26 febrero 2007
CAPÍTULO 36 (La incultura de los cultos es más dañosa que la de los incultos - jibr).
A las dos y diez de la tarde, sonó el móvil de Guillermo.
—¡Aquí el guardaespaldas de don Victoriano —Guillermo al ver que era Vito—; el nuevo jefazo de El Corte Onubense!
—…
—Tomándome una cerveza en la plaza del Velódromo. Casi frente por frente a donde tú estás.
—…
—¿A qué hora saldrás?
—…
—No te preocupes que me tomo aquí algo y luego me meto en el cine.
—…
—De acuerdo, no lo desconectaré. ¡Oye, cómo vas?
—…
—Me alegro campeón. ¡Eres un monstruo!
—…
—Hasta luego. Adiós.
Guillermo, recostándose en la silla, estiró las piernas para desentumecerlas. Diciéndose:
—Paciencia hermano, paciencia.
Mientras tapeaba, pidió el Huelva Información para ver la cartelera. Hablaba solo:
—Tengo que ir a la que comience más temprano.
Repasadas dos veces las carteleras, puso cara de resignación, porque no le hacía mucha gracia las que se proyectaban en la primera sesión.
—¡Qué remedio me queda! Tengo por delante dos horas y media.
Leía el Huelva Información para distraerse. Miró la hora. Al comprobar que le faltaba más de una hora para el cine, ojeó el periódico de detrás hacia delante, escrutando (indagar, examinar cuidadosamente, explorar) las páginas publicitarias: empresas inmobiliarias, contactos, hasta finalizar en el “Mercadillo”. A las cuatro pagó, y al marcharse decidió que se metería en el cine Emperador que era el que le cogía más cerca. Sobre las siete de la tarde finalizó la película Star Wars Episodio II.
La brusca e iluminada y deslumbrante aniquilación de las tinieblas, perforó sus párpados sacándolo del sueño.
—Joder, me he quedado dormido —riñéndose.
Miró el móvil por si había alguna llamada registrada. Como no existía, salió, y al ver una mesa libre en la puerta de una cafetería que hay junto al cine, se sentó, pensando que ese era un lugar estratégico para distraerse en la espera.
—Me tomaré algo aquí —haciéndose oyente de su misma voz—, mientras llama el fenómeno. ¡Copón, qué ganao pasa por aquí! He tenido suerte, me han dejao el mejor palco de tribuna para que vea las procesiones de los pasos (efigie o grupo que representa un suceso de la Pasión de Cristo, y se saca en procesión por la Semana Santa) primaverales. ¡Hala, por ahí viene llegando un buque insignia! Ni la proa ni la popa del Titanic le ganan. Esa yegua está...
—¿Qué desea tomar? —una camarera lo sacó de su análisis hípico.
—¿Qué? ¡Ah! Sí. Un Dyc con Seven-Up —mientras la camarera tomaba nota, él le hizo su escaneo (escáner: aparato para explorar…) habitual a ese género. Al retirarse la camarera, Guillermo la miró de tal manera, que una morenaza (pelo castaño-lacio, aguantado por las justas alas orejeras; ojos miel; un cuerpo macizo; una camiseta verde de manga corta; una minifalda blanca; sandalias verdes; y abalorios de joyería) que estaba sentada en la mesa de al lado, le dijo:
—¡Cómo la sigas mirando así la vas a dejar embarazada!
Guillermo la miró y, sin cortarse ni un pelo, le contestó:
—¡Perdona el lapsus (falta o equivocación cometida por descuido)!
La morenaza lo miró con incomprensión a la exclamación disculpable.
Él se lo aclaró rápidamente:
—No sé como he podido perder el tiempo mirando a un cardo borriquero, teniendo junto a mí a una rosa —expresiva naturalidad.
La morenaza se quedó paralizada.
Guillermo se levantó y, sin pedirle permiso, se sentó en la mesa frente a ella.
