluso tienen su día internacional: el 13 de agosto. ¿Me voy a preocupar de salir de algún lugar o bajarme de la cama con el pie izquierdo?
Elevó su pierna izquierda y, como si fuera un robot con la batería en rojo, la dejó caer muy lentamente hasta apoyar el pie en la fría loseta. Operación idéntica realizó con la pierna derecha. Su comportamiento no era de estar convencida de no creer en la superstición.
—Parece que todo va por buen camino —andando despacito.
Camino que no anduvo, en su totalidad, para coger el albornoz que había colgado, después de la ineficaz ducha, en una percha de pie junto al lavabo, porque al tener los pies mojados pensó que podría resbalar. Lentamente extendió el brazo derecho hasta cogerlo con dificultad por la parte superior de una de las mangas. Lo elevó para descolgarlo y se lo trajo hacia sí, con tan mala pata que no lo desenganchó por completo, trayéndose también la percha. Al ver que se le venía encima, se puso tan nerviosa que soltó el albornoz para cogerla antes de que ésta cayera, pero se le enganchó la mano en el cinturón del albornoz, llevando a la percha a estrellarse con el espejo sobre el lavabo. Todo ocurrió en un segundo. Por supuesto que se cargó el espejo, con la suerte de que no cayó ningún trozo al suelo, lo que le podía haber ocasionado alguna tara irremediable en los pies. Solfeó (tono de voz) una retahíla, acompañándola con el más genuino histerismo (estado patológico en que la estabilidad emocional y refleja es exagerada, y se caracteriza por convulsiones, parálisis, sofocaciones, etc.).
—¡Ay, mi madre! ¡Por los clavos de Cristo! —se había quedado más inmóvil que el David de Miguel Ángel delante de la Maja desnuda de Goya—. ¡Qué yuyuuu (malestar de carácter súbito y fuerte)! ¡Lo que me faltaba! ¡Siete años de mala suerte! —cerró los puños, erizando en toda su extensión los dedos índice y meñique, con los que se golpeaba repetitivamente la cabeza—. ¡Ahora mismo me acuesto! —cabreada le dio un tirón al albornoz que, después de tanto luchar para evitar la caída libre de la percha, seguía enganchado—. Para qué me lo voy a poner, si el sofocón me ha secado. ¡Fuuuffffff, qué agobio!
Se miró en el cuarteado espejo. Dio el respingo de su vida al ver que su cuerpo parecía un puzzle. Furiosa y desnuda se marchó a su dormitorio, tumbándose en la cama, cerrando los ojos, intentando no pensar en nada. Deseo frustrado:
—¡Alguien me ha echado mal de ojo! —murmuraba aterrada—. ¡Lo que me faltaba! ¡Son siete años, Dios mío, siete años que no voy a poder ni salir de casa! —daba puñetazos sobre el colchón cuando de repente se sentó—. No me acordaba de Lola, mi amiga la eminente y erudita en dar soluciones a los problemas ajenos. ¡Joder, pero si la tuvimos que acostar! ¿Cómo estará?
No le vino mal el recordatorio, ya que le hizo olvidarse de la superstición que siempre, en presencia de otros, afirmaba, con doctrina de fe, que eso era de gente inmadura. Se vistió, pero eso sí, como mujer que era, eligió la ropa sin estar alterada ni cabreada ni mosqueada ni furiosa, vamos, en ese menester se olvidó de todo. Un ropero abarrotado de trapitos es el mejor psicólogo para las féminas, en cambio, si estuviera vacío, sería el mejor depresor (que deprime o humilla).
Con pasmosa tranquilidad se dirigió a la habitación donde Lola se quedó a dormir. Se encontró con la sorpresa de que en el dormitorio no había ni un alma. Desde el salón divisó a su tata-madre sentada en la terraza bajo la tenue oscuridad que una sombrilla desparramaba al segar los rectos, luminosos y tórridos rayos del Sol. Durante bastante rato estuvo observándola. No dudó ni un ápice de que había puesto a centrifugar su coco, y a su mirada la tenía levitando en una calmosa e infinita línea recta. Le hizo un saludo con la mano, pero no la vio, incluso habiéndolo realizado dentro de su campo visual. Llegó a preocuparse. Caminó lentamente hacia ella, evitando quebrar su abstracción (aislarse mentalmente).
