22 marzo 2007

 

CAPÍTULO 41 (Una mala jugada es un gol en propia puerta - jibr).

—¡Aaaaaahhhhhh! —gritaron a dúo los primos, al oír el video-portero. Desde que acompañan a Dolo, viven en tensión crónica.
—¡La una y diez! Me he quedado dormida —Dolo, sobresaltada—. ¡Venga, rápido, rápido! El primero, que se prepare para llevarse a su prisionero.
Los dos se miraban, inmóviles, sin saber quién de los dos era el primero.
—¿Qué estas esperando? —dijo Dolo, refiriéndose al más bajo.
Los dos, desconcertados, volvieron a mirarse.
—¡No se enteraron —llanto seco de lágrimas, pero inundado de desesperación—, no se enteraron! ¿Cómo es posible? —corrió hacia el más bajo, lo cogió por el cogote y lo empujó hacia la puerta de la terraza. Empujón que el primo aprovechó para coger carrerilla. Dolo le seguía abatida y moviendo la cabeza por su incredulidad ante lo ocurrido. Inmediatamente después de entrar el primo, éste salió corriendo hacia ella con la cara descompuesta.
—¿Qué te pasa, a dónde vas, qué has visto? —asustada.
—Prima… —con más miedo que siete viejas—, ¿qué habitación era? —sobre la marcha, sin que su prima hiciera algún intento de zurrarle, se cubrió la cara con el brazo.
—¡Noooo! —se lamentaba Dolo, tapándose la cara con las manos—. ¡A la segunda, cabeza hueca! —gritó con tanta fuerza que hasta los pájaros abandonaron el Planeta.
Al desaparecer de la terraza Dolo y su primo el más bajo, el hermano se quedó sentado, encogido y con los ojos cerrados; murmurando:
—¿Qué habrá pensado hacer? Seguro que, a partir de mañana, no nos va a dar el sol en mucho tiempo.
—¡Ya estoy de vuelta! —le dijo Dolo a su primo, que respingó bruscamente—. Tranquilízate, que tu prisionero no se come a nadie. El primer pájaro ya está en la jaula, ahora a esperar el tuyo.
Se tumbó de nuevo en la hamaca, pero, en el preciso momento de dejar caer los brazos, de nuevo, sonó el vídeo-portero.
—Le dije que ni un minuto más ni un minuto menos. Odio la impuntualidad tanto por adelanto como por retraso. De todas formas ya no hay peligro —se levantó, y al pasar junto a su primo le dio una colleja—. ¡Espabila, que te toca tu guardia!
Éste se levantó muy despacio. No podía disimular su terror. Pensaba:
—<"¿Qué le irá a hacer a esas personas? ¿Quiénes serán? He visto en los ojos de mi prima que necesita sangre ¡pero yo, nooo!>> —pensamiento llorón. Caminaba tras su prima. Muy nervioso se tocó el costado para comprobar que tenía la pipa (pistola); pidiendo—: <"Ojalá salga todo bien y nos pague el viaje que nos ha prometido>>.
—Vete a la habitación —le decía Dolo— y espera a que te lleve a tu presa.
Con caminar de pato cansado fue a abrir la puerta de la habitación, cuando oyó a su prima.
—¡Ésa noooo! —a paso ligero se fue para él, regalándole, en un segundo, veinticinco collejas.
El más alto corrió hacia la primera habitación.
Ella, desquiciada, fue corriendo a abrir la puerta.
Cuando dejó al segundo prisionero a buen recaudo, se volvió a marchar a la terraza. Caminaba por el borde de la piscina esperando la hora. Una de la veces, al ver su imagen en el agua, le preguntó:
—¿Sabes dónde está Vito? ¿Está ya trabajando?
La caída de algo en el agua, junto a ella, la sobresaltó. Al descubrir lo que era miró al cielo, sonriéndose al ver a una paloma que se alejaba. Miraba fijamente la cagada mientras se deshacía lentamente en el agua, cuando oyó el portero.
—¡Por fin! —con cara de sed de venganza—. ¡Se va a enterar ese canalla!
Corrió dentro, aplastó el botón del portero, y esperó fuera del apartamento a que subiera Adolfo. La espera del ascensor se le hizo eterna.
—¡Vamos! —le dijo con acritud a Adolfo, nada más abrirse el ascensor.
Adolfo frunció el ceño y, con una mirada arrogante, le quiso demostrar que estaba allí porque le daba la gana, y no porque estuviera preocupado por lo que ella le había dicho por teléfono. Se detuvo en el centro del salón para, con un movimiento troncal, preguntarle que qué hacía.
—¡Siéntate ahí! —le decía Dolo sin ningún respeto.
—¡Cómo me hables así, me voy! —le amenazó Adolfo, con una cara dura que se la pisaba—. Aunque he venido para decirte que me olvides y no me llames más para escupir chorradas sobre mis prácticas sexuales, o ¿es que te gusto tanto que me vas a hacer una proposición indecente? ¡Qué sepas —chulo a tope— que yo cobro…!
—¡Te vas a cagar, chulo de mierda! ¿Qué escupo chorradas? ¡Ja! —encrespada al máximo—. ¡Dame todo el material fotográfico que me has hecho a mis espaldas!
—¡Material sobre ti! —irónico—. ¿Tienes tú acaso algo que pueda interesar a alguien? o —recochineo—, ¿es que la niña de papá no quiere que su papaíto conozca la doble vida que lleva su queridísima e inocente hijita?
—¿¡Qué estás diciendo!? ¡A mi padre no lo nombres con esa boca merdosa (asquerosa, sucia, llena de inmundicia) que tienes! —no pudo contenerse más—. ¡Como te atrevas a utilizarme para ganar dinero —la ira le salía por los ojos—, yo te mato!
—¡Qué miedo! —sarcasmo barato—. O… —fue a por todas. Conocía el dicho de que “No hay mejor defensa que un ataque”—, o es que me vas a mandar al chorizo que sacaste de la cárcel para acostarte con él, o al cateto que te enrollaste en la cafetería, para lo mismo, o, o, o… ¡Qué? —desafiante.
—¡Hijo de puta! —Dolo se fue para él para sacarle los ojos, pero se arrepintió porque era más importante que le entregara las fotos que matarlo. Cogió el mando a distancia, pulsando el play—. ¡Mira allí, cerdo!
—¡Vaya pantallaza, qué lujo! —sorpresa falsa, al ver como bajaba la pantalla de la televisión del techo—. ¿Vamos a ver una película de miedo? —regocijo mientras se dejaba caer en el butacón—. ¿No me ofreces una cerveza? Es la hora, ¿no? No, no, mejor una chapita de güisqui que, como estoy desganado por el acojonamiento que tengo, me abrirá el apetito —chulesco.
—¡Ni agua! Porque —bajó el tono— puede ser que te ahogues al tragarla cuando veas lo bonito que...
Instante en el que Adolfo vio la primera imagen del video. Éste le pegó un pellizco a la butaca y empujaba con la espalda hacia atrás. Los ojos se le salían. La frente vivía una diarrea sudorosa, consiguiendo que su rostro adquiriera el color de la ictericia (coloración amarilla de la piel y los ojos por trastornos del hígado). El paquete de Chesterfield que guardaba en el bolsillo del polo Burberry rosa, se movía como si tuviera vida. Los golpes del corazón sobre su pecho eran más fuertes que las sacudidas, con la cola, de un cocodrilo cabreado.
—Qué, ¿me das mi material? —le pidió Dolo dándole al botón de pausa, dejando en la pantalla la imagen congelada de la princesa de pie, abierta de piernas; y él, arrodillado delante de ella, con la boca sobre una mullida (cosa blanda) inflamación carnosa.
Adolfo no reaccionaba. Agachó la cabeza sin decir una palabra.
—Ya veo que no me lo quieres dar. Pues continuemos —le volvió a dar al play.
Adolfo, con la cabeza baja, miraba de reojo a la pantalla.
—¡Ése no soy yo! —exclamó infantilmente.
—¡Ja, pues es verdad, no lo había advertido! ¡Seré tonta, pero si es mi hermano! A ver qué opina la Marquesa de los Juncos Secos de mi hermano, ¡al que desde luego no se parece porque no tengo ningún hermano!
—¡Me vas a chulear! Si crees que puedes amenazarme con esa vieja chocha y arrugada ¡vas lista! —pérdida de control.
—Sé, de buena tinta, que te casas con ella para quedarte con todo su patrimonio.
—Es cierto ¡para lo que le queda de vida y que se lo lleven otros!, ¿qué pasa? —en plan chuleta—. ¿Se lo vas a contar?
