29 octubre 2006

 

CAPÍTULO VI - (Si ves con el corazón, tus ojos no verán la realidad - jibr).

Vito entró en desazón crónica. Por un lado, no entendía por qué estaba allí; por otro, no entendía por qué lo había abandonado Dolo. Tampoco entendía por qué le había dicho que se quedara a dormir en Madrid; ni entendía por qué le enviaba ella a un lugar que no conocía; ni por qué debía, no, tenía que marcharse con un desconocido. Estaba, como nunca estuvo, después de todo lo vivido en pocas horas, verdaderamente acojonado. Apesadumbrado, cogió el chaquetón y la cartera. Al retirarse vio junto al quinqué, con su pábilo (parte carbonizada de la torcida) dormido, la factura de la comida. La cogió, guardándosela sin chivatearla. Caminaba despacio hacia donde estaba el amigo de Dolo. El chef se le acercó; agradeciéndole la visita con un estrechamiento de la mano derecha. Vito se la dio como un autómata (robot). Quiso darle las gracias, pero no le salieron las palabras. Cuando llegó al coche, el amigo de Dolo le abrió la puerta trasera. Él, más mudo que un osito de peluche, se dirigió a la puerta delantera, la abrió y se sentó. <<¿Quién se habrá creído éste que soy yo? —pensaba—. ¿Dónde me llevará? ¡Vito, tú estás tonto, cómo se te ocurre montarte con un desconocido, y más en Madrid! ¡Dios mío, que no me pase na! ¡Yo sólo quería entregar mis currículos! ¿Qué estás haciendo? Es que me gusta tanto que no razono>>.
La mudez de los dos, lo angustiaba más. Prefirió dar charla:
—¿Qué marca es el coche? —preguntó Vito, sin mirar a su guía.
—BMW —le contestó, sin más explicaciones.
—¡Ah! ¡Jejejeje! Es que no me he fijado cuando me monté —ridículo Vito.
Iba en el coche mirando a todos sitios, pero sin ver realmente nada. Continuaba pensando que todo lo experimentado en menos de la mitad de un día no terminaría bien. Pasados cinco minutos, el coche se detuvo.
—Ya hemos llegado —le dijo el conductor, a la vez que pulsaba el interruptor de los intermitentes de emergencia del BMW, al detenerse junto a la acera.
—¡Oiga —gritaba un policía municipal, a través de la ventanilla, de un coche patrulla—, ahí no se puede detener! —ni el tiempo de un estornudo al morir tardó el poli en rogar—: ¡Perdone, no le había conocido! Usted, el tiempo que quiera.
Vito no daba crédito a lo visto. Con vergüenza ajena miró a su alrededor, pensando: <<¡Esto es muy fuerte! ¡Estoy metido en un clan… un clan… ¡un clan de mafiosos, mafiosos, mafiosos! —sudaba a chorros—. ¿Qué estás haciendo, gilipollas! —temblaba como un flan en un terremoto—. ¡Yo he pasado por aquí esta mañana! ¡Corre, que la estación está cerca!>>.
—¡Vamos! —tono de sargento americanizado.
Sin poner ninguna objeción, Vito, siguió a su mando indeseado. Entraron en el edificio, justo frente a donde estaba aparcado el coche. Entrada de mucho lujo. Dos ascensores. El amigo de Dolo pulsó el botón de llamada de uno de ellos. En la espera, Vito pensó que donde estaba no era ni un hotel, ni mucho menos una fonda barata.
—Perdona —intromisión acojonada de Vito—, ¿seguro que es aquí?
—¡Sin duda! —tono bronco y careto más tieso que un manojo de tollos (tiras de ciertos pescados –entre ellos el cazón- secadas al sol).
La puerta del ascensor se abrió.
El guía le indicó que pasara primero. Pulsó el botón que indicaba el piso número quince, justamente el último. Amenizaba la subida una conversación de cuerdas vocales desencordadas (sin cuerdas). Al abrirse la puerta apareció un pasillo alfombrado e iluminado por lámparas que brotaban de las paredes.