—¡Guillermo! —se presentó tendiéndole la mano.
—Manuela —voz entrecortada—. Me ha encantado el piropo —ratificándolo con la cabeza.
—No ha sido un piropo —sin mayor importancia.
—¿Entonces, qué ha sido?
—Pues la pura verdad —cambió de tema—: Me gusta tu nombre, porque así se llaman mi abuela, mi madre y mi hermana.
—Todo lo malo abunda ¡jajajaja!
—Conociendo a mis Manuelas es todo lo contrario, y la que tengo en frente lo confirma.
—¡Vaya, vaya! —se tiró al ruedo—. ¿Siempre miras de esa forma a las mujeres?
—¡Siempre! Lo que no comprendo es que me llamen mirón descarado por recrearme admirando a los monumentos vivos, y… ¡tiene cojones la cosa! a los que se llevan horas y horas mirando a un monumento muerto le llaman cultos —con pura labia (verbosidad persuasiva y gracia en el hablar)—. ¡Tiene cojones la cosa! Tú sí que eres un monumento. Me puedo llevar las horas muertas mirándote, y sin comer ni beber ni dormir ni pronunciar palabra. Eso es lo mínimo que puedo hacer para premiar a tu belleza externa ¡porque la interna la tienen todas las mujeres!
—¡Hostia, qué fuerte! ¡Me cuentan que un tío habla así de las mujeres y lo pongo de esquizofrénico para delante!
—El hombre que no vea en vosotras lo que yo digo, no es hombre. ¿Eres de aquí? —pensando—: <"Si el Vito me oyera, se moriría>>.
—No. De Ciudad Real. ¡Chico, tú estás seguro de que no padeces ninguna enfermedad mental?
—Ya decía yo que ese dejillo (pronunciación) tan bonito no era de por aquí. ¿Cómo por mi cortijo? —provocó que riera Manuela con comunicado de complicidad.
—El trabajo hijo, que no respeta los orígenes de una —con melancolía.
—¡Hola!
Intrusión de un saludo que no oyeron por estar tan metidos el uno en el otro, pasando incluso inadvertida la presencia del saludador.
—¡Hola, Manuela! —insistencia más contundente y mosqueante.
—¡Hola, Joaquín! —dijo Manuela—. Perdona, chico, pero no… Te presento a Guillermo. Guillermo, él es Joaquín.
—¡Mucho gusto! —dijo Guillermo mosqueado por haberle jodido su avance en la conquista.
—¿Vamos? —le preguntó Joaquín a Manuela.
—¡Vamos! —con desgano total. Miró a Guillermo—. Me ha encantado hablar contigo.
—Y a mí —respuesta resignada.
Manuela y Joaquín se marcharon por la calle Palacios con dirección a la calle Concepción. Pisoteados unos metros de baldosas, Manuela volvió la cabeza mandándole una sonrisa y, a escondidas de Joaquín, le hizo señas con el dedo índice, indicándole que Joaquín no era su hombre.
Guillermo lo tradujo a las mil maravillas. Él le correspondió con idéntica dádiva (regalo que se da graciosamente), al mismo tiempo que levantó su dedo pulgar.
—¡Su combinado! —le volvió a sorprender la camarera.
—¿Mi qué? ¡Ah! —al ver la bandeja—. Yo creía que el güisqui Dyc era español.
—¡Y así es! —desconcertada.
—Lo decía porque he pensado que habías ido a Escocia, por la tardanza.
—¡Chistosillo el muchacho! —mientras le servía.
—¿Cuánto es?
—¡Qué prisas! —recochineo—. ¡Cinco euros!
—¿He roto algo? —extrañado—. En mi pueblo me cuesta dos.
