10 abril 2007

 

CAPÍTULO 47 (La diferencia entre el amor platónico y el de para toda la vida es idéntica a la que existe entre el sueño y la pesadilla - jibr).

A las nueve de la mañana, a Vito, lo despertaron los golpes que estaban dando en la puerta de su habitación. En el esfuerzo de despertamiento obligado, la resaca, más anímica que etílica, paría sin descanso sonares punzantes en la cabeza. Con dolores crapulosos (entregado a los vicios) se levantó renqueante para abrir la puerta:
—¿Qué quieres, Guillermo? —adormilado y aguantando el sufrimiento de la jaqueca—. ¿Ahora llegas? Tienes una cara que da pena.
—¡Pena, penita —cantaba Guillermo—, penaaaa! ¡Que noche, que noche he pasao! —eufórico—. Con decirte que no he dormido —entró dando saltos.
—Y porque tú no hayas dormido, no tengo que dormir yo, ¿no? —cansino.
—¡No he parao! —desenfreno sin límites—. ¡Que fiera, que burra, que… arte tiene la Lluvia! —se abrazó a Vito—. He estado a punto de ahogarme ¡no en el agua! sino asfixiado en su calentura. Si ella fuera el Infierno, yo me condenaría a mí mismo ¡ya! —lo separó con violencia cariñosa—. Y a ti ¿cómo te ha ido con Leticia?, ¡pillín!
—¡Con Leticia!, si cuando os dejé me acosté —restregándose los ojos.
—¡No seas mariconazo!, porque lo que tú no sabes es que Leticia, mucho después de marcharse, tuvo que entrar en la habitación de Lluvia para coger las llaves de su habitación que se las había olvidado cuando se marchó. Y nos dijo que venía de tu habitación. ¡A mí me la vas a pegar!
—Como necesito descansar, te lo diré sobre la marcha —Guillermo atendía embobado—. Únicamente hemos hablado un rato. Me vuelvo a la cama. Si quieres duerme a mi lado —directo al artilugio inventado, sin marca registrada, por Morfeo (dios del sueño).
—Duermo y como y… —fuera de control— lo que haga falta, ¡me cago en el copón divino!
—¡Guillermo, no seas, además de plomo, blasfemo (blasfemia: palabra o expresión injuriosa [ofensiva] contra Dios o las personas o cosas sagradas)!
—¡Yo no lo digo con esa intención! Amigo —tocándole el hombro derecho—, ¡a mí no me mueve de tu lado ni la muerte! Las dos veces que he salido contigo he ligao. ¡Copón, qué tía! Y dicen que con el agua se arruga, ¡seguro que los que lo dicen son pichasfrías!, porque la Lluvia no ha conseguido arrugármela en toda la noche, ¡madre, qué fiera!
—Y… —no sabía como callarlo—, ¿por qué te has venido?
—Porque cuando estábamos echando el…, ¡mejor no te lo numero!, no quiero presumir, te decía…, ¡ah!, que cuando… —volvió a perderse—, ¡ah, eso ya te lo he contado! ¡Copón, que en ese momento llegaron las amigas! Te juro que en el fondo me alegré, porque no sé si hubiera sido capaz de, ni tan siquiera, cubrir el expediente —con locura cabal y elocuente—. Nada más. Se despidieron, me dieron besos para ti, y si te vi no me acuerdo. Por eso estoy aquí.
—¡Escalofriante! —con sorna—. Ya está, ¿no? Pues me voy a acostar.
—¡Copón, se me olvidaba! —se metió la mano en el bolsillo del pantalón—. Escucha lo que ha escrito la Lluvia antes de marcharse. La P.D., la escribió Asun. ¡Ahí va! —comenzó a leerlo:

“Guillermo, Andalucía tiene que estar orgullosa de ti. Eres un semental único en esta tierra de inolvidable alegría. Un beso muy fuerte. Adiós. Lluvia.

P.D.: ¡¡¡Victoriano, menos Leticia que es cortita de mente, las tres estamos segurísima de que eres uno más de la ganadería de la niña rica!!!”

