02 noviembre 2006

 

CAPÍTULO IX (A mis amigos madrileños: Ángel Ruiz y Manolo Marín

Media hora más tarde llegó Dolo. Por la hora que era entró precipitada, dando un portazo. Sin detenerse, tiró las llaves sobre una cómoda, que estaba bastante lejos; dio otro portazo con la puerta del guarda ropa; buscó atropelladamente a Vito por todo el apartamento, al no verlo se dirigió a la terraza.
—¿Dónde estará este hombre? ¡Virgencita, que no se haya marchado! Vitoooo, ¿dónde estás? ¿Por qué me has hecho eso? —dijo con resignación. En ese momento oyó un sonido extraño. Puso atención y lo reconoció inmediatamente—. ¡Está roncando! —se le alegró el semblante a Dolo. Corrió al salón. Lo vio acurrucado como un niño cuando tiene frío. Una sonrisa cariñosa pregonaba la alegría que le entró. Todo el cariño que cosechaba en su interior erupcionó. Sin pensárselo, le acarició la cabeza, desde la sien hasta la barbilla, pasando por la oreja y la mejilla. Así estuvo hasta que Vito abrió los ojos. Sobresaltado se puso de pie. La miró. Ella sonreía. Al darse cuenta de que estaba en paños menores, rápidamente se colocó las manos en las entrepiernas, intentando taparse. Ella, con toda naturalidad, le preguntó:
—¿Dónde está lo que han traído? Ya veo que te lo has probado.
—No sé que… —en despabilamiento—. No ha venido nadie… ¡Ah, el de MRW! No, no, no ha venido —pensando—: <<¿De dónde vendrá a estas horas?>>.
—¡Se van a enterar esos…! —Dolo contuvo su lengua. Cogió el teléfono. No hablaba, gritaba.
Vito aprovechó para vestirse sin poner atención a lo que hablaba ella, pero al percatarse de que el tono de voz de Dolo se iba apagando, a medida que avanzaba la conversación, motivó que pusiera toda su atención:
—Sí, sí —continuaba Dolo—, ruego me perdone usted —decía más suave que un guante.
Vito disfrutaba oyéndola disculparse; pensando:
—<<¡Con el que está hablando no puede, jejejeje!>>.
—¡Gracias, muchas gracias, adiós!
Los dos se encontraron la mirada. Vito tembló al sentir la gélida mirada de ella en la suya.
—Hace unos veinte minutos —le decía Dolo cariñosamente enojada— que ha venido el mensajero, pero como nadie atendió la llamada al portero se marchó. ¡Vaya papelito que me has hecho pasar! —él gesticuló disculpas—. ¡Duermes como un tronco! ¡Anda que para no oír el portero! Dentro de unos minutos estará aquí de nuevo. Ven, siéntate aquí a mi lado —la obedeció sin decir palabra—. Bueno, cuéntame qué has hecho en mi ausencia.
—¡Psssss! —esquivó la mirada de ella—. Nada. ¡Ah, sí! Me he tomado una copa; he fumado un cigarro —con el pie tapó la quemadura de la alfombra—; nada más.
—¡Estupendo! Una copa y un cigarro —le dio una palmadita en la rodilla—. Entonces, si el señor quiere, claro, ¿me puede decir quién ha estado aquí haciéndole compañía? —Vito brincó hacia un lado—. La botella está medio vacía; en el cenicero hay una, dos, tres, cuatro…, ¡diez!, colillas. Creo que…
—¡De acuerdo! —hizo una pausa—. He sido yo.
—¿Pensabas que te iba a regañar? No me mientas nunca, por favor. Estás en tu casa y puedes hacer lo que quieras. Por cierto, ¿por qué te has vestido? Ahora que me iba a poner cómoda, ya sabes, como tú estabas, ligerito de ropa. Yo, siempre que estoy en casa, soy más atrevida que tú en el vestir.
—Dolo, que… —tragaba saliva.
—¡Mira cómo te has puesto la ropa! —señalándole las manchas—. Son de Coca-Cola. ¿Qué has estado haciendo? —no le contestó—. No te preocupes, que la solución está al llegar —sonó el portero—. No. Llegó. Voy a abrirle. ¡Es el mensajero, seguro!