—Pero en tu pueblo no hay púlpitos como estos —señaló a las mesas y a los paseantes— para ver…
—¡Eso es verdad! Pero la próxima vez, en lugar de sentarme aquí, que cobráis la silla más cara que un palco en el Bernabéu, me sentaré allí frente, en el suelo, porque veré lo mismo que desde aquí, y, con suerte, hasta me echan dinero para pagar el… —lo quiso nombrar, como la camarera, pero no se acordaba—. ¡Copón, la copa!
La camarera se marchó sonriéndose.
Guillermo refrescó el gaznate. Pensando:
—<"Me ha gustao la Manuela, copón. No se me va de la cabeza. ¡Cinco euros, copón, cinco euros! Cómo éste no llame pronto, me voy a quedar canino (sin dinero) —miró la billetera—. Quince euros para toda la noche. Me parece a mí que en lugar de ligar vamos a tener que juir pa Bonares. Allí, con los quince euros, cogemos una cogorza de güisqui que no se nos quita hasta Navidades. Me tomaré éste despacito. Mejor le pido una pajita a la niña esa. No, no, no. Le digo eso, se cree otra cosa, y quién sabe si dentro está su maromo (novio) y... Relájate y bebe tranquilo.>>
A las ocho y media se le estaban agotando las baterías de su cámara bifocal oftálmica (perteneciente o relativo a los ojos), por el largo tiempo de grabación y análisis exhaustivo de las yeguas que entraron en su campo visual. Murmuró:
—Ahora tendría que llegar la Manuela, y al Vito que le den, después del día que me…
—¿Agua para llenar el vaso? —le preguntó la camarera con tela de guasa.
—¡No, simpática! Quiero otro, pero con mucho más güisqui del que echas ¡qué ya lo cobras bien!
—¡Era broma, chaval!
—¡Copón! —murmuraba con su ego—. ¿Éste no se habrá olvidado de mí? ¡Qué tía viene por ahí, copón! ¿Le habrá pasado algo al Vito? Le noté raro cuando me llamó. Y si lo llamo al…, no, no, que como esté trabajando me la cargo. ¡Copón, yo no sabía que en Huelva había tan buen ganao! El Vito está trastornado con lo de la puta de Madrid, seguro que se ha olvidado. ¡Copón, a esa se le nota…! Si se visten con esos trapitos en la primavera, cómo se vestirán en el verano ¡a mí me va a dar algo! Lo voy a…
—No me gustaría conocer la oración que llevas rezando desde que me fui —le interrumpió la camarera—. ¿Le parece bien, al señor?
—¡Eso sí que es un güisqui, y no el agua fría que era el otro! —se puso serio—. Mis oraciones son… cómo podría decirte… —no se le ocurría nada, y zanjó el comentario—. ¡Toma, cóbrate! —entrega de cinco euros.
—¡Gracias! Y tenga el señor cuidado de que entre los güisquis, la contemplación femínea y tanto mover el periscopio, le puede dar un jamacuco (indisposición pasajera) —se marchó rápida para no darle tiempo a responderle.
—¡De nada, cardo borriquero! —respuesta sin oyente. Vuelta a la reflexión particular—: <"Las nueve y media, y éste sin dar señales de vida. Tengo el culo acorchado (insensible). Sin comer y con los güisquis me estoy poniendo piripi (borracho)>>.
A cada golpe sutil, pero cruel, que marcaba la Banda de Tambores y Cornetas contratada por la galera (nave antigua de vela latina – triangular – y remo) propiedad del tiempo, los pasos procesionales, que le gustaban a Guillermo, iban disminuyendo en número, al cobijarse la mayoría en sus respectivos sepulcros hipotecados.
—¡Copón, ya era hora! —exclamó al oír el móvil:
—Dime.
—…
—Te espero en la Plaza del Punto, frente a la Casa Colón, junto al cacharro ese que da la contaminación del aire. ¡Por cierto! ¿Crees que indicaría que estamos respirando mierda y que moriremos asfixiados en cinco segundos?
—…
—¡Tonterías! Ahora huele a guano (excrementos de aves marinas que se utiliza como abono en la agricultura) y seguro que ese aparato no sabe ni lo que es. No tardes que se me está poniendo cara de capitalino.