Vito, con más miedo que un niño chico encerrado por castigo en un doblado (desván, trastero), seguía al guía hasta que éste se detuvo en la única puerta que había. Estaba frente al ascensor, al final del pasillo. El guía abrió la puerta. Vito entró sonámbulo. Quedándose maravillado del lujo que habitaba en el piso. Mientras el guía daba luz a la covacha (chabola) sobre todo cuando abrió las cortinas y las puertas que daban a una terraza inmensa, Vito pensaba que qué iba a hacer allí con ese tipo al que no conocía de nada. Inmóvil, en el centro del salón, sin saber qué hacer, identificó en la pared frente a él, un cuadro, de grandes dimensiones, que contenía un retrato de Dolo: estaba de pie, entre niebla, con una flor entre las manos. <"Está guapísima —pensaba sin dejar de mirarla—, pero me gusta más al natural>>.
—¡Adiós! —le gritó el guía desde la puerta de la entrada, para inmediatamente cerrarla dándole dos vueltas a la cerradura.
—¡El tío, me ha dejado encerrado! —se decía—. ¡A que me han secuestrado! —casi lloriqueando—. ¿Qué querrá de mí esa tía?
Con doscientas cincuenta pulsaciones, a punto del colapso, comenzó a sudar. No pudo evitar gritar con todas sus fuerzas:
—¡Mieeeeerrrrrrrdaaaaaaaaaaaa, mierda, mierda, mieeeerrrrrdaaaaaaaaaa puuutaaaaaa!
Tiró el chaquetón y el maletín al suelo, con enloquecida rabia. Se dejó caer de rodillas y, con los brazos en cruz, gritó:
—¡Diooosssss! ¿Por qué me he metido en este lío? ¡Señor, si yo lo único que quería era buscar trabajo! Mi madre me lo decía. Ten cuidado hijo, que esas ciudades tan grandes son muy peligrosas —en ese momento tuvo una iluminación—. ¿Cómo no he caído antes? Desde luego tienes menos luces que Mortadelo y Filemón. ¿Dónde estará el teléfono? —recorrió visualmente el lugar, sin descubrirlo—. ¡El móvil so capullo, el móvil…! ¡Yastá!, llamaré al 091, y les diré que me han secuestrado, para que vengan a sacarme de aquí.
Tardó en sacarse el móvil del bolsillo de la chaqueta. Desquiciado, decidió darle el gusto a su idea, pero, cuando había marcado el cero, vio encima de una mesita de cristal, a su izquierda, un juego de llaves. Interrumpió la marcación. Las cogió, yéndose directo a la puerta de entrada. Intentó meter la primera, pero no entraba; la segunda tampoco; la tercera, que era la que menos le parecía que fuera, entró, giró, dos veces, la llave, y el sonido metálico que parió la cerradura lo tranquilizó.
—¡Por fin libre! —gritó Vito, pero cuando se volvió para recoger el chaquetón y la maleta, del suelo, se detuvo, incomprensiblemente, al volver a ver el retrato de Dolo. Lentamente se acercó a él, colocándose justo en el centro de la perspectiva. Aspiró aire lentamente. Clavó su mirada en ella, diciéndole—: Sí, ¡tú_tú_tú_tú eres la culpable! A ver, ¿qué hago yo aquí, solo, sin saber dónde estoy? ¿Por qué me has traído aquí? Yo sólo quería una fonda barata para dormir tranquilo, descansar, y volver a repartir mi currículo… ¡Ya me he vuelto majareta! Hasta hablo con un cuadro: Dolo lucía un vestido largo de seda, color turquesa pastel; el pelo más largo que el que tenía actualmente; las manos juntas, como si rezara, sujetando un capullo de rosa roja.
No pudo evitar continuar hablándole:
—Eres muy bonita. Tus ojos me dicen lo contrario de lo que yo pienso de ti. ¿Linda? Sí eres muy linda, pero… ¡Despierta, tontón! —se autoabofeteó varias veces—. No te olvides de que es una… La verdad es que todavía no sé realmente qué eres —le dijo adiós con la mano, volviéndose de nuevo a recoger sus bártulos (enseres: su maleta y su chaquetón) descubriendo que la inmensa cristalera, que daba al exterior, estaba abierta. Dudó en recoger sus cosas o alcahuetear fuera. Decidió lo segundo.
