07 diciembre 2006

 

CAPÍTULO XXII (A mis tatas: Inés, Tatita -Carmen- y Rosarito).

Dolo aparcó el Mini en el garaje. Pulsó el botón del ascensor que la llevaría a su apartamento. Antes de que se cerraran las puertas, salió veloz. Recordó que no había cerrado el coche. Unos pasos y pulsó el botón del mando a distancia. De nuevo en la puerta del ascensor —lo habían ocupado—, mientras esperaba, apoyó su mano derecha en la pared, todo lo alto que pudo, dejando caer la cabeza sobre el hombro derecho, poniendo postura de inequívoco cansancio. La tardanza del ascensor la estaba desquiciando. Se acompañó con música, golpeando repetidamente con la planta del pie derecho sobre el suelo. Al llegar el ascensor, empujó las dos hojas de la puerta intentando que se abrieran más rápidas. Mientras subía, no paraba de ir de un lado para otro, dándole vueltas al meollo (los sesos):
—<<Éste no se me escapa. Tengo que hablarle claro y decirle lo que siento por él. Ni baño en la piscina ni comida ni nada. Tengo que coger al toro por los cuernos cuanto antes. Si después de contarle todo sobre mí, le apetece un baño en la piscina, comer o lo que le dé la gana, yo le complaceré con mucho gusto. Iré a muerte con él, donde quiera y a lo que quiera>>.
El ascensor se detuvo. No esperó a que las puertas se abrieran por completo. En cuanto el hueco llegó justo para que cupiera de lado, saltó fuera. A punto estuvo de perder el bolso al chocar entre las puertas. Desparramando cansancio llegó a la puerta del apartamento. Con impaciencia buscaba las llaves dentro del bolso; murmurando:
—Seré tonta… Se las di a Vito. ¿Qué estará haciendo? —pulsó el timbre—. ¿Le habrá gustado a mi tata (niñera)?..., que me echará una riña por no haberle dicho que iba a venir Vito. ¡Con un beso se le pasará pronto!
—¡Hola, tata! —Dolo le dio un beso en la mejilla—. ¿Han llegado los del catering con el almuerzo? ¿Dónde está mi amigo? ¡Vito! ¡Vito! —llamaba Dolo, dirigiéndose a la terraza—. ¿Dónde estás, Vito? —preguntó al aire, al no verlo. De allí fue a la cocina. Su tata se había quedado de pie y muda en la puerta, pero Dolo ni la vio—. ¿Vito? —de allí a la habitación donde él había dormido. El semblante se le cambió al ver toda la ropa que ella le compró tirada por el suelo—. ¡Tata! —gritó—, ¿dónde está mi amigo? —miró hacia atrás y tampoco veía a su tata—. ¡Tataaaa! —el tono del grito pintaba malos presagios. Corrió a buscarla. La encontró en el mismo sitio que la dejó al entrar—. ¿Dónde está mi amigo? —el sofoco (grave disgusto) la ahogaba.
—No sé —le respondió con reticencia (dar a entender que se oculta algo que pudiera decirse).
—¿No sabes? —con recelo.
—Se ha marchado. No di…
—¿Qué se ha marchado? —le cortó Dolo—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¾preguntaba y preguntaba muy malhumorada. Silenció la repetidora de preguntas. Miró fijamente a su tata. Las dos estaban tensas, en silencio. Tanto es así que se oían los choques de las partículas de polvo en el ambiente.
—¡Ay, mi niña! —Dolo torció un poco la cabeza, sin dejar de mirarla—. Sólo le dije que te habías dejado el ordenador funcionando y que siempre me ha dado mucho miedo dejar los aparatos conectados porque pueden provocar un incendio… y que si él sabía desconectarlo que, por favor, lo hiciera... —Dolo estaba inmóvil. Continuando su tata—: Me dijo que lo intentaría. Que por cierto, se extrañó muchísimo cuando le indiqué cual era la puerta de tu despacho. Entró en la habitación. Estuvo mucho rato. Yo seguí con la faena de la casa. Hasta que oí un portazo. Me asusté porque no me imaginaba que había sido él al marcharse —a Dolo le iba cambiando el rictus (rostro que expresa estado ánimo penoso o desagradable), por cada golpe de voz de su tata—. Entré en su habitación y, cuando vi la ropa por el suelo, comprendí que había visto algo en el ordenador o en la habitación que no le habría gustado. Además tampoco lo ha desconectado. Lo siento mi niña, yo no sabía que...
—¡Mierda! —le dio una patada a la pared—. ¡Mierda, mierda, mierda! —vociferó Dolo corriendo a la habitación del ordenador. La pantalla volvía a estar en standby. Rezando pulsó la “D”, y apareció lo que ella temía—. ¡Mierda, mierda, mierda, mierdaaaaaaaa! —gritó a pulmón abierto. Se derrumbó sobre la silla. Clavó los codos en la mesa, delante del teclado, dejando caer las sienes sobre la palma de las manos, en un tris (en nada, a punto), más por rabia que por pena, rompieron aguas los ojos. Exclamando—: ¡Por qué anoche no hablaría con él!
Las lágrimas se perdían entre el jeroglífico del teclado. Sintió que le acariciaban la cabeza por encima de la nuca. Reaccionó inmediatamente. Volvió la cabeza más veloz que el flash de una cámara fotográfica. Pero se derrumbó de nuevo. No era Vito.
—Cariño ¿quién es ese muchacho? —le preguntó su tata con un hilo de voz (voz sumamente débil o apagada) teñido de cariño maternal, a la vez que le secaba las mejillas con un pañuelo blanco hecho un higo (estar hecho un higo: estar muy arrugado).
Dolo no podía hablar. Lloraba a lágrimas vivas.
Su tata, que la había cuidado desde que nació, se preocupó muchísimo, diciéndole con cariño maternal:
—Nunca te he visto así. ¿Te ha hecho algo en el ordenador?
Dolo le contestó que no con la cabeza.
—Pero —su tata insistía—, mi niña, por favor, dime algo.
—Era el hombre de mi vida -le respondió, sollozando, sin mirarla, ocultando la tristeza de sepulturero que tenía.
Su tata la abrazó por la espalda, apretando su cara contra la nuca de ella.
Dolo, entre lloriqueos, le contó todo lo que había vivido junto a Vito, y lo que él había leído en el ordenador.
—Ven, vamos a sentarnos en el sofá, que me duele la espalda —le dijo su tata, agarrándola cariñosamente por el brazo.
Se sentaron muy juntas. Parecían madre e hija. Su tata le cogió la mano.
—¿Estás segura de que por eso se ha marchado? —Dolo asintió con la cabeza—. Pues llámalo ahora mismo y se lo explicas. Si verdaderamente a él también le interesas tú, lo comprenderá y volverá. ¡Anda! Estas cosas, cuanto antes se aclaren, mucho mejor.
—Ya habrá salido el AVE —casi no le salía la voz—. Además, no tengo ni su teléfono ni nada que me pueda ayudar a localizarlo.
—¿Por qué estás tan segura de que ya ha cogido el tren? —tono consolador—. Y si ha tenido algún problema ¿eh, sabelotodo?, a lo mejor todavía no ha llegado a la estación.
—Puede ser —exclamó con esperanza—, porque, debido a los controles policiales para encontrar a los terroristas, hay un caos circulatorio de no te menees. Es indudable que también me van a afectar yendo hacia Atocha.
—¡Corre, mi niña! Puede que lo consigas, y no tengas miedo de contarle todo —le alentaba su tata, que le gritó antes de que saliera—: ¡Esta noche me quedo contigo! ¡Espera! —Dolo frenó en seco—. Si vas a tardar, porque lo encuentres, llámame para quedarme tranquila.

Desde que entró en el ascensor no paró de saltar para que bajara más deprisa. Al Mini lo convirtió en el Renault de Fernando Alonso (piloto de Formula 1), y en el santuario de San Cristóbal (mártir cristiano y patrón de los viajeros):
—¡San Cristóbal, que no me pare la policía, y que no me pase nada! Si llego sin ningún incidente a Atocha, te juro que no volveré a infringir (quebrantar) el Código de Circulación. Necesito llegar antes de que se marche Vito. ¡Joder, un control! Sé que no me han parado sólo a mí, pero, por favor, que no tarden. Dios, ¡te lo ruego!; prometo que cumpliré el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia (según el Catecismo de la Iglesia Católica: Oír misa entera todos los domingos y fiestas de precepto).
Todo el recorrido lo hizo a paso de tortuga. En Atocha aparcó en zona prohibida y salió zumbando hacia los andenes del AVE, sin dejar de decirse:
—¡Virgencita mía, que esté ahí! —continuando con la súplica—: El domingo, en misa, te enciendo todas las velas del cepillo. No ¡el domingo y todos los domingos! Por favor que pueda hablar con él y me comprenda.
Bajaba por la escalera mecánica corriendo, sorteaba a los que se interponían en su camino y saltaba sobre los equipajes que descansaban en el suelo. Todos, después de que ella pasara, intuitivamente miraban hacia atrás esperando que inmediatamente apareciese el perseguidor, como en las películas. A paso ligero, mirando a todos lados, recorrió varias veces de un extremo a otro las entradas a las vías. De vez en cuando daba un salto para poder ver por encima de las cabezas del gentío.
—¡Aquí está metida toda España! —exclamó.
Se detuvo un instante. La camisa había cambiado de color en las sobaqueras. Los ojos le escocían por la riada de sudor que recibían. Tantas veces hizo el mismo recorrido, que todos los allí presentes la seguían con la mirada. La inequívoca e incomprensible voz de la megafonía puso en alerta a su sistema auditivo al creer oír “Sevilla”. Los nervios le habían traicionado la lucidez al caer en la cuenta de que lo primero que tenía que haber hecho era leer los paneles de información de “Salidas”. Se mosqueó con ella misma. Una esperanza le relajó. Estaban a punto de embarcar en el AVE de las cinco con destino a Sevilla. Corrió a la cola. Miraba inspeccionando, uno por uno, a los hombres, de tal manera, que cualquiera podía pensar que se le estaba insinuando. Una acompañante de uno de ellos le gritó:
—¿Qué coño miras?
Fracasada la búsqueda, se sentó extenuada (debilitada) pero, eso sí, sin dejar su vigilancia. Cada cinco minutos volvía a recorrerse la estación. Andar, correr, sentarse. Levantarse, correr, andar. En la inspección de la cola para embarcar en el AVE de las seis dio por finalizada su búsqueda. Exhausta (agotada) se derrumbó en un banco. El sudor bajaba por sus sienes coqueteando con las lágrimas, que seguían el mismo rumbo, hasta convencerlas éste de que se escondieran en la comisura de los labios. Dolo, al sentir anegados sus labios, quitó la inundación con la punta de su lengua; descubriendo un nuevo sabor: el producido por el coito entre las lágrimas y el sudor. Con las palmas de las manos secó, de su rostro, a los culpables de la mezcla.
—Ya habrá llegado a Sevilla —se decía cuando el Séptimo de Caballería la alivió. Con dificultad, por las prisas, le costó sacarse el móvil del bolsillo trasero derecho del vaquero—. ¡Aquí está, aquí está! —El Séptimo de Caballería continuaba sonando en su trasero—. ¡Éste no es! —a ese móvil le correspondía el número que le dejó escrito, a Vito, en la pizarra de la cocina. Con desplome moral sacó al que estaba cantando del bolsillo izquierdo—:
—¿Sí?
—…
—No, no lo he encontrado.
—…
—No te preocupes, tata, que ya voy para allá.
—…
—De verdad. Espérame. Adiós.

Triste, decepcionada y reventada por el cansancio, caminó a ralentí (mínimo esfuerzo, lenta) hacia el Mini. Mientras era ayudada a subir por la escalera mecánica, se metió la mano en el bolsillo derecho para coger la llave. Rebuscó sin éxito. Palpó por el resto de los bolsillos y tampoco la encontró. Inmóvil, en postura de descanso militar, con la mano izquierda apoyada en la cintura y la derecha en la frente, miraba al cielo luchando por recordar dónde la podía haber metido.
—¡Ay, madre, a que la he perdido! Espera, espera… ¡seré inútil! Con las prisas la dejé puesta. El coche abierto y la llave puesta, ¡ya lo perdí! Apuesto que, por lo bien que me están saliendo las cosas hoy, me lo han robado.
A su cansado caminar se le unió el presentimiento de que se había quedado sin Mini. Con miedo salió fuera. Al verlo en el mismo lugar corrió, hacia él, como loca. Abrió la puerta y miró junto al volante.
—Esto no me ha pasado nunca —decía—. Dejar el coche abierto, con la llave puesta, mal aparcado, y no se lo han llevado ni los chorizos, ni la grúa, ni siquiera me han multado después de las horas que lleva aquí. Esto es un milagro. Si lo cuento no se lo cree nadie. Por fin algo que no me sale mal —miró al cielo, diciendo—: Tendremos que negociar lo prometido, ¿no te parece? El coche sí está aquí, pero, de Vito, ni rastro.
Arrancó con amargura encorajinada. La vuelta a casa fue larga en el tiempo: Tranquila, sosegada. Quizás fuera la primera vez que condujo tan despacio. Necesitaba relajarse. Tardó más en llegar a casa que un caracol cojo.

—Mi niña, qué penita me das —le dijo su tata, nada más abrir la puerta—. Todo por mi culpa. Cuando él recapacite, aunque esté molesto, te llamará. Si es tan educado como tú dices. Tienes el estómago vacío. Eso no te ayudará en nada. Vamos a comer algo de lo que trajeron los del catering —Dolo se dejó llevar. Se sentaron en la cocina. Su tata le preparó un plato surtido, acompañado con un vaso de agua mineral sin gas.
—No —su tata la miró sorprendida—. Abre una botella de vino tinto, que nos la vamos a fundir.
—¿Fundir? —incomprensión de su tata.
—Significa que, ahora mismo, nos la vamos a beber entera.
—¿Entera? —asustada.
—Sí, tata, entera —con deje (tono descendente en el habla) cansado.
—Estás tan afectada que, como no seas lista, vas a tirar por tierra todo lo que te ha costado tanto conseguir. No he dejado de pensar en lo ocurrido y no creo que reaccionara de esa manera sólo por lo que vio en el ordenador. Mis arrugas me dicen que hay algo más. ¿Seguro que me lo has contado todo? —Dolo con unos pequeños movimientos de la cabeza le contestó que no—. Por qué mientras comemos no me lo cuentas, para que te pueda ayudar, mi niña.
Dolo la miró. El desconsuelo hervía en sus ojos todavía rojos. Su tata inhaló esos vapores, produciéndole una desgarradora pena. Las dos regaron las macetas de sus pestañas.
—Si no dejas de llorar, me voy y no vuelvo más —dijo su tata con voz entrecortada.
—¡Mira quién habla! —con tono de voz entre risa y sollozo, la abrazó con fuerza, hasta que su tata sintió ahogo. Cortó ese sentir, separándose y yendo por la botella de vino.
Le dio a Dolo la botella y un sacacorchos. Ella cogió la botella de “Ribera del Duero”, atornilló el tapón clavándole la punta del tirabuzón del sacacorchos; colocó la botella entre sus muslos, juntándolos con fuerza para sujetarla bien, y con mucho arte la descorchó. El desvirgamiento botellil fue doloroso, tal como confirmó el grito que escupió la botella. Llenó las dos copas. Levantó la suya. Esperó a que su tata hiciera lo mismo.
—¡Por nosotras! —empinó el codo y se la bebió del tirón, con más habilidad que Baco (dios del vino, para los romanos). Secó sus labios, restregándose el anverso de la mano derecha sobre ellos. Puso la copa en la mesa, y sin soltarla, volvió a llenarla lentamente, sin quitar la mirada de la catarata de caldo rubí. Dejó la botella, y sobre la marcha se jincó la copa enterita; solamente quedaron, salpicadas, varias lágrimas etílicas que marcaron, cada una al resbalar, una vereda (camino estrecho) transparente hasta su reposar en el regazo cristalino.
—Dolores, no seas infantil. Te vas a marear —le recriminaba cariñosamente—. No bebas más, que tienes el estómago vacío —le acercó a la boca un canapé. Mientras lo masticaba, le volvió a rogar—. Por favor, cuéntamelo todo.
Dolo se levantó, dejando a su tata, que se extrañó, con la palabra en la boca. Fue al salón. Cogió, de la grandiosa tabaquera, un paquete de Marlboro. Tiró del precinto, soltándolo a la vez que soplaba, para que la flaca tira de celofán volara y cayera, con vaivenes armoniosos, sobre el mostrador del bar. Encendió un pitillo. La primera calada la retuvo en sus pulmones todo el tiempo que pudo aguantar, para, a continuación, provocar una lenta, pero espesa diáspora (dispersión) humosa. Llegó a la cocina preparada para contar toda la verdad a su tata.
—Pero ¿qué haces? —sorpresa de su tata—. ¡Si tú no has fumado nunca!
—¡Ssssssssssss! —con cariño.
Después de aspirar el humo y exhalarlo directamente a la cara de su tata para que se callara, se sentó, junto a ella, despatarrada y con la espalda apoyada sobre la parte superior del respaldo, dejando los riñones al aire. Con otra copa de vino, de un solo trago, mojó sus tragaderas para aclararse la voz. Su tata la observaba preocupada. Después de varias caladas, levantando la palma de la mano derecha, le dijo:
—Juro, por quien sabemos, que te voy a contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Al finalizar Dolo todo el relato, su tata, recriminándola, le preguntaba:
—¡Y ése vocabulario utilizaste? ¡Y de esa forma actuaste delante de él? ¡Y cómo se te ocurrió trabajar de camarera sin decirle nada a tu padre? —las palpitaciones se le salían por el escote—. ¡Y cómo no pensaste que un simple trabajo de camarera, con todos mis respetos a esa profesión, no puede dar para invitar a comer a alguien al mejor restaurante de Madrid? Lo primero que piensa cualquier persona normal es que tienes otros ingresos, y como no le has dicho cuales son, pues seguro que piensa como todos los hombres, que es de... Si yo hubiera sido él, te hubiera dejado en el restaurante. Y ¡lo que te faltaba era fumar! Y…
—¡Y, y, y, y, y! —protestó molesta—. Por favor, tata, ya te he explicado por qué he actuado de esa manera —las lágrimas afloraron a borbotones—. Me encontraba tan bien a su lado que…, bueno, ya lo sabes.
—Verte así me destroza el alma. Ahora lloras, pero tú has actuado como un camaleón. Cualquiera que se comporta según le convenga, es un camaleón. Yo he conocido a algunos de esa calaña (forma de actuar); al final, el egoísmo los ha hundido en la miseria. Les he visto llorar como niños. Si tener dos caras es de ruin (malo, mezquino), tener más es de camaleón. ¿Cuántas…? Esta lección debe servirte para que nunca olvides que siempre hay que ser honesto (decente, pudoroso, honrado) y no tener un ropero por alma para engañar o aprovecharse de los demás.
—Tata, necesito que me ayudes, no que me martirices más -se secó las lágrimas con una servilleta.
—Sabes que te adoro como a una hija. Por eso quiero siempre lo mejor para ti. Estás la primera en mis oraciones de cada noche. Tú eres el meollo (lo más importante) de mi vida. Si tú eres feliz yo soy feliz, si tú sufres yo sufro, si tú…
—¡Tata, te quiero! —le dijo, echándose en sus brazos.
—¡Ay, mi niña!, te ayudaré siempre, y mucho más en estos momentos que estás pasando. Mis rezos darán su fruto... —con cariño de inigualable madre, le cogió la barbilla dirigiéndola hacia donde podía verle los ojos—, ¡pero claro!, tú tienes que ser como siempre has sido, no sé por qué… ¡qué estoy diciendo!, yo también cometí errores en mi juventud. Estoy segura de que serás feliz sin mis rezos —las dos rieron—. Sé como tú eres —Dolo le regaló una sonrisa. Su tata, con toda intención, cambió bruscamente el mesurado (juicioso) y conmovido sermón—. Si Victoriano tiene que ser para ti, lo será, porque contra el destino no se puede luchar —al decir esto último, realizó un exagerado, a la vez que brevísimo, zarandeo de la cabeza como queriendo expulsar algún recuerdo que no le apoyaba en lo dicho. Con serena astucia, y ante la segura pregunta de Dolo del por qué esa reacción, salió del trance (momento crítico)—. ¡Qué tarde es! Se me ha pasado el hambre.
—A mí también —suspiró Dolo.
—Debemos comer. ¿Sabes? —Dolo le puso toda la atención—. Un estómago vacío es un mal aliado para pensar con cordura (prudencia, buen seso, juicio).
—¡Tata, eres tremenda!
A lo tonto, a lo tonto y en silencio y abriendo cada una la cerca (vallado, tapia o muro, que rodea algún espacio) de sus recuerdos, degustaron de todo lo que trajo el catering, acompañado por tres cuartos de vino tinto. Éste último dejó en ridículo al seguro insomnio que padecerían esa noche por los recuerdos frustrados de ambas. Todo fue tenderse en la cama, ni la destaparon, y transformarse en dos troncos: Su tata haciéndole publicidad al mercadillo (mercado de pequeñas dimensiones en el que se venden géneros baratos, generalmente en días determinados) y Dolo a Victoria´s Secret (firma de lencería).
Próximo miércoles 17 de enero: Capítulo XXIII

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