15 enero 2007
CAPÍTULO XXVIII (A las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado).
El portero, durante el trayecto y sin dejar de lloriquear, pensaba: <"Menos mal que tengo copia de las llaves, pero ¿y si hay alguien trabajando? No importa porque como todos tienen algo que ocultar, y yo sé lo que es, si me dicen algo, se la juego como esta me la ha jugado a mí. Haré lo que sea antes de que mi mujer sepa lo que tengo con la hermana>>.
Dolo aparcó en la misma puerta de las oficinas y esperó dentro del Mini mientras él sacaba la fotocopia del expediente de Vito. El alcohol que ingirió, aunque poco, corría su particular maratón sanguíneo, que a mitad de la prueba pidió ayuda a la soñera. Una de las veces que se le desplomaron los párpados, se quedó transpuesta (quedarse algo dormido). Un bronco sonido motorizado la espabiló. El despabilo fue mayor al ver que una moto de la Policía Municipal estaba cruzada delante del Mini. Dolo buscaba al jinete. Se revolvió sobresaltada al ver al policía por el espejo retrovisor, murmurando:
—¡Joder, me está multando!
El policía, al ver la cabeza de ella asomada por la ventanilla, se le acercó; diciéndole:
—No quise romper su sueño que, por la expresión que emitía su cara, debía de ser maravilloso—. Qué, se cree, como todas, que cualquier sitio de la vía pública es un aparcamiento particular, ¿no? —le dijo con chulería y postura de pistolero matón retándose en duelo.
—¡No, no, por Dios! Perdone. Es sólo un minuto. Verá, es que estoy esperando a un amigo que ha entrado ahí —señaló Dolo—, solamente para recoger unos documentos.
—Claro, y eso le da derecho a utilizar la avenida como le venga en gana, ¿no?
Ella agachó la cabeza, intentando pensar cómo rebatir la chorrada que acababa de oír, sin que El Rambo se molestara. Antes de encontrarla recibió otro ramalazo (adversidad que sobrecoge y sorprende…) de voz del representante de la ley:
—Mis preciosos ojos me dicen —carraspeó— que usted es la única que se ha atrevido a obstaculizar el tráfico en la avenida —voz condenatoria—, que por cierto está bajo mi jurisdicción (territorio en que se ejerce) para que el resto de los conductores, que la recorren, no sufran por culpa de la nula educación vial de las niñas pijas.
Dolo, con dos giros de la cabeza, confirmó que efectivamente ella era la única, mientras pensaba:
—<<¡Qué tío más petulante (insolencia, atrevimiento o descaro)! Porque lleva un uniforme se cree con derecho a todo. ¿Qué prueba le habrán hecho para que consiguiera ser policía? Le diga lo que le diga va a continuar diciendo tonterías. En la vena machista que le riega el cerebro le voy a hacer un torniquete (instrumento quirúrgico para contener la hemorragia). ¡Pija, yo pija! Se va a… Será mejor que me calle y pague la multa>>.
—Claro —el poli, pasando de la chulería a chistoso barato—, que si eres inteligente —le enseñó la multa— puedes conseguir que me olvide de este papelito —con pose a lo Jhon Waine, y con insinuante descaro, deslizó lentamente la yema del pulgar de su mano derecha desde una comisura de los labios hacia la otra.
—¿Cuánto de inteligente? —le preguntó, Dolo, mordiéndose, con rabia, el labio inferior.
—Tienes cara de ser muy inteligente. Así que, como dice el dicho: “A buen entendedor, pocas palabras bastan”.
Dolo pensó que si ya no había tenido bastante con todas las patadas en la barriga (disgustos) que le había propinado el portero. Se le encendió la bombilla:
—Gracias, por lo de que tengo cara de inteligente. Si le piropeo vestido de uniforme ¿me pondría otra multa?
—¡Ni mucho menos! —mostró los alquitranados dientes—. Hace una hora me han echado el cuarto de hoy.
Dolo lo veía venir, pensando:
—<"Me he puesto el perfume de siempre; entonces, ¿por qué me vienen hoy todas las moscas cojoneras (persona que incordia, molesta)? Este quiere guerra y la va a tener>>. Dolo se lanzó a la caza:
—Me lo creo... ¿Ustedes se llaman por el nombre o por el número…? —el poli la cortó.
—Me llamo Policarpo Pollatos Reales, pero tú me llamas como mis amiguitas, o sea —acercó la cabeza a la ventanilla, diciéndole bajito—, “Polipollareal” ¡jijijiji!, y no es por las abreviaturas de mi nombre y apellidos ¡jijijiji!