—Mamá ¿te ocurre algo? —al llegar junto a ella.
—¡Jesús, qué susto me has dado! Siempre me haces lo mismo. En una de estas me quedo (muero).
—¿Dónde estabas?
—¿Cuándo? —con inocencia comprada en Todo a cien.
—Mamá, no te hagas la inocente. ¿En qué o en quién pensabas?
—¿Yo? En nada. Bueno, sí, la verdad que en ti. En todo lo que estás pasando.
—¡Ya! —no se creyó ni media palabra—. ¿Dónde está Lola?
—Sobre las diez de la mañana sonó su móvil, y al momento salió del dormitorio. Me dijo que un compromiso la estaba esperando. Voló como un cohete —dijo su tata-madre sin poder ocultar un estado nervioso.
—¡A las diez! —extrañadísima—. ¡Entonces no ha dormido nada! Muy importante tiene que ser ese compromiso para que se levante a esa hora. A ver, mamá, ¿qué te ocurre? Se te ve a la legua que estás apesadumbrada (apenada, disgustada).
—Anda, anda, no empecemos que te acabas de levantar. Siéntate aquí mismo que te traigo algo de comer.
—Primero un zumo de naranja natural —le pidió Dolo.

Dolo comía en la terraza sin poder dejar de pensar en Vito. Oyó el inconfundible sonido del teléfono fijo:
—¿Quién será? —le dijo a su acompañante invisible. Pasado unos segundos, gritó—:
—¡Mamá, quién ha llamado?
Al no obtener respuesta se marchó para dentro. Su tata-madre no estaba en el salón; tampoco en la cocina.
—¡Mamá, dónde estás? —tono de preocupación, que no fue curado. Murmurando—: Qué raro.
La preocupación aumentó. Como así demostró al salir corriendo hacia el cuarto de baño, pensando que le había ocurrido algo. Se detuvo bruscamente al ver que la puerta del dormitorio de su tata-madre estaba entornada (sin cerrar del todo), dejando escapar un ribete (añadidura, acrecentamiento), delgado y tímido, de luz artificial.
Con la astucia de un piel roja preparando el ataque nocturno al campamento de los rostros pálidos, se acercó, empujó la puerta con desmesurada delicadeza, confirmándole la luz del cuarto de baño que estaba allí. Fue a preguntarle que quién había llamado, pero al verla peinándose y tan peripuesta (que se adereza y viste con demasiado esmero y afectación) gritó mentalmente:
—<<¡Mi padre!>>
Voló, a toda pastilla, hacia su merendero ocasional, para que no se diera cuenta de que había descubierto al causante de su desaparición. La inesperada situación la incitó a continuar hablando con su amigo invisible:
—Claro, llamaría desde el aeropuerto y, como yo no cogí el teléfono, se ha enterado ella antes que yo. Tengo que marcharme y no volver hasta que se marchen, porque seguro que se marcharán hoy mismo. Como no se la lleve me corto la lengua para ellos. Lo siento papá, no te veré, pero creo que es lo mejor que puedo hacer por vosotros.
Sin terminar de comerse el manjar (comestible), que le preparó su tata-madre, entró en su dormitorio, cogió una rebeca naranja de punto, y salió pitando, rezando para no encontrarse con su padre.
—¿Dónde vas Dolores? —la pilló su tata-madre.
—¿Me preguntas a mí? —con cara de jilí (lelo, tonto, bobo).
—No hijita, se lo pregunto a la que va a tu lado —tono burlón sano, pero mostrando lo nerviosa que estaba—. Tu padre está a punto de llegar —le dijo en el momento que iba a abrir la puerta.
—¡Mi padre! ¿Y qué hace aquí mi padre? —intentando, sin conseguirlo, poner cara de sorpresa.
—No me vengas con cuentos, mi santa e inocente niña —le dijo con ironía.
—¿Cómo iba a saberlo si tú no me lo has dicho? He deducido que era mi padre, porque te he visto cómo te hacías zafarrancho (limpieza) corporal. ¡Ya veo que vas de estreno!