—¡Ostraaaasssss, qué pasada! —exclamó alucinado—. ¡Hasta tiene una piscina! Seguro que estoy soñando —se decía.
Tuvo que darse coscorrones con los nudillos de los dedos, que luego tuvo que meter en el agua de la piscina porque le dolían. Durante un buen rato se tumbó en una de las hamacas que hibernaban cerca de la piscina, sin dejar de mirar al cielo. Como consecuencia del día tan ajetreado que llevaba, el cansancio psíquico superaba al físico. La lucha entre ambos por descansar lo derribó, cayendo, sin querer, en un profundo, a la vez que intranquilo sueño. Durante la visita a Morfeo (dios del sueño) no dejó ni un instante de moverse. Al despertarse y abrir los ojos —los movía sin sentido— se sobresaltó al darse cuenta de que se había quedado dormido. De un brinco abandonó la hamaca. Puesto de pie, daba medias vueltas sobre sí mismo, intentando recordar dónde se encontraba. Corrió a la piscina, se arrodilló en el borde, para refrescarse la cara con el fin de despabilarse (quitarse el sueño). Al secarse la cara con el pañuelo exclamó:
—¡Jodeeerrr, cómo me pican los ojos! —los restregaba sin ninguna delicadeza—. ¡Este cloro tiene que estar caducado! —de nuevo volvió a su monótona (!) realidad—. No estoy secuestrado, ¡tengo las llaves!, ¿qué me impide largarme cuanto antes? —se decía con sano convencimiento—. ¿Y si hubiera plaza libre en el AVE de esta misma noche? Pues, gilipollas, te largas del tirón —sin pensárselo más, con decisión inalterable, entró en el apartamento, cogió sus bártulos, dirigiéndose a la libertad. Algo, que no había visto nunca, le detuvo: el video-portero. Sintió debilidad por toquetear los botones. <<¡Maldita ocurrencia!>> —pensó al ver que, en el monitor, aparecía Dolo abrazada a un tipo, que no era ninguno de los que él conocía—. ¡Otro! —sobresalto emocional—. ¡No puede ser! —forzaba la vista con la esperanza de que estuviera equivocado, pero no fue así—. ¡Vaya, con la niña! —moviendo la cabeza—. ¡Está abrazada a otro fulano, y en la mismísima puerta de su casa! ¡Es una zorra! —insulto acompañado de puñetazos a la pared—. Pero ¡qué gilipollas eres! ¿Qué esperas de ella? ¿Tú crees que el que te ha traído es su hermano? Si tuviera un hermano, aquí habría otro retrato de él —inocente autoconvencimiento—. ¡Si es que eres tonto, ése es su novio!
La petición de auxilio del video-portero le resquebrajó el alma. No reaccionaba. Tres nuevas e impacientes pitadas. Nervioso, descontrolado, no sabía qué hacer. Instintivamente miraba a un sitio y a otro, intentando encontrar a alguien dentro del apartamento. Por fin se decidió a abrir. Descolgó el telefonillo. Veía a Dolo diciéndole algo al nuevo personaje. Puso el telefonillo en su oreja—. Sí. Ya sé que eres tú, pero ¿dónde le doy para que se abra la puerta? —con las instrucciones recibidas le abrió a Dolo—. Yo… —se ordenaba a sí mismo— me voy por patas, que me va a liar otra vez, y Dios sabrá cómo acabará esto —sin dudarlo, abrió la puerta, y salió cerrándola con mimo, dirigiéndose al ascensor.
Antes de que llegara el que él había llamado, se abrió el que transportaba a Dolo.
—¿Dónde vas, Vito? —le preguntó Dolo muy sorprendida.
Vito no la miró, se hizo el sordo, continuando impertérrito (sin alterarse) frente al otro ascensor.
—De acuerdo. Si así lo deseas, márchate. Sí, sí, vete. ¡Qué desilusión!
Él seguía en sus trece (obstinación: testarudo, cabezonada).
—No puedo impedirte que te marches, pero antes de hacerlo deberías devolverme las llaves, ¿no te parece?