—¿Cómo? —risa falsa.
—Policarpo Pollatos Reales, alias el “Polipollareal”; ¡hasta en el Cuerpo me llaman así! —pensando—: <<¡Otra más para la colección! Pero éste es el mejor cromo (preciosidad) de todos>> —miró a su derecha e izquierda, para cerciorarse de que no había nadie cerca—. ¡Mira, mira! —tocándose los genitales.
A Dolo se le retorcieron los ovarios, pero tragó quina. Respondiéndole:
—No hace falta que se abra la bragueta, el alias (apodo) lo dice todo —pensando—: <<¡Cuándo va a volver el otro gilipollas!>>.
—La verdad —descarado chuleo del poli— que el nombre me abre muchas puertas ¡jijijiji!
—Y, claro, me está proponiendo abrir la mía, ¿no? —rictus baboso del poli—. Así me gustan a mí los hombre ¡venga valiente! vaya al grano —con desparpajo (con soltura, desenfado).
—Para que desaparezca la multita…, pues… —insinuativa mirada maliciosa— me sigues y te llevaré al nidito de amor que, los más machos del Cuerpo, tenemos alquilados, ¡nos cuesta una pasta mensual! Allí podré justificarte mi nombre. Llamaré al —mientras sacaba un móvil del bolsillo del pantalón— teniente Rasco, ¡para avisarle de que voy; estaría feo que nos encontráramos…!; es que, cada mes, sorteamos los días que podemos utilizarlo, y hoy nos corresponde a los dos. Vamos, que lo primero que te voy a hacer, en cuanto lleguemos, es…
Dolo se sonreía.
—… hacerte la prueba de alcoholemia —mirándose las entrepiernas—. Luego…
—¡¿Ahora no está de servicio?! —le interrumpió Dolo.
—¡Pues, por eso! —con descaro—. El picadero (vivienda que se utiliza principalmente para tener relaciones sexuales) lo utilizamos cuando estamos de servicio. En nuestro tiempo libre tenemos que estar con nuestras queridas ¡señoras, claro!
Ella le cortó el impúdico diserto (que habla con facilidad y con abundancia de argumentos) diciéndole:
—Efesstivamente —con desbordada ironía—, eso es lo que yo quería…
La cara del poli rebozaba triunfo.
—… Pero —continuó Dolo— antes pararemos en la comisaría y le regalamos esta grabadora al capitán Joaquín, alias Matapolis…
La cara del poli rebozaba tragedia.
—… para que te dé la insignia de oro y brillantes por ser el Clinton español, aunque sólo seas —le perdió el respeto— un simple fantasma grosero y sádico (obtener placer sexual inflingiendo dolor a otros) municipal —al tiempo que levantaba la grabadora—. ¿Quieres oír la cinta, mariconazo?
—Oiga, señorita —el tono de voz era un pitio llorón, y el sudor le chorreaba por sus pálidas mejillas—, no se ponga así, que lo único que he querido es darle una broma y, es tan guapa, que puede seguir ahí todo el tiempo que quiera. ¿De verdad conoce al capitán Matapolis?
—Es mi tío —le dijo riéndose—. ¿Lo quiere comprobar?
—¡Todo ha sido una broma! —en ese momento el pantalón, a la altura de las entrepiernas, comenzó a humedecerse—. ¡Le he dicho que era una broma! —corrió hacia la moto y saltó sobre la montura de su jaca mecánica, huyendo como un forajido (delincuente habitual que huye de la justicia).
—¡Adiós, camaleón! —le gritó—. ¡Otro puedo incluir…, joder, qué asco! ¡Que día más nauseabundo estoy pasando! Espero y deseo que esto acabe cuanto antes —se compadecía hablándole y dándole golpes con las manos al volante del Mini—. ¡Por fin!
El fantasmón del portero, andando torpemente, se dirigía hacia el Mini. Tenía los nervios desatados. Miraba a todos lados, con los brazos cruzados apretando su pecho, vociferando, sin voz, que bajo la chaqueta ocultaba un delito. Tan desorientado iba que, al entrar en el Mini, se dio un cabezazo contra el techo. Ni se quejó, únicamente dijo:
—Aquí lo tiene todo —entregándole una carpeta de cartón verde, y rascándose la cabeza.
—¿A ver? Espero que esté todo —la abrió inspeccionando los datos de Vito—. Sí, señor, esto es todo, todo, lo que yo quería. ¿Dónde vive?