La opereta (ópera de poca extensión) que estrenó inesperadamente el timbre, retumbó en toda la casa. Dos esfinges (estatuas Egipto. Adoptar una actitud enigmática y reservada) guardaban la entrada: una lucía una sonrisa de oreja a oreja, y la otra, lo nunca visto, tenía un temblequeo deshumano.
—¡No tiene las lleves! —se sonrió—. Sigue tan despistado como siempre —mirándola furiosamente le ordenó—. ¡Abre ya!
—¡Yo, no! ¡Ve tú, que para eso es tu padre! —con inhibición (quitarse el muerto de encima).
No era el eco, sino una nueva llamada.
—¡Ja! Me dijiste que tú eras la chacha de aquí, y ahora me mandas a hacer tu trabajo, pues no abro. Abre tú si quieres —pataleta infantil, pero disfrutando.
—¡Bicho malo! Eres un demo… —le decía su tata-madre que, al volver a oír el timbre, se vio obligada a abrir.
—¡Por fin, Paz! —le dijo a la institutriz (maestra encargada de la educación de uno o varios niños en el hogar doméstico) de su hija—. Se me olvidaron las llaves. Abajo he aprovechado que entraba un vecino. He llegado a pensar que no deseabais verme.
—¿Cómo está el señor? —perceptible (que se puede percibir) titubeo.
—El señor está un poco enojado contigo. ¿Y Dolores? —al tiempo que la buscaba con la mirada.
—¡Aquí, papá! —gritó desde el salón, corriendo hacia él, y dándole un beso—. Qué sorpresa tan bonita me has dado, pero siento tener que marcharme.
Su padre ni intentó persuadirla para que no se marchara.
Su tata-madre le echó una mirada de muy malas pulgas.
—¡Hasta luego papi, y…! —con pillería. Se calló al ver las llamas que, por el sofoco, emanaban del rostro de su tata-madre.
—¡Pero, Dolores! —le gritó su tata-madre, al ver que desaparecía por las escaleras.
Dolo no quiso estar cerca de ellos ni esperando el ascensor.
—¡Sssssssss! Déjala que se marche que he venido para hablar contigo.
Paz no sabía como ponerse. La opresión, dentro de su pecho, era tal que temió que su corazón no soportara tanta tensión. No sólo el corazón estaba desacomodado, también los ojos que la obsequiaron con un dolor de clavo (dolor agudo) para que parara de mirar de un lado y a otro sin descanso.
—Ven, sentémonos fuera —le dijo Raúl con voz entrecortada—. Siempre me ha gustado la terraza de este apartamento. No veo el día en que pueda disfrutarla con… —interrumpió la frase porque la garganta se untó de una sequedad nerviosa que le provocó tos.
Paz, más tensa que un tímido pidiendo la mano de su enamorada, caminaba como una geisha (joven japonesa que se dedica al cuidado y distracción de los hombres) tras su hombre.
Antes de llegar al velador particular, él le indicó con el brazo que pasara delante.
El estado de rigidez cadavérico que soportaba Paz, le hizo trastabillarse.
—¡Te vas a caer como las brevas (fruto de la higuera, que se cae cuando está en su punto)! —le piropeó con gracia, adelantándola para que no viera que se había ruborizado.
Un violento, a la vez que gustoso y delicioso calambre recorrió el cuerpo de Paz.
—Siéntate —le dijo Raúl, al mismo tiempo que retiraba la silla de la mesa para que se sentara.
Una sensación de hormigueo generalizado la importunaba, impidiendo que Paz encontrara una postura cómoda.
—Me ha dicho Dolores que piensas que eres la chacha de la casa. Me…
—¡Señor —lo interrumpió ella—, por fa…! —intentó darle una explicación, pero él le pagó con la misma moneda.
—Decía que me parece mentira que pienses eso, después de lo que te pidió Dolores antes de morir, y la confianza que puse en ti.
—Señor, yo… La niña… No…—era incapaz de poner voz a todas las excusas que le venían al pensamiento. Durante el corto silencio que se produjo sí pudo pensar:
—<"Esta niña me va a matar de un sufrimiento. ¿Qué le habrá contado a su padre para que haya hecho tan largo viaje? Está más atractivo que nunca. ¡Paz, no te olvides de quién eres!>>
—Paz, vamos a ver —Raúl sembró unos segundos de respiro—. Desde este momento no quiero que me llames señor —Paz intentó decirle algo—. No. Déjame continuar. Lo que voy a decirte, te lo tenía que haber dicho hace años. Si la madre de Dolores confió en ti, al entregártela para que fueras una madre para ella, estoy convencido de que no se molestará por lo que voy a pedirte —la miraba fijamente a los ojos.