—¡Aquí el guardaespaldas de don Victoriano —Guillermo al ver que era Vito—; el nuevo jefazo de El Corte Onubense!
—…
—Tomándome una cerveza en la plaza del Velódromo. Casi frente por frente a donde tú estás.
—…
—¿A qué hora saldrás?
—…
—No te preocupes que me tomo aquí algo y luego me meto en el cine.
—…
—De acuerdo, no lo desconectaré. ¡Oye, cómo vas?
—…
—Me alegro campeón. ¡Eres un monstruo!
—…
—Hasta luego. Adiós.
Guillermo, recostándose en la silla, estiró las piernas para desentumecerlas. Diciéndose:
—Paciencia hermano, paciencia.
Mientras tapeaba, pidió el Huelva Información para ver la cartelera. Hablaba solo:
—Tengo que ir a la que comience más temprano.
Repasadas dos veces las carteleras, puso cara de resignación, porque no le hacía mucha gracia las que se proyectaban en la primera sesión.
—¡Qué remedio me queda! Tengo por delante dos horas y media.
Leía el Huelva Información para distraerse. Miró la hora. Al comprobar que le faltaba más de una hora para el cine, ojeó el periódico de detrás hacia delante, escrutando (indagar, examinar cuidadosamente, explorar) las páginas publicitarias: empresas inmobiliarias, contactos, hasta finalizar en el “Mercadillo”. A las cuatro pagó, y al marcharse decidió que se metería en el cine Emperador que era el que le cogía más cerca. Sobre las siete de la tarde finalizó la película Star Wars Episodio II.
La brusca e iluminada y deslumbrante aniquilación de las tinieblas, perforó sus párpados sacándolo del sueño.
—Joder, me he quedado dormido —riñéndose.
Miró el móvil por si había alguna llamada registrada. Como no existía, salió, y al ver una mesa libre en la puerta de una cafetería que hay junto al cine, se sentó, pensando que ese era un lugar estratégico para distraerse en la espera.
—Me tomaré algo aquí —haciéndose oyente de su misma voz—, mientras llama el fenómeno. ¡Copón, qué ganao pasa por aquí! He tenido suerte, me han dejao el mejor palco de tribuna para que vea las procesiones de los pasos (efigie o grupo que representa un suceso de la Pasión de Cristo, y se saca en procesión por la Semana Santa) primaverales. ¡Hala, por ahí viene llegando un buque insignia! Ni la proa ni la popa del Titanic le ganan. Esa yegua está...
—¿Qué desea tomar? —una camarera lo sacó de su análisis hípico.
—¿Qué? ¡Ah! Sí. Un Dyc con Seven-Up —mientras la camarera tomaba nota, él le hizo su escaneo (escáner: aparato para explorar…) habitual a ese género. Al retirarse la camarera, Guillermo la miró de tal manera, que una morenaza (pelo castaño-lacio, aguantado por las justas alas orejeras; ojos miel; un cuerpo macizo; una camiseta verde de manga corta; una minifalda blanca; sandalias verdes; y abalorios de joyería) que estaba sentada en la mesa de al lado, le dijo:
—¡Cómo la sigas mirando así la vas a dejar embarazada!
Guillermo la miró y, sin cortarse ni un pelo, le contestó:
—¡Perdona el lapsus (falta o equivocación cometida por descuido)!
La morenaza lo miró con incomprensión a la exclamación disculpable.
Él se lo aclaró rápidamente:
—No sé como he podido perder el tiempo mirando a un cardo borriquero, teniendo junto a mí a una rosa —expresiva naturalidad.
La morenaza se quedó paralizada.
Guillermo se levantó y, sin pedirle permiso, se sentó en la mesa frente a ella.
—¡Guillermo! —se presentó tendiéndole la mano.