El trápala, como si le hubiera cortado la pierna un cepo (artificio para cazar), se acordó de toda la familia de Dolo, al descubrir que le había tomado el pelo cuando le dijo que sabía dónde vivía. Pensando:
—<<¡Hija de puta! No tiene ni idea de dónde vivo. ¿Cómo le iba a poner la cinta a mi mujer? Me la ha metido doblada. Mejor será que borre de mi vida el día de hoy>>. Comenzando a hacerlo:
—No hace falta que me lleve —más suave que un niño ocultando una travesura—. ¡Es igual, si yo me quedo aquí mismo! Pero...
Le interrumpió ella con un genio que arañaba:
—Pero ¿qué!
—Que_que_que me dé la cinta, que yo ya he cumplido. ¡Por favor! déme la cinta —con pucheros (gesto que precede al llanto verdadero o fingido).
—¡De eso nada! —el portero la miró más acojonado que una hormiga cuando la cubre la sombra de un zapato—. Le llevaré a casa y le diré a su ciega señora…
Él metió su cabeza entre las rodillas.
—… No se asuste, que no lo voy a traicionar, aunque de buena gana lo haría. Le diré que ha estado trabajando, durante todo el día, para el señor director y que no ha podido comer en casa.
—No por favor —lloriqueaba—. Prefiero que me deje antes de llegar —continuaba lloriqueando—. No quiero que me vea llegar en el coche de un monumento como… —la recorrió con la mirada.
Dolo se descoñaba interiormente:
—<"Será salido. Todavía le quedan ganas de mirarme>>.
El inocentón vociferó suplicando:
—¡Pare aquí!
El frenazo fue tan explosivo como el ruego.
—¡Adiós, camaleón!
—¡No, no, no, por favor, señorita! —exclamó desesperado.
—¿Cómo? —sorprendida.
—Déme la cinta.
—¡Mira! —con reaño (redaño: testículo. En mi tierra: con dos cojones)—. No te voy a entregar la cinta —con cariño desvergonzado—. Si me entero de que, algún día, sales en los telediarios, presentaré esta cinta como prueba a favor de tu mujer. ¿No te da vergüenza engañar… —no terminó.
El portero, con la mala leche saliéndole por los ojos, salió del Mini como si fuera un tullido (que ha perdido el movimiento de su cuerpo o de alguno de sus miembros). Al torcer la esquina, ella le gritó:
—¡Estoy segura de que desde este momento ya no volverás a ser un camaleón!
Dolo aparcó en la misma puerta de las oficinas y esperó dentro del Mini mientras él sacaba la fotocopia del expediente de Vito. El alcohol que ingirió, aunque poco, corría su particular maratón sanguíneo, que a mitad de la prueba pidió ayuda a la soñera. Una de las veces que se le desplomaron los párpados, se quedó transpuesta (quedarse algo dormido). Un bronco sonido motorizado la espabiló. El despabilo fue mayor al ver que una moto de la Policía Municipal estaba cruzada delante del Mini. Dolo buscaba al jinete. Se revolvió sobresaltada al ver al policía por el espejo retrovisor, murmurando:
—¡Joder, me está multando!
El policía, al ver la cabeza de ella asomada por la ventanilla, se le acercó; diciéndole:
—No quise romper su sueño que, por la expresión que emitía su cara, debía de ser maravilloso—. Qué, se cree, como todas, que cualquier sitio de la vía pública es un aparcamiento particular, ¿no? —le dijo con chulería y postura de pistolero matón retándose en duelo.
—¡No, no, por Dios! Perdone. Es sólo un minuto. Verá, es que estoy esperando a un amigo que ha entrado ahí —señaló Dolo—, solamente para recoger unos documentos.
—Claro, y eso le da derecho a utilizar la avenida como le venga en gana, ¿no?
Ella agachó la cabeza, intentando pensar cómo rebatir la chorrada que acababa de oír, sin que El Rambo se molestara. Antes de encontrarla recibió otro ramalazo (adversidad que sobrecoge y sorprende…) de voz del representante de la ley:
—Mis preciosos ojos me dicen —carraspeó— que usted es la única que se ha atrevido a obstaculizar el tráfico en la avenida —voz condenatoria—, que por cierto está bajo mi jurisdicción (territorio en que se ejerce) para que el resto de los conductores, que la recorren, no sufran por culpa de la nula educación vial de las niñas pijas.