—No, no, con lo que tengo me basta —sonrisa maligna—. ¡Lo perderás todo!
—¡Niñata, ya se me han hinchado los huevos de escucharte! —levantándose—. Esas imágenes están manipuladas. Tú sí que te vas a cagar con lo que hemos preparado.
—Si así lo quieres —marcó rápidamente una tecla del móvil—. ¡Cuélgalo en Internet! —colgó.
—No, por favor, no hagas eso —súplica asquerosa.
—Vamos a entendernos de maravilla. Primero, cuéntame ahora mismo, por qué las fotos.
—Llama y que no lo hagan —le suplicaba Adolfo. Ella le gesticuló que no. Adolfo continuó desembuchando—. Fue idea de Lola. Un día...
—¡De Lola! ¿De mi amiga Lola?
—Sí.
—¡Estaba segura, pero me costaba creerlo! ¡Será...! —desconsolada—. Pero ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?
—Me dijo… —casi no se le oía—. ¡Llama para que no lo pongan en Internet, si no, no continúo!...
Dolo volvió a marcar.
—…
—¿Lo has metido ya? —le preguntó a su interlocutor.
—…
—Bien, no continúes, pero no me cuelgues y espera, por si hay algún contratiempo —le hizo seña a Adolfo para que continuara.
—Me dijo que sacaríamos mucho dinero. Que la revista Diez Moniatos nos pagaría un dineral por la exclusiva de tu…
—¡Exclusiva! ¿Exclusiva, de qué? Si soy una cualquiera. Yo no me muevo en ese mundo en el que pagan por… —no se lo creía—. ¡Sigue contándome!
—Cuando Lola se enteró de que tu padre estaba entre los diez hombres más ricos del mundo, y aprovechándose de que ella conocía todos los pasos que ibas a dar en tu doble vida, se le ocurrió hacerte esa putada —tono de voz evadiendo culpabilidad.
—¿Doble vida?... ¿Putada? ¡Sí, sí que es una putada! Y tú, a sabiendas de que era una putada, ¿por qué lo hiciste?
—Me dijo que si no lo hacía le contaría nuestra relación a la vieja chochona de la Marquesa de los Juncos Secos, y, claro, yo perdería el braguetazo de mi vida y el rollo que tengo con ella.
—O sea —tragó saliva—, que te casas con la marquesa por dinero, pero sigues con Lola por su conejo, ¿no? ¡Oig, de una guarrada he sacado un pareado!
Adolfo metió la cabeza entre las rodillas.
—¡A mí qué me importa lo que quieras hacer con ellas! —gritaba Dolo—. ¡Dame ya el material!
Adolfo lloraba.
—¡Eres un camaleón pringao! Deja ya de lloriquear como un pelele. Dame todo el material que me has sacado.
—No lo tengo —entre sollozos.
—¿Qué? ¿Cómo? —perdió los nervios.
—Que no lo tengo —volvió a decirle sin levantar la cabeza.
—¿Quién lo tiene? ¡Dime! —histérica perdida—. ¿Quién lo tiene?
Adolfo no le contestaba. Continuaba con su desahogo húmedo y salado.
—No le des la cinta de video a la marquesa, ni le digas nada de lo que te he contado. Te lo ruego. ¡Me obligó Lola! —entre gemidos.
—¡No me pongas más nerviosa! ¿Quién tiene las fotos? ¿Las tiene Lola? ¡Eh! ¿Las tiene la víbora de Lola?
—No.
La negación, no por su volumen, sino por su significado, casi revientan los tímpanos de Dolo.
—¡Mira chichinabo (despreciable), me da igual quién lo tenga, o me das todo ahora mismo o te despides de la señora marquesa y, por supuesto, de tu vida social!
—No, por favor —seguía lloriqueando. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón e hizo una llamada:
—…
—El señor Salido, por favor.
—…
—De Adolfo —el sudor le había cambiado el color al polo rosa.
—…
—Simplemente, dígale Adolfo.
—…
—Gracias. Esperaré.
—…
—Mire —tosió—, señor Salido, tengo un grave problema. Necesito que me devuelva las fotos que le entregué —rogaba Adolfo.
Dolo atendía con expectación enigmática.
—…
—¿Cómo dice? No puede ser —miró aterrado a Dolo—. Le devolveré todo el dinero.
—…
—¡Inténtelo, por lo que más quiera, inténtelo!