Mientras Dolo se dirigía al video-porteo, él pensó:
—<<¡El mensajero, dice! Seguro que es la INTERPOL (Organización Internacional de Policía Criminal) que es la única que queda por venir a buscarla>>.
—¡Vito, no te lo dije! ¡La niña es muy lista! —se piropeó ella misma—. Lo esperaré en la puerta del ascensor.
Vito volvió a enchufar su minipimer encefálica:
—<<¿Qué habrá pedido ésta? Al verme las manchas dijo algo de que…, no puede ser, porque no sabe mis tallas. ¡Madre mía, qué pesadilla estoy pasando! Sí, ya sé que soy culpable. Simplemente tengo que decirle ¡adiós!, sin más explicaciones, y salir, cuanto antes, de este polvorín —resopló—. No, no, mejor mañana. Sí. Tengo que pensar en mi futuro. Mañana tengo la entrevista, y, mismamente, me marcho y la pierdo de vista, aunque siempre me acordaré de la Dolo. ¡Claro, si antes no me meten a mí en el trullo por su culpa!>> —desenchufó, al oír que ella se acercaba.
Dolo portaba una gran caja de cartón. El mensajero le seguía con otra, exageradamente, mayor.
—¡Ya está todo aquí! —dijo Dolo poniendo la caja en el suelo, junto a la barra del bar—. Deje ésa aquí también. ¡Gracias! —sacó del bolso una cartera, dándole una propina al mensajero.
—¡Gracias, señorita! —le contestó el mensajero, más contento que un abstemio (no toma bebidas alcohólicas) jarto vino en una candelita (fiesta flamenca).
Vito se restregó los ojos, prosiguiendo en sus pensares:
—<<¡Cien euros, le ha dado cien euros de propina! Esta chavala está loca de remate. Un poco más es lo que yo traigo. Como es tan espléndida…, ¿y si le digo que me pague por haberla complacido quedándome aquí? A lo mejor me suelta mil euros y mañana me pego un homenaje nocturno por aquí. El Guillermo me contó que no se le olvidará en su vida la noche que pasó aquí. ¿Cómo se llamaba el sitio?... San, San…>>.
—¡Despierta! O no me vas a ayudar a abrir las cajas que, al fin y al cabo, todo lo que contienen es para usted, señorito.
Él, más mosca que un preso novato en duchas carceleras, se arrodilló junto a las cajas; las abrió meticulosamente; pasando a ella lo que sacaba. A ningún artículo liberado les hicieron comentario. Vito ni levantó cabeza durante todo el vaciado. Dolo colocó todo sobre el mostrador del bar.
Conociéndolo, estaba clarísimo que Vito no pudo evitar liberar sus pensamientos:
—<<¡Un traje, me ha comprado un traje! Un traje, y dos camisas y dos corbatas y dos pares de calcetines y una caja de pañuelos y un par de zapatos negros y un cinturón de piel marrón y un cepillo y crema dentífrica y un bote de elixir y un paquetón de maquinillas de afeitar de un solo uso y jabón de afeitar y after shave y un frasco de colonia y un tubo de gomina. Esto no será sólo para mí. Seguro que lo quiere tener para que se desparasiten la ristra de tíos que pasan por aquí después de acostarse con ella. Vito, ¿tú crees que esta tía está normal? No te conoce, y va, y te compra todo esto… Mu gordo tiene que ser lo que tiene planeado hacer contigo. ¡Échale cojones y mándala al carajo, ya! ¡Tienes menos personalidad que un balón de fútbol! Dile…>>.
—¿Te falta algo para que mañana estés como un dandi? (extremadamente elegante) —le preguntó Dolo.
Vito continuaba arrodillado sin quitar ojo del fondo de una de las cajas. Tomó aire, levantó la cabeza muy lentamente, mirándola sin comprender nada.
—¡Ya!, te falta algo, ¿no?
—¡Algo!, si aquí hay más cosas que las que yo tengo en casa. Dolo, ¿esto es todo para mí?
Ella cruzó los brazos. Su cabeza se movía de arriba abajo, con síntomas de desesperación. Lanzando por su boquita:
—No —cabreo al máximo—. Es para el otro que tengo reescondido debajo de mi cama, ¡no te fastidia! ¿Eres sordo? —él negó con la cabeza—. Pues haz un poquito de memoria. Te dije que, cuando llegara el mensajero, revisaras las cosas, por si te hacía falta algo más, o, ¿ no?