Dolo, con dos giros de la cabeza, confirmó que efectivamente ella era la única, mientras pensaba:
—<<¡Qué tío más petulante (insolencia, atrevimiento o descaro)! Porque lleva un uniforme se cree con derecho a todo. ¿Qué prueba le habrán hecho para que consiguiera ser policía? Le diga lo que le diga va a continuar diciendo tonterías. En la vena machista que le riega el cerebro le voy a hacer un torniquete (instrumento quirúrgico para contener la hemorragia). ¡Pija, yo pija! Se va a… Será mejor que me calle y pague la multa>>.
—Claro —el poli, pasando de la chulería a chistoso barato—, que si eres inteligente —le enseñó la multa— puedes conseguir que me olvide de este papelito —con pose a lo Jhon Waine, y con insinuante descaro, deslizó lentamente la yema del pulgar de su mano derecha desde una comisura de los labios hacia la otra.
—¿Cuánto de inteligente? —le preguntó, Dolo, mordiéndose, con rabia, el labio inferior.
—Tienes cara de ser muy inteligente. Así que, como dice el dicho: “A buen entendedor, pocas palabras bastan”.
Dolo pensó que si ya no había tenido bastante con todas las patadas en la barriga (disgustos) que le había propinado el portero. Se le encendió la bombilla:
—Gracias, por lo de que tengo cara de inteligente. Si le piropeo vestido de uniforme ¿me pondría otra multa?
—¡Ni mucho menos! —mostró los alquitranados dientes—. Hace una hora me han echado el cuarto de hoy.
Dolo lo veía venir, pensando:
—<"Me he puesto el perfume de siempre; entonces, ¿por qué me vienen hoy todas las moscas cojoneras (persona que incordia, molesta)? Este quiere guerra y la va a tener>>. Dolo se lanzó a la caza:
—Me lo creo... ¿Ustedes se llaman por el nombre o por el número…? —el poli la cortó.
—Me llamo Policarpo Pollatos Reales, pero tú me llamas como mis amiguitas, o sea —acercó la cabeza a la ventanilla, diciéndole bajito—, “Polipollareal” ¡jijijiji!, y no es por las abreviaturas de mi nombre y apellidos ¡jijijiji!
—¿Cómo? —risa falsa.
—Policarpo Pollatos Reales, alias el “Polipollareal”; ¡hasta en el Cuerpo me llaman así! —pensando—: <<¡Otra más para la colección! Pero éste es el mejor cromo (preciosidad) de todos>> —miró a su derecha e izquierda, para cerciorarse de que no había nadie cerca—. ¡Mira, mira! —tocándose los genitales.
A Dolo se le retorcieron los ovarios, pero tragó quina. Respondiéndole:
—No hace falta que se abra la bragueta, el alias (apodo) lo dice todo —pensando—: <<¡Cuándo va a volver el otro gilipollas!>>.
—La verdad —descarado chuleo del poli— que el nombre me abre muchas puertas ¡jijijiji!
—Y, claro, me está proponiendo abrir la mía, ¿no? —rictus baboso del poli—. Así me gustan a mí los hombre ¡venga valiente! vaya al grano —con desparpajo (con soltura, desenfado).
—Para que desaparezca la multita…, pues… —insinuativa mirada maliciosa— me sigues y te llevaré al nidito de amor que, los más machos del Cuerpo, tenemos alquilados, ¡nos cuesta una pasta mensual! Allí podré justificarte mi nombre. Llamaré al —mientras sacaba un móvil del bolsillo del pantalón— teniente Rasco, ¡para avisarle de que voy; estaría feo que nos encontráramos…!; es que, cada mes, sorteamos los días que podemos utilizarlo, y hoy nos corresponde a los dos. Vamos, que lo primero que te voy a hacer, en cuanto lleguemos, es…
Dolo se sonreía.
—… hacerte la prueba de alcoholemia —mirándose las entrepiernas—. Luego…
—¡¿Ahora no está de servicio?! —le interrumpió Dolo.
—¡Pues, por eso! —con descaro—. El picadero (vivienda que se utiliza principalmente para tener relaciones sexuales) lo utilizamos cuando estamos de servicio. En nuestro tiempo libre tenemos que estar con nuestras queridas ¡señoras, claro!
Ella le cortó el impúdico diserto (que habla con facilidad y con abundancia de argumentos) diciéndole:
—Efesstivamente —con desbordada ironía—, eso es lo que yo quería…
La cara del poli rebozaba triunfo.
—… Pero —continuó Dolo— antes pararemos en la comisaría y le regalamos esta grabadora al capitán Joaquín, alias Matapolis…
La cara del poli rebozaba tragedia.