—¡Hija de puta! —Vito apretó los dientes.
—¿No te ha gustado? —Guillermo, inocentón perdido.
—Pero… tú, tú ¿dónde tienes los sentimientos? —reproche de Vito.
—Yo… —birlándole (birlar: quitar con malas arte) a Vito la nota. Volvió a leerla—. ¡Copón, Vito! —desparramado desconsuelo—. Me gustó tanto lo que me decía que no terminé de leerlo. ¡Serán hijas de puta! —patadas al vacío.
—Guillermo —Vito, hundido—, no te enfades pero desearía estar solo. Lo necesito.
—Cómo me voy a enfadar contigo. Cuando te levantes me llamas y en un minuto estoy aquí.
—No, por favor. No sé cuando te llamaré —sinceridad desesperada.
—De acuerdo, me iré, pero no te olvides de que el domingo es el Corpus. No puedes faltar.
—Iré —con convencimiento.
—¡Tu amistad es mi gasolina! ¡Dame un abrazo, copón!
Un sencillo abrazo lo corroboró.

A las seis de la tarde sonó la diana del subconsciente de Vito. Ni tenía hambre ni ganas de salir. La última astilla luminosa que le quedaba al día la terminó de pulir en la cama. No contó con que don Sueño se sintió explotado por las horas que le había utilizado ese día, y se había levantado en huelga. Lo único que estaba consiguiendo en la cama era pensar en Dolo. Cambiaba la almohada de un sitio a otro intentando coger una postura cómoda. Lo mejor que se le ocurrió fue observar el techo. Inmediatamente se distrajo; murmurando:
—Qué poco originales: Blanco. El pintor debía tener prisa, porque vaya palomo (fallo al pintar) que ha dejado junto a la lámpara. ¡Y la esquina!..., ¡vaya chapuza! ¿Quién habrá sido el responsable de dar la conformidad a este trabajo?...
Las negras islas gemelas, en mar de tiñe turquesa, no paraban de contraerse y dilatarse como consecuencia del esfuerzo por encontrar imperfecciones en el techo; a veces, se movían con la elegancia de bailarinas de ballet al son del mejor violín; en uno de esos pasos, saltaron del techo a las cortinas que, como dos centinelas, guardaban la puerta, de madera envejecida, en la frontera con un pequeño pero coqueto porche con vistas a la piscina y al mar.
—… Qué cortinas más morralla —continuando con su critiqueo—; en el mercadillo seguro que las hay más bonitas y baratas. ¡Que estupidez estoy haciendo! A mí qué más me da que sea de una forma o de otra esta habitación.
Dio por finalizada la revista. Movió la cabeza con brusquedad, de un lado para otro, luchando por quitarse del pensamiento a Dolo. Por mucho esfuerzo que hacía, para evitarlo, no lo consiguió. En la almohada quedaron marcados los dos moldes simétricos del perfil de su cara. El martilleo de las imágenes de Dolo consiguió, como el más poderoso ariete (antigua máquina para abrir murallas. En el fútbol, delantero centro) quebrar su voluntad. Enrabietado comenzó a hablar solo y a dar vueltas por la habitación:
—Necesito olvidarla. Dios, te lo suplico. Podría llegar a aceptar su sucio y desvergonzado vocabulario, pero es que esa niña no quiere a nadie… a nadie por amor, claro, porque para el sexo quiere a cualquiera. ¿Por qué martirizarte más, Vito? Seguro que con el lío del Diez Moniatos está disfrutando como una loca.
Se tiró de bruces en la cama. Dos vueltas sobre el colchón llevaron su mano derecha a caer sobre el móvil que estaba repostando en la mesilla de noche. Otro hecho más para continuar:
—Si me hubiera dado el número de teléfono la llamaría y le exigiría una explicación de esta putada. No seas capullo Vito, si hablas con ella te convencería de que es una santa. Sabes que te convencería ¡seguro que te convencería! ¿Serías capaz de vivir junto a ella teniendo que llenar las alforjas, durante toda la vida, con los cuchicheos maliciosos de la gente? Tu relación con ella sería un fracaso. Nunca olvidarías su vida anterior. Cada vez que te mirara alguien, pensarías que es por la ninfómana (furor uterino en la mujer. Vulgarmente: coño insaciable) de la Dolo. No te machaques más. Olvídala. ¿No te ha gustado Leticia?
Rabioso por la lucha interna, le ordenó a la mano derecha que se hiciera un puño, y comenzó a darse cosquis (golpes en la cabeza que no saca sangre y duelo). Flagelación incomprensible a su edad.
—¡Quiero olvidarla! —grito tarzankiano.
Picores urticantes en todo el cuerpo, provocados por el estrés nervioso, consiguieron que las uñas crearan arañazos, como fallas, en su piel. El fuerte escozor le hizo correr hacia la ducha. El agua, al volver a la libertad, puso todo su ímpetu en disfrutarla lanzándose hacia ella sin contemplaciones. El deseo de aliviar su piel se convirtió, al hermanarse la agüita, en propulsión a chorro, con los arañazos, en una ducha de ácido.
—¡Hostias, me cago en…! —juraba en hebreo (enfadarse mucho, maldecir)—. Con todos mis respetos, esto es más cruel que la tradición de los “Picaos” (los cofrades de la Santa Vera Cruz de San Vicente de la Sonsierra – Logroño -, en Semana Santa, desde la época medieval, anónimos penitentes con sus rostros y cuerpos cubiertos por una túnica blanca, dejando únicamente al descubierto su espalda para golpeárselas con disciplinas de algodón de tres a cinco kilogramos de peso. Esta penitencia flagelante les produce hematomas, que un cofrade, conocedor de la técnica, abre y sangra).