Paz estaba más nerviosa que un dieciochoañero en el examen teórico del permiso de conducir. Sus manos lanzaban el sudor como los volcanes sus cenizas. Las piernas se le movían al son de un tic nervioso. Nunca imaginó que mantendría, sin pestañear, la mirada fija en la de Raúl. Su mente entró en una guerra civil relámpago:
—<"Que me diga la verdad. No. Que no me la diga. Sí. Que me la diga. No. Que no me…>>
Él lanzó la bomba atómica para acabar con la insulsa guerra (como todas) que soportaba Paz:
—Tengo sólo una hora para que tomes una decisión a la petición que te voy a hacer. Quizás no sea justo, pero… No sé. Tampoco es un ultimátum (resolución definitiva). Te pido disculpas por la precipitación.
Paz entrelazó los dedos de las manos, apretándolos fuertemente, consiguiendo descargar toda la tensión en ellos para que él no se apercibiera del estado emocional que le producía su presencia.
Los dos volvieron a probar la resistencia de su limpia y deseosa y solitaria y falta de amor y firme mirada; rompiéndose el encanto al hablar Raúl:
—Me encantaría que te vinieras conmigo.
—¡Ah, era eso! —con natural desparpajo—. No tengo ningún problema. Dolores ya es mayor y se desenvuelve sola mejor que un pez en el agua, y, por supuesto, a mí no me importa trabajar en su casa, o mejor dicho, en sus casas.
La innatural naturalidad de Paz, pulverizó la autoestima (valoración de uno mismo) de Raúl desde la cabeza hasta los pies.
Ella disimuló idéntica desilusión ante la degradante, para lo que ella deseaba, proposición.
—Creo —hablaba Raúl—, por lo que puedo deducir al ver tu reacción, y así lo deseo —se rascaba la frente—, que no has interpretado bien lo que te he dicho —casi tenía la frente en carne viva—. No he querido decir que te vengas conmigo para trabajar…
La cara de Paz se tiño de un color cadavérico. Tomó un viaje (cantidad inmensa) de aire y, a la misma vez que elevaba la mirada al cielo, le dio tantas vacaciones a su vista que casi no pudo volver a recobrarla. Pasados unos segundos, bajó la cabeza mientras exhalaba el inagotable e incansable e inodoro e insípido e invisible y transparente gas contaminado de oxígeno y nitrógeno y argón y vapor de agua y anhídrido carbónico y, en este personal caso, con descaradas trazas (huella, rastro) de padecimiento crónico amoroso.
—… sino…, mírame, por favor —petición que fue inmediatamente correspondida—, sino… —respiró hondo. Ella, aguantó la respiración. Él le dijo de corrido—, que seas mi esposa.
Entre las pausas que él realizó, envueltas en timidez temerosa por la posible negativa de ella, y la sordera emocional que Paz padecía desde que él comenzó su petición, consiguieron que el final de la más difícil frase pronunciada por todo un licenciado en mundología (conocimiento del mundo y de los hombres) sonara en su cabeza con un eco hiriente.
La visión de Paz se arrió (inundó) de lágrimas.
—Paz —casi le suplicaba Raúl—, respóndeme lo que quieras pero no llores. Para llorar ya habrá infinidad de motivos en lo que nos quede de vida. Cada lágrima que cae de tus lindos ojos, es un estilete (puñal de hoja muy estrecha y aguada) al rojo vivo que se clava en mi corazón.
Ella, con un silencio ensordecedor, gritaba con todas sus fuerzas:
—<<¡Dios mío, qué hago?>>
Él se levantó. Se acercó a ella. Cubrió con la palma de sus manos las mejillas de Paz. Con una delicadeza meridiana le levantó la cabeza.
Paz abrió los ojos muy despacio. Estaban amorosamente aterrados y lubricados (engrasados) por una brillante y densa y transparente piel acuosa.
