21 febrero 2007
CAPÍTULO 34 (La inconciencia de la felicidad te presenta a la conciencia de la amargura - jibr).
—Buenos días —saludó Guillermo, que estaba esperándo a Vito.
—Buenos días —le correspondió Vito, más por educación que por ganas de hablar.
—Las seis de la mañana y ya hace un calor que te cagas —decía Guillermo—. Hoy pasaremos de los cuarenta grados a la sombra. ¡Si esto es la primavera, cuando llegue el verano nos derretiremos! —ya dentro del R-18, camino de Huelva—. Amigo…, te voy a dar una primicia…, este año comienza antes la feria de muestra de las tetitaaasss, tetaaasss, tetonaaasss ¡jejejeje! Mañana si está el día como hoy, ¡ya estamos en la playa haciendo de jurado, jejejeje!
Vito no reaccionó al jocoso (gracioso, chistoso, festivo) comentario mamario, ni a la risita malsana de calentura hormonal animadora de las entrepiernas, porque desconectó los fusibles timpánicos para concentrar todos los sentidos en el frente. Conducía con una precaución que rozaba el nacimiento de un accidente ajeno.
Al ver que la publicación de su información privilegiada, no provocó ningún cambio en el semblante de su amigo, Guillermo continuó paliqueando (charlando) para conseguirlo:
—Tú poco calor vas a pasar en ese pedazo de despacho con aire acondicionado que te van a dar.
—¡Tú que sabes! —inevitable entrada—. Hay oficinas con mucha fachada que por dentro son peores que pocilgas —tono contaminado de muy malas pulgas—. Guillermo, te agradezco que me acompañes, pero te ruego que no me hables hasta que salga de trabajar.
—¡Vale, copón! Lo entiendo. Los nervios son los nervios —cumplió a rajatabla.
A las siete menos diez —cincuenta minutos para recorrer, más menos, treinta kilómetros—,Vito, ya frente a la puerta principal del El Corte Onubense, le dio un respiro al R-18. Observó durante un rato la fachada. Ya la conocía pero, ahora, y sin comprender por qué, la veía distinta. Aparcó cerca. El Sol comenzaba su paseo para quemar colesterol LDL (colesterol malo). Fueron guardianes del coche mientras las extenuadas agujas relojeras —así las veía Vito en ese momento— se arrastraban hasta la hora comunicada. Luchaba para concentrarse en cómo iba a actuar cuando entrara, pero el recuerdo de Dolo se lo impedía.
Guillermo roncaba.
A las ocho menos cuarto despertó a su amigo, entregándole las llaves del coche.
—¡Suerte, hermano! —le deseó Guillermo.
—Gracias. Sé que lo dices de corazón.
Vito se bajó del R-18. Al cerrar la puerta, levantó la mano para volver a decirle adiós a Guillermo. El paseo hacia su enigmático lugar iba marcando huellas, con fosforescencia de miedo ocultado, sobre la solería grisácea de la acera. Desconocía por qué puerta tenía que entrar. Esperó a que una empleada —lo supo por el uniforme que vestía—, que caminaba hacia donde él se detuvo, se acercara para preguntarle dónde estaban las oficinas. Tuvo suerte porque lo acompañó hasta la puerta que marcaba la frontera entre el descanso y el trabajo de los que allí juraron bandera para defender el negocio. De pie, inmóvil, frente a una puerta, sin saber si golpearla o abrirla, oyó a sus espaldas:
—Buenos días —voz femenina—. ¿Qué desea?
—Buenos días. Tengo una cita con el señor Cifuentes —respondió tímidamente a la zagala, de voz dulce, que le había hecho la pregunta.
—¡Mala cosa! —mientras abría la puerta.
Vito tragó saliva tras el mal tufo que le produjo la exclamación femenina. Su optimismo le hizo pensar que había perdido el trabajo. Desconsolado miraba a su informadora.
—Siempre es el primero, pero hoy, antes de venir, irá al médico. ¿Lo esperará?
—Sí, sí, ¡claro que lo esperaré! —recobró vida.
—Pase a la sala de espera —ella le abrió la puerta.
—Gracias.
Eligió para la espera la silla desde donde no perdía detalle de toda la oficina a través de una cristalera. Desde de allí, por una puerta de cristal, también se podía acceder a su interior. La oficina le gustaba mucho por luminosa, por acogedora y, por supuesto, por el aire acondicionado. Vio llegar a los empleados. Dedujo que faltaba uno porque la silla de una mesa, llena de papeles, eso sí ordenados, seguía vacía.
—<"Ahí llega su dueño —pensó.>>
Un tipo muy bien vestido, y con aire moderno, llegó, se detuvo nada más entrar y dijo en voz alta algo que él no pudo escuchar.
A Vito esa escena se le quedó grabada, sintiendo una desmesurada curiosidad por lo que gritó el último que llegó a su puesto de trabajo, máxime por las caras que pusieron los compañeros al oírlo.
