05 enero 2007

 

CAPÍTULO XXV (Si la tristeza nubla la razón, el majestuoso palacio de la voluntad quedará a oscuras - jibr).

Después de zafarse (escaparse) de la clase de su tata sobre los sentimientos y llenarse la taza de café, Dolo salió a la terraza. Comprobando in situ que, efectivamente, estaba lloviendo como le había dicho el administrador de su padre, diciéndose:
—Me encanta pasear sin paraguas bajo la lluvia los días calurosos.
El paseo de ese día consistió en caminar dando vueltas alrededor de la piscina. La lluvia, tres gotas más intensa que un chirimiri (llovizna), caía sobre ella manchándole el picardía que, después de varias vueltas, llegó a mutar parte de su piel, del blanco al verde limón, pariendo una desnudez bicolor. El calado (mojado, empapado) paseo consiguió, después de mucho tiempo, que sólo pensara en la nada. Daba un sorbo de café e inmediatamente, después de tragarlo, miraba a las nubes. El llanto que siempre hace el cielo cuando la repugnante costra gris marengo (casi negro) lo oculta, en su caída libre golpeaba su cara, a la vez que la refrescaba al resbalar por ella. La sesión continua de acupuntura líquida le proporcionaba una mística levitación (espiritual y sensación de mantenerse en el aire sin apoyo alguno). Hizo parada y fonda, mirando fijamente a una nube que, a sus ojos, se distinguía del resto, para decir:
—¡Qué curioso!... Esa nube tiene la forma de unos novios abrazados.
(Cuando observamos algo sin conseguir identificarlo, nuestra imaginación suplica al cerebro que nos dé el retrato de lo que más añoremos en ese momento).
—¡Dolores! ¡Dolores! —llamaba su tata—. Pero… ¡niña, vas a coger una pulmonía!
Dolo continuó observando la anatomía (análisis metódico) doblemente nebulosa (por las nubes y por su difícil comprensión).
—¿Qué miras embodada en las alturas?, o es que el suelo te ha contratado como esponja —con voz azarada (perder la serenidad).
—Acércate, mamá —la llamó sin quitar la mirada de las nubes.
Su tata se dirigió hacia ella moviendo insistentemente la cabeza de arriba abajo, murmurando:
—A este bicho, como se le meta una cosa en la cabeza, ni María Santísima consigue sacársela. Estás empapada ¡bueno, para lo que llevas puesto, da igual! ¿O es que te estás ahorrando una ducha? Anda —con ruego—, vamos para adentro.
—Espera —sin dejar de mirar hacia arriba—. Mira a esa nube y dime qué te recuerda la forma que tiene —señaló con el índice.
—No se si te has percatado de que me estoy mojando —un poco irónica.
—Esta lluvia no moja —volvió a señalar—. Dime.
—¿Esa nube? Pues —con resignación— me recuerda... a la mancha de leche que tiene el vestido azul que me regalaste. Que, por cierto, a ver si deja de llover y lo lavo.
—¡Mamá, por favor! —zapateó enrabietada—. No me digas que no ves a una pareja abrazada!
—Dolores —a regañadientes (de mala gana, refunfuñando)—, te pareces a mi tenorio. El día que paseábamos y le daba por mirar a las nubes, me ignoraba. A todas les sacaba algún parecido.
—¿Por qué no me lo has contado? —sin bajar la mirada.
—No te lo he contado porque esa costumbre es una chorrada como un castillo, con perdón. Una vez me entregó, con mucho misterio, ¡vamos como si fuera un tesoro!, un sobre. ¡Qué desilusión al abrirlo y leer el manuscrito.
—¿Por qué? —clavándole la mirada.
—¡Que por qué! Porque era un escrito sobre las nubes, y yo, como es natural, pensé que me habría escrito algo a mí.
—¿Te acuerdas de lo que decía?
—Parece increíble que todavía me acuerde de esa chorrada. Antes de que me lo pidas, porque sé que me lo pedirás, te la voy a recitar. Que sepas que voy a hacer un grandísimo esfuerzo para superar el ridículo… —pensó durante unos segundos antes de continuar—: La llamó “La magia de las nubes”. Ahí va:

“Día soleado con cielo salpicado de nubes negras y grises
que acompañan al viento que hoy parece triste.
Unas se separan, otras se unen
formando figuras que la imaginación produce.
¡Mira! Ésa se parece a una tarta, la otra a una catarata.
¡Mira esa otra! Se parece a la carroza de Cenicienta
tirada por yeguas blancas.
Hay un paréntesis y el Sol los ojos ciega.
Es un encandilamiento de un instante, porque de nuevo lo tapan ellas.
¡Oye, mira ésa! Se parece a la Magdalena que está en la iglesia.
¡Tú estás loco! Es clavadita a una barca cualquiera.
No, no, es la Magdalena llorando su pena.
¡Sí, es ella! Me ha dejado caer una lágrima en mi ceja.
¡Que no, idiota! Ha sido una gota de agua fresca.
Y corre, que comienza a llover, y no olvides que las nubes sólo son
vapor de agua que sube de la tierra."

—¡Qué potito! —guaseo sano—. Estoy segura de que le dijiste alguna burrada.
—Sólo le devolví el escritito y le dije que tenía cara de nublao. Pero luego se lo pedí.
—¿Cómo reaccionó?
—La verdad que, ahora que lo pienso, no le noté que se molestara. Aunque, la verdad, sentí lástima. Tiempo después lo releí varias veces, por eso me acuerdo.
—Si os hubierais dado un tiempo, a lo mejor, hubiera cambiado de forma de pensar, ¿no crees?
—No te olvides nunca de lo que te voy a decir…
Dolo puso toda su atención.
—… El pensar de las personas no cambia nunca; como mucho, por los intereses, se lo moldean ellas mismas. ¡Anda, vamos!, que tu parejita nublosa nos está poniendo perdida con sus orines.
Dolo rió a carcajadas. Agarró el brazo de su tata, y corrieron hacia dentro.
—Sobre lo que me has dicho antes, yo… ¡Dios, me he olvidado de mis primos! Les llamaré ahora mismo.
—Primero —con retintín—, quítate esa ropita mojada.
—¡A tus órdenes mi sargento! —exclamó cuadrándose (erguida y con los pies en escuadra).
En su dormitorio, se despojó del sensual conjunto, se secó con una toalla de baño; y se colocó un quimono (túnica de origen japonés que se caracteriza por sus mangas anchas y largas. Es abierta por delante y se cruza ciñéndose mediante un cinturón). Antes de cerrarse la bata, se miró en el espejo observando su desnudez e hizo poses al más puro estilo del Calendario Pirelli, mientras se decía:
—¿Me vería Vito aquella noche desnuda? Dolo olvida a Vito por ahora y haz primero tus deberes. Ya tendrás tiempo de pensar, no en él, sino en cómo llegar hasta él.
Se dirigía a la cocina a por el móvil, pero al pasar por el salón lo vio encima de la mesa. Se tumbó en el sofá, descalzó sus pies tirando las zapatillas por el aire y marcó un número:
—…
—Primo, ¿qué querías?
—…
—¡Qué se ha tomado tres güisquis mientras esperabais! ¿A estas horas?
—…
—¡Se ha pedido el cuarto! Lo que me faltaba, además de obsceno (falto de vergüenza), borracho. ¡Vaya personaje! Dime.
—…
—Yo no vuelvo a hablar con esa basura. Cuéntame tú lo que haya averiguado.
—…
—¡Qué el fotógrafo se va a casar con la matusalén (muy longevo [anciano]) esa! —extremadamente extrañada—. Ya caigo, lo hace por su dinero. Qué listillo. Se me acaba de ocurrir una idea. Dile al ca… Nabucod…, al Nabu ¡me cago en la leche con el nombrecito!, que se ponga —ordenó.
Una larga espera le irritó los nervios.
—…
—¡Cállese! —le gritó antes de que terminara de decir “Dígame”—. Como me suelte alguna grosería, le diré a mis primos que lo hagan resbalar por el tobogán de cuchilla, que es más fina que las de las Tres Letras —cuchilla, marca MSA, para maquinilla de afeitar antigua—, y le obliguen a frenar con su... ¡ya me entiende!