—…
—¡Dios mío! —exclamó, desplomándose en la butaca. Su cara expresaba terror. El móvil se le cayó de las manos.
Dolo no se atrevía a preguntarle. Anduvo, bastante rato, desnortada por el salón. Hasta que, colocándose delante de Adolfo, le preguntó:
—¿Las traen ya?
—Demasiado tarde —casi no podía respirar.
—Demasiado tarde, ¿para qué?
—La revista ya ha salido a la calle.
—¡La revista! ¿Qué revista?
—El Diez Moniatos —absorción nasal de moquilla.
—¿Que han publicado mis fotos en el Diez Moniatos? Pero ¿por qué?
Adolfo no tuvo más remedio que largar:
—Ya te lo he dicho —tragó saliva—, tu padre es un hombre muy importante… E_e_ellos han hecho un reportaje sobre tu padre; y Lola y yo… —se puso de rodillas— le hemos dado información sobre tu doble personalidad —suplicándole perdón.
Dolo se quedó perpleja. No sabía qué hacer o decir. En el salón, recorrió de nuevo los caminos llenos de soluciones invisibles que sólo se encuentran cuando ya no se necesitan. En uno de los paseos perdidos, se volvió bruscamente. Miró a Adolfo, y se dirigió a la segunda habitación. Enrabietada abrió la puerta. Triste estampa descubrió:
La Marquesa sentada, llorando, frente a dos pantallas donde había visto y oído, en directo, el video y la confesión de Adolfo.
—Perdone —le dijo Dolo.
La Marquesa, sin decir ni pío, le indicó con la cabeza que no se preocupara. Se levantó. Caminó hacia ella. La miró fijamente a los ojos y le dio un abrazo agradeciéndole que la salvara del deshecho con el que se iba a casar. Salió de la habitación. Al pasar por el salón miró a Adolfo. La mirada empachada de tristeza le contestó, a Adolfo, al intentar decirle algo. Dando muestras de la educación que tenía, salió del apartamento.
Dolo entró en la otra habitación. Abrió la puerta, viendo únicamente a su primo.
—¿Dónde está?
El primo le señaló el cuarto de baño.
Parsimoniosa, con el móvil todavía en la mano y el rencor luchando por salir de su interior, le comenzó a llegar las partituras sonoras de un llanto maloliente. Hizo un gesto rabioso, gritándole a la puerta:
—¡Vete cagando leches de mi casa! —volvió al salón.
Adolfo estaba tal como lo dejó. Dolo, con la mano, le dijo que cogiera puerta.
—¿Le ha dicho —decía Adolfo sin quitarle ojo al móvil de Dolo— que no lo publique en Internet?
—Además de —Dolo, casi sin aliento— camaleón hijoputa, eres un inocente —tiró con rabia el móvil al suelo.
En ese momento pasó Lola juyendo hacia la calle. Adolfo la imitó.
Dolo, sin ganas de vivir, entró en su dormitorio y, tendida en la cama, lloró más que María y Magdalena juntas la crucifixión de Jesús.
En el preciso instante en el que Dolo entró en su dormitorio, sus primos salieron, de las habitaciones respectivas, zumbando para el salón; cogieron una botella de güisqui cada uno y se tiraron en el sofá comenzando la terapia para olvidar.
El más alto, le preguntó al hermano:
—Hermano ¿tú crees que cumplirá lo del viaje?
Diciéndole el hermano:
—¿Cuál de ellos?
Próximo miércoles 11 de abril: Capítulos 42 y 43

21 marzo 2007

 

CAPÍTULO 40 (El lívido obtenido al saciar la libido, es lindo - jibr).

A Dolo le costó mucho más tiempo de lo que había programado poder contactar con Adolfo. Según Nabucodonosor, había estado de viaje con la Marquesa de los Juncos Secos, en el Caribe.
La última noche se consumió por la llegada del día después de ayer, víspera de la “Operación Adolfo”. Dolo gastó el día preparando, exhaustivamente, toda la operación. Al anochecer, convencida de que todo lo tenía controlado, se marchó a dormir.