—Manuela —voz entrecortada—. Me ha encantado el piropo —ratificándolo con la cabeza.
—No ha sido un piropo —sin mayor importancia.
—¿Entonces, qué ha sido?
—Pues la pura verdad —cambió de tema—: Me gusta tu nombre, porque así se llaman mi abuela, mi madre y mi hermana.
—Todo lo malo abunda ¡jajajaja!
—Conociendo a mis Manuelas es todo lo contrario, y la que tengo en frente lo confirma.
—¡Vaya, vaya! —se tiró al ruedo—. ¿Siempre miras de esa forma a las mujeres?
—¡Siempre! Lo que no comprendo es que me llamen mirón descarado por recrearme admirando a los monumentos vivos, y… ¡tiene cojones la cosa! a los que se llevan horas y horas mirando a un monumento muerto le llaman cultos —con pura labia (verbosidad persuasiva y gracia en el hablar)—. ¡Tiene cojones la cosa! Tú sí que eres un monumento. Me puedo llevar las horas muertas mirándote, y sin comer ni beber ni dormir ni pronunciar palabra. Eso es lo mínimo que puedo hacer para premiar a tu belleza externa ¡porque la interna la tienen todas las mujeres!
—¡Hostia, qué fuerte! ¡Me cuentan que un tío habla así de las mujeres y lo pongo de esquizofrénico para delante!
—El hombre que no vea en vosotras lo que yo digo, no es hombre. ¿Eres de aquí? —pensando—: <"Si el Vito me oyera, se moriría>>.
—No. De Ciudad Real. ¡Chico, tú estás seguro de que no padeces ninguna enfermedad mental?
—Ya decía yo que ese dejillo (pronunciación) tan bonito no era de por aquí. ¿Cómo por mi cortijo? —provocó que riera Manuela con comunicado de complicidad.
—El trabajo hijo, que no respeta los orígenes de una —con melancolía.
—¡Hola!
Intrusión de un saludo que no oyeron por estar tan metidos el uno en el otro, pasando incluso inadvertida la presencia del saludador.
—¡Hola, Manuela! —insistencia más contundente y mosqueante.
—¡Hola, Joaquín! —dijo Manuela—. Perdona, chico, pero no… Te presento a Guillermo. Guillermo, él es Joaquín.
—¡Mucho gusto! —dijo Guillermo mosqueado por haberle jodido su avance en la conquista.
—¿Vamos? —le preguntó Joaquín a Manuela.
—¡Vamos! —con desgano total. Miró a Guillermo—. Me ha encantado hablar contigo.
—Y a mí —respuesta resignada.
Manuela y Joaquín se marcharon por la calle Palacios con dirección a la calle Concepción. Pisoteados unos metros de baldosas, Manuela volvió la cabeza mandándole una sonrisa y, a escondidas de Joaquín, le hizo señas con el dedo índice, indicándole que Joaquín no era su hombre.
Guillermo lo tradujo a las mil maravillas. Él le correspondió con idéntica dádiva (regalo que se da graciosamente), al mismo tiempo que levantó su dedo pulgar.
—¡Su combinado! —le volvió a sorprender la camarera.
—¿Mi qué? ¡Ah! —al ver la bandeja—. Yo creía que el güisqui Dyc era español.
—¡Y así es! —desconcertada.
—Lo decía porque he pensado que habías ido a Escocia, por la tardanza.
—¡Chistosillo el muchacho! —mientras le servía.
—¿Cuánto es?
—¡Qué prisas! —recochineo—. ¡Cinco euros!
—¿He roto algo? —extrañado—. En mi pueblo me cuesta dos.
—Pero en tu pueblo no hay púlpitos como estos —señaló a las mesas y a los paseantes— para ver…
—¡Eso es verdad! Pero la próxima vez, en lugar de sentarme aquí, que cobráis la silla más cara que un palco en el Bernabéu, me sentaré allí frente, en el suelo, porque veré lo mismo que desde aquí, y, con suerte, hasta me echan dinero para pagar el… —lo quiso nombrar, como la camarera, pero no se acordaba—. ¡Copón, la copa!