—Sí. Te oí. Pero… cómo me iba a imaginar… Yo no te puedo pagar todo esto. ¡Y un traje! ¡Si yo no he tenido nunca un traje porque no puedo comprármelo! Te recordaré que he venido aquí a buscar trabajo, no a gastar el poco dinero que tengo, como ya te dije —recalcó—. Creí que lo sabías. Lo siento, no puedo aceptarlo. Ahora mismo limpio las manchas con un poco de jabón —dijo Vito muy decidido.
Dolo se quedó de piedra. Interviniendo inmediatamente:
—¡Para, para el carro! —pensando—: <"Éste sí que es un tío legal, y no la panda de interesaos que conozco>> —puso rodillas en tierra, colocando sus manos, con inmedible delicadeza, sobre las mejillas de Vito. Acción que provocó en él un repelús polar. Correspondiéndole ella con una muda, pero linda, sonrisa. Foto que Vito inmortalizó mentalmente. Una vuelta del segundero, arrastrando al minutero, tardó ella en reaccionar; diciéndole—: Por lo que más quieras, no pienses bajo ningún concepto que yo haya querido humillarte —palabras que, a él, le estaban sonando a gloria venusina (perteneciente o relativo a la diosa Venus)—. Ven, sentémonos.
Levaron (levantaron) rodillas, dirigiéndose al tresillo. Ella se sentó en la butaca. Él en el sofá. Los dos frente a frente. Dolo esperó a que Vito encendiera un cigarro y se diluyera la humareda plúmbea (color plomo. Gris) que se había interpuesto entre ellos. Desaparecida la bruma cigarrera sus miradas de encontraron. Vito la esquivó, ladeando la cabeza. Sin dudarlo, Dolo se levantó un poco hacia delante, lo justo, para cogerle la barbilla y dirigirla hasta la posición de duelo visual. El careto de él representaba la seriedad embalsamada; todo lo contrario que su corazón que latía a mil por hora; no por la compra, sino porque todavía le quedaban restos del escalofrío que sintió cuando ella le colocó las manos sobre los hombros; momento en el que quiso abrazarla; pensando—: <"Qué pena que no sea una mujer normal>> —finalizando, sin quebrar el engarce (unión) visual, con un suspiro, que ella aprovechó para decirle:
—Espero… —tragó saliva— que entiendas lo que voy a decirte —carraspeó—...
Vito daba caladas descomunales al cigarro.
—… Ni te he pedido el dinero ni te lo voy a pedir… No acostumbro a pedir el importe de los regalos que hago. Yo también estoy sorprendida con mi actitud, pero sinceramente, después de pensármelo muy mucho, he hecho lo que me ha dictado mi corazón. Puede que esté equivocada…, puede que tú pienses que estoy mal de la cabeza…, puede que pienses hasta mal de mí… —se acarició el pelo. Él volvió a pensar que le leía el pensamiento—. A mí me gustaría —continuó ella—: que si yo me encontrara alguna vez en tu situación, actuara alguien como yo he actuado contigo. Difícil que alguien haga buenas acciones en estos tiempos que corren. Yo te…
—¿Has dicho buenas acciones? —le cortó él—. Sí, sí, lo has dicho. Quieres decir que estás haciendo una buena acción con un pobre pueblerino muerto de hambre —tan obcecado (ciego) estaba que no advirtió que a Dolo se le humedecieron los ojos—. Pues…
—¡Por favor, Vito! —ruego con herida mortal—. Siento mucho que te hayas molestado. Te juro por mi madre que me has malinterpretado —las lágrimas horadaban (perforaban) los pulidos carrillos de ella—. Lo único que te puedo pedir es perdón. Haz lo que quieras que yo me voy a la cama. Si decides quedarte, en la nevera tienes para cenar —el desconcierto que vivía en Vito lo escayoló—. Si es así, te llamaré mañana a las seis. Será suficiente para que seas puntual. Adiós —Dolo se levantó. Lloraba como una magdalena. Camino del dormitorio, su brazo sintió cómo una mano lo inmovilizaba. Ella se detuvo sin quitar la vista del frente. Vito, con su pañuelo, secó delicadamente las mejillas de ella, que se sentía impotente para mirarlo a la cara. Él hizo intención de ir a abrazarla, pero se contuvo. Dolo lo descubrió. Arrepentimiento, de abrazarla, que aumentó, en ella, el concepto de caballero que ya tenía de él—. Gracias, por… ya sabes… —le quitó el pañuelo; sonrió. Vito le correspondió con otra sonrisa y le dijo:
—Dolo… —ella lo miró con dulzura—, no llores —le salió del alma—. Al verte llorar he sentido cómo mi alma se moría. Pediría a Dios que borrara el día de hoy para que esas lágrimas no hubieran salido de su pozo. Maldigo el haberte conocido —ella se petrificó al oírle —; no, no, no porque… —la acción de posar sus manos en los hombros de ella; que se estremeció por la impetuosa sensación de placer interior que bebió todo su cuerpo; provocó que Dolo posara su frente sobre el pecho de él, haciéndolo enmudecer y que le besara la mollera (parte más alta de la cabeza). Dos suspiros desiguales en el tono, pero idénticos en volumen, rompieron la pose. Sonrieron como dos infantiles platónicos enamorados.