La epidermis de Vito no llegó a vomitar sangre, pero consiguió que se inflamara y sonrojara. El ardor que sentía, sobre todo en los hombros y en el pecho, consiguió que se le olvidase Dolo.
—¡Joder, casi me despellejo vivo! Como siga haciendo estas cosas me voy a tener que preocupar por mi salud mental. ¡Seré idiota!
Con la toalla de taparrabo (pedazo de tela u otra cosa estrecha con que se cubren en algunas tribus los genitales – También: taparrabos), salió a la terraza para refrescarse la irritada piel. Utilizó la voz de tono confesor al ver a dos chavalas volviendo de la piscina:
—Seguro que son guiris (extranjero, turista). La morena está que se parte, pero las rubias son mi debilidad. Si Dolo fuera normal… Los de El Corte Onubense se han portado maravillosamente. Cifuentes es un pedazo de profesional. ¡Hostia, la rubia me ha sonreído! La buscaré esta noche por todo Mazagón. Ahora que lo pienso, ¿no es muy raro que me den tantas facilidades si prácticamente no me conocen? ¡Ya me extrañaba a mí que estuviera sola! ¡Con ese ropero empotrao a su lado cualquierilla se le acerca. Recuerdo que Cifuentes me dijo algo sobre que su padre… Una lindeza así, era imposible que no tuviera pareja. Lo raro es que Leticia no la tenga. Casi me gusta tanto como Dolo. Te imaginas, Vito, que si en lugar de ser una niña rica, hubiera sido la camarera de la que te enamoraste, ¿eh? Si su padre no fuera el que es, me hubieran echado del trabajo sin explicaciones. Leticia…, otra que he respetado…, y seguro que me hubiera traicionado también. ¿No querría analizar mis huesos? Joder…, piensa Vito, piensa…, si hubiera querido hacerlo, antes, te tendría que haber envenenado ¡he dicho envenenado! ¿Qué bebí con ella, qué bebí con ella? Me estoy volviendo loco. ¡Necesito, cuanto antes, el mejor psiquiatra de España! ¡No puedo más, no puedo más! Lo que más me gustó de Leticia fueron sus nalgas respingonas. La armonía del vaivén de sus firmes pechos no lo olvidaré en mi vida. Los de Dolo…, sí, me gustan más. Tú eres tonto, chaval, porque a los cuatro has dejado escapar.
Había abandonado la terraza para deambular por la habitación y tener más intimidad en sus pensamientos en voz alta:
—¿Ves? Estos pensamientos son de… ¡Mañana mismo buscaré un psiquiatra! Cuando le cuente lo de Dolo, seguro que pide plaza interna para los dos en un manicomio (hospital para enfermos mentales) de máxima seguridad. La Dolo es capaz de convencer a Dios de que en el Infierno se está mejor que en el Cielo. ¡Que mala es! Qué textura la de sus carnes. La de Leticia es muy parecida. Y sus… —miró abajo, a la delantera del taparrabos—. ¡Je, quietooo, quietecito que te conozco! —orden tajante a su catador de Lamelibranquios (ostra, almeja, mejillón…) femeniles (femenil: perteneciente o relativo a la mujer)—. Ha que voy a pecar, esta noche, con el sexto mandamiento (no cometerás actos impuros). Vitooo, estás perdiendo la chaveta (la cabeza, el juicio). ¡Estoy pensando en mujeres! ¿No has tenido bastante? ¡Nunca entenderé cómo funcionan las bichas venenosas estas! ¡Si es que esta creación tiene un fallo! —miró hablándole al cielo—. No te cabrees conmigo, que un fallo lo tiene cualquiera. Me alegro de que únicamente le quitaras una costilla a Adán para fabricarla, porque si utilizas uno de nuestros órganos vitales, hubieran acabado hasta contigo. No sé si es que fuiste listo o tuviste suerte. ¡Perdona, joder, compréndeme!, ¿no ves cómo estoy? Para que veas la fe que tengo en ti, te voy a pedir un consejo… ¿estás preparado?... A ver qué me aconsejas. Si oigo mi nombre retumbar en la habitación, me quedaré aquí; y si no lo oigo me voy de juerga a ver si de una vez para siempre olvido a Dolo —decidido, a tan atrevida como ridícula proposición, se colocó, impertérrito (a quien nada intimida) cerca de la cama bajo la voluminosa lámpara que colgaba del techo; al darse cuenta, batió el récord olímpico de salto a pies juntillas (con los pies juntos)—. ¡Sí lo he mosqueado hará que la lámpara me aplaste! ¡Shúshúshú! —no daba crédito a su comportamiento—. Ahora mismo me largo de aquí.
Pulsó el interruptor de la televisión buscando compañía mientras se vestía.
—Está el telediario —continuaba con su soliloquio—. Veré el tiempo que hará mañana. Si da bueno me acerco a la playa de Rompeculos (playa casi virgen a pocos kilómetros de Mazagón. No urbanizada. Arena dorada fina. Se acepta el nudismo) y me desnudaré por primera vez en mi vida en una playa pública; preferiría que fuera sólo de públicas ¡jejejeje! Se diría que estás calentorro ¿no, Vito? Lo que estoy es como una cabra. ¡Ahí está! ¡Bien! —la previsión fue: Día soleado con calor asfixiante.

Con prisa dormida iba camino de la soledad deseada. Al llegar al pueblo aparcó justo frente al restaurante Terranova. Sentado bajo una sombrilla de juncos, pensaba qué hacía allí. Ni hambre ni sed para poder justificar la legal invasión del peculiar velador playero. Paseo a la máquina de tabaco. Regreso que le dio vida. El corazón se le aceleró y su mente habló:
—<"Son las de la piscina, con sus respectivos gorilas. ¡Que se siente frente a mí, que se siente frente a mí! ¡Así me gusta!>>
Torpemente abrió la cajetilla de tabaco. Al humedecer la boquilla de un Marlboro, recordó que no había cogido el mechero; motivo para pensar:
—<"Si fumara le pediría fuego. Está más bonita que con el bikini. ¡Déjate de pensar chorradas y pídele fuego al camarero, y de camino una cerveza.>>
Declarando su nerviosismo caminó hacia el interior. Regreso cojo: Incomprensiblemente había pedido la cerveza, pero se le había olvidado la lumbre. Decidido, con voluntariedad impropia porque ni él comprendía tal decisión, fue directo hacia la recién ocupada mesa paritaria (mismo número de varones que de hembras). Antes de que pidiera lumbre, su nuevo icono platónico ya había sacado de un bolsito veraniego el incinerador que necesitaba él. Digirió ácido. ¿Por un tan simple como natural gesto de educación? Pues sí y no; el no: por el detalle de ofrecerle lumbre antes de que se lo pidiera; y el sí: por la desarmadora mirada risueña rebosante de dulzura que le regaló. Los nervios le obstruyeron las vías respiratorias en la primera calada para encenderlo. Los cuatro rieron. Le molestó mucho esa risa. El agradecimiento lo tuvo que dar gesticulando con la mano. Descubrió que eran guiris españoles. Le alegró que así fuera.
La sentada la hizo ladeada, para evitar mirarla y que lo descubriera el acompañante. Bebió de la cerveza, dejada mientras encendía el cigarro. Los diez minutos desde su llegada, debieron ser siglos, porque de llegar sin hambre y sed, ahora deseaba comer y beber como si no lo hubiera hecho en días. Cuanto más hacía por no mirarla, más veces descubría que lo miraba ella. Se apuntó al juego. Entre miradas, en algunos momentos esquivadas y en otros momentos acariciadas y en otros momentos sostenidas y cargadas de una complicidad en cueros (desnuda), sació, más que el hambre y la sed, el estado de diarrea mental que sufría por el desamor. Decidió que, mientras la tuviera enfrente, él seguiría allí. Pidió su bebida favorita. En la espera, aprovechó para coger del coche un cuaderno y un bolígrafo. La guiri le estaba revolviendo toda su mente. Así lo plasmó en una hoja del cuaderno:
“Las miradas son los gritos mudos de los sentimientos.”
“No me importa que tu boca no hable,
porque tus ojos me dicen lo que sientes.”
Se sentía sembrao (inspirado al máximo). Se alimentaba de su particular cóctel: Miradita, cubatita, cigarrito y trabajo a su imaginación, conseguía que, al majarse todo en su almirez mental, sembraba el papel de letras preñadas de romanticismo. Continuó en otra hoja:

“Terraza de verano.
Mobiliario de mimbre.
Sombrillas de juncos,
y un bonito ambiente.
Mesas llenas de gente.
Miradas que se cruzan,
y voces entremezcladas sin entenderse.
Una mirada se detiene, y la veo de frente.
Sus ojos son perlas de oriente.
Inclino la cabeza porque se ruboriza mi mente.
Quiero levantarla y no puedo, por si sigue presente.
La mujer de mis sueños me ha mirado fijamente.
Levanto la mirada y ya no está,
pero su aura sigue latente.
Vuelvo al día siguiente porque quiero verla, pero no está.
Será mejor pensar que fue sólo un sueño, y no realidad.
Pensando estoy en ella, cuando, a lo lejos, la veo pasar.
¡Quién fuera ese suelo que pisa al caminar!
Su piel morena y pelo claro hacen a todos mirar.
Es nueva en este barrio de gamba y calamar.
Pero yo quiero tenerla, y sin dar un paso atrás.
Ahora, que está sola, la diré, si la puedo acompañar.
Y si me dice que no, no pierdo ná.
Continuaré viniendo, cada día, hasta que la pueda enamorar.”

El desparramo literario le privó de la inesperada fuga de su musa. Al descubrirla, continuó escribiendo pero con su inagotable tinta voladora e invisible:
—<"¡Se ha marchado! ¡Seré imbécil! —mosqueado—. ¡Todo por escribir chorradas! –hizo amago de tirar el cuaderno—. Habrá pensado que la he querido ignorar. Por lo menos debí decirle adiós. ¡Joder, estas butaquitas de mimbre son bonitas pero más incómodas que su puta madre! Tengo la cintura engarrotada. Como siempre, Vito, vete a freír espárragos.>>
Saldó la deuda del restaurante. Seleccionó en su navegador cefálico (cabeza) el trayecto más idóneo para llegar al Paraíso, pasándoselo, en cuanto metió la primera marcha, al R-18. Saludó al recepcionista con un ¡hola!, porque el de “¡Buenas noches!” no le pareció acorde con su estado anímico. Depresivo, cabizbajo, herido consigo mismo, lentamente abrió la puerta de la habitación. Al cruzar la vertical del dintel pisó, con el pie derecho, algo blando que lo paralizó, quedándose con el pié en el aire y empujando la mirada muy lentamente hacia el desconocido cuerpo del delito:
—¡Mío no es! —exclamación autoconvencedora de que no se había asustado al pisarlo. En la inspección superó al mejor análisis forense que se hubiera podido realizar. No entendía por qué tenía que tener reparos a desdoblarlo—. Estoy en mi habitación, ¿no? —se justificaba—. ¡Entonces! —se metía la bulla—. O ¿no? —la duda lo llevó a visualizar la habitación detenidamente—. ¡Estoy hecho una mierda! ¿Qué estoy haciendo? —sin más pensamientos anormales, lo desdobló; leyendo, en voz alta, el contenido:

“¡Hola! Me llamo Paloma. Sé que te llamas Victoriano porque he investigado en recepción. Te vi en la terraza de tu habitación. Lo que quiero decirte es que me encantaría leer y tener lo que has estado escribiendo en el restaurante. Te lo pido con todo el deseo de mi corazón. Sé que me lo has escrito a mí. A continuación te pongo mi dirección. Espero que no me defraudes. Yo nunca te defraudaría a ti. Estoy segura de que me encantará. Si no lo haces, me partirás el corazón. Un besazo con todo mi cariño. Estuve a punto de regalarte el mechero. Nunca olvidaré tu mirada.”