Vito se estremeció (tembló). La mirada que se le escapó puso en guardia a Dolo.
—No me digas que te las has dejado dentro... ¿Qué hago yo ahora? ¡Fernando, el que te trajo, va camino de Nápoles! ¡Eres un…, dame una solución! —le saltaron todos los térmicos sensoriales—. ¡Te dejo mi casa para tu comodidad, y te marchabas a escondidas! ¡Oye! —gritó—. ¿No habrás hecho algún estropicio, o es que huías, antes de que yo llegara, porque me has robado algo?
Vito estaba tan asombrado por lo que le estaba diciendo Dolo, que era incapaz de articular palabra.
—La verdad, no creo lo que he dicho, pero lo que me has hecho… —dio un jalón al chaleco azul, que llevaba sobre los hombros, y lo tiró con rabia al suelo.
Los dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, recostaron sus espaldas sobre una de las paredes del pasillo, junto a los ascensores, dejándose deslizar muy lentamente hasta el suelo, para terminar sentados uno junto al otro.
Vito, con las piernas recogidas, los brazos y la cabeza sobre las rodillas, no le contestó a nada de lo que Dolo le dijo.
Dolo, con las piernas extendidas, golpeando, sin parar, una punta del pie contra la otra, miraba al techo.
Ninguno de los dos decía nada. En el pasillo sólo se oía el sonido que producía el golpeteo de las zapatillas de deporte de Dolo.
Siete minutos más tarde, Dolo abrió su bolso, cogió el móvil, buscó en la agenda, pulsó marcar. El resultado fue que el móvil se apagó totalmente.
—¡Mierda, ahora te quedas sin batería, capullo! —insultó Dolo al móvil, al mismo tiempo que apretaba los dientes, y lo estrujaba entre su mano queriéndolo espachurrar (reventar, aplastar) con extremada violencia.
—¡No se te va a gastar la batería! —Vito rompió una de las reglas de los monjes trapense (el silencio. estos monjes sólo se comunican por señas)—. ¡Hablas más por el móvil que los futbolistas en las concentraciones! No entiendo cómo le pides a tu padre diez mil pesetas, si con el tiempo que te llevaste hablando con él gastaste más...
—¡Ja! El muchacho es, además de ingrato, una alcahueta barata e inculta de la época del Cuéntame, porque no fueron diez mil pesetas, sino diez mil euros, que en pesetas son, un millón seiscientas sesenta y tres mil ochocientas sesenta. ¡Don Olvida-llaves no sabe, todavía, que existen los euros! ¿De dónde me dijiste que venías? —el recochineo de ella estaba taladrando la moral de él—. ¡Huy, perdona! —Vito la miraba enfurecido—. ¿Quieres saber para qué se los pedí, pues toma! —con la palma de la mano cerrada hacia arriba, le levantó el dedo corazón.
—No sé… —la miró fijamente. El lustre (brillo) de los ojos, de Vito, hablaba por sí solo del estado de ánimo que le embargaba—. En un santiamén (instante) me has adjudicado más adjetivos calumniosos, que los que recoge el Diccionario de la Real Academia Española —ella sonrió con arrepentimiento, sin responderle—. Reconozco que he metido la pata con la llave… pero te diré, con mayúsculas, que yo…, ¡mírame a la cara! —ella le obedeció—, que yo no me merezco que me hayas tratado así —introdujo la mano derecha en el bolsillo interior izquierda de su chaqueta y, sin mirarla, sacó su móvil, tendiéndoselo para que lo utilizara.
—¡Gracias! —dijo, sin mirarlo a la cara. Al ver el móvil, extendió, al máximo, el brazo hacia delante, lo miró fijamente, frunció el ceño, y después de observarlo detenidamente, le preguntó—: ¿Funciona con batería o hay que quemarlo para comunicarse con señales de humo?
Vito rápidamente intentó quitárselo de un zarpazo, pero Dolo, tan rápida como la lengua de los camaleones cuando la lanzan por una presa, la retiró e hizo intención de lanzárselo a la cabeza. Él, que estaba un poco cachas porque al no tener trabajo la mayoría de su tiempo lo empleada en hacer deporte, reaccionó como si fuera la reencarnación de Kung Fu, por la velocidad a la que agarró la muñeca de Dolo; fue sólo un segundo, pero a ella le pareció una eternidad. Después de clavar su mirada en la de ella, agachó la cabeza, dejándole lentamente en libertad la muñeca.