—¿Amigos? —dijo Dolo extendiéndole la mano derecha.
—Amigos —contestó él, estrechándole la mano con firmeza y besándosela.
—Voy a preparar algo para cenar. Porque tienes hambre, ¿no es así?
—Sí, bastante —sonreía—. Después de los cubatas tengo que llenar el estómago. ¿Te ayudo?
—Me encantaría —tono tontón.
—¡Hecho!
—Acompáñame a la cocina —con sonrisa edulcorada (endulzada).
Vito la seguía moviendo la cabeza y diciéndose que lo que le estaba ocurriendo no era ni normal ni creíble y que tampoco ella parecía lo que él pensaba. Al entrar en la cocina, de repente, echó el ancla. Miraba a un lado y a otro.
—¿Te gusta? —le preguntó a Vito ante la inspección a la que estaba sometiendo a la cocina.
—¿Si me gusta? ¡Impresionante! Es más grande que mi casa y la de mi vecino, juntas.
—En ese mueble está todo lo necesario para poner la mesa. ¿Te importaría ponerla?
—No, no, que va. Estoy acostumbrado, aunque nunca sé como colocar los cubiertos.
—¡Jajaja, yo tampoco! Es una regla que nunca he sido capaz de memorizar.
Vito pensó:
—<"Si es camarera, cómo es que no lo sabe. A que al final me la va a pegar>>.
—Cuando —continuó ella— me toca ponerla, siempre me digo que tengo que aprender la maldita norma, así que colócalos como más rabia te dé —le contestó Dolo que, al abrir el frigorífico le preguntó—: ¿Te gusta el arroz tres delicias?
—El arroz, incluso hervido, es mi plato preferido.
—¡Qué casualidad, el mío también! —sonrió—. Ya son tres… —él la miró— las coincidencias entre nosotros: los cubatas de Beefeater, no saber colocar los cubiertos, y el arroz.
—Es verdad —no quiso darle importancia. No deseaba entrar en temas personales.
—¿Y las salsas? —le preguntó ella mientras ponía el arroz en una cazuela de barro.
Él pensó:
—<"Ahora no me va a coger>>.
—¡La mayonesa casera! —dijeron al unísono.
Ella rió a carcajadas.
Él ladeó sus labios simulando sonreír; pensando:
—<<¡Es bruja, seguro! Me da miedo>>.
—Ya son cuatro coincidencias. ¿No te parece curioso? —preguntó Dolo.
—Sí. La verdad es que sí —continuaba poniendo la mesa—: <<¡Vaya cantinela (repetición molesta de alguna cosa) que va a coger ésta! Cómo me pregunte por otra cosa que a mí también me guste le miento; si no va a decir que somos tal para cual. ¡Lo que me quiere es enrollar!>>.
Dolo, mientras se cocinaba el arroz, preparó unos patés; una ensalada; y —en un artilugio que Vito no reconocía— comenzó a abrir ostras.
Vito se acercó muy sigilosamente junto a ella. Las había comido una vez y le encantaron. El reojo femenino lo marcaba. Dando un toque con su hombro en el de ella, le dijo:
—Estarán frescas, ¿no? —sin poder eludir pensar—: <<¿Qué has hecho, Vito? Te has pasao con el toquecito del hombro. No le des pie. Ignórala>>.
—¡Ja! —irónicamente Dolo—. Que sepas que fueron cogidas ayer por la mañana en Villagarcía de Arosa (Santiago de Compostela –Galicia). Las subieron al avión por la tarde, y las he recibido esta mañana. Así que ¡listillo! has patinao. Que por cierto, ahora que caigo, no te he preguntado si te gustan.
—Sí. No, no, no las he probado nunca —mintió para evitar otra coincidencia.
—Espero que te gusten. A mí me enloquecen, será porque como son afrodisíacas —Vito movía la cabeza—. Mi mejor amiga y yo, las solemos comer a menudo... Míralas, están vivas. Tenemos que aprovecharnos de su frescura. Siempre deberíamos disfrutar a tope de nuestra frescura —Vito evitó la mirada pícara que le tiró ella—. Yo le llamo frescura, en lugar de edad, porque tanto la edad, como la frescura, se marchitan con el tiempo. Es más agradable que te pregunten por la frescura que por la edad, ¿no te parece?
—Nunca se me hubiera ocurrido pensar eso —no quería mirarla. Cogió una ensalada, que no vio hacer, y una bandeja con patés y tostas; parsimoniosamente las acostó sobre la mesa, mientras se martirizaba mentalmente—: <"Ya empezó otra vez. Me está buscando la lengua. ¡Frescura, dice frescura!... Ella sí que es una fresca (desvergonzada). Imagino la cara que pondría un viejete si le preguntara: ¿Qué frescura tiene usted?; no me contestaría, sino que me denunciaría por maltrato psicológico. ¡Qué tía, come ostras para ponerse a tono! ¡Hasta con la amiga! ¡Joder, Vito, lo que le faltaba a su currículo, ser lesbiana! ¡Jo, que tía!>> —al coger la bandeja con las ostras, para llevarla a la mesa, dirigió la mirada a un lado haciéndoles ascos.
—Vito, que si te dan asco no las pongas en la mesa, me las como, yo sola, sin que tú me veas. Las podría dejar para mañana, pero como esta noche es especial para mí —él escondió la cabeza— no las voy a perdonar.
—No —nueva entrada en la mente—: <"Me está buscando descaradamente. ¡Noche especial! La muchacha lo que quiere es que las ostras la pongan cachonda y que yo le de…>>.
—¿No? —muy extrañada.
—Que sí, que si tú dices que están tan ricas, las probaré.
—No te arrepentirás. ¡Ah! —lo miró fijamente—. ¿Qué frescura tienes?
—¿Cómo? —ella esperó a que él pensara—. Ya lo he cogido. Déjame que calcule —miraba al techo—; creo que —ella frunció el ceño— más que mi frescura… —la pausa de Vito fue a propósito— debería decirte mi calentura, ¡y… —la boca de ella se entreabrió por pasmada— todavía no he comido ostras! —pensando rápidamente—: <"No querías caña, pues toma>> —al verle la cara, rompió en arrepentimiento—. ¡Perdona, perdona, perdona, no he…!
—¿De beber? —con naturalidad, para nada molesta—. Tengo vino blanco, rosado, tinto, espumoso, cerveza, ¡ah!, también fino, y manzanilla de tu tierra. Por supuesto agua con gas, y sin gas, o…
—Vino tinto —tajante—. ¿Dónde lo tienes?, que lo cojo.
—Allí, al fondo a la derecha —le señaló ella.
Vito abrió la puerta, la luz del interior se encendió automáticamente, presentándole un habitáculo decorado y acondicionado como una bodega.
—¡Coño! —ella sonrió al oírlo—. ¡Aquí hay más botellas que en la Rioja y la Ribera del Duero, juntas! ¿Cuál cojo?
—La que tú quieras —se tronchaba.
Vito, con una botella entre las manos, regresaba leyendo la etiqueta.
—El sacacorchos está dentro de la bodega —le dijo ella.
En el interior, Vito buscaba y requetebuscaba el sacacorchos.
—Es el artilugio que está cogido a la pared, junto a la puerta. ¿Lo ves?
Él en su vida lo había utilizado. Toda su fuerza de voluntad se puso en guardia ante el sacacorchos. Un golpe de suerte le sacó del apuro.