Raúl sacó un pañuelo del bolsillo, secándole los ojos con suave dulzura de amor maduro. Diciéndole:
—Si te ha herido lo que te he dicho, te ruego, por lo que más quiero, que me perdones. Deseo que sepas que no ha sido un atrevimiento impulsivo, sino un atrevimiento puro y madurado durante muchos años —tos seca—. Durante todo ese tiempo, por cobarde, tuve un amor encarcelado en lo más profundo de mi corazón. La niña me ha dado la llave para que lo ponga en libertad y tú lo disfrutes, si deseas acogerlo con la misma esperanza que yo acogeré el tuyo. Sueño con desayunarnos cada alba que no nos despierte. Sueño con almorzarnos cada mediodía que nos separe. Sueño con merendarnos a las tardes que nos confundan. Sueño con cenarnos a las noches que nos interrumpan ese momento mágico que tendremos antes de dormirnos…
Ella estaba sufriendo una profunda catalepsia (suspensión repentina de la sensibilidad y de los movimientos voluntarios, acompañada de una rigidez muscular que hace de los miembros se inmovilicen en cualquier postura en que se les coloque).
—… Paz…
La entrada de su nombre en su cabeza provocó que sus entrañas se estremecieran.
—…, te quiero con toda mi alma —a boca llena.
Paz se tapó la cara con las manos. Lo que ayudó a Raúl a vaciarse:
—Por fin, aunque no con el resultado esperado, he desnudado mis sentimientos, que a partir de ahora no me acusarán de cobarde. Perdona por haberte incomodado. No ha sido mi intención ni mi deseo. Me marcharé inmediatamente. Sólo una cosa… No dejes que Dolo vuele en cielos oscuros.
Paz se levantó con la rapidez de un matasuegras al soplarlo. Se echó en sus brazos y dejó caer su cabeza en el hombro de Raúl.
Raúl la abrazó, sin poder evitar que una pequeñaja, pero feliz, lágrima saliera de cada uno de sus ojos y humedecieran la sien de Paz.
Ella retiró la cabeza de su hombro, lo miró a los ojos ofreciéndole sus labios para explicarle con todo lujo de detalles cada uno de los sentimientos hacia él que estaban arrinconados, pero a mano, en el desván de su corazón.
Se besaron con el justo pudor y lento hacer, pero con la pasión de dos infantiles e inmaduros niños altos, para, por fin, borrar del obituario (registro de las defunciones y entierros [En este caso triste, penoso]) los deseos incumplidos que habían padecido, tanto tiempo, en silencio.
El aire dio la impresión de que se enceló por la escena, y comenzó a insultarlos con una violenta y sonora fuerza. El errante, sin camino determinado, consiguió destruir el momento más feliz que habían tenido los dos en muchos años, pero no definitivamente.
—Debemos marcharnos ya —le decía Raúl al mirar su reloj—. Nuestro avión debe despegar en una hora. No es el mío —corrigiendo rápidamente—. No es el nuestro, porque le tocaba…, ¡qué rollo!, ya te lo contaré. Vamos.
Paz, al sonreír, intoxicó al olfato de Raúl con un aliento embarazado de amor incondicional.
—Sólo un momento —por fin, Paz, pudo hablar.
Raúl la miró, haciéndole gestos de que era tarde.
Paz entró en el apartamento.
Raúl reaccionó siguiéndola. Al llegar junto a ella le preguntó:
—¿Qué estás haciendo?
—Tengo que coger mis cosas —voz acelerada.
—No tenemos tiempo ¡vida nueva, todo nuevo! Excepto yo, claro —vanidoso. La cogió de la mano, llevándosela en volandas hasta el salón. Ella, no sin esfuerzo, consiguió que se detuviera. Él le preguntó:
—¿Por qué te detienes?
—No está bien que nos marchemos sin despedirnos de tu hija.
—¿Cómo? ¡De nuestra hija! No lo vuelvas a olvidar. Corramos que no llegamos a tiempo.
Paz, le apretó la mano.
—¡Un momento! —dijo Raúl, justo antes de abrir la puerta del apartamento. Ella entró en descontrol sensorial—. Paz, antes de marcharnos, necesito que me respondas sinceramente a una pregunta —no la dejó reaccionar—. ¿Seguro que no te importan los nueve años que te llevo? —preguntó con más incertidumbre que al invertir en la Bolsa.
