05 enero 2007

 

CAPÍTULO XXVI (La pérdida de la templanza regala espectáculos gratuitos - jibr).

A las siete y media de la mañana, ya estaba Dolo trabajando en la cafetería.
Mientras atendía a los clientes, pensaba:
—<"Todavía me quedan muchos días para terminar el contrato aquí. Si pudiera me marcharía ahora mismo, pero después del favor que me hicieron no tengo más remedio que quedar bien. Aguantaré como sea>>.
—Señorita, ¿no ha dormido esta noche? —le preguntó un cliente que estaba en la barra.
Dolo lo miró sorprendida.
—¡Me ha puesto un chocolate y le pedí un cortado!
—Perdone —le respondía mientras se dirigía a la máquina del café—, ahora mismo se lo cambio.
—Dolo, anoche el sarao (reunión nocturna para divertirse con baile y música) te robó el reloj, ¿no? —le preguntó otro cliente, éste habitual, por eso la llamó por su nombre.
Dolo lo fusiló con la mirada.
—¡No me mires así!, te he pedido un zumo de naranja natural, como todas las mañanas, y me has puesto una tostada acompañada por esta minucia (pequeñez) —levantó la mano mostrándosela— de mermelada de naranja.
—Perdona, Hilario —con voz resignada, que sobre la marcha agrió—: Que haya tenido dos errores no te da derecho a opinar gratuitamente sobre mi vida privada.
La abeja Maya de luto, que no perdió comba (detalle), se le acercó. Cuando estuvo a un palmo de ella, y con las cuerdas vocales con el amplificador conectado para asegurarse de que todos le oyeran, no tuvo ningún reparo en decirle:
—Lo que le pasa es que anoche se encamó con uno de esos catetos salidos que vienen a Madrid a comer, porque sus mujeres los tienen en ayunas.
Todos los clientes liberaron a su percutor cerebral para que golpeara la espoleta visual, lanzando los respectivos proyectiles inteligentes (miradas) hacia el blanco charlatán.
Dolo, con mucho temple (fortaleza enérgica y valentía serena para afrontar las dificultades y los riesgos), salió con elegante parsimonia (lentitud) de detrás de la barra. Para que todos pudieran verla, eligió, como púlpito (plataforma pequeña elevada para predicar), la mesa mejor situada.
Los componentes de la vajilla que esa mañana fueron colocados en las mesas para que cumplieran con su deber, se encontraron con un descanso inesperado, gracias a la huelga de brazos caídos en la que entraron sus explotadores al concentrar toda su atención sobre Dolo.
Ella, gritando más fuerte que Tarzán cuando en un vuelo lianero (liana: planta trepadora de tallos largos y delgados) se espachurró los cataplines (testículos) contra el tronco de un árbol, señaló con descarada firmeza al jefe, sin ninguna intención de imitar a Virgilio (poeta romano y el mejor orador de la historia). Y oró. ¡Ay, si oró!:
—¡No le doy una patada en los huevos a ese cornudo consentido porque, por mucho que le duela, no sería suficiente para saldar la injuria (ofensa a la persona y al honor con palabras) que ha escupido por esa boca de sapo! —respiró—. ¡Pero sí quiero que sepan que, a este aborto de escoria (cosa desechada) maloliente, anteanoche lo retuvieron en comisaría doce horas! ¿Saben, ustedes, por qué? —desgañitada (esforzarse violentamente, gritando o voceando)—. ¡Por exhibicionista! —la cara del jefe se tiñó de muerte—, ¿y sabéis por qué hace eso?...
Hizo una pausa echando un vistazo a su alrededor. Todos los oyentes le miraban más atentos que en misa, deseando que lo contara.
—… ¡Pues porque la piltrafa esta sabe que su mujer se lo hace con otro! ¿Y sabéis por qué lo viste de toro?...
Volvió a hacer una pausa para crear más interés, aunque era imposible poner más atención.
—¡Porque es impotente! —tosió por el esfuerzo al que estaba sometiendo a su garganta—. ¡Sí, im_ po_ ten_ te!
Ahora todos los cañones visuales acribillaron al jefe.
—¡Qué todos sepan como eres, babosa, que eres una babosa! —tomó aire—. ¡Donde lo ven, aquí en el trabajo es el mismísimo Tomás de Torquemada (el más cruel inquisidor)
(La Santa Inquisición: Tribunal establecido por la Iglesia para indagar, examinar y castigar, hasta con la muerte en la hoguera, los delitos contra la fe).
—…, pero en su casa es DON Calzonazos, porque mientras su mujer se acuesta con el querido, él le hace las tareas de la casa, además de cornudo, aporreado! —un desconocido le ofreció un vaso de agua. Aceptándolo con gratitud muda—. El primer día que entré aquí a trabajar, mientras me cambiaba en el vestuario, vi cómo la luz que entraba por debajo de la puerta se fracturó en dos partes, rápidamente y sin hacer ruido abrí la puerta, allí estaba él, agachado y con el dedo pulgar metido en la boca, mirando por un agujerito en donde había estado la antigua cerradura ¡seguro que lo había hecho él! Así es el psicópata (enfermo mental) éste —saltó de la mesa.
Todos la aplaudieron como si fuera el final del último acto de la mejor obra de teatro.
La abeja Maya de luto, o sea, el jefe, se dejó caer, sentándose en el suelo lloriqueando.
—¡Camaleón! -gritó Dolo al pasar junto a él—. ¡Y me marcho ahora mismo! —repentinamente se detuvo para decirle—: ¡Mi liquidación te la quedas y te compras una polla (mocita) hinchable!
El jefe se reincorporó, saliendo del local como una liebre después de escapar de un tiro errado.
—¡Perdonen! —exclamó, Dolo, mirando a las baldosas.
El público continuaba de pie.
—Siento —prosiguió con tono avergonzado— haber dado este espectáculo. Este local no se merece que lo ensucien personajes que no tenemos la fortaleza suficiente para callar lo callable —se marchó cabizbaja a cambiarse.
El propietario de la cafetería, que, en su llegada, pasó desapercibido para los dos actores, persiguió a Dolo.
Ésta, contrariada más que cabreada por no haber sido lo suficientemente fría para aguantar el tipo y, sobre todo, cumplir el tiempo que le quedaba de contrato, con adolescente pataleo castigaba la pared del inocente vestuario.
—¿Dolores?
Ella reconoció la voz.
—Pase.
—He presenciado el bochornoso espectáculo, y quisiera…
Dolo lo interrumpió:
—Por favor, le ruego no enmarque la imagen que ha visto de mí. Precisamente hoy que vine a trabajar sacando fuerzas de flaqueza. Le estoy muy agradecida por la confianza que puso en mí desde el primer momento, pero… Bueno, no voy ahora a justificar lo injustificable. Le doy…
El propietario la cortó:
—Yo soy el que le pido, por favor, que no se marche. Desde hace algún tiempo me están llegando, más regularmente que irregularmente, comentarios sobre el trato despótico (déspota: persona que abusa de su poder o autoridad) con los clientes de…; prefiero no nombrarlo. Todo lo contrario de los que recibo sobre usted.
—Gracias, muchas gracias, se lo agradezco de todo corazón, pero, como ya le he dicho, esta mañana tuve que hacer de tripas corazón (disimular el miedo, sobreponerse a las adversidades) para venir a trabajar. No, no, no porque estuviera a disgusto, sino que, si Dios quiere, pronto le llamaré para darle la explicación que se merece, ya que ahora me es imposible. Es cruel tener que negarle su petición. Le ruego, con la misma sinceridad que usted me ha alabado, que respete mi decisión, y créame, de verdad, que siento con toda mi alma haberla tomado.
—Como desee. Espere un momento que le preparo la liquidación.
—Pensándolo bien, tampoco es para salir corriendo. ¡Ni para usted ni para mí! Le daré tiempo para que haga la liquidación, no vaya a ser que con las prisas se equivoque a su favor —sonrió cariñosamente—. Me marcharé cuando finalice mi turno.
—No es que sea mucho, pero prefiero una despedida sosegada a una alterada. ¡Hasta luego!

