05 enero 2007

 

CAPÍTULO XXVI (La pérdida de la templanza regala espectáculos gratuitos - jibr).

A las siete y media de la mañana, ya estaba Dolo trabajando en la cafetería.
Mientras atendía a los clientes, pensaba:
—<"Todavía me quedan muchos días para terminar el contrato aquí. Si pudiera me marcharía ahora mismo, pero después del favor que me hicieron no tengo más remedio que quedar bien. Aguantaré como sea>>.
—Señorita, ¿no ha dormido esta noche? —le preguntó un cliente que estaba en la barra.
Dolo lo miró sorprendida.
—¡Me ha puesto un chocolate y le pedí un cortado!
—Perdone —le respondía mientras se dirigía a la máquina del café—, ahora mismo se lo cambio.
—Dolo, anoche el sarao (reunión nocturna para divertirse con baile y música) te robó el reloj, ¿no? —le preguntó otro cliente, éste habitual, por eso la llamó por su nombre.
Dolo lo fusiló con la mirada.
—¡No me mires así!, te he pedido un zumo de naranja natural, como todas las mañanas, y me has puesto una tostada acompañada por esta minucia (pequeñez) —levantó la mano mostrándosela— de mermelada de naranja.
—Perdona, Hilario —con voz resignada, que sobre la marcha agrió—: Que haya tenido dos errores no te da derecho a opinar gratuitamente sobre mi vida privada.
La abeja Maya de luto, que no perdió comba (detalle), se le acercó. Cuando estuvo a un palmo de ella, y con las cuerdas vocales con el amplificador conectado para asegurarse de que todos le oyeran, no tuvo ningún reparo en decirle:
—Lo que le pasa es que anoche se encamó con uno de esos catetos salidos que vienen a Madrid a comer, porque sus mujeres los tienen en ayunas.
Todos los clientes liberaron a su percutor cerebral para que golpeara la espoleta visual, lanzando los respectivos proyectiles inteligentes (miradas) hacia el blanco charlatán.
Dolo, con mucho temple (fortaleza enérgica y valentía serena para afrontar las dificultades y los riesgos), salió con elegante parsimonia (lentitud) de detrás de la barra. Para que todos pudieran verla, eligió, como púlpito (plataforma pequeña elevada para predicar), la mesa mejor situada.
Los componentes de la vajilla que esa mañana fueron colocados en las mesas para que cumplieran con su deber, se encontraron con un descanso inesperado, gracias a la huelga de brazos caídos en la que entraron sus explotadores al concentrar toda su atención sobre Dolo.
Ella, gritando más fuerte que Tarzán cuando en un vuelo lianero (liana: planta trepadora de tallos largos y delgados) se espachurró los cataplines (testículos) contra el tronco de un árbol, señaló con descarada firmeza al jefe, sin ninguna intención de imitar a Virgilio (poeta romano y el mejor orador de la historia). Y oró. ¡Ay, si oró!:
—¡No le doy una patada en los huevos a ese cornudo consentido porque, por mucho que le duela, no sería suficiente para saldar la injuria (ofensa a la persona y al honor con palabras) que ha escupido por esa boca de sapo! —respiró—. ¡Pero sí quiero que sepan que, a este aborto de escoria (cosa desechada) maloliente, anteanoche lo retuvieron en comisaría doce horas! ¿Saben, ustedes, por qué? —desgañitada (esforzarse violentamente, gritando o voceando)—. ¡Por exhibicionista! —la cara del jefe se tiñó de muerte—, ¿y sabéis por qué hace eso?...
Hizo una pausa echando un vistazo a su alrededor. Todos los oyentes le miraban más atentos que en misa, deseando que lo contara.
—… ¡Pues porque la piltrafa esta sabe que su mujer se lo hace con otro! ¿Y sabéis por qué lo viste de toro?...
Volvió a hacer una pausa para crear más interés, aunque era imposible poner más atención.
—¡Porque es impotente! —tosió por el esfuerzo al que estaba sometiendo a su garganta—. ¡Sí, im_ po_ ten_ te!
Ahora todos los cañones visuales acribillaron al jefe.
—¡Qué todos sepan como eres, babosa, que eres una babosa! —tomó aire—. ¡Donde lo ven, aquí en el trabajo es el mismísimo Tomás de Torquemada (el más cruel inquisidor)
(La Santa Inquisición: Tribunal establecido por la Iglesia para indagar, examinar y castigar, hasta con la muerte en la hoguera, los delitos contra la fe).