Entre los recuerdos de Vito, el fotógrafo, Lola y el calor que hacía esa noche, Dolo no podía conciliar el sueño. A las tres de la madrugada encendió la luz. La colcha y la sabana de arriba estaban en el suelo. Se levantó. Llevaba puesto un pijama de verano. Buscó las zapatillas, pero al no encontrarlas se fue a la cocina descalza. Bebió un vaso de agua que la refrescó, pero no aniquiló el desánimo que la embargaba. Apesadumbrada (disgustada), regresó a la cama. Continuando con la misma pregunta que no había dejado de hacerse desde que tuvo conocimiento de las fotos:
—¿Por qué, y para qué, me habrá fotografiado el capullo ese? La zorra de la Lola le informó de todo al capullo ese. ¿Qué fotos me habrá hecho? De todas formas no serán importantes, porque yo ni tengo nada que ocultar ni creo que algo sobre mí pueda interesar a alguien lo más mínimo. ¡Para no interesar, no le intereso ni a Vito! Si supiera que estaba despierto lo llamaba ahora mismo. Que no, Dolo, que no. Antes tienes que solucionar lo del fotógrafo. Sí, sí, mañana, mañana ya. ¿Se habrá olvidado de mí? Pero ¿por qué las quieren publicar? Seguro que está comprometido. Qué suerte la de mi padre y mi tata. Evitaré por todos los medios que se enteren de lo de las fotos. Voy a llamarlo. ¡Dolo, no te precipites! Primero el fotógrafo. Sí, sí, mañana, mañana ya.
Para distraerse cogió el manuscrito de Vito y lo releyó y lo releyó y lo releyó hasta quedarse dormida con la claridad edinsoniana (Thomas Alva Edison: inventor de la bombilla) trabajando a destajo.
Su soñar saltaba de escenario en escenario, cruzando las nubes coloreadas por sus vivencias, como algo natural que brota de esquejes (tallo o cogollo que se introduce en tierra para aumentar la planta) de deseos realizables. El brote que floreció en Dolo fue de lo menos pensado para ella.
El sueño estaba siendo intranquilo, por lo que en un despertar descarriado, a las ocho de la mañana, encontró el manuscrito en sus entrepiernas. Sonrisa inculpadora de deseos deseados. No dudó en recogerlo con cariño de parida al desvincularse de su engendro, y lamerlo, asquerosamente, como cualquier animal para asear a su animalejo. Al sentarse, sobre el descansador de columnas vertebrales, se notó mojado el pantalón corto del pijama, a la altura de las entrepiernas. El posar de la palma de su mano derecha, justo en el lugar que protege a su prisionero hasta que ella desee darle la libertad, le hizo murmurar con una sonrisilla vergonzosa:
—¿Qué habré soñado? Porque ha tenido que ser un sueño de ensueño. ¡Joder, es que no me acuerdo de nada! ¡Qué coraje!
Con lujuriosa sonrisa se encaminó hacia la ducha. En tan breve lejanía le comenzaron a llegar flases del sueño. En uno de ellos exclamó Dolo:
—¡Con quién iba a ser sino con Vito! Ha tenido que ser bonito de verdad. ¿Por qué tengo que soñarlo y no vivirlo? ¿Por…? ¡Mierda cochina! Mi padre y mi tata con la felicidad por bandera, y yo soñando con Vito, que aunque él lo crea, no me conoce. No es justo. Desde que lo conocí subo la escalera del amor para llegar a él pero, la maldita, esconde los escalones para que resbale y no lo consiga. ¡Dios, no me hagas pensar que toda esta vida es una mieeerrrdaaaaa! —lloraba con rabia, con amargura, con deseo, con desesperación, con amor, con pena, con…—. He luchado tanto por ser feliz, en una normalidad tan normal, que seguro que me he equivocado en algo. Dios, te voy a hacer una pregunta con toda mi alma ¡avisándote! que como no me convenza tu respuesta, mi alma se pasa al enemigo; ahí va: ¿He de ser mala para que me pagues con felicidad? —silencio de unos segundos—. ¡Ya veo que te importo una mierda! Ahora comprendo a mi padre cuando dice: “que la felicidad no se alimenta de la bondad, sino de la maldad”. ¿Es eso ciertooooo? —sin dejar de mirar hacia arriba—. ¡No hay derecho…, te llevaste a mi madre; me crié, como quien dice, sola…; me enamoro locamente de un hombre, como pocos existen, y lo separas de mí; ¿qué pasa, que desde antes de nacer ya me habías clavado en la cruz de la soledad? ¡Te odio, te odio, te oooodio! —daba patadas a una caja de zapatos vacía que estaba en el suelo.