En sus adentros, Dolo se sentía orgullosa de sus dos magistrales actuaciones. Con vitalidad de triunfador, trabajó durante toda la mañana como si le hubieran puesto pilas enriquecidas con plutonio (combustible nuclear).
Cuando los brazos desparejados del cuenta tiempo ocultaron los signos que guardaban la libertad laboral de Dolo, ella picó billete (hora de marcharse) no sin antes despedirse de los compañeros. Estuvo en un tris de marcharse con el uniforme. Al entrar al vestuario para cambiarse, se encontró en la puerta de su taquilla, pegado con papel celofán, un sobre dirigido a ella. Con un fuerte tirón lo despegó. Dudó si abrirlo o no. Sabía que era la liquidación. Hasta después de cambiarse no lo abrió, confirmando que era lo que pensó. Sin contar el dinero, lo metió en su bolso, recorrió con su mirada el habitáculo y se marchó, utilizando como despedida general una mirada agradecida y un leve movimiento de la mano al viento. Ya en la acera, frente por frente a la entrada de la cafetería, con bajini frenesí (violenta exaltación del ánimo) exclamó:
—¡A terminar la faena!
Próximo miércoles 31 de enero: Capítulo XXVII

 

CAPÍTULO XXV (Si la tristeza nubla la razón, el majestuoso palacio de la voluntad quedará a oscuras - jibr).

Después de zafarse (escaparse) de la clase de su tata sobre los sentimientos y llenarse la taza de café, Dolo salió a la terraza. Comprobando in situ que, efectivamente, estaba lloviendo como le había dicho el administrador de su padre, diciéndose:
—Me encanta pasear sin paraguas bajo la lluvia los días calurosos.
El paseo de ese día consistió en caminar dando vueltas alrededor de la piscina. La lluvia, tres gotas más intensa que un chirimiri (llovizna), caía sobre ella manchándole el picardía que, después de varias vueltas, llegó a mutar parte de su piel, del blanco al verde limón, pariendo una desnudez bicolor. El calado (mojado, empapado) paseo consiguió, después de mucho tiempo, que sólo pensara en la nada. Daba un sorbo de café e inmediatamente, después de tragarlo, miraba a las nubes. El llanto que siempre hace el cielo cuando la repugnante costra gris marengo (casi negro) lo oculta, en su caída libre golpeaba su cara, a la vez que la refrescaba al resbalar por ella. La sesión continua de acupuntura líquida le proporcionaba una mística levitación (espiritual y sensación de mantenerse en el aire sin apoyo alguno). Hizo parada y fonda, mirando fijamente a una nube que, a sus ojos, se distinguía del resto, para decir:
—¡Qué curioso!... Esa nube tiene la forma de unos novios abrazados.
(Cuando observamos algo sin conseguir identificarlo, nuestra imaginación suplica al cerebro que nos dé el retrato de lo que más añoremos en ese momento).
—¡Dolores! ¡Dolores! —llamaba su tata—. Pero… ¡niña, vas a coger una pulmonía!
Dolo continuó observando la anatomía (análisis metódico) doblemente nebulosa (por las nubes y por su difícil comprensión).
—¿Qué miras embodada en las alturas?, o es que el suelo te ha contratado como esponja —con voz azarada (perder la serenidad).
—Acércate, mamá —la llamó sin quitar la mirada de las nubes.
Su tata se dirigió hacia ella moviendo insistentemente la cabeza de arriba abajo, murmurando:
—A este bicho, como se le meta una cosa en la cabeza, ni María Santísima consigue sacársela. Estás empapada ¡bueno, para lo que llevas puesto, da igual! ¿O es que te estás ahorrando una ducha? Anda —con ruego—, vamos para adentro.
—Espera —sin dejar de mirar hacia arriba—. Mira a esa nube y dime qué te recuerda la forma que tiene —señaló con el índice.
—No se si te has percatado de que me estoy mojando —un poco irónica.
—Esta lluvia no moja —volvió a señalar—. Dime.
—¿Esa nube? Pues —con resignación— me recuerda... a la mancha de leche que tiene el vestido azul que me regalaste. Que, por cierto, a ver si deja de llover y lo lavo.
—¡Mamá, por favor! —zapateó enrabietada—. No me digas que no ves a una pareja abrazada!
—Dolores —a regañadientes (de mala gana, refunfuñando)—, te pareces a mi tenorio. El día que paseábamos y le daba por mirar a las nubes, me ignoraba. A todas les sacaba algún parecido.
—¿Por qué no me lo has contado? —sin bajar la mirada.
—No te lo he contado porque esa costumbre es una chorrada como un castillo, con perdón. Una vez me entregó, con mucho misterio, ¡vamos como si fuera un tesoro!, un sobre. ¡Qué desilusión al abrirlo y leer el manuscrito.
—¿Por qué? —clavándole la mirada.
—¡Que por qué! Porque era un escrito sobre las nubes, y yo, como es natural, pensé que me habría escrito algo a mí.
—¿Te acuerdas de lo que decía?
—Parece increíble que todavía me acuerde de esa chorrada. Antes de que me lo pidas, porque sé que me lo pedirás, te la voy a recitar. Que sepas que voy a hacer un grandísimo esfuerzo para superar el ridículo… —pensó durante unos segundos antes de continuar—: La llamó “La magia de las nubes”. Ahí va:

“Día soleado con cielo salpicado de nubes negras y grises
que acompañan al viento que hoy parece triste.
Unas se separan, otras se unen
formando figuras que la imaginación produce.
¡Mira! Ésa se parece a una tarta, la otra a una catarata.
¡Mira esa otra! Se parece a la carroza de Cenicienta
tirada por yeguas blancas.
Hay un paréntesis y el Sol los ojos ciega.
Es un encandilamiento de un instante, porque de nuevo lo tapan ellas.
¡Oye, mira ésa! Se parece a la Magdalena que está en la iglesia.
¡Tú estás loco! Es clavadita a una barca cualquiera.
No, no, es la Magdalena llorando su pena.
¡Sí, es ella! Me ha dejado caer una lágrima en mi ceja.
¡Que no, idiota! Ha sido una gota de agua fresca.
Y corre, que comienza a llover, y no olvides que las nubes sólo son
vapor de agua que sube de la tierra."

—¡Qué potito! —guaseo sano—. Estoy segura de que le dijiste alguna burrada.
—Sólo le devolví el escritito y le dije que tenía cara de nublao. Pero luego se lo pedí.
—¿Cómo reaccionó?
—La verdad que, ahora que lo pienso, no le noté que se molestara. Aunque, la verdad, sentí lástima. Tiempo después lo releí varias veces, por eso me acuerdo.
—Si os hubierais dado un tiempo, a lo mejor, hubiera cambiado de forma de pensar, ¿no crees?
—No te olvides nunca de lo que te voy a decir…
Dolo puso toda su atención.
—… El pensar de las personas no cambia nunca; como mucho, por los intereses, se lo moldean ellas mismas. ¡Anda, vamos!, que tu parejita nublosa nos está poniendo perdida con sus orines.
Dolo rió a carcajadas. Agarró el brazo de su tata, y corrieron hacia dentro.
—Sobre lo que me has dicho antes, yo… ¡Dios, me he olvidado de mis primos! Les llamaré ahora mismo.
—Primero —con retintín—, quítate esa ropita mojada.
—¡A tus órdenes mi sargento! —exclamó cuadrándose (erguida y con los pies en escuadra).
En su dormitorio, se despojó del sensual conjunto, se secó con una toalla de baño; y se colocó un quimono (túnica de origen japonés que se caracteriza por sus mangas anchas y largas. Es abierta por delante y se cruza ciñéndose mediante un cinturón). Antes de cerrarse la bata, se miró en el espejo observando su desnudez e hizo poses al más puro estilo del Calendario Pirelli, mientras se decía:
—¿Me vería Vito aquella noche desnuda? Dolo olvida a Vito por ahora y haz primero tus deberes. Ya tendrás tiempo de pensar, no en él, sino en cómo llegar hasta él.
Se dirigía a la cocina a por el móvil, pero al pasar por el salón lo vio encima de la mesa. Se tumbó en el sofá, descalzó sus pies tirando las zapatillas por el aire y marcó un número:
—…
—Primo, ¿qué querías?
—…
—¡Qué se ha tomado tres güisquis mientras esperabais! ¿A estas horas?
—…
—¡Se ha pedido el cuarto! Lo que me faltaba, además de obsceno (falto de vergüenza), borracho. ¡Vaya personaje! Dime.
—…
—Yo no vuelvo a hablar con esa basura. Cuéntame tú lo que haya averiguado.
—…
—¡Qué el fotógrafo se va a casar con la matusalén (muy longevo [anciano]) esa! —extremadamente extrañada—. Ya caigo, lo hace por su dinero. Qué listillo. Se me acaba de ocurrir una idea. Dile al ca… Nabucod…, al Nabu ¡me cago en la leche con el nombrecito!, que se ponga —ordenó.
Una larga espera le irritó los nervios.
—…
—¡Cállese! —le gritó antes de que terminara de decir “Dígame”—. Como me suelte alguna grosería, le diré a mis primos que lo hagan resbalar por el tobogán de cuchilla, que es más fina que las de las Tres Letras —cuchilla, marca MSA, para maquinilla de afeitar antigua—, y le obliguen a frenar con su... ¡ya me entiende!
—…
—¡Qué se ha meado en los pantalones de sólo imaginarlo, jajajajaja! Al grano. Escúcheme con toda atención y tome nota de lo que tienen que hacer. ¡Ojo! Que sepa que, si no consigue el objetivo, no habrá pasta.
—…
—De acuerdo, utilice la grabadora. ¿Sabe cómo funciona? —recochineo.
—…
—¿Seguro que sabe cómo funciona?
—…
—¡Ya quisiera que se los tocara! Estas son las instrucciones: Irán a “Cadeci”…
—… —la interrumpió Nabu.
—¿No me diga que no sabe qué es?
—…
—¡Malo! Usted no tiene mundo. No sé si es buena idea que continúe con la misión.
—… —sólo silencio. Pero uno de los primos se lo chivó por lo bajini: “Cadeci” quiere decir Casa de Citas, y es donde están las más hermosas, expertas y caras putas del mundo—. Así se lo dijo Nabu a Dolo.
—¿No se acordaba? Si tiene Alzheimer, es que ya está chocheando. ¡Poca vitalidad, para tan importante misión!
—…
—¡Siete, qué me puede echar siete…, dígale a uno de esos dos que se ponga!
Dolo oía un murmullo.
—…
—¡Págale los güisquis y que se olvide de nosotros! —irritadísima.
—…
—Si es como me dices, vale, dile que se ponga —se torturaba el cuello con los restregones que se estaba dando con la mano.
—…
—¡De acuerdo, eres un chaval! ¿Estás grabando?
—…
—Allí contrataréis a la señorita más guapa y natural que veáis... —él la interrumpió.
—…
—¡Para usted no, imbécil! No vuelva a interrumpirme.
—…
—Así mejor. En cuanto lleguen a Nueva York, os dirigís de inmediato a “Cadeci”. Cuando la hayáis elegido, a toda leche, la lleváis a Christian Dior para que la acicalen como si fuera millonaria, y dé el pego de que tiene mucho dinero. Al volver a Madrid, os hospedáis en cualquier hotel, ¡eh! pero que sea de cinco estrellas. Los tres tenéis que dar la impresión de que sois sus guardaespaldas. Sólo saldréis del hotel para ir por la noche a la discoteca, dónde usted dice que va el fotógrafo después de dejar a la vieja rica esa. Todo esto para que la señorita consiga ligarse al fotógrafo y terminen los dos en la habitación del hotel. Y lo más importante… Antes de salir del hotel para la discoteca, mis primos que son unos expertos en espionaje, tienen que sembrar de cámaras y de micrófonos toda la habitación, con la intención de que no se escape el más mínimo detalle de la orgía (festín, banquete) sexual, que por supuesto tiene que conseguir esa señorita con el fotógrafo. ¡Sólo con el fotógrafo! ¿Me habéis oído bien?
Nabucodonosor, extrañado por hablarle en plural, miró a ambos lados.
—Insístanle a la señorita —continuó Dolo— en que tiene que conseguir lo máximo en cuanto a sexo. Si no, se vuelve nadando a Nueva York.
—…
—Ni putada ni polla en vinagre. ¡Cállese!, que cada vez que abre la boca es para lo mismo. Quiero el resultado dentro de una semana como máximo.
Su tata salió de la cocina como un cohete, recriminándole, con aspavientos, el vocabulario y el tono de voz que estaba utilizando.
—…
—No le tiene que explicar nada a mis primos porque, si se fija bien, verá que cada uno tiene un pinganillo en una de sus orejas y han oído toda la conversación. Ya le dije que son los mejores en espionaje. ¡Vaya detective!
—…
—¡A que sí! Pues no quiero ningún fallo en la misión, o...
—… —la interrumpió.
—No se le ha olvidado el tobogán, ¿eh? Pues adelante que tienen poco tiempo. Y no se olviden de llamarme en cuanto terminéis con la misión. Adiós —no esperó respuesta.

Dolo arrancó el ordenador. Abrió un archivo, yéndose a la última página escrita —justo donde comenzó Vito a leer—. Buceó, un instante, por sus recuerdos, siendo engullida por el monstruo de la tristeza. No conseguía concentrarse. Marchó a por un café. Su tata, en cuanto la vio aparecer, supo qué le ocurría.
—Por favor, mi niña, no te atormentes porque te impedirá conseguir lo que has decidido.
—Sí, madre —su voz chivó que el majestuoso velero de su voluntad estaba haciendo aguas.
Su tata no se hacía a que la llamara así. Dolo pronunció la palabra madre, como si la hubiera dicho toda la vida. Quizás, porque deseaba decirlo desde que nació y no pudo.
—Tu tristeza te nublará la razón, me parece que… —se calló, negando con la cabeza.
—No te preocupes. Cuando me tome el café me sentiré mejor.
—No te hundas ahora. Ve a hacer lo tuyo que yo te llevaré el café cuando esté.
—Gracias, mamá.
De camino a la habitación de trabajo, aprovechó para coger el paquete de Marlboro. Encendió un cigarro. La calada fue tan bestial que comenzó a soplar humo en el salón y terminó de humear al sentarse delante del ordenador. Cuando su tata llegó con el café se había fumado tres cigarros.
—Qué, quieres poner a tus pulmones al día en alquitrán, ¿no? —le dijo al ver el cenicero.
Dolo sonrió. Le regaló un beso al inclinarse para dejar la taza de café sobre la mesa.
Su tata se marchó sin pronunciar palabra. Pensó que mejor así, para no distraerla.
Dolo dio un sorbo de café. Encendió otro cigarro. En el tercer chupetón, se dijo:
—Adelante que tienes que terminar esto ya, pero ya.
Estuvo escribiendo hasta la hora de almorzar. Cansada, por no haber parado ni un segundo, se desperezó tal como estaba sentada. Con todos los músculos distendidos (relajados) le gritó a su tata:
—¡Ya sólo me falta el gañotero (que bebe y come a costa de los demás) del portero!

Entre manojo y manojo de espaguetis, hechos con el tenedor sobre la cuchara, Dolo convenció a su tata para que se comprara ropa, aunque en el fondo lo que quería era salir para distraerse y no agobiarse pensando en Vito. Toda la tarde la dedicaron a ello. Reventadas de ver escaparates y probarse ropa, aprovecharon para descansar cenando en una pizzería
—Voy a pedir un taxi —dijo Dolo, al salir de la pizzería, mientras buscaba el móvil en su bolso.
—No, mi niña. La noche se ha puesto agradable y prefiero volver en el coche de San Fernando —lo dijo con tal naturalidad que Dolo, con simpática exclamación, preguntó:
—¿Qué coche es ese?
—El de San Fernando —le decía risueña (mostrar risa en el semblante) y descolgando el tono de voz—: “Un ratito a pie y otro andando”.
—¡Mira que simpática la vieji! Es curioso, ¡quién lo diría!, que cuanto más tiempo paso contigo, menos te conozco. Voy a pensar que me has estado engañando todos estos años y que tú eres también un camaleón, ¡con lo que tú odias a los que son…!
—¡Por favor! —la interrumpió tajante—. Sólo me conoces del trato en tu niñez, pero ahora, que según tú vamos a convivir más a menudo, me podrás conocer de verdad y te convencerás, por ti misma, de que lo de vieji es una… —enmudeció.
—Sí, dilo sin miedo —se colocó frente a ella mirándole a los ojos.
—Hasta ayer pensaba que, con la edad que tengo, todavía me quedaba suficiente fuerza para robarle a la vida mucho tiempo, pero tú acabarás conmigo mucho antes de lo que yo pensaba.
—Ésa cabrona, como tú la llamas, no podrá contigo; yo te ayudaré a que lo consigas.
—No digas eso —con arrepentimiento—. Te hablé así de la vida porque quería que comprendieras que no debías martirizarte por el rechazo de él, antes de que ocurriera. La vida, mi niña, es un regalo de Dios y, como tal, es maravillosa. ¿Has pensado que gracias a ella estamos más unidas que nunca? Pero tampoco debes olvidar que la vida es una caja llena de sorpresas buenas y malas, y si tú ríes o lloras con las que les toque a los demás, cuando te toque a ti, que te tocará ¡y no sólo una vez! no tendrás fuerzas ni para reír en las buenas ni lágrimas para ahogar las malas.
Dolo la besó; se pasó todas las bolsas de las compras a la mano izquierda para abrazarle la cintura con el brazo derecho.
Dos caras felices caminaban, por la acera, derechitas a su casa.
Esa noche, el coche de San Fernando fue el mejor somnífero que pudo tomar su tata. Increíblemente no surtió efecto en Dolo.

04 enero 2007

 

CAPÍTULO XXIV (A todas las madres).

Mientras Dolo se duchaba y se acicalaba (vestía) con tranquilidad esquizofrénica, su tata siguió en la cocina, más ancha que pancha por cómo la había bautizado la que, en el fondo de su alma, consideraba su hija natural. Cocinaba, para almorzar, espaguetis a la boloñesa. Diciéndose:
—Esta hija mía, ¡qué estoy diciendo! La culpa —se autojustificaba— es de ese revoltillo con ojos.
Dolo entró en la cocina sin hacer ruido. Estuvo unos segundos detrás de ella, sin que ésta la descubriera. Bruscamente le cogió el trasero. Del repullo (movimiento violento del cuerpo, especie de salto que se da por sorpresa o susto), acompañado de un cursi grito, desparramó por la encimera la cebolla que estaba cortando para el refrito.
—¡Qué susto me has dado, bicho malo!
—Te has asustado mucho más de lo que yo esperaba. Quería decirte…
Su tata, a la vez que recogía los trozos de cebolla, le regaló una parte de su mirada.
—… que nunca he tenido las ideas tan claras como en este momento. Esta paz interior en la que está descansando mi alma, te lo debo a ti, madre —le dijo con ternura.
—¡Por Dios, Dolores! —le reprendió exaltada (perder la moderación) pero con la boquita chica.
—Deja los espaguetis y escúchame.
Su tata, mientras se enjuagaba las manos bajo el chorro de agua del grifo del fregadero, pensaba:
—<"A ver qué echa por esa boquita ahora. Cuando habla con ese tono le temo más que a una vara verde. No ha acabado conmigo en veinticuatro años, pero lo va a conseguir en pocas horas>> —no pudo esperar más y, a la vez que se secaba las manos con el trapo de cocina, le preguntó:
—¿Qué me tienes que decir con tanto interés?
—Desde ya, no vivirás en la finca. Te quedarás aquí conmigo, y, ¡ojo!, sin dar un palo al agua, que quiere decir que no harás ninguna tarea de la casa —sin dejar de hablarle hizo una llamada con el móvil—. Bueno sí —continuaba esperando conexión—, la comida sí, que a ti no te iguala ni el mejor chef del mundo —al serle imposible la conexión, exclamó—: ¡Un momento! —salió de la cocina corriendo.
Su tata tuvo un mal presagio (señal que anuncia un suceso futuro):
—¿Por qué no me equivocaré nunca? —se reprochaba su tata—. Estoy segura de que… ¡El pollo que va a montar esta niña! Ya se me pega hasta su vocabulario.
—Ya estoy aquí —traía en la mano izquierda una pequeña agenda abierta y, en la derecha, el móvil. Sobre la marcha marcó un número de teléfono de la agenda en el móvil. Mientras esperaba que los tonos desaparecieran, se sentó:
—…
—¡Buenos días! —la alegría reinaba en su voz.
—…
—¿Que está lloviendo? —miró hacia el exterior—. ¡Es cierto! Esta mañana lucía un sol veraniego y ahora...; esta primavera esta peor que una cabra loca. ¡Al grano!
—…
—Soy Dolores... sí, Dolores Fernández; la hija de Raúl Fernández Siemprenuevo.
—…
—Necesito que contrate a dos eficientes mujeres para que hagan todas las labores de mi casa, desde hoy mismo, que a mi madre le toca descansar y disfrutar la vida.
A su tata, al chupar sus oídos lo dicho por Dolo, la tensión se le disparó. Intentaba relajarse utilizando el cuchillo cebollero como una guillotina automática sobre otro de los condimentos para el refrito: un pimiento verde.
—…
—¿Tiene usted algún problema con que yo tenga madre? ¡Te vas a cortar! —le dijo a su tata al verla más pendiente de ella que de cortar el pimiento.
—…
—¡No era con usted!
—…
—¡De acuerdo, adiós! —reaccionó tirando el móvil sobre la mesa y murmurando por lo bajini—: Siempre me ha caído mal este hombre. No me ha dado ningún motivo, pero es que no lo trago.
—Mi niña, que a tu padre no le gustará lo que has hecho —le dijo con voz temerosa.
—Deja ya de preocuparte por lo que dirá mi padre —se puso seria—. Mamá, siéntate que te voy a contar lo que he pensado hacer. A ver qué te parece.
Su tata, al volverla a nombrar como su madre, movió repetidas veces la cabeza de un lado para otro.
—No muevas más la cabeza de esa manera que se te va a descolgar. Ya te he dicho que siempre te llamaré así.
No le quedó más remedio que asumirlo y sonreír. Sentándose cabizbaja.
—Lo que he pensado —se sentó frente a ella— es que terminaré el trabajo que empecé; finiquitaré lo del fotógrafo ese…
—¿Qué fotógrafo? —la interrumpió.
—Ya te lo contaré. Es peccata minuta (de poca importancia o trascendencia).
—Mi niña —la volvió a interrumpir—, desde que a los siete años dijiste por primera vez esa frase, a mí me entran sudores cada vez que te la oigo.
—Mamá, por favor —dio un tono profundo al ruego—. ¿Ves?, me he perdido. ¡Ya! Terminaré el trabajo. Finiquitaré lo del fotógrafo. Ahora viene lo más importante… —hizo la pausa a conciencia, para que todos los sentidos de su tata estuvieran puestos en ella; prosiguiendo—: No descansaré hasta encontrar a Vito. Le explicaré todo, y… —terminó sin decir lo que pensaba—. ¿Qué te parece?
—Me parece que no has terminado de decirme lo que piensas. Te quedaste en “y…”.
—Y… —suspiró hondo— si me rechazara… Mamá, no podría soportar que me rechazara. Intento concienciarme ante el más que posible fracaso, pero me entran ganas de morirme nada más imaginar que me ignora, que ni siquiera le importo lo más mínimo. Lo he tratado con todo lo mejor de mi ser, y…
—Así, así —su tata, tajante—, así es la vida —hablaba la voz de la experiencia—. Te lo voy a demostrar.
Dolo recogió las piernas sobre el asiento de la silla, tomando postura meditativa. Con una concentración desconcentrada dirigió sus antenas hacia su tata.
—Me parece bien que vayas a buscarlo —decía su tata—, y que le des todas las explicaciones que quieras, pero antes debes curtir (fortalecer, endurecer) tu matriz del sentir, para…
—Matriz ¿de quééé? —con desfiguramiento facial la interrumpió Dolo.
—No me puedo creer —con presunción (acción de presumir) sana— que mi niña, con lo preparada que dice estar para vivir la vida, no sepa que las mujeres tenemos dos matrices —voz pausada y segura—. ¡Una, donde se desarrolla el feto, y la otra… —Dolo estaba con la boca abierta—, donde se desarrollan nuestros sentimientos!
—¿Y los hombres? –con desenfado (diversión)—. ¿Qué tienen los hombres para desarrollar sus sentimientos?, ¡anda, dímelo!
—¡Los hombres no tienen sentimientos! —tajante.
—¡Ja! —sorprendida—. ¡Tengo una madre feminista y yo sin enterarme! —tono de voz vestido con chacota (burla; tomarlo a broma) cariñosa—. ¡Las sorpresas que da la vida!
—No me interrumpas —gruñendo (mostrar disgusto murmurando entre dientes)— que te estoy hablando muy en serio. Te decía que tienes que curtirla para que los pensamientos aciagos (desgraciados, de mal agüero) nunca te aflijan (causar molestia o angustia moral). Aprovecharé para aconsejarte que tener esa clase de pensamientos no ayudan en nada, sino que lo único que consiguen es que pensemos en comprarnos, cuanto antes, la parcelita eterna, ¡y a dita (a plazos) en muchos casos! Pensando así, nos amargamos antes de que nos ocurra cualquier desgracia, sin pensar que la vida, los momentos malos, nos lo regalará por sorpresa, así que, por favor, a esa clase de pensar no le des pistas sobre el posible resultado del encuentro con Victoriano. ¿Me has entendido?
Dolo se encogió de hombros.
—¡Niña, qué torpona estás! Lo que quiero que entiendas es que antes debes arraigar tu fortaleza en el sentido común, para que, en el supuesto de que fueras herida en el corazón del alma, y no me refiero únicamente a Vito, sino a cualquier contratiempo que te dé la vida, tu matriz del sentir esté preparada para que te afecte, lo dañoso, lo menos posible. Ni más ni menos es que tienes que tener la suficiente fortaleza para recibir las contrariedades de la vida, conocerlas, tratarlas, soportarlas y superarlas. No. Sustituyo lo de “y superarlas”, por… —se lo pensó—, y mandarlas a la puta mierda. Las contrariedades, claro.
El taco destrozó el ideario (conjunto de las principales ideas de algo) que Dolo tenía de su tata.
—Perdona, mi niña, pero me pongo de los nervios hablando de los regalitos sorpresa con que nos obsequia, más de lo que debiera, esta puñetera vida —Dolo frunció el ceño al máximo—. ¿Sabes? —no la dejó reaccionar—. La vida es una cabrona, sí, sí, no me mires así, yo también sé decir palabrotas, lo que ocurre es que yo las utilizo en su justo momento y tú cada dos por tres, sí, es una cabrona —Dolo no paraba de buscar una justificación al desnudo integral que su tata estaba realizando de su personalidad—, porque te puedes llevar luchando toda ella por conseguir solamente una cosa y, sin darte explicaciones, te la niega, sin embargo en sólo un mísero segundo te puede quitar todo por lo que deseas vivirla, y sin avisarte, mi niña, y sin avisarte. Hay que —tono de odio— conocer su maldad para poderla atacar y vencerla. Ya te he dicho como hacerlo.
El desconcierto mental mantenía a Dolo más inmóvil que una sardina embarricá (la sardina salada, prensada y envasada en barrica – tonel mediano).
—Presiento —prosiguió su tata— que te está venciendo el pesimismo, cosa que me extraña porque no existe nadie tan optimista como tú, hasta ahora, claro. Mi niña, sólo tienes que ser tú misma, ayudada, si lo necesitas, por mi receta y tu sentido común. Seguro que vences a todas las adversidades que quieran hacerte sufrir. Por último —quiso sacar a Dolo del tufo de la indecisión—, te haré la pregunta refinitiva, más que nada, para quedarme tranquila…
Ella hizo un gesto de resignación.
—… ¿Lo has cogido bien?
—Sí, ta…
—Pues —interrumpiendo a Dolo— suéltalo que voy a…
—¡Cochina! ¡Ni un día siendo mi madre, y ya me estoy arrepintiendo!
Las dos rieron a carcajadas. Dolo se puso de pie, quedándose en posición de saludo militar, diciéndole:
—Mamá, todo ha sido asimilado tal como tú me has aconsejado. ¡Alea jacta est! Que, antes de que me lo preguntes te diré qué quiere decir: “La suerte está echada”. ¡Vito, no te salvarás de mí tan fácilmente! —gritando con todas sus fuerzas—. ¡Voy a por ti!
—Pero ¿no me has dicho que no tienes ningún dato de él?
—¡Mamá! —exclamó en voz alta. Continuando ralentizando las palabras y marcando las pautas con los dedos índice—. Todo está controlado y estudiado maquiavélicamente (según Maquiavelo, para lograr un fin no hay que reparar en los medios. Que actúa con astucia o doblez. DOBLEZ: Astucia o malicia en la manera de obrar, dando a entender lo contario de lo que se siente) y como tal, seguro que conseguiré mi objetivo. Yo soy muy lista, ¿se te había olvidado? ¡Esto es como lo del fotógrafo, peccata minutaaaa! —se dirigió hacia la cafetera.
Su tata prefirió no preguntarle por lo del fotógrafo y sí rezar para que no le pasara nada, ante el temor que le entraba cuando Dolo decía esa expresión.

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