Tres veces tuvo que leer la carta para estar seguro de que la había interpretado correctamente. Con ella sujetada delicadamente, se sentó en la butaca, poniéndole voz al pensar:
—No me lo puedo creer. Tres mujeres, con la lindeza que a mí me gusta, me han tirado los tejos descaradamente desde el viajecito a Madrid. Vito ¿no te parece extraño? —volvió a mirar la carta—. La Dolo, de Madrid; la Leticia, de Cáceres; y la Paloma, de León. Si me hubiera metido a espía, como quería Dolo, hubiera podido investigar sus vida ¡estás tonto, Vito, si lo hubieras hecho no las hubieras conocido! Será verdad que El Corte Onubense no me echará. ¿Tendrá el padre de Dolo algún cargo? No sé, no sé. Tres bellezas y un cateto ¡buen título para una novela! ¿Estarán grabando algún programa de esos de “Inocente, inocente”, conmigo? Cifuentes me negó la cuenta cuando se la pedí. ¿Habrá alguien detrás de todo esto que se está cachondeando de mí poniéndome cebos de esa calidad? —desvistiéndose para acostarse—. ¡Hostia, espero que Cifuentes no se entere de que voy al Corpus! ¿Quién y por qué iba a hacerme algo así? Por la forma en la que me lo ha pedido, le enviaré lo que ella me inspiró. Donde me veo por tu culpa, Dolo. No sé si mandársela; seguramente se burlará y servirá de distracción cómica entre sus amistades. Mejor no lo hago. Bueno, ya veré. ¡Me tenía que haber follado a las tres! Pufff, que mal me ha sonao. Vito, ése no es tu estilo —se recriminó dándose una guantada (golpe que se da con la mano abierta) en la mejilla.
Vito necesitaba aire puro. Abrió de par en par la puerta de la terraza. Puso la televisión. Se iba a preparar un cubata pero cayó en la cuenta de que le apetecía dormirse pronto y la Coca-Cola lo desvelaría. Se preparó un güisqui solo. Desinflado sobre la butaca, con un cigarro en la mano izquierda y el tanque de güisqui en la derecha, enmudeció la televisión creando la atmósfera idónea para desconectar su mente, ayudado por un ejercicio de zapping.
—Me dijo el recepcionista —se decía— que dispongo de todos los canales de pago. Vivir de balde y como un marqués es… ¡Me cago en la leche! —entre dientes—. No echo la Primitiva y la Bonoloto desde que fui a Madrid. Por qué me la sabré de memoria. No veré los sorteos pasados. Sería una cabronada que después de años repitiéndola, ahora que no la he echado, hubieran salido mis números. ¡Cómo ha cambiado mi vida!
Acabó con el brebaje pajizo-somnífero, dejó la televisión encendida, apagó la luz y se acostó. El tiempo de un anuncio televisivo tardó en roncar.
—¡Cabronazo! —retumbó en la habitación, que sólo estaba iluminada por la televisión—. ¿Dónde estás mamón? —encendió la luz. Cogió un cojín, saliendo de cacería insectívora—. ¿Dónde estás, mosquito de mierda! —sin descanso, batía el aire con el cojín—. Tienes que estar bajito, porque con la sangre que me has robao no podrás levantar la panza del suelo ¡cabronazo! —lo descubrió a un palmo del nacimiento del cordón umbilical de la lámpara—. Te voy a cortar la digestión ¡cacho cabrón! —pisando huevos, cerró la puerta de la terraza y estudió la línea de tiro—. ¡Que ronchón me ha hecho, cómo pica! Cinco, cuatro, tres, dos, uno ¡disparo! —un sonido inesperado le heló la sangre—. ¡Tengo la negra! —grito angustiado.
No sabía si lo había matado, pero sí sabía que el mullido proyectil, al rebotar en el techo, había hecho añicos a la lámpara. Abatido en la penumbra relampagueante cogió el cojín.
—¡Te dije que te iba a cortar la digestión! —al ver un manchón de sangre en el cojín y en el techo—. A esta hora no le comunico el incidente al recepcionista. Mañana será otro día. ¡Coño, qué es eso? —desconcertante visión televisiva—. ¡Que pedazo de..., y que...! Lo que me faltaba esta noche, una película porno ¡no cabíamos en casa y parió la abuela! —buscó el mando a distancia—. No quiero ver a una mujer ni en pintura —desconectó la televisión. Con la oscuridad se quedó frito.
Próximo miércoles 2 de mayo: Capítulos 48 y 49

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