31 octubre 2006

 

CAPÍTULO VIII (A la Beefeater con Coca-Cola)

Vito inspiró y exhaló, a ralentí (cámara lenta), todo el aire que pudo meter en los pulmones. Ya podía hablar en voz alta: ¡Qué cabreo lleva! Cómo si la culpa fuera mía —hablaba mientras se dirigía a la puerta donde le dijo Dolo que había tabaco. Nada más abrir la puerta exclamó—: ¡Copón!, aquí hay más marcas y paquetes de tabaco que en la Tabacalera —el estanco doméstico ocupaba lo mismo que la puerta que lo ocultaba. Tenía riadas de casillas, con tres paquetes de tacaco cada una. La mayoría desconocidos por estas tierras: españoles, americanos, mejicanos, venezolanos, cubanos, franceses, jamaicanos, griegos, chinos, portugueses, japoneses…—. ¿Dónde estará el Marlboro? —repetía y repetía Vito al son del toque de su dedo índice, de la mano derecha, en las cajetillas—. ¡Por fin! —cogió un paquete. Con tanta ansia quería abrirlo que no encontraba la lengüetilla del precinto. A los pocos segundos lo consiguió. Sacó uno. Cogió un encendedor, sin duda de oro, que había sobre la barra del bar, fallándole tres veces—. ¡Mucha fachá, pero te gana en profesionalidad tu hermano el de yesca! —le dijo Vito al encendedor. Al prender el cigarro, le dio tal calada que casi se ahoga. Tosía más que un asmático en pura crisis. A paso ligero salió a la terraza. El aire le curó la tos. Terminó el resto de los dos cubatas. Volvió, de nuevo, al salón. Se sirvió otro pelotazo, que dejó con sumo cuidado sobre la mesita. Sentándose en el sofá, frente al retrato de Dolo. La observaba minuciosamente, mientras se bebía la que era la tercera copa. Aún seguía el espíritu de las cervezas, el vino y el copazo de brandy hechizando su sangre, cuando se le unió el de los tres últimos cubatas, consiguiendo despertarle el insoportable júbilo borrachín. Mirando el retrato, levantó el brazo derecho con el cubata en la mano, le dio una calada al cigarro y, al mismo tiempo que expelía el humo dirigiéndolo al cuadro, le dijo—: ¡Te he visto las tetas, jejejeje! —le gritó con tono jocoso (gracioso, chistoso)—. ¡Huy, perdón! ¡Se dice los senos, niño malo! —se pegó una bofetada—. ¡Coño, que me ha dolido! —llevó de nuevo la mirada hacia el cuadro—. No, no, no, los senos no, mejor los senitos, porque los tienes medianitos… —humareda exhalada a lo bestia que ocultó el cuadro. Rápidamente, con la mano, en la que tenía el cubata, dispersó la niebla tabaquera—. Justo, justo —tosió—, como a mí me gustan, ¡jejejeje! —terminó el cubata. Puso el cigarro en un cenicero, de cristal labrado, y se fue a preparar el cuarto pelotazo. No había terminado de poner la Coca-Cola en el vaso, cuando olió a quemado. Levantó la cabeza; olfateó, dirigiendo la nariz en varias direcciones; y de pronto corrió como un gamo hacia la mesita donde había dejado el cigarro. Éste se había resbalado del cenicero; rodó por el cristal de la mesa; yendo a descansar sobre la alfombra.
—¡Espera, espera, no ardas! —la suela de su zapato derecho aplastó a la, ya, colilla. Pánico le daba levantar el pie—. ¡Que no se note, que no se note! —suplicaba. Con suspense hitchcockiano (a lo Alfred Hitchcock) levantó el pie. El arrodillamiento, para verlo con claridad, tardó una eternidad, y resopló diciendo—: ¡Ufffff! Casi no se nota. ¡Anda que si le prendo fuego al apartamento! ¡Cualquierilla convence a la fiera ésa de que ha sido simplemente un despiste! —restregó varias veces los dedos sobre la quemadura, consiguiendo disimularla. Volvió a la barra. Terminó de prepararse el cubata. El susto le había quitado la media torta que tenía. En el extremo de la barra vio un mando a distancia. Cogió el cubata, el mando, y se volvió a sentar en el sofá. Encendió otro cigarro. Mientras fumaba, intentando relajarse, no quitaba ojo del mando, diciéndose—: Este mando es muy raro, tiene más botones que el refino (en Bonares: mercería) de mi pueblo. ¿Para qué servirá? Por