Derrumbada y arrastrando la poca moral que le quedaba, entró en la ducha. Recibía con llorera (lloro fuerte y continuado) a la nueva agua mestiza (que resulta del cruzamiento de dos razas) que la mojaba. Se enjabonaba todo el cuerpo, como si las manos estuvieran enfundadas en manoplas de faquir, ya que su delicada y frágil y lechosa piel se estaba enrojeciendo de tal manera que ni un cilicio (prenda de mortificación, ceñida al cuerpo) atado a su corazón, le hubiera hecho tanto daño. Sufrimiento equívoco, porque aun rumiando el tormentoso desconsuelo que digería su mente, la libido, a medida que iba recordando el sueño, iba transformando la limpieza brusca en masajes al más puro estilo oriental. Bajo la torrencial cortina de agua, rota por su cuerpo, recordó todo, todito, todo el sueño. Durante el replay, sus manos visitaron todos los poros de su piel; hasta que, sentada bajo la ducha, los músculos se le anquilosaron (PARALIZARSE anquilosar: imposibilidad de movimiento en una articulación normalmente móvil) por los espasmos a que estaban siendo sometidos. La chillería (conjunto de chillidos descompensados) fue oída hasta en los infiernos. Con una respiración profunda y descontrolada, el cabello apelmazado en su caída, gotas de agua y sudor mezcladas y detenidas sobre el rostro, daban fe del placer subliminal que había disfrutado. Sentada con las piernas recogidas y las manos sobres las rodillas, se fue recuperando del lento, delicado y cariñoso reconocimiento de su cuerpo. Después de un suspiro profundo se dijo:
—Lo que he disfrutado debe ser un orgasmo, porque este placer no lo había disfrutado las otras veces. ¡Bingo por el descubrimiento! ¡Dios, qué rico! Ahora que te he nombrado, ¿por qué disfrutar de ese placer lo catalogan tus colaboradores como pecado? Recuerdo que durante el internado en el colegio de monjas vi varias veces a algunas internas hacerlo, y corría a la capilla para rezar por ellas ¡qué inocencia! Lo que no entiendo es por qué dicen que es pecado disfrutar del placer sexual, y no lo es disfrutar del placer del paladar; están en distinto lugar, pero en el mismo cuerpo creado por ti, ¿no? —miró al cielo—. ¡De esta no me salvas ni tú! —un repelús la zarandeó—. En un mal momento, cualquiera puede dudar, ¿no? —para inmediatamente decir—: San Pedro, por miedo, negó que te conocía ¡hasta tres veces! y lo nombraste tu representante aquí —pidiendo clemencia—. ¿Qué le habré hecho yo al Adolfo ese? ¡Qué me ha gustado!
Rió a carcajadas. Se reincorporó. Puso a máxima potencia la vomitera de la ducha. El agua golpeaba tan fuerte, que sentía que su espalda era un acerico en continua recepción de inquilinos. Llegó a pensar que estaba en el limbo. En ese momento todas sus preocupaciones se esfumaron; quizás por eso, de pie como estaba, y poniendo cara de idiota, abrió las piernas y remedó (remedar: imitar) a la ducha, con la diferencia que su lluvia era dorada. Después de unos segundos, bajo el agua, fulminó a la ducha con el cromado garrote vil (aro de hierro sujeto a un palo fijo con que se estrangula los condenados a muerte). Al salir, la brillantez de sus ojos y el símil de un gajo de naranja color lívido (amoratado) bajo los párpados inferiores, pregonaban su estado anímico. Por primera vez supo lo que era fallarles las piernas al caminar sin padecer fiebre ni haber llegado, exhausta, a la meta en una maratón. Se encontraba en la gloria, y por eso se dijo:
—Tengo la sensación de que estoy borracha. Todos los días me emborracharé con esa pócima (bebida medicinal).
Volvió a reír. Acicalada juvenilmente, se preparaba el desayuno. Estaba untando mantequilla en una rebanada cuando repentinamente la soltó, junto con el cuchillo, y corrió a su dormitorio. Cogió el manuscrito, lo dobló en varios pliegues, para con desmesurado cuidado acostarlo entre su seno izquierdo y el sujetador.
—Me acompañarás siempre —le dijo al tesoro que acababa de enterrar.
La sensación de éxtasis (estado placentero del alma) en la que levitaba (sensación de mantenerse en el aire sin apoyo alguno) la disfrutó mientras desayunaba. Al terminar cogió el móvil para marcar un número de teléfono. En ese momento sonó el Séptimo de Caballería.