—¡Tantos! —exclamación espontánea (en las personas, lo que procede de un impulso interior).
Por la exclamación de Paz, Raúl fue violado, ultrajado, descuartizado por un acongojo descomunal, ante la exclamación de Paz.
—¡Jajajaja! Qué cara has puesto. No tengo carrera pero sé restar. Uno del uno del cincuenta y uno, ¿te suena de algo? —besó sus labios. Tragaba tanta felicidad que todo el trato respetuoso a él, cultivado durante tantos años, se perdió esa tarde.
—¡Ésta me la pagas!
—¡Miraaa!
—¡Qué guapa eres! Aligera el paso, que no tenemos tiempo ni para esperar a la niña. Nos despediremos dejándole una nota.
—¡Qué frialdad! Si me lo hicieras a mi, te lo haría pagar toda la vida. ¿Crees que lo entenderá? Voy a perder a mi hija antes de que lo sea. ¿Por qué no la llamas por teléfono? Podrás explicárselo mejor que en una fría nota.
—Llevas razón, pero la llamarás tú.
—¿Yo! Creo que... —él la interrumpió.
—Es broma. Ya has visto como ha desaparecido. ¡Es muy lista! Con lo que le gusta un móvil seguro que nos llamará pronto. ¿De verdad no sabías que ya habíamos hablado de…?
—No. Bueno, sí, no, me lo había imaginado. ¡Es…!
—De todas formas —la interrumpió—, le dije que “siempre que tú aceptaras”, claro.
—¡Tonto! —con una habilidad pulpera, le encintó la cintura con su tentáculo diestro—. Ahora comprendo por qué la niña ponía tanto interés en que le contara lo que pensaba de ti. Y a ti no te entra nada por el cuerpo al consentir que tu propia hija te haya hecho de celestina (alcahueta: persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita). ¡Sois tal para cual!
—¿Dónde hay papel? No te preocupes, que ya veo uno —sacó una apepinada estilográfica del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta, escribiendo:
“Besos. Te queremos mucho. Llámanos.”
Cogió la mano de Paz y bajaron en el ascensor. Frente a la puerta del edificio les esperaba la limusina que trajo a Raúl. Debido a la prisa, Raúl no le dio la oportunidad al chófer (también: chofer) de que les abriera la puerta. Él se la abrió a Paz. Durante todo el trayecto hacia el aeropuerto no dejaron de hacerse carantoñas (caricias) y piropearse como tortolitos. Al llegar a la entrada de la terminal, el chofer frenó bruscamente. Los dos pasajeros se miraron con el entendimiento perdido. Raúl le indicó a Paz que saliera rápida por la puerta que la rozaba. Él salió por la suya, yendo rápidamente hacia ella para cogerla de la mano y correr hacia el interior de la terminal. La nueva competición de los sesenta metros lisos por parejas cogidas de la mano, se truncó al oír los dos únicos participantes una sonora y repetida llamada de atención, quizás por salida nula, procedente de la bocina de la limusina. Con sorpresa por incomprensión, Paz y Raúl detuvieron su huída, dirigiendo sus miradas al largísimo gusano mecánico albino (blanco). Observaron como se bajaba el chófer, a la vez que se destocaba (destocar: descubrirse la cabeza) del cubre mollera del uniforme; de las gafas oscuras; y, con desplumar de gallina hervida, se arrancaba la barba estilo rabino.
—¡Tú no decías que no era un bicho malo! —exclamó Paz.
Raúl corrió hacia la limusina.
El chofer impostor tomó hechura (aspecto exterior) torera en la osada (atrevimiento, audacia) suerte (lance de capa en la lidia taurina) a porta gayola
(Esta suerte es cuando el torero recibe la salida del morlaco – toro de lidia – de rodillas, frente a la puerta del chiquero - donde se encierran cada uno de los toros para salir al ruedo. Dicha suerte produce un inmedible silencio del público, o quizás, silencio morboso – se pueden llegar a oír los pensamientos con acordes sistólicos-diastólicos, debido a la angustiosa y temerosa espera desde que sale el toro, loco por encontrarse con la libertad, hasta que se encuentra, frente a frente, con el elegantísimo ser vivo, el torero, que se la quiere quitar.