—…
—¡Qué se ha meado en los pantalones de sólo imaginarlo, jajajajaja! Al grano. Escúcheme con toda atención y tome nota de lo que tienen que hacer. ¡Ojo! Que sepa que, si no consigue el objetivo, no habrá pasta.
—…
—De acuerdo, utilice la grabadora. ¿Sabe cómo funciona? —recochineo.
—…
—¿Seguro que sabe cómo funciona?
—…
—¡Ya quisiera que se los tocara! Estas son las instrucciones: Irán a “Cadeci”…
—… —la interrumpió Nabu.
—¿No me diga que no sabe qué es?
—…
—¡Malo! Usted no tiene mundo. No sé si es buena idea que continúe con la misión.
—… —sólo silencio. Pero uno de los primos se lo chivó por lo bajini: “Cadeci” quiere decir Casa de Citas, y es donde están las más hermosas, expertas y caras putas del mundo—. Así se lo dijo Nabu a Dolo.
—¿No se acordaba? Si tiene Alzheimer, es que ya está chocheando. ¡Poca vitalidad, para tan importante misión!
—…
—¡Siete, qué me puede echar siete…, dígale a uno de esos dos que se ponga!
Dolo oía un murmullo.
—…
—¡Págale los güisquis y que se olvide de nosotros! —irritadísima.
—…
—Si es como me dices, vale, dile que se ponga —se torturaba el cuello con los restregones que se estaba dando con la mano.
—…
—¡De acuerdo, eres un chaval! ¿Estás grabando?
—…
—Allí contrataréis a la señorita más guapa y natural que veáis... —él la interrumpió.
—…
—¡Para usted no, imbécil! No vuelva a interrumpirme.
—…
—Así mejor. En cuanto lleguen a Nueva York, os dirigís de inmediato a “Cadeci”. Cuando la hayáis elegido, a toda leche, la lleváis a Christian Dior para que la acicalen como si fuera millonaria, y dé el pego de que tiene mucho dinero. Al volver a Madrid, os hospedáis en cualquier hotel, ¡eh! pero que sea de cinco estrellas. Los tres tenéis que dar la impresión de que sois sus guardaespaldas. Sólo saldréis del hotel para ir por la noche a la discoteca, dónde usted dice que va el fotógrafo después de dejar a la vieja rica esa. Todo esto para que la señorita consiga ligarse al fotógrafo y terminen los dos en la habitación del hotel. Y lo más importante… Antes de salir del hotel para la discoteca, mis primos que son unos expertos en espionaje, tienen que sembrar de cámaras y de micrófonos toda la habitación, con la intención de que no se escape el más mínimo detalle de la orgía (festín, banquete) sexual, que por supuesto tiene que conseguir esa señorita con el fotógrafo. ¡Sólo con el fotógrafo! ¿Me habéis oído bien?
Nabucodonosor, extrañado por hablarle en plural, miró a ambos lados.
—Insístanle a la señorita —continuó Dolo— en que tiene que conseguir lo máximo en cuanto a sexo. Si no, se vuelve nadando a Nueva York.
—…
—Ni putada ni polla en vinagre. ¡Cállese!, que cada vez que abre la boca es para lo mismo. Quiero el resultado dentro de una semana como máximo.
Su tata salió de la cocina como un cohete, recriminándole, con aspavientos, el vocabulario y el tono de voz que estaba utilizando.
—…
—No le tiene que explicar nada a mis primos porque, si se fija bien, verá que cada uno tiene un pinganillo en una de sus orejas y han oído toda la conversación. Ya le dije que son los mejores en espionaje. ¡Vaya detective!
—…
—¡A que sí! Pues no quiero ningún fallo en la misión, o...
—… —la interrumpió.
—No se le ha olvidado el tobogán, ¿eh? Pues adelante que tienen poco tiempo. Y no se olviden de llamarme en cuanto terminéis con la misión. Adiós —no esperó respuesta.

Dolo arrancó el ordenador. Abrió un archivo, yéndose a la última página escrita —justo donde comenzó Vito a leer—. Buceó, un instante, por sus recuerdos, siendo engullida por el monstruo de la tristeza. No conseguía concentrarse. Marchó a por un café. Su tata, en cuanto la vio aparecer, supo qué le ocurría.
—Por favor, mi niña, no te atormentes porque te impedirá conseguir lo que has decidido.
—Sí, madre —su voz chivó que el majestuoso velero de su voluntad estaba haciendo aguas.
Su tata no se hacía a que la llamara así. Dolo pronunció la palabra madre, como si la hubiera dicho toda la vida. Quizás, porque deseaba decirlo desde que nació y no pudo.
—Tu tristeza te nublará la razón, me parece que… —se calló, negando con la cabeza.
—No te preocupes. Cuando me tome el café me sentiré mejor.
—No te hundas ahora. Ve a hacer lo tuyo que yo te llevaré el café cuando esté.
—Gracias, mamá.
De camino a la habitación de trabajo, aprovechó para coger el paquete de Marlboro. Encendió un cigarro. La calada fue tan bestial que comenzó a soplar humo en el salón y terminó de humear al sentarse delante del ordenador. Cuando su tata llegó con el café se había fumado tres cigarros.
—Qué, quieres poner a tus pulmones al día en alquitrán, ¿no? —le dijo al ver el cenicero.
Dolo sonrió. Le regaló un beso al inclinarse para dejar la taza de café sobre la mesa.
Su tata se marchó sin pronunciar palabra. Pensó que mejor así, para no distraerla.
Dolo dio un sorbo de café. Encendió otro cigarro. En el tercer chupetón, se dijo:
—Adelante que tienes que terminar esto ya, pero ya.
Estuvo escribiendo hasta la hora de almorzar. Cansada, por no haber parado ni un segundo, se desperezó tal como estaba sentada. Con todos los músculos distendidos (relajados) le gritó a su tata:
—¡Ya sólo me falta el gañotero (que bebe y come a costa de los demás) del portero!

Entre manojo y manojo de espaguetis, hechos con el tenedor sobre la cuchara, Dolo convenció a su tata para que se comprara ropa, aunque en el fondo lo que quería era salir para distraerse y no agobiarse pensando en Vito. Toda la tarde la dedicaron a ello. Reventadas de ver escaparates y probarse ropa, aprovecharon para descansar cenando en una pizzería
—Voy a pedir un taxi —dijo Dolo, al salir de la pizzería, mientras buscaba el móvil en su bolso.
—No, mi niña. La noche se ha puesto agradable y prefiero volver en el coche de San Fernando —lo dijo con tal naturalidad que Dolo, con simpática exclamación, preguntó:
—¿Qué coche es ese?
—El de San Fernando —le decía risueña (mostrar risa en el semblante) y descolgando el tono de voz—: “Un ratito a pie y otro andando”.
—¡Mira que simpática la vieji! Es curioso, ¡quién lo diría!, que cuanto más tiempo paso contigo, menos te conozco. Voy a pensar que me has estado engañando todos estos años y que tú eres también un camaleón, ¡con lo que tú odias a los que son…!
—¡Por favor! —la interrumpió tajante—. Sólo me conoces del trato en tu niñez, pero ahora, que según tú vamos a convivir más a menudo, me podrás conocer de verdad y te convencerás, por ti misma, de que lo de vieji es una… —enmudeció.
—Sí, dilo sin miedo —se colocó frente a ella mirándole a los ojos.
—Hasta ayer pensaba que, con la edad que tengo, todavía me quedaba suficiente fuerza para robarle a la vida mucho tiempo, pero tú acabarás conmigo mucho antes de lo que yo pensaba.
—Ésa cabrona, como tú la llamas, no podrá contigo; yo te ayudaré a que lo consigas.
—No digas eso —con arrepentimiento—. Te hablé así de la vida porque quería que comprendieras que no debías martirizarte por el rechazo de él, antes de que ocurriera. La vida, mi niña, es un regalo de Dios y, como tal, es maravillosa. ¿Has pensado que gracias a ella estamos más unidas que nunca? Pero tampoco debes olvidar que la vida es una caja llena de sorpresas buenas y malas, y si tú ríes o lloras con las que les toque a los demás, cuando te toque a ti, que te tocará ¡y no sólo una vez! no tendrás fuerzas ni para reír en las buenas ni lágrimas para ahogar las malas.
Dolo la besó; se pasó todas las bolsas de las compras a la mano izquierda para abrazarle la cintura con el brazo derecho.
Dos caras felices caminaban, por la acera, derechitas a su casa.
Esa noche, el coche de San Fernando fue el mejor somnífero que pudo tomar su tata. Increíblemente no surtió efecto en Dolo.

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