—¿Sí?
—…
—Ahora mismo os iba a llamar. ¿Dónde estáis?
—…
—¡En la puerta! ¿Por qué me llamas al móvil, y no por el portero?
—…
—¡Que últimamente me encamo mucho! ¡El Nabu ese os ha podrido los sesos! ¡Sois unos boniatos (en Huelva, tonto)! —pensando—: <"¡Eso es de Vito!>> —continuando—: Anda, subid que ya es tarde.
—…
—Bajo y os ayudo —cortando la comunicación.
Subieron al apartamento más bultos que los que Papá Noel y los Reyes Magos juntos reparten el único día que trabajan al año.
—Mientras preparáis el vídeo —le decía a sus primos—, los micrófonos y las televisiones en las habitaciones, yo voy a hacer unas llamadas. ¡No olvidaros de dejar todo conectado!
Los dos comenzaron a montar el más avanzado, sofisticado y revolucionario sistema de espionaje que existía en el mercado, transformando el apartamento de Dolo en una ratonera al más puro y genuino estilo CIA (Agencia Central de Inteligencia, dependiente del gobierno de los Estados Unidos). El primo más bajo se dirigía a un dormitorio, pero, al ver a Dolo en la cocina hablando por teléfono, se detuvo, se reescondió, se alineó las antenas orejeras y oyó la conversación.
—Tiene que llegar a las trece en punto ¡ni un minuto antes ni un minuto después! —decía Dolo, tan tajante como seria.
—…
—Ya le he dicho que es muy importante.
—…
—Por favor, créame.
—…
—Gracias. Hasta luego.
A la finalización de la conversación, el primo corrió a la habitación donde tenía que montar los aparatos. Sudaba a chorros cuando terminó el montaje; marchándose al salón con su hermano. De nuevo, en la vuelta, ejercitó su alcahuetería, en el mismo sitio y por el mismo motivo.
—¡Te he dicho que tiene que ser a las trece y diez, ni un minuto más ni un minuto menos! Y ¡ya está bien de tanto preguntar!
La cara del primo espía expresaba pavor (miedo) ante el presagio del pollo que se iba a montar en el apartamento.
—…
—¡Pues no hay más que hablar! ¡No me falles que no me conoces cabreada! ¡Adiós!
Antes de que Dolo saliera de la cocina, él ya estaba ayudando a su hermano en el salón.
—¡Escuchadme bien! —los dos atendieron a la orden—. En cuanto llegue la persona que he invitado a las trece horas, uno de los dos... No, porque si lo dejo a vuestra elección o no vais ninguno o vais los dos juntos. Tú —señaló al más bajo— la acompañas a la segunda habitación y te encierras con ella. Si te ves obligado a sacar la pistola para que obedezca ¡la sacas!, ¿de acuerdo? Porque como jodas la misión te mato. Y tú… —señaló, con autoridad, al más alto—. Sí, tú, tú… ¿a quién buscas, si aquí sólo estamos los tres! ¡Qué incompetencia, madre, qué incompetencia! Mucha paciencia, Dolo, mucha paciencia —se pedía—. ¿Ya sabes a quién estoy señalando? ¡Vale! —suspiro hondo—. Tú, al invitado que llega a las trece y diez, lo llevas a la primera habitación. Igualmente te digo, ¡pum!, si hace falta.
Los dos asentían continuamente con la cabeza.
—Lo más importante —continuó Dolo— es que no hablen, ¡y menos que salgan de la habitación hasta que yo lo diga! ¿Todo claro? —asintieron con la cabeza—. ¿Seguro? —replay del gesto—. Pues bien —suspiró—, marchaos a la terraza que ya os llamaré —obedecieron como corderitos.
Dolo eximió a su móvil del descanso involuntario que estaba disfrutando.
—...
—¿Adolfo? —preguntó Dolo cruzando los dedos.
—…
—Soy Dolores Fernández. Me conoces, ¿no?
—…
—¿Que qué quiero? Vayamos por partes. Sé...
—…
—¡Que estás muy ocupado! ¡No me digas!
—…
—¡Mira, mariposa, te aconsejo, por tu bien, que me escuches!
—…
—¿Amenaza? ¡Qué va, no, no —comenzó a gritarle—, sólo es un deseo que haré realidad si no me escuchas!