La camarera se marchó sonriéndose.
Guillermo refrescó el gaznate. Pensando:
—<"Me ha gustao la Manuela, copón. No se me va de la cabeza. ¡Cinco euros, copón, cinco euros! Cómo éste no llame pronto, me voy a quedar canino (sin dinero) —miró la billetera—. Quince euros para toda la noche. Me parece a mí que en lugar de ligar vamos a tener que juir pa Bonares. Allí, con los quince euros, cogemos una cogorza de güisqui que no se nos quita hasta Navidades. Me tomaré éste despacito. Mejor le pido una pajita a la niña esa. No, no, no. Le digo eso, se cree otra cosa, y quién sabe si dentro está su maromo (novio) y... Relájate y bebe tranquilo.>>
A las ocho y media se le estaban agotando las baterías de su cámara bifocal oftálmica (perteneciente o relativo a los ojos), por el largo tiempo de grabación y análisis exhaustivo de las yeguas que entraron en su campo visual. Murmuró:
—Ahora tendría que llegar la Manuela, y al Vito que le den, después del día que me…
—¿Agua para llenar el vaso? —le preguntó la camarera con tela de guasa.
—¡No, simpática! Quiero otro, pero con mucho más güisqui del que echas ¡qué ya lo cobras bien!
—¡Era broma, chaval!
—¡Copón! —murmuraba con su ego—. ¿Éste no se habrá olvidado de mí? ¡Qué tía viene por ahí, copón! ¿Le habrá pasado algo al Vito? Le noté raro cuando me llamó. Y si lo llamo al…, no, no, que como esté trabajando me la cargo. ¡Copón, yo no sabía que en Huelva había tan buen ganao! El Vito está trastornado con lo de la puta de Madrid, seguro que se ha olvidado. ¡Copón, a esa se le nota…! Si se visten con esos trapitos en la primavera, cómo se vestirán en el verano ¡a mí me va a dar algo! Lo voy a…
—No me gustaría conocer la oración que llevas rezando desde que me fui —le interrumpió la camarera—. ¿Le parece bien, al señor?
—¡Eso sí que es un güisqui, y no el agua fría que era el otro! —se puso serio—. Mis oraciones son… cómo podría decirte… —no se le ocurría nada, y zanjó el comentario—. ¡Toma, cóbrate! —entrega de cinco euros.
—¡Gracias! Y tenga el señor cuidado de que entre los güisquis, la contemplación femínea y tanto mover el periscopio, le puede dar un jamacuco (indisposición pasajera) —se marchó rápida para no darle tiempo a responderle.
—¡De nada, cardo borriquero! —respuesta sin oyente. Vuelta a la reflexión particular—: <"Las nueve y media, y éste sin dar señales de vida. Tengo el culo acorchado (insensible). Sin comer y con los güisquis me estoy poniendo piripi (borracho)>>.
A cada golpe sutil, pero cruel, que marcaba la Banda de Tambores y Cornetas contratada por la galera (nave antigua de vela latina – triangular – y remo) propiedad del tiempo, los pasos procesionales, que le gustaban a Guillermo, iban disminuyendo en número, al cobijarse la mayoría en sus respectivos sepulcros hipotecados.
—¡Copón, ya era hora! —exclamó al oír el móvil:
—Dime.
—…
—Te espero en la Plaza del Punto, frente a la Casa Colón, junto al cacharro ese que da la contaminación del aire. ¡Por cierto! ¿Crees que indicaría que estamos respirando mierda y que moriremos asfixiados en cinco segundos?
—…
—¡Tonterías! Ahora huele a guano (excrementos de aves marinas que se utiliza como abono en la agricultura) y seguro que ese aparato no sabe ni lo que es. No tardes que se me está poniendo cara de capitalino.