21 marzo 2007

 

CAPÍTULO 40 (El lívido obtenido al saciar la libido, es lindo - jibr).

A Dolo le costó mucho más tiempo de lo que había programado poder contactar con Adolfo. Según Nabucodonosor, había estado de viaje con la Marquesa de los Juncos Secos, en el Caribe.
La última noche se consumió por la llegada del día después de ayer, víspera de la “Operación Adolfo”. Dolo gastó el día preparando, exhaustivamente, toda la operación. Al anochecer, convencida de que todo lo tenía controlado, se marchó a dormir.
Entre los recuerdos de Vito, el fotógrafo, Lola y el calor que hacía esa noche, Dolo no podía conciliar el sueño. A las tres de la madrugada encendió la luz. La colcha y la sabana de arriba estaban en el suelo. Se levantó. Llevaba puesto un pijama de verano. Buscó las zapatillas, pero al no encontrarlas se fue a la cocina descalza. Bebió un vaso de agua que la refrescó, pero no aniquiló el desánimo que la embargaba. Apesadumbrada (disgustada), regresó a la cama. Continuando con la misma pregunta que no había dejado de hacerse desde que tuvo conocimiento de las fotos:
—¿Por qué, y para qué, me habrá fotografiado el capullo ese? La zorra de la Lola le informó de todo al capullo ese. ¿Qué fotos me habrá hecho? De todas formas no serán importantes, porque yo ni tengo nada que ocultar ni creo que algo sobre mí pueda interesar a alguien lo más mínimo. ¡Para no interesar, no le intereso ni a Vito! Si supiera que estaba despierto lo llamaba ahora mismo. Que no, Dolo, que no. Antes tienes que solucionar lo del fotógrafo. Sí, sí, mañana, mañana ya. ¿Se habrá olvidado de mí? Pero ¿por qué las quieren publicar? Seguro que está comprometido. Qué suerte la de mi padre y mi tata. Evitaré por todos los medios que se enteren de lo de las fotos. Voy a llamarlo. ¡Dolo, no te precipites! Primero el fotógrafo. Sí, sí, mañana, mañana ya.
Para distraerse cogió el manuscrito de Vito y lo releyó y lo releyó y lo releyó hasta quedarse dormida con la claridad edinsoniana (Thomas Alva Edison: inventor de la bombilla) trabajando a destajo.
Su soñar saltaba de escenario en escenario, cruzando las nubes coloreadas por sus vivencias, como algo natural que brota de esquejes (tallo o cogollo que se introduce en tierra para aumentar la planta) de deseos realizables. El brote que floreció en Dolo fue de lo menos pensado para ella.
El sueño estaba siendo intranquilo, por lo que en un despertar descarriado, a las ocho de la mañana, encontró el manuscrito en sus entrepiernas. Sonrisa inculpadora de deseos deseados. No dudó en recogerlo con cariño de parida al desvincularse de su engendro, y lamerlo, asquerosamente, como cualquier animal para asear a su animalejo. Al sentarse, sobre el descansador de columnas vertebrales, se notó mojado el pantalón corto del pijama, a la altura de las entrepiernas. El posar de la palma de su mano derecha, justo en el lugar que protege a su prisionero hasta que ella desee darle la libertad, le hizo murmurar con una sonrisilla vergonzosa:
—¿Qué habