11 octubre 2006

 

CAPÍTULO III

Nada más salir, Vito se zafó (escapó) de la mano de ella, volviendo a entrar corriendo en la cafetería.
Dolo se quedó inmóvil, sorprendida por la reacción de Vito.
—Me olvidaba —le decía al regresar— el chaquetón y la cartera.
—¡Uuuuufffff! Pensé que te volviste porque preferías estar con mi compañero antes que conmigo.
—<"Vaya guasona que está hecha>>. —pensó.
—¿Qué llevas en la cartera? —le preguntó Dolo—. Lo digo sólo por la carrera que te has pegado.
—Nada —contestó Vito al mismo tiempo que la abría y se la acercaba para que lo comprobara.
—¡Ja, es verdad! Pues por lo menos podías haber metido un chorizo, de esos buenos de tu tierra, y así no olería tan mal.
—Huele mal porque… —se sintió ofendido y pensó—: <<¡Hablar, habla claro!>> —para continuar—:... porque no la suelo utilizar.
—Eres muy tímido, ¿no? —le soltó Dolo.
Vito no sabía qué hacer, qué pensar, si salir corriendo, o que se lo tragara la tierra. Llegó su salvación al sonar el Séptimo de Caballería en el móvil de Dolo.
—<<¡Vaya melodía tan discretita que ha elegido!>> —pensó él.
—¡Perdona! —le dijo mientras sacaba el móvil de su bolso, a la vez que gesticulando con la cabeza le indicaba que siguieran caminando.
Él la obedeció. No puso atención a lo que hablaba Dolo, no por educación sino porque su mente se puso en marcha.
Desde que cogió el móvil, Dolo no levantaba la vista del suelo.
Él aprovechó para llenar sus pulmones de aire y vaciarlos lentamente para relajarse. Al terminar de soplar todo el aire se exprimía la mollera (los sesos) sobre cómo sería el móvil de pequeño que no lo veía en la mano de ella; pensando:
—<"El mío es más grande que un ladrillo. Que no me llame nadie porque como lo saque, la muchachita se parte —la mente de Vito continuaba trabajando a la velocidad de la luz—. Esto no me puede estar pasando a mí. Aquí hay algo raro. Yo, poca cosa, y ella una... Es que me gusta tanto que no puedo decirle que no a nada. Vito, no te olvides —machacaba su conciencia— de lo que se suele decir que ocurre en estas grandes ciudades: secuestros, asesinatos, violaciones…>>
La abstracción (distraído, ensimismado) que reinaba en su mente le jugó una mala pasada: no se apercibió de que Dolo se había parado, y él caminaba sin rumbo. Sobresalto mayúsculo el que experimentó al sentir que alguien lo cogía fuertemente por el antebrazo izquierdo para detenerlo.
Dolo era la culpable, que por cierto continuaba hablando por el móvil. El brusco apresamiento provocó que su chaquetón cayera al suelo.
Vito se agachó para recogerlo, y al levantarse la miró con cara de gilí (chiflado, lelo, bobo, tonto, necio).
Ella se lo confirmó con gestos. Terminó por dar un zapatazo en el suelo para que se parara, y con la mano que tenía libre señalarle la otra orilla de la avenida. Continuaba hablando por el móvil.
Vito no dejaba de mirar las caras de la turba (multitud popular) reunida ante el minúsculo precipicio en la frontera del paso de peatones. En el instante en el que enfrente apareció el hijo gnomo de Hulk (La Masa) encarcelado en una jaulita metálica, la turba inició una desbarajustada (desordenada, intensa) carrera, quedándose ellos dos los últimos. Al esfumarse (marcharse) gran parte del bullicio (ruido y rumor que causa la mucha gente), Vito puso atención en lo que decía Dolo:
—¡Anda, papi! Ya te he dicho que me queda poco para terminar…
Vito intentaba disimuladamente poner su máxima atención, con el fin de oír al padre de ella. Le fue imposible por el bullicio que los precedía (ir delante).
—… —continuaba ella—: Necesito diez mil. Sí, diez mil…
Vito pensó que las diez mil ya las había gastado en la conversación que llevaba.
—… ¡Gracias, papi! Sí, me cuidaré. Un beso muy fuerte. ¡Muuuaaaac! ¡Sí, pesado, adiós! —se despidió simpáticamente, tiró el teléfono en el interior del bolso, y abría y cerraba la mano derecha para desentumecerla después del ratito hablando.
Al subir a la acera, Vito se quedó maravillado al verse reflejado junto a Dolo en la luna de cristal de un escaparate. Le parecía tan incomprensible tener a un bombón como ése a su lado que agitó la cabeza para convencerse de que no estaba alucinando. Comprobada la autenticidad, no pudo evitar mirarla de reojo, dibujándosele una sonrisa empapada de satisfacción.
Ella, que las cogía al vuelo, descifró el ademán (movimiento con el que se manifiesta un afecto del ánimo) y no pudo evitar preguntarle:
—¿Qué has hecho con la cabeza? ¿Estás poniendo tus ideas en orden, o…
Vito la miraba anonadado (embobado, admirado).
—… has tenido pensamientos impuros? —la dulzura rebosaba en ella.
—No, no… —pensando rápidamente—: <<Ésta me lee el pensamiento>>. —continuando—: Nada. No sé —contestó Vito muy nervioso.
—Entonces es un tic nervioso, ¿no? —le preguntó ella poniendo una sonrisa simpática.
—¡No, no, no qué va! Ni siquiera sé lo que he hecho —rápidamente se salió de la embarazosa situación.
Volvió a sonar el móvil de Dolo.
—¿Sí?
—...
—¡Hola!
—...
—Hoy no puedo —le regaló una sonrisa a Vito—. Estoy muy ocupada. Lo siento.
—...
—¡Que no! Ya te llamaré. Adiós.
Tuvieron que pararse para dejar paso a un coche que salía por una calle lateral. Vito utilizó la espera silenciosa para pensar:
—<"Por la forma en que ha tratado al de la llamada, seguro que es un ligue>>.
En ese instante las tripas de Vito comenzaron a sonar.
—¿Qué es ese ruido? —Dolo mirándole el vientre.
Él gesticuló con el hombro izquierdo, y se rascó la barriga. Volviéndose a ruborizar (rubor: Color que la vergüenza saca al rostro y que lo pone encendido).
—¡Además del tic, tienes bichos en las tripas! —tono exagerado—. ¿No serás el portante del hijo de “Alien”?, ¡jajaja! —Dolo se mofaba de él (burlaba. Puso en ridículo).
La cara de Vito cambió del color rubor al color pajuela (amarillo azufre), pensando:
—<"Qué vergüenza. Qué oportunas las tripas. Ya la he perdido>>.
—¡Es broma, chiquillo! ¡Se te ha puesto una cara que parece que se te va la vida! A mí también me ha ocurrido alguna vez…
Él sonrió tímidamente.
—… ¡Anda, vamos a comer, que ya es hora!
Si lo que quería Dolo era tranquilizarlo, no lo consiguió, porque ahora la cara de Vito sí que era la de un cadáver. No dejaba de pensar que, en el supuesto de tener que pasar la noche en Madrid, sólo tenía dinero para dormir en una pensión de mala muerte y, como mucho, comerse una viena (pieza pequeña de pan) seca. Cómo iba a comer con ella. Él no podía consentir que una mujer le pagara nada, y menos un almuerzo. Del agobio por tantos pensamientos a la vez y el calor que hacía, la cabeza, de tanto dolor, parecía que le iba a estallar.
—Sentémonos —le decía ella con la mayor naturalidad del mundo— en la terraza de ese restaurante. Comeremos entre sol y sombra. Hay que disfrutar de este día primaveral —actuaba como si le conociera de toda la vida.
Vito no dijo ni esta boca es mía. Estaba tan metido en el sufrimiento mental que no reaccionaba.
Ella se adelantó. Al llegar a una de las mesas, la melodía del Séptimo de Caballería volvió a sonar dentro del bolso.
—¡Que no tío, te he dicho que no puedo! —contestó sobre la marcha al reconocer el número en el display (pantalla) del móvil.
—...
—¡Que no, joder! —gritó, cortando la comunicación.
El tormento de Vito aumentó la presión, sin control, en su meollo (encéfalo: parte central del sistema nervioso, encerrada en la cavidad craneal) que casi le traiciona, porque estuvo a punto de decir, en voz alta, lo que pensaba:
—<<¡Anda que me iba a equivocar! —con un resoplido buscaba paz interior—. ¡Y la lengua de la niña tiene guasa! Parecía más recatada (prudente)>>.
—Como veo que estás agobiado por el calor —le decía ella—…
—<<¡Sí, sí, calor! —pensaba—. Al final no va a ser tan lista la muchacha. ¿Qué estoy haciendo aquí? Vete, Vito, vete>>.
—…, siéntate en este lado que no da el sol —le indicó con la mano Dolo.
—¡Espera! —exclamó él casi gritando.
La inesperada llamada de atención irrumpió en la cabeza de ella como un bofetón a traición. Sorprendida, se quedó inmóvil con la mano en el respaldo de la silla que iba a retirar para sentarse. Lo miró muy extrañada, y cuando iba a decirle algo, Vito continuó:
—Quiero decirte algo…
Mientras pensaba cómo decírselo, ella le clavó otra pullita con irónico tono:
—¡Vaya, ya era hora!
—… En la cafetería no pude por el monstruito —cantaba Vito del tirón—; luego tu móvil; y...
—¡Vale, vale, valeeeeeee! —le interrumpió Dolo—. ¿No te parece que estaremos más cómodos sentados?
Él se quedó pensativo recorriendo con la mirada la terraza que estaba cubierta por una estructura metálica rectangular, rematada en el centro con una prominente (elevada) cúspide, pintada de blanco mate y abrigada con tejido de raso (tela de seda lustrosa: que tiene brillo) azul marino. La pérgola (jardín sobre la techumbre) que arropaba en su interior no le envidiaba nada de nada a los jardines colgantes de Babilonia (una de las siete maravillas del mundo. Sus ruinas están situadas en Irak). Si Buda hubiera pasado por allí la habría tomado como su único lugar de meditación. Era relajante observar todo aquello, sobre todo el contraste de los colores de la vegetación, del azul del techo y algunas piernas laterales, con el suelo que estaba cubierto por una moqueta más burdeos que roja. Diez faroles blancos colgaban del techo. Las mesas, todas redondas y vestidas, estaban colocadas de tal forma que daban una sensación de privacidad a los comensales. La que había elegido Dolo estaba montada para cuatro comensales: La cubría una ropa tableada de tela azul con cuatro aberturas para comodidad de cada ocupante, y sobre ésta un mantel blanco con una caída de unos veinte centímetros. Las servilletas eran azules. Los cubiertos de plata grabados con el nombre del restaurante, así como la cristalería donde además se podía leer . En el centro de cada mesa descansaba un quinqué, con su torcida (mecha) activada, y escoltado por dos capullos de rosas rojas tan frescas que aún arropaban el rocío de la madrugada, contaminaban de ambiente romántico al lugar. Alrededor cuatro sillas de madera noble con apoyabrazos igualmente vestidos como las mesas. La vajilla estaba acuñada (acuñar: imprimir por medio de cuño o troquel) con la misma leyenda de propiedad pero con el marchamo (señal que le pone el fabricante) de La Cartuja (se fabrica en La Cartuja – Sevilla).
Por fin, Vito, retiró la silla que estaba junto a Dolo, invitándola a que se sentara.
—¡Huuuuyyyy, que andaluz más galante, gracias! Me encantan los tíos así —le regaló mientras se sentaba.
A Vito no le gustaba esa forma irónica de expresarse Dolo, sobre todo el tono que le ponía a la palabra tío, que además utilizaba casi constantemente.
Dolo puso el bolso y el jersey en la silla de al lado. Pidiéndole, a continuación, que le diera la maleta y el chaquetón; colocándolos en la misma silla.
Vito se sentó frente a ella, diciéndole sin mirarla:
—No pongas mis cosas encima de tu chaleco que se te va a arrugar.
—¡Joder, que tío más esmerado! —sorpresa—. ¿Sabes?...
Él la miró con temor ante lo que fuera a largarle.
—… Me gustan tus detalles —le alabó Dolo.
Vito no pudo evitar sonreírse, ni tampoco pudo evitar pensar en el lenguaje de ella:
—<<”Tío-joder-joder-tío”, de ahí no sale, y lo dice de una forma que no me gusta ni un pelo>>.
—¡Chico, pero qué serio estás! —regañando—. ¡Tienes cara de pollo violao!
Esto último le confirmó sus sospechas sobre Dolo. Mientras ella ojeaba la carta del restaurante, aprovechó el silencio que se creó para pensar:
—<"No tengo la más mínima duda. Esta es una esquinera (prostituta que suele apostarse en las esquinas de las calles). Me ha visto cara de pueblerino. Seguro que me quiere sacar los cuartos —evitaba mirarla—. Ésta no se creyó lo que le dije en la cafetería de que estoy parruchi (sin dinero). Me iré antes de que pida>>.
—¿Comida para dos? —preguntó una voz femenina.
Los dos la miraron. Pero Vito no pudo evitar darse un lento garbeo visual por tal ambrosía (cosa deliciosa) humana: Unos veinte años; melena larga rubia, recogida en una cola hasta la cintura; ojos verdes; uniforme minifaldero ajustado. Tenía más curvas y repechos que la subida a los lagos de Covadonga.
—¿Qué…? —Dolo fusiló a Vito con la mirada—. ¡Seguro que tienes la medalla olímpica al mirón! ¡Eres un calavera (hombre vicioso, de poco juicio)! ¡Dime algo que me convenza, o me voy para dejarte solo e invites a esta muñequita rellena de plástico barato! —le dijo Dolo, con un mosqueo de primer nivel.
La camarera se regocijaba (alegraba) descaradamente.
—¡No, no, por favor!... —sin pausa le contestó Vito—. Sobre la invitación quería yo hablarte.
—¡Ah, pero la vas a invitar?
—¡Por favor! —ruego desesperado.
—¡Ya le llamaremos señorita! —le dijo Dolo a la camarera, haciéndole gestos con la mano y sin mirarla.
—Dolo… —tuvo que tragar saliva—, no sé cómo empezar —hizo una pausa. Con los codos sobre la mesa, mirando hacia abajo, se tocaba la nariz pensando cómo explicarse. La desazón (disgusto) lo embargaba (paralizaba)—. No entiendo cómo estoy aquí contigo. Quizás por tu comentario del portero, o por tu invitación para quitarme de encima al monstruito aquel, o quizás porque me gustaba mirarte, o…, pero...
Dolo se entrometió rápidamente:
—Has dicho que te gustaba mirarme, ¿no?
Vito, intentando ocultar la vergüenza que sentía, asintió (lo confirmó) sin mirarla.
—¿Te gustaba? Has dicho me gustaba mirarte, es pasado, o sea que ya no te gusta... ¡Claro, te gusta más esa puta de la minifalda! —sus ojos echaban fuego—. ¡Está clarísimo! ¿Qué estoy esperando de ti? —con rabia le dijo Dolo—, ¡seré gilipollas! Me marcho y todo solucionado.
Vito, al intentar levantase ella, le agarró la mano frustrando la huída.
—¡No te muevas de ahí, y deja ya de utilizar ese vocabulario! —sin darle tiempo de reacción a Dolo, comenzó a desahogarse—: Yo no puedo comer aquí —tristeza amarga—, y menos invitarte…
Dolo intentó interrumpirlo, pero él la calló acercándose, de un brinco, por encima de la mesa, para cruzarle los labios con el dedo índice de la mano derecha.
—…, porque vengo, desde Bonares, ¡sí! —ante el gesto de extrañeza de ella—, un pueblo de Huelva, para buscar trabajo —carraspeó (toser repetidas veces para limpiar la garganta)—. Al portero famoso le entregué cincuenta currículos para que los repartiera en las empresas que están en aquel edificio. ¡Sssssssssssssss! —la volvió a callar antes que dijera nada—. Prácticamente (casi, más o menos, aproximadamente) no llevo dinero encima, y, por cierto, tengo que buscar una pensión para dormir esta noche, aunque estoy pensando en volverme esta misma tarde, y... Ya es suficiente. Así que lo mejor será que me marche ahora mismo. Perdona que no tuviera valor de decírtelo en la cafetería. Tampoco sabía que quisieras comer conmigo. ¡Si yo no tengo ni donde caerme muerto!...
Ella no salía de su asombro.
—… ¡Un harapo (andrajo: Prenda de vestir vieja, rota o sucia) no es prenda de princesa! —se levantó tendiéndole la mano a Dolo—. Encantado, de veras, encantado de haberte conocido. Y no lo digo más. Me marcho —resopló—. Ahora sí que me encuentro bien —inmóvil, continuaba con la mano derecha extendida, la mirada rebotaba en los ojos de ella y la mesa.
Los dos se enguachinaban (empapaban) en el océano del silencio que les había envuelto.
Ella, sin levantarse, le extendió su mano. La seriedad inundó el rostro de Dolo, festejando su libertad. Las dos manos entrelazadas se fundieron en un vano (falto de realidad, sustancia o entidad) adiós.
—¡Espera un momento, por favor! —le dijo Dolo con ruego bíblico; trasmitiéndole, por su mano, una presión hacia abajo, para que se sentara.
Vito al sentir la suave mano de Dolo, sudando a chorros, un calambre le recorrió todo su cuerpo llegando a masticar la bilirrubina (pigmento amarillo que se encuentra en la bilis – líquido del hígado). No deseaba quedarse, pero tampoco marcharse. Se sentía muy bien junto a ella, aunque por la forma de expresarse, ser dudosa camarera, ropa cara, móvil último modelo; no le gustaba nada de nada, pero, aún así, no rompía la unión de despedida. Sus articulaciones esperaban una respuesta a su riña interior.
—Vito —ella rompió el silencio—, yo tampoco sé realmente por qué estoy aquí contigo. Si lo hubiera pensado fríamente, seguro que no te hubiera obligado a salir conmigo de allí…
Él intentó decirle que ni por asomo se había sentido obligado, pero ella no le dejó que la interrumpiera.
—… Ni tampoco comprendo, ¡de verdad!, por qué reaccioné en la cafetería invitándote, bueno… eso no es del todo cierto… Lo hice porque me gustaba tu mirada, y no deseaba que te marcharas. Sí, me gusta tu mirada; la veo limpia, dulce, sincera…; por eso me sofoqué tanto cuando miraste a la minifaldera. Te ruego me aceptes ésta comida y... luego, si lo deseas, nos despedimos y quedamos como buenos amigos. Te lo vuelvo a rogar. No me encontraba tan bien con alguien desde hacía mucho tiempo. Es curioso…, ¡y lo sorprendente es que no te conozco de nada!
La plegaria (súplica, oración) junto a la mirada de Dolo, desarmó e incendió las entrañas de Vito. El rubor que le había producido era volcánico. Mordiéndose el labio superior pensó que no tenía nada que perder. Después de la comida se marcharía y recordaría, como un hecho inolvidable, el haber tenido a su lado, durante toda una comida, a la mujer de sus sueños, eso sí, menos en la forma de expresarse a veces. Aunque en el fondo intuía algo en ella, que no encajaba con su forma chulesca de hablar. Antes de responderle pensó:
—<<¡Esto no puede ser real! Si todo lo que me ha dicho es cierto, me está tirando los tejos (insinuarse amorosamente) descaradamente. Vito, lo que está haciendo es lavándote el cerebro para tenerte a su merced (voluntad). Yo le digo ahora mismo que no, que me voy>>. —y le dijo—: De acuerdo, no.
—¿No? ¿De acuerdo? —hecha un lío—. No entiendo nada.
—No, no —gazpacho mental—, no, lo que quería decir es que no quiero ser arrogante (orgulloso, soberbio) —desplomándose en la silla—. Pero que sepas —poniéndose interesante— que eres la primera mujer a la que voy a consentir que me pague lo que tome con ella, ¡y la última! —terminó diciéndole con el dedo índice levantado y moviéndolo con una autoridad que hasta él se sorprendió.
—¡Hostia! —blasfemó Dolo—. No me…
—¿Qué? ¡Ahora sí que estoy esnortao (desnortado, perder el Norte, desorientado)!. ¿Por qué ese voto (expresión blasfema o irreverente con que se demuestra ira)?