—… para que te dé la insignia de oro y brillantes por ser el Clinton español, aunque sólo seas —le perdió el respeto— un simple fantasma grosero y sádico (obtener placer sexual inflingiendo dolor a otros) municipal —al tiempo que levantaba la grabadora—. ¿Quieres oír la cinta, mariconazo?
—Oiga, señorita —el tono de voz era un pitio llorón, y el sudor le chorreaba por sus pálidas mejillas—, no se ponga así, que lo único que he querido es darle una broma y, es tan guapa, que puede seguir ahí todo el tiempo que quiera. ¿De verdad conoce al capitán Matapolis?
—Es mi tío —le dijo riéndose—. ¿Lo quiere comprobar?
—¡Todo ha sido una broma! —en ese momento el pantalón, a la altura de las entrepiernas, comenzó a humedecerse—. ¡Le he dicho que era una broma! —corrió hacia la moto y saltó sobre la montura de su jaca mecánica, huyendo como un forajido (delincuente habitual que huye de la justicia).
—¡Adiós, camaleón! —le gritó—. ¡Otro puedo incluir…, joder, qué asco! ¡Que día más nauseabundo estoy pasando! Espero y deseo que esto acabe cuanto antes —se compadecía hablándole y dándole golpes con las manos al volante del Mini—. ¡Por fin!
El fantasmón del portero, andando torpemente, se dirigía hacia el Mini. Tenía los nervios desatados. Miraba a todos lados, con los brazos cruzados apretando su pecho, vociferando, sin voz, que bajo la chaqueta ocultaba un delito. Tan desorientado iba que, al entrar en el Mini, se dio un cabezazo contra el techo. Ni se quejó, únicamente dijo:
—Aquí lo tiene todo —entregándole una carpeta de cartón verde, y rascándose la cabeza.
—¿A ver? Espero que esté todo —la abrió inspeccionando los datos de Vito—. Sí, señor, esto es todo, todo, lo que yo quería. ¿Dónde vive?
El trápala, como si le hubiera cortado la pierna un cepo (artificio para cazar), se acordó de toda la familia de Dolo, al descubrir que le había tomado el pelo cuando le dijo que sabía dónde vivía. Pensando:
—<<¡Hija de puta! No tiene ni idea de dónde vivo. ¿Cómo le iba a poner la cinta a mi mujer? Me la ha metido doblada. Mejor será que borre de mi vida el día de hoy>>. Comenzando a hacerlo:
—No hace falta que me lleve —más suave que un niño ocultando una travesura—. ¡Es igual, si yo me quedo aquí mismo! Pero...
Le interrumpió ella con un genio que arañaba:
—Pero ¿qué!
—Que_que_que me dé la cinta, que yo ya he cumplido. ¡Por favor! déme la cinta —con pucheros (gesto que precede al llanto verdadero o fingido).
—¡De eso nada! —el portero la miró más acojonado que una hormiga cuando la cubre la sombra de un zapato—. Le llevaré a casa y le diré a su ciega señora…
Él metió su cabeza entre las rodillas.
—… No se asuste, que no lo voy a traicionar, aunque de buena gana lo haría. Le diré que ha estado trabajando, durante todo el día, para el señor director y que no ha podido comer en casa.
—No por favor —lloriqueaba—. Prefiero que me deje antes de llegar —continuaba lloriqueando—. No quiero que me vea llegar en el coche de un monumento como… —la recorrió con la mirada.
Dolo se descoñaba interiormente:
—<"Será salido. Todavía le quedan ganas de mirarme>>.
El inocentón vociferó suplicando:
—¡Pare aquí!
El frenazo fue tan explosivo como el ruego.
—¡Adiós, camaleón!
—¡No, no, no, por favor, señorita! —exclamó desesperado.
—¿Cómo? —sorprendida.
—Déme la cinta.
—¡Mira! —con reaño (redaño: testículo. En mi tierra: con dos cojones)—. No te voy a entregar la cinta —con cariño desvergonzado—. Si me entero de que, algún día, sales en los telediarios, presentaré esta cinta como prueba a favor de tu mujer. ¿No te da vergüenza engañar… —no terminó.
El portero, con la mala leche saliéndole por los ojos, salió del Mini como si fuera un tullido (que ha perdido el movimiento de su cuerpo o de alguno de sus miembros). Al torcer la esquina, ella le gritó:
—¡Estoy segura de que desde este momento ya no volverás a ser un camaleón!
Próximo miércoles 14 de febrero: Capítulo XXIX