Dolo resopló, se puso de pie, con los dedos índice y pulgar, de la mano derecha, estrujaba sus sienes, intentando recordar un número de teléfono. Siempre presumía de que tenía una memoria fotográfica. Cruzó los dedos. Marcó un número y, mientras esperaba que contestaran, caminaba nerviosamente desde una pared a otra del pasillo.
—…
—¿Caín? —preguntó Dolo. Vito, al oír ese nombre miró rápidamente hacia ella.
—…
—Soy Dolores.
—…
—¡Sí, joder! ¿No te acuerdas de que fui a verte a la cárcel hace dos meses?
—…
—Pues bien; ese día me dijiste que te quedaba un mes para salir, ¿no fue así?
—…
—¡Perfecto! Quiere eso decir que estás fuera del trullo (cárcel), ¿no?
—…
—Recordarás que me diste tu número de teléfono por si alguna vez necesitaba de tu ayuda, ¿no?
—…
—¡No me seas tontopoya!
—…
—De acuerdo…, te diré cuando te llamaré para follar —qué quieren que les diga sobre la cara que tenía Vito.
—…
—¡Cuando el sol se apague para siempre! ¡Oye, escúchame de una puta vez! Me he dejado las llaves dentro de mi apartamento, así que solamente necesito de ti que vengas y abras la puerta. A menos que fuera una chulería tuya eso de que abres las puertas ajenas simplemente porque las enamoras hablándoles, y que por eso estabas hospedado allí, ¿no?, por ligón de puertas —le vaciló Dolo.
—…
—¡Vale, vale, te creo! Toma nota del número de teléfono que te voy a dar…
—…
—Tres… tres… tres… dos… dos… dos… uno… uno… uno… ¿Ya?
—…
—Llama, y le dices a la persona que te conteste, donde estás. Te recogerá inmediatamente para traerte aquí. No tardes, por favor —cortó rápidamente la comunicación, marcando otro número.
—…
—Te llamará un tipo que se llama Caín; recógelo donde te diga, y tráelo inmediatamente para mi apartamento. No tardes. Adiós —le devolvió el móvil a Vito, sin mirarle a la cara.
Vito se lo guardó. <<¡Vaya tía!, lo que le faltaba —pensaba, mirando a la pared—. También es amiga de un chorizo que acaba de salir de la cárcel. Hay que ver dónde me he metido. Tengo que tener mucho cuidado, porque si me marcho ahora me puede denunciar alegando que le he roto o robado algo de su casa, y antes de que llegue al AVE me habrán detenido. ¡Joder, que día! Esto es un gran día y no el que decía tener, esta mañana el pelota del portero cuando se le consumió el cigarriiito. De verdad, de verdad, que estoy acojonado. Que sea lo que Dios quiera>>. En ello estaba cuando, del susto que se llevó al sonarle el móvil en el pecho, de un repullo (movimiento violento del cuerpo y especie de salto que se da por sorpresa o susto) se puso de pie.
—¡Qué sólo es el sonido de tu móvil! —le dijo ella.
Él se mordió el labio inferior
—¡Mira el muchachote! —continuaba Dolo dándole caña—. Si cada vez que suene tu móvil casi te da un infarto, qué no te dará cuando te den una mala noticia.
Vito lo cogió rápidamente y, antes de contestar, el interlocutor le dijo algo que le hizo lanzar una ristra (conjunto de cosas colocadas en fila) de insultos:
—…
—¡Maricón, hijo de puta, mamón...!
Dolo se quedó helada.
—…
—¿Quién te ha dado mi número de teléfono? —preguntó.
—…
—Sí, sí soy su marido, y como vuelvas a decirle, a mi mujer, algo así, por muy quinqui (delincuente) que seas, te rajo —la ferocidad que descubrió en su mirada, más lo dicho, provocó que Dolo se estremeciera, sobre todo porque pensó que Vito estaba casado, y que algo pasaba con su mujer.