—¡No me interrumpas! —tajante—. De veras que no me esperaba…
Vito se encogió de hombros.
—… que fueras machista, ¡joder!
—Mira, Dolo…
—Mejor será que no digas nada. No deseo volver de nuevo a la despedida. Sé que es... Sé que es… —no fue capaz de decirlo—, pero no deseo que nos despidamos todavía. Borra lo de machista. Quiero tener grabada esta comida toda la vida. No sé por qué, pero estoy segura de que no me arrepentiré nunca. Debe ser duro romper convicciones profundas… —se autoenmendaba—, por lo de pagar tú. Mejor olvidémoslo —con tono sarcástico continuó—: ¿Llamo a la señorita, o la llamas tú?
Él sonrió con clara manifestación de malicia.
—¡Pero cómo la vuelvas a…—lo miró con pillería—, te mato!
Vito, por fin, sonrió con ganas. Su cara expresaba felicidad. Continuaba sin creerse tener a esa belleza por compañía. Ningún amiguete le iba a creer cuando lo contara. Pensando:
—<"Necesito una foto de ella para enseñarla como prueba. No. Se me acaba de ocurrir que si nos hacemos una fotito juntos en un fotomatón, qué mejor prueba voy a tener..., juntitos con las caras unidas… —soñaba despierto—, mejor besándonos —inconscientemente cerró los ojos, a la vez que exhalaba el aliento de la candela que se había prendido en su interior>>.
—¿Dónde estás? —le preguntó Dolo.
Vito se desprendió inmediatamente de los pensares con una sacudida brusca de la cabeza.
—¡Ah, ya!, estás soñando despierto buscando una nueva flor para rozarte, ¿no? ¡Espero que no sea con la minifaldera esa!
—¿Cómo? —se quedó paralizado.
—Que, ¿qué piensas?... Porque estabas con la vista perdida.
—No —tenso—. Has dicho que soñaba despierto buscando una…
—No lo repitas que ya sabes por qué lo he dicho —mirando al mantel—. ¡Una que tiene ojos en la nuca! <"Por cierto —se rebuscaba en la memoria—, ¿dónde la guardé?>> —y continuó—: Chico, que si puedo saber dónde estaba tu vena poética, porque, al verte pensativo, me has recordado al Vito de la cafetería; aquel que comenzó mirándome y terminó escribiendo.
—¿Entonces… —calló para pensar—: <"A este bicho hay que echarle de comer aparte y atarlo corto, si no te devora sin que te des cuenta>>. —le costaba hacer la pregunta—: … tú… ¿Cuándo…?
—Soy muy observadora. Ya te he dicho que tengo ojos…
—¿Llevas alguna foto encima? —le interrumpió; no quería entrar en el tema y estaba obsesionado por la foto.
—Sí —mirándolo desconcertada—. De mi padre —cachondeo descarado.
—No, no. Una foto tuya —pensando—: <"Que no la tenga y nos la hacemos juntitos y pegaditos>>.
—A ver, a ver… —pausa de astucia para ataque inmediato—, ¡tú lo que quieres es llevarme a mí como trofeo a tu pueblo, y presumir con tus colegas que has ligao en los madriles!
—¡Por favor, Dolo! —exclamación de ofendido encubierto en inocencia culpable, y pensando—: <"Ésta, ésta… Está claro que me lee el pensamiento. ¡A que también es vidente! ¡Schuuu madre, que tiparraca (tipeja: persona ridícula y despreciable)!>>
—¡Anda, déjate de foto y llama a la señorita! —aprovechando para buscar en el bolso la servilleta donde le escribió Vito y pensar—: <"Ahora recuerdo que me la guardé en la manga, pero me desvestí y no me acordé de ella. ¡Todo por los nervios de salir con él! Si limpian como siempre, seguro que la encontraré cuando vuelva por allí>>.
Vito, chorreando de desilusión por la negativa a la foto, buscó con la mirada a la camarera. La vio de pie en la puerta. Levantó el brazo indicándole, casi sin mirarla, que se acercara.
Próximo día 18 de octubre: Capítulo IV

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