Este artista es un ventajista porque, para poder con él, utiliza artimañas salvajes para desangrarlo, por lo que pierde su furia y, cuando al animal se le está yendo la vida, el valiente descarga toda su violencia en la estrecha, pero afiladísima, espada, hincándosela en la zona donde había guardado su vida. ¡Eso si acierta a la primera!, porque, la mayoría de las veces, se la tienen que hincar hasta que el ejecutor aprenda. No se conforma con matarlo, sino que, para más recochineo, muestra como corona laureada de limpio vencedor las dos orejas y el rabo de un ser vivo, como él, que no le dieron la oportunidad de defenderse en igualdad de condiciones. Todo termina con otra imborrable estampa: los vítores que se lanzan después de presenciar una muerte violenta).
(Perdonen. No he podido evitar extenderme en esta aclaración. Sigo sin entender cómo se puede criar a un ser vivo en un hotel de incontables estrellas, según sus partidarios, para asesinarlo, en su plena y vigorosa juventud, en un circo romano, o ¿quizás hitleriano?
¿Por qué utilizo una de las mañas del oficio torero? Porque, aunque no estoy de acuerdo con la, para mí mal llamada “Fiesta Nacional”, así como tampoco estoy de acuerdo con otros hechos que he utilizado en este “majao mental”, respeto a los taurinos).

De nuevo, mil disculpas. Iba por lo del chofer impostor que tomó hechura torera para esperar la furiosa llegada de Raúl).

… Parecía que lo estaba citando para ejecutar el mejor pase de pecho de la historia. Fantástico engaño. Dolo, con un quite (movimiento) magistral, se introdujo en la limusina, saliendo a toda leche.
—¡Te mataré, Dolores! —le gritó su padre.
—¡Qué vergüenza! —le dijo Paz a Raúl al llegar a su lado—. Ha visto y oído todo lo que nos hemos besado y dicho en el coche.
—¡Conociéndola, seguro que no se ha perdido ni un detallito! ¡Ya me extrañó la forma de conducir, pero como tenía a mi lado a la mujer más hermosa del mundo ni me preocupé cuando casi nos la pegamos al pasarse el semáforo en rojo! ¡Je! Estaba más pendiente de nosotros que de conducir. ¡Sabes que te digo!...
Paz lo envolvió con toda su atención.
—… Que ya es mayor, y además ha sido cómplice. Seguro que se ha emocionado al vernos tan felices.

Subiendo al avión sonó el móvil de Raúl.
—Es un mensaje de Dolores —Raúl lo leyó—. ¡Será…! Sí, sí que es un bicho malo.
—¿Qué dice? —preguntó intrigada.
—Nada. Una de sus bromas —el móvil fue inhumado (enterrado) en entre telas.
—¿No puedo conocer las bromas que da mi hija? —un poco dolida, y, todavía, con vergüenza al nombrársela con ese calificativo.
Raúl, sin responderle, esperó que Paz se sentara y se abrochara el cinturón, para exhumar (desenterrar) al móvil y desvelar el último epitafio (inscripción en el sepulcro) inalámbrico que le envió su hija:
“Quiero un hermanito cuanto antes. Os quiero mucho. Besos para los dos.”
Un terremoto cabreado, producido por el fuerte y a la vez profundo contenido del mensajito, agitó violentamente cada uno de los órganos vitales de Paz. No tuvo valor de regalarle ni una esforzada sonrisa.
—¡Esta niña! —exclamó Raúl con tono de inmediato escape del tema.
Paz dejó recostar el hombro y la cabeza sobre el traje enmoquetado del fuselaje, junto a la ventanilla; pensando:
—<"Me ha matado. Esta niña me ha matado. Cómo si eso fuera un te cogí, te comí. No quiero ni pensar en el momento. ¿Dolerá? ¿Sangraré? ¡A mi edad, seguro que…!>>
—¿En qué piensas? —le preguntó Raúl.
—Mejor te lo cuento cuando lleguemos, que tengo pánico a estos aparatos.
La parejita cerró los ojos, proclamando jornada de puertas abiertas a su mente. Durmieron casi todo el vuelo. Bueno, entre desvelo y desvelo, suspiraban dudas gemelas.

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