—¡Jodío aparato! —exclamó al salir. Directamente le puso a ella un poco en la copa.
—Déjate de tonterías y llenas las dos copas hasta arriba.
—Me gusta —dijo él—. Estoy… —carraspeó— esperando verte comer una ostra, porque yo no sé como se hace.
Dolo se levantó muy dispuesta, desparramaba vanidad. No había duda que deseaba impresionarle. Cogió, de un cajón, el cubierto adecuado. Eligió la más hermosa que había en la bandeja; la separó delicadamente de la concha; un chorrito de limón; y —con una expresión presumida e insinuante— se la introdujo en la boca e hizo un gesto con las manos y la cara indicándole que no era tan difícil.
Vito la imitó, salvo en una cosa: al probarla puso cara de asco e hizo ademán de escupirla.
Ella rio al verlo. Le acercó la servilleta para que la escupiera.
Él se sorprendió de que no le repugnara el escupitajo que tenía que echar. No quiso engañarla más. Se la tragó, y exclamó:
—¡Exquisita! Está deliciosa —paladeaba sin parar—. Es la más fresca que he comido. Ya las había comido y me encantan.
—¡Esaborío! Como dicen por tu tierra —le dijo Dolo tirándole su servilleta a la cara. Los dos rieron.
Vito, engullidas tres ostras, pensó que era el momento ideal para preguntarle sobre su vida, única manera de poder confirmar lo que su conciencia le decía.
—Dolo, mañana, ¿a qué hora entras a trabajar en la cafetería?
—Mañana…, ¡que se quema el arroz! —corrió hacia la vitrocerámica, retirando la cazuela de barro del fuego.
—¿Se ha quemado? —preguntó para disimular su pensamiento—: <"No sé cómo se las apaña para que siempre ocurra algo cuando le pregunto sobre ella>>.
—La he salvado de milagro —con una manopla acercó la cazuela a la mesa. Le apartó primero a él—. Comamos, que en cuanto terminemos te tienes que probar la ropa. Espero haber acertado en las tallas —instante en que volvió a sonar el móvil de ella—. Perdona. Sigue tú comiendo que se va a hacer muy tarde —le dijo Dolo mientras se alejaba hacia el salón para atender la llamada. Desde la cocina la oía hablar:
—Sí, dime.
—…
—¿Cómoooo?
(Al oírla preguntar con extrañeza y alteración, la cara de Vito se descompuso).
—…
—Acercaros inmediatamente por aquí. Adiós.
Mientras Dolo regresaba a la mesa, Vito pensaba:
—<<¡Hala, otro follón! ¿A quién habrá citado a estas horas? Seguro que son traficantes. Esta noche puede haber aquí hasta tiros. Se me han quitado las ganas de comer. Le voy a preguntar si me puedo duchar, así me quito de en medio; me acuesto; cierro la puerta con el seguro; y a la camita, que mañana va a ser un día duro. Aunque sé que no voy a pegar ojo>>.
—¡Joder, joder..., cuanto hijo de puta anda suelto por ahí! —estaba histérica—. Vito, discúlpame, no tengo más remedio que hablar con mis dos primos esta noche —él movió los hombros como si no le preocupara—. Son los que trajeron a Caín. Ellos son hijos de mi tío don Vito, que a la vez es hermano de mi madre. Será mejor que, mientras hablo con ellos, aproveches para probarte la ropa. Por si necesita, sobre todo el pantalón del traje, un retoque.
—¿Qué ha ocurrido para que te pongas así? —de un trago terminó con el vino.
—No te preocupes. Acompáñame a la habitación donde vas a dormir. Allí puedes probarte la ropa, para que yo vea cómo te queda —le dijo Dolo mientras cogía de encima de la barra del bar el traje, la camisa, y los zapatos—. Ésta es. Pasa.
—Es muy bonita y confortable —ya no le sorprendía nada del apartamento.
Ella colocó delicadamente la ropa sobre la cama.
—Cámbiate rápido, que están al llegar mis primos —salió de la habitación.
—No te preocupes. Lo haré inmediatamente –con resignación le respondió él.
N O T A D E A T E N C I Ó N: Por motivos ajemos a mi voluntad, el capítulo X, no lo puedo publicar hoy tal como lo tenía anunciado.

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