aquí no veo ni una mísera televisión, ni un equipo de música, ni un aparato de aire acondicionado —miraba por todo el salón—, ¡ni na de na! ¿Cómo con tanto lujo, ésta, no tiene aquí ni un mal televisor para distraerse? —la incógnita del mando lo evadió de las preocupaciones. Mientras fumaba y se refrescaba el gaznate, no dejó ni un momento de darle vueltas y vueltas al cacharrito. Mareado ya de darle vueltas a la cabeza, pensando para qué serviría, lo dejó caer, con muy poca delicadeza, sobre la mesita. No quería pensar por qué se encontraba a gusto y tranquilo. Dio un buche (porción de líquido que cabe en la boca) al cubata. Mientras lo paladeaba sumillermente, su pasmo iba aumentando. Del techo, sobre la pared del fondo del salón, bajaba una pantalla gigante. No daba fe de lo que estaba viendo. Reacción a la sorpresa: engolliparse. La arcada (vómito) manchó la chaqueta, la corbata, la camisa, el pantalón…, y, apretando los dientes, maldijo—: ¡Me cago en…! ¡Y ahora, qué me pongo mañana? —encorajinado sacudía las manchas con las manos. Trabajo que abandonó al ver, por el rabillo del ojo que la pantalla era una televisión. En ese momento emitía un documental sobre nidos de serpientes, y Vito le dijo a la Dolo que estaba colgada en la pared—: ¡Ahí tienes reunida a toda tu familia! —le gritó al retrato de Dolo. Abatido por el contratiempo de las manchas, lo único que se le ocurrió fue quedarse en calzoncillos y tender la ropa sobre la mesa y las butacas, donde habían estado sentados en la terraza. Miró la hora, exclamando—: ¡Las nueve y media de la noche! Espero que la sanguijuela de la Dolo no vuelva todavía. Hace buena temperatura, pero entraré no vaya a ser que alguien me vea así —directo a la barra, para beberse el quinto.
El etilismo (borrachera etílica) le estaba haciendo efecto, y, al sentarse en el sofá, se dijo—: Será mejor que me siente —obvió la gran televisión, para dirigir su mirada al retrato de Dolo, diciéndole—: ¡Jejejeje! ¿Te gusta mi ropa interior? —continuaba bebiendo—. ¡Huyyyy! ¡Mira, mira, mira aquí! —abriéndose la portañuela (bragueta) de los calzoncillos—. ¡Ni lo verás ni lo catarás! ¡Jejejeje! ¡Joder, Vito, y si entrara ahora Dolo! —volvió a mirar nerviosamente la hora. Salió a la terraza, comprobó que la ropa ya estaba seca, la colocó en su antebrazo izquierdo, volviéndose a sentar en el sofá. Por la televisión estaban retransmitiendo un concierto de don Joaquín Sabina, como él le llama. Al verlo, intuitivamente, prendió un cigarro. Nuevo vistazo al reloj. Durante el concierto, continuó con la actividad cubatera. Sabina se despidió. Nuevo vistazo al reloj: las diez. Ya empezaba a preocuparse. Un nuevo cigarro. La tardanza de Dolo, ya no le preocupaba, le aterraba. Tan descontrolado se encontraba, que no se dio cuenta de que lucía ropa interior. Su voz regresó al salón—: ¿Adónde habrá ido? A ésta la han metido en el trullo con su amigo el Caín, ¡seguro! A que van a volver los dos policías para llevarme a mí también, porque ella me habrá culpado de algo… —era incapaz de centrar sus pensamientos—, o estará liada con ellos, porque a ésta —miró el retrato—, con la facilidad con que se agarra a los tíos, le van los rollos. Me tenía que haber marchado, porque ahora, ¿dónde voy?... Y seguro que me ha pedido que me quede para enrollarse conmigo también. Cómo me pida que me acueste con ella no voy a desaprovechar la oportunidad. Qué más me da, si a partir de mañana ya no la voy a volver a ver. Seguro, seguro que eso es lo que quiere, porque si no, por qué tanto interés para que me quede aquí a dormir —cogió un cojín del sofá, lo puso en un extremo, utilizándolo de almohada, y se tendió mirando hacia el retrato de Dolo para gritarle con todas sus ganas—: Dios, ¿por qué me gustarás tanto? —Morfeo lo raptó a traición.
Próximo día 15 de noviembre: Capítulos IX y X

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