—…
—Sí, está aquí conmigo, ahora se pone, pero cómo me diga que la has insultado…, no espero a que vengas sino que voy a buscarte —le dijo Vito al interlocutor, pasándole el móvil a ella.
Dolo no tenía ni idea de qué era lo que estaba pasando. Cogió el móvil con recelo. No se atrevía a hablar. Miraba a Vito desconcertada. Él la sacó de su espasmo mental.
—Es tu amigo —ella se encogió de hombros—. Sí. El chorizo ése, el expresidiario. Quiere hablar contigo —Dolo respiró tranquila, y enviándole una mirada pastelera a Vito, preguntó:
—¿Siiiiiiií? —con todo el recochineo que le pudo echar.
—…
—Pues sí —con empalagosa voz—, ya lo sabes. Estoy casada. ¿Dime?
—…
—¿Cómo que no contesta? ¡Eso es imposible! —de nuevo cogió las riendas de su dócil (?) talante (modo de hacer las cosas)—. ¡Repíteme el número que te di, joder!
—…
—¡Serás torpe, no sabes coger bien ni un número de teléfono tan fácil! —volvió a repetírselo—. ¡Anda que es difícil! Cómo abriendo cerraduras seas igual de listo que con la pluma, estoy lista. Adiós —cortó la conversación sin esperar respuesta.
Con descarado contoneo sexi, Dolo caminaba hacia Vito. Hizo stop, justo en la frontera del roce.
Él con la cabeza ladeada hacia la izquierda la ignoraba.
Dolo le devolvía el móvil como si estuviera dando golpecitos al aire, acompañándose por una lujuriosa postura labial.
Vito disimulaba que la observaba. Disimulo vano, porque sus niñas (pupila del ojo) lo delataban: <<¡Schuuu, Dios mío! —le decía su subconsciente—. ¡Qué buena está! —agitó bruscamente la cabeza para expulsar los pensamientos. Fracasada intención—. ¡Qué popa, madre, qué popa!—. Un carraspeo intimidatorio, de ella, lo acongojó—. Ay, Virgencita, ¿qué disparate me dirá ahora?>>.
—Muy bien maridito mío…
Vito cerró los ojos, resoplando con amargura; sus glándulas sudoríparas entraron en erupción.
—… —con recochineo—, espero con toda mi alma, que se abra, de una vez, esa puerta, para que al fin podamos consumar nuestro matrimonio. Que por cierto, cónyuge, ¿ha sido por lo civil, o por la iglesia?
—¡Por favor, por favor, por_fa_vor! —el tono suplicatorio, acompañado de la colocación de las dos manos en el pequeño espacio que existía entre sus caras, hizo a Dolo poner toda su atención—. Olvida eso. Te pido disculpas. Lo dije con la única intención de que no te dijera más obscenidades —su afligimiento (molestia o angustia) lo ahogaba.
—¿Qué obscenidades ha dicho? —con la única intención de alterarlo más.
—¿Te vas a acostar conmigo? —le decía Vito con mucho reparo —. Est…
—¿Cómo? —le interrumpió ella—. ¿Me estás pidiendo…?
—No —incomodísimo—. No, no —hacía aspavientos (demostración excesiva o afecta de temor, admiración o sentimiento) con las manos—. Eso me lo dijo a mí, creyendo que eras tú la que estaba al teléfono. También me dijo que…
—¡Eso ya me lo dijo a mí antes! —hubo una pausa visible—. ¡Oye!...
Él puso en guardia toda su atención.
—… ¿Por qué te ha molestado tanto lo que ha dicho Caín? —pícaro tono de voz le regaló.
Vito volvió a sentarse en el suelo, con las piernas recogidas.
Ella no le quitaba ojo, desde las alturas.
Él, con la vista hacia abajo, parecía que quería ver la nada en el aire. Rascándose el cogote, por fin contestó:
—Olvídalo —continuaba sin levantar la cabeza. La resignación era su oriflama (bandera o estandarte).
—¿Que lo olvide? ¡Ja! —exclamó, Dolo, con ironía—. Te metes en mi vida privada, y tú me pides que lo olvide, así, sin más, sin una ínfima explicación. ¿Crees que eso es racional?