—(Silencio).
—Sé que me has estado fotografiando...
—…
—A mí si me importa. Fíjate si me importa que por eso te llamo, porque las quiero tener en mi poder ¡ya! pero ¡ya! —se desgañitaba—. ¡Todaaasss, y los negativos, y todo aparatito donde me hayas metido a mí o a mi sombra!
—…
—¡Ésa te la corto como yo me llamo Dolores¡ ¡Iré al grano!
—…
—¿Que dónde está el grano? El grano te va a salir a ti en…, si no haces lo que te he dicho. Me estás amargando la vida. ¡Cómo por tu culpa pierda a…! —no pudo nombrarlo.
—…
—¡A ver quién de los dos se va al carajo —gritando— cuando te diga que en mis manos tengo una cinta de vídeo donde sales haciendo cochinadas!, ¿no te suena nada de nada?; pues continúo, haciendo guarrerías con una prostituta de lujo, alias “Princesa del Reino de Cocatila”…; ¿te va sonando algo más?... ¡No lo recuerdas, hijo de puta! Te diré un poco más. Te grabamos en la habitación de un hotel situado en el centro de Madrid. ¿De verdad —con retintín— que no sabes de lo que hablo?
—…
—¡Que tú con ésas no andas! Te voy a relatar un avance y verás como sí te va a empezar a salir el grano donde no te quise decir. Hace muy poquito tiempo, una noche, en una famosa discoteca de aquí, conociste a una chica que te dijo que era la Princesa del Reino de Cocatila, y que era la heredera… y tal y tal y tal. Luego te llevó al hotel, que ya sí estarás recordando, y allí te grabamos todas las posturitas que hiciste con ella ¿continúo?
—…
—Sólo tienes que venir a mi apartamento. Que doy por hecho que sabes dónde está. Como tengo muchas cosas que hacer te diré que tienes que llegar a las trece y veinte en punto, pero en punto, ni un minuto menos ni un minuto más, y te enseñaré tú película XXX.
—…
—Pues si no vienes —recalcando—, una copia se la entrego a tu marquesita, y otra la cuelgo en Internet, ¿qué?
—…
—¡Qué condescendiente te has vuelto! Te espero. Pero ni un minuto más tarde, ni un minuto más temprano. A las trece y veinte en punto. ¡Ah! Y por supuesto tráeme todas las fotos, los clichés y todo lo que tengas sobre mí —Dolo le colgó sin despedirse y, juntando las palmas de las manos, comenzó a rogar—: Por favor, Virgencita, que me salga todo bien para que pueda terminar esta mierda y poder ir a encontrarme con Vito.
—¡Primos, la mecha ya está encendida! —les gritó desde la puerta de la terraza.
Los dos se miraron asustados, porque sabían que su prima, a mala leche, no había quien le pudiera.
—Esta vez, creo que se ha pasado —dijo el más alto a su hermano.
—Yo también lo creo —preocupación del más bajo—. Nos va a meter en un buen lío. Cómo se entere tito, nos pone a sacar petróleo con una pajita. ¿Y si nos largamos?
—No sé qué será mejor —decía el más alto—; lo que tú has dicho, o que la víbora ésta nos coja después. Porque nos encontrará, allá dónde nos escondamos nos encontrará.
—¿Qué estáis murmurando? —preguntó Dolo al verlos.
Los dos se pusieron a silbar.
—Por la cara de cagones que habéis puesto, seguro que tramabais abandonarme en este momento.
—¡Qué va, prima! Cómo puedes pensar eso de nosotros que somos tus fieles siervos —le contestó el más bajo.
—Os prometo que cuando termine toda esta mierda, os regalaré un viaje, de un mes, a donde gustéis.
—¡A Tailandia! —espetó el más bajo.
—¡Ya! Para hacer turismo sexual, ¿no? —pícara Dolo.
—Sí, sí, nos ha contado Nabu cada historia que…
—No puede ser, no puede ser —suplicaba—. ¿No va a desaparecer nunca ese tipo de mi vida? Sois… Venga, a relajarse que nos va a hacer falta. Como falléis, no hay viaje a Tailandia, pero… ¡sí haréis un viaje a un lugar desde donde no se puede regresar!
Los dos pasaron de la sonrisa al terror.
Dolo se tumbó en una hamaca.
Los tres le dieron rienda suelta a su imaginación.

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