—…, pero en su casa es DON Calzonazos, porque mientras su mujer se acuesta con el querido, él le hace las tareas de la casa, además de cornudo, aporreado! —un desconocido le ofreció un vaso de agua. Aceptándolo con gratitud muda—. El primer día que entré aquí a trabajar, mientras me cambiaba en el vestuario, vi cómo la luz que entraba por debajo de la puerta se fracturó en dos partes, rápidamente y sin hacer ruido abrí la puerta, allí estaba él, agachado y con el dedo pulgar metido en la boca, mirando por un agujerito en donde había estado la antigua cerradura ¡seguro que lo había hecho él! Así es el psicópata (enfermo mental) éste —saltó de la mesa.
Todos la aplaudieron como si fuera el final del último acto de la mejor obra de teatro.
La abeja Maya de luto, o sea, el jefe, se dejó caer, sentándose en el suelo lloriqueando.
—¡Camaleón! -gritó Dolo al pasar junto a él—. ¡Y me marcho ahora mismo! —repentinamente se detuvo para decirle—: ¡Mi liquidación te la quedas y te compras una polla (mocita) hinchable!
El jefe se reincorporó, saliendo del local como una liebre después de escapar de un tiro errado.
—¡Perdonen! —exclamó, Dolo, mirando a las baldosas.
El público continuaba de pie.
—Siento —prosiguió con tono avergonzado— haber dado este espectáculo. Este local no se merece que lo ensucien personajes que no tenemos la fortaleza suficiente para callar lo callable —se marchó cabizbaja a cambiarse.
El propietario de la cafetería, que, en su llegada, pasó desapercibido para los dos actores, persiguió a Dolo.
Ésta, contrariada más que cabreada por no haber sido lo suficientemente fría para aguantar el tipo y, sobre todo, cumplir el tiempo que le quedaba de contrato, con adolescente pataleo castigaba la pared del inocente vestuario.
—¿Dolores?
Ella reconoció la voz.
—Pase.
—He presenciado el bochornoso espectáculo, y quisiera…
Dolo lo interrumpió:
—Por favor, le ruego no enmarque la imagen que ha visto de mí. Precisamente hoy que vine a trabajar sacando fuerzas de flaqueza. Le estoy muy agradecida por la confianza que puso en mí desde el primer momento, pero… Bueno, no voy ahora a justificar lo injustificable. Le doy…
El propietario la cortó:
—Yo soy el que le pido, por favor, que no se marche. Desde hace algún tiempo me están llegando, más regularmente que irregularmente, comentarios sobre el trato despótico (déspota: persona que abusa de su poder o autoridad) con los clientes de…; prefiero no nombrarlo. Todo lo contrario de los que recibo sobre usted.
—Gracias, muchas gracias, se lo agradezco de todo corazón, pero, como ya le he dicho, esta mañana tuve que hacer de tripas corazón (disimular el miedo, sobreponerse a las adversidades) para venir a trabajar. No, no, no porque estuviera a disgusto, sino que, si Dios quiere, pronto le llamaré para darle la explicación que se merece, ya que ahora me es imposible. Es cruel tener que negarle su petición. Le ruego, con la misma sinceridad que usted me ha alabado, que respete mi decisión, y créame, de verdad, que siento con toda mi alma haberla tomado.
—Como desee. Espere un momento que le preparo la liquidación.
—Pensándolo bien, tampoco es para salir corriendo. ¡Ni para usted ni para mí! Le daré tiempo para que haga la liquidación, no vaya a ser que con las prisas se equivoque a su favor —sonrió cariñosamente—. Me marcharé cuando finalice mi turno.
—No es que sea mucho, pero prefiero una despedida sosegada a una alterada. ¡Hasta luego!

En sus adentros, Dolo se sentía orgullosa de sus dos magistrales actuaciones. Con vitalidad de triunfador, trabajó durante toda la mañana como si le hubieran puesto pilas enriquecidas con plutonio (combustible nuclear).
Cuando los brazos desparejados del cuenta tiempo ocultaron los signos que guardaban la libertad laboral de Dolo, ella picó billete (hora de marcharse) no sin antes despedirse de los compañeros. Estuvo en un tris de marcharse con el uniforme. Al entrar al vestuario para cambiarse, se encontró en la puerta de su taquilla, pegado con papel celofán, un sobre dirigido a ella. Con un fuerte tirón lo despegó. Dudó si abrirlo o no. Sabía que era la liquidación. Hasta después de cambiarse no lo abrió, confirmando que era lo que pensó. Sin contar el dinero, lo metió en su bolso, recorrió con su mirada el habitáculo y se marchó, utilizando como despedida general una mirada agradecida y un leve movimiento de la mano al viento. Ya en la acera, frente por frente a la entrada de la cafetería, con bajini frenesí (violenta exaltación del ánimo) exclamó:
—¡A terminar la faena!
Próximo miércoles 31 de enero: Capítulo XXVII

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