Vito suspiró. Volvió a rascarse el cogote. Levantó la cabeza para que sus miradas se sintieran siamesas (hermano mellizo unido al otro por alguna parte de su cuerpo). Con sentimiento de sentimientos, le dijo:
—Me molestó porque…
Ella, ladeando la cara, activó todos sus radares auditivos.
—… Mira, no fue mi intención. Te ruego que me disculpes —cortante.
Dolo remedó la posición de Vito sentado. Como dicen los asistentes a la plaza de toros de la Real Maestranza en momentos de tensión cuando cuentan una peligrosa faena a un toro: “Se oía el silencio”.
Vito se levantó. Recogió del suelo el jersey de Dolo, se dirigió hacia ella, le dio un toque con la punta del zapato derecho al homónimo de ella. Al sentirlo lo miró. Extendió la mano izquierda para recogerlo.
—¡Gracias! —le dijo ella, con sonrisa sana—. Me gustaría que… —en ese momento se abrieron las puertas de uno de los ascensores, del que salieron, muy tranquilamente, tres hombres.
Vito fijó su mirada en los recién llegados. En menos que canta un gallo identificó a dos de ellos. La puerta de la jaula de su mente se abrió a tope, saliendo a la libertad sus pensamientos: <<¡Jodeeerrr! Esos tíos son los dos secretas que estaban hablando con ésta fuera de la terraza del restaurante. Eso es. Los que habían desaparecido cuando volví de mear. ¿Por qué habrán venido? ¡Ah, claro! Vienen acompañando al chorizo, para que abra la puerta. ¡Esto es mafia, mafia pura!>>.
—¡Por fin! —grito Dolo, levantándose sobre la marcha.
—¡Hola, Dolores! —dijeron los dos al unísono.
—¡Hostia, tía, vivir aquí te tiene que costar una pasta! —exclamó Caín—. O sea, chochi, que tienes la tira de guita (dinero contante), ¿eh? ¡Mira, mira… —dirigió su dedo índice hacia su entrepierna—, mi polla me dice que tú me necesitas, no para abrir la puerta, sino para abrirte…, ¡je, ya tú sabes! Desde ahora yo soy tu macho. Si quie…
Vito cerró los ojos, agachó la cabeza, y se mordió la lengua.
—¡Caín! —gritó Dolo, cortándole el mal rollo—. Cierra esa boca tan asquerosa que tienes, y abre la puerta de una puta vez.
La estupefacción (estupor, asombro) de Vito era inconmensurable. Estaba en una confusión permanente. Como muñeco de nieve ni se movía viendo como los cuatro se dirigían hacia la puerta del apartamento. No pudo evitar que sus pensamientos entraran en erupción: <"Vaya película; una camarera de alterne, o vidente, o malhablada (desvergonzada), o macarra, o calienta…; un padre que nunca está con ella, ¡Dios sabrá el por qué!; dos secretas, quizás matones; un quinqui recién salido del trullo; y yo… yo aquí entre ellos. ¿Por qué entraría en ese edificio de oficinas? ¡Hostia, no he llamado a casa para que me enviaran el currículo por fax! Mejor, mejor, no entrego ninguno más por aquí ni quiero trabajar en esta ciudad sin ley. Ésta no se creerá que voy a pasar aquí la noche, porque eso sería lo último que yo hiciera. Por supuesto que no me tomaré nada de lo que me ofrezca, porque es capaz de echarme algo para dormirme y quién sabe lo que me haría. Esta descerebrada piensa que me domina porque soy un paleto, aunque es verdad, pero de eso a ser tonto ni mijita>> —tal diarrea mental lo indujo a que no atendiera al trabajo que estaba realizando Caín. Con una sacudida de su cabeza expulsó todos sus pensares. Miró hacia la puerta. Los tres estaban inclinados tras Caín sin perderse detalle del trabajito que éste estaba realizando.
—¡Bingo! —gritó Caín, que mirando a Dolo le dijo—. ¡Ni he arañado la puerta, me merezco un regalito sexual! —Dolo lo mató con la mirada—. ¡Vale, vale, un regalito sólo para empezar, después yo te haré a ti una faena de medalla de oro!