Más adelante se enterará de qué fue lo que vociferó el último en entrar.
—Buenos días —le correspondió Vito, más por educación que por ganas de hablar.
—Las seis de la mañana y ya hace un calor que te cagas —decía Guillermo—. Hoy pasaremos de los cuarenta grados a la sombra. ¡Si esto es la primavera, cuando llegue el verano nos derretiremos! —ya dentro del R-18, camino de Huelva—. Amigo…, te voy a dar una primicia…, este año comienza antes la feria de muestra de las tetitaaasss, tetaaasss, tetonaaasss ¡jejejeje! Mañana si está el día como hoy, ¡ya estamos en la playa haciendo de jurado, jejejeje!
Vito no reaccionó al jocoso (gracioso, chistoso, festivo) comentario mamario, ni a la risita malsana de calentura hormonal animadora de las entrepiernas, porque desconectó los fusibles timpánicos para concentrar todos los sentidos en el frente. Conducía con una precaución que rozaba el nacimiento de un accidente ajeno.
Al ver que la publicación de su información privilegiada, no provocó ningún cambio en el semblante de su amigo, Guillermo continuó paliqueando (charlando) para conseguirlo:
—Tú poco calor vas a pasar en ese pedazo de despacho con aire acondicionado que te van a dar.
—¡Tú que sabes! —inevitable entrada—. Hay oficinas con mucha fachada que por dentro son peores que pocilgas —tono contaminado de muy malas pulgas—. Guillermo, te agradezco que me acompañes, pero te ruego que no me hables hasta que salga de trabajar.
—¡Vale, copón! Lo entiendo. Los nervios son los nervios —cumplió a rajatabla.
A las siete menos diez —cincuenta minutos para recorrer, más menos, treinta kilómetros—,Vito, ya frente a la puerta principal del El Corte Onubense, le dio un respiro al R-18. Observó durante un rato la fachada. Ya la conocía pero, ahora, y sin comprender por qué, la veía distinta. Aparcó cerca. El Sol comenzaba su paseo para quemar colesterol LDL (colesterol malo). Fueron guardianes del coche mientras las extenuadas agujas relojeras —así las veía Vito en ese momento— se arrastraban hasta la hora comunicada. Luchaba para concentrarse en cómo iba a actuar cuando entrara, pero el recuerdo de Dolo se lo impedía.
Guillermo roncaba.
A las ocho menos cuarto despertó a su amigo, entregándole las llaves del coche.
—¡Suerte, hermano! —le deseó Guillermo.
—Gracias. Sé que lo dices de corazón.
Vito se bajó del R-18. Al cerrar la puerta, levantó la mano para volver a decirle adiós a Guillermo. El paseo hacia su enigmático lugar iba marcando huellas, con fosforescencia de miedo ocultado, sobre la solería grisácea de la acera. Desconocía por qué puerta tenía que entrar. Esperó a que una empleada —lo supo por el uniforme que vestía—, que caminaba hacia donde él se detuvo, se acercara para preguntarle dónde estaban las oficinas. Tuvo suerte porque lo acompañó hasta la puerta que marcaba la frontera entre el descanso y el trabajo de los que allí juraron bandera para defender el negocio. De pie, inmóvil, frente a una puerta, sin saber si golpearla o abrirla, oyó a sus espaldas:
—Buenos días —voz femenina—. ¿Qué desea?
—Buenos días. Tengo una cita con el señor Cifuentes —respondió tímidamente a la zagala, de voz dulce, que le había hecho la pregunta.
—¡Mala cosa! —mientras abría la puerta.
Vito tragó saliva tras el mal tufo que le produjo la exclamación femenina. Su optimismo le hizo pensar que había perdido el trabajo. Desconsolado miraba a su informadora.
—Siempre es el primero, pero hoy, antes de venir, irá al médico. ¿Lo esperará?
—Sí, sí, ¡claro que lo esperaré! —recobró vida.
—Pase a la sala de espera —ella le abrió la puerta.
—Gracias.
Eligió para la espera la silla desde donde no perdía detalle de toda la oficina a través de una cristalera. Desde de allí, por una puerta de cristal, también se podía acceder a su interior. La oficina le gustaba mucho por luminosa, por acogedora y, por supuesto, por el aire acondicionado. Vio llegar a los empleados. Dedujo que faltaba uno porque la silla de una mesa, llena de papeles, eso sí ordenados, seguía vacía.
—<"Ahí llega su dueño —pensó.>>
Un tipo muy bien vestido, y con aire moderno, llegó, se detuvo nada más entrar y dijo en voz alta algo que él no pudo escuchar.
A Vito esa escena se le quedó grabada, sintiendo una desmesurada curiosidad por lo que gritó el último que llegó a su puesto de trabajo, máxime por las caras que pusieron los compañeros al oírlo.
Más adelante se enterará de qué fue lo que vociferó el último en entrar.