—¡Salido, que eres un salido! —le insultó Dolo—. Porque me has hecho un favor, que si no te estallo los huevos —hizo ademán de darle una patada en los susodichos—. No tengo más remedio que reconocer que eres un hacha (persona sobresaliente en algo).
El Caín sonrió babosamente.
—Y ustedes —señaló Dolo a los otros dos— quédense bien con su cara, y de donde lo habéis recogido, que si algún día me roban aquí, aunque sea lo más insignificante, vais a buscarlo, lo hacéis trocitos, pero sin matarlo, y con mucha delicadeza y cariño preparáis pinchitos para los buitres del zoo. ¡Ah!, pero la colita la hacéis rodajitas finas, ¡eh!
A Vito le entraron escalofríos. Era normal que sus pensamientos afloraran, ante la naturalidad con que Dolo amenazaba: <"No me equivoco ni un ápice (en lo más mínimo) en que esta tía está en la mafia. No hay que ser un lince para saber que la táctica, ordenada a los dos para hacer desaparecer al chori, es propia de la mafia. Me voy ahora mismito. Le digo que me han llamado de casa urgentemente y que tengo que coger el AVE, ya>> —hizo intento de caminar hacia ella, pero oyó:
—¡Quieto ahí, colgao! —grito de Dolo.
—¡Aaahhh! —al oír el grito, los cuatro miraron a Vito sorprendidos—. No, nada —dijo con voz entrecortada—pensando—: <"Creí que me lo decía a mí. Me pone de los nervios. Ni que me fuera a comer. Bueno, bueno…, de esta gente que está más loca que una chiva (cría de la cabra) se puede esperar todo; y si la chiva además es…>>.
—¡Como cruces el dintel (elemento horizontal que soporta una carga, apoyando sus extremos en las jambas o pies verticales de un vano) —echándole una rápida mirada a la cabecera de la puerta—, te rajo lentamente! —Dolo agarró por el hombro a Caín al hacer, éste, intención de pasar al apartamento. Aún tenía las manos cubriendo sus partes.
—¡Vale, vale, que no te voy a robar! ¡Pija, sobre lo que me has dicho antes, te informaré que aquí en Madrid somos miles los que tenemos dedicación exclusiva en esto! —se defendió Caín.
—¡Nada, nada, lo dicho! Dale a este grosero quinientos euros —le ordenó a uno de los dos secretas— para que desaparezca de mi vista. Espero no volver a tener que necesitarte nunca más.
—Dolores, ni para… —Caín enmudeció al ver que ella le iba a endiñar (propinar, dar) una patada en sus partes—. ¡Vale, vale, que no me había percatado que estaba aquí tu andoba (en este caso, marido)! —con ironía.
El comentario provocó una sonrisa sarcástica en los dos amigos de Dolo.
Ella al descubrirlo les propinó a la velocidad de una repetidora un puntapié en las espinillas. Los tres se retorcieron de dolor.
Vito sonreía con satisfacción.
—¡Fuera de mi vista! —le gritó a los tres, indicándoles con el dedo el ascensor. Obedecieron como bebés. Caín al pasar junto a Vito le guiñó un ojo.
—¿Sabes cómo me voy a gastar la pasta? —le preguntó Caín a Dolo, camino del ascensor, y respondiéndole antes de que le preguntara—: ¡Follándome a la primera pilingui (fulana, ramera) que se parezca a ti, jajajaja!
Vito, continuaba inmóvil, sin poder evitar pensar mientras los veía dirigirse al ascensor: <"Es el tío más grosero y malhablao que ha parido madre. ¡Con qué gentuza me he mezclao!>>.
—¡Dolores —gritaba Caín—, y ese pringao te lo has ligao hoy! —sonrisa y tono irónico—. ¡Me lo han dicho estos dos gorilas!
Al ver que Dolo corría hacia ellos, los tres se empujaban para entrar el primero en el ascensor. No llegó a cogerlos por los pelos.
Próximo día 8 de noviembre: Capítulo VII y VIII

Comments: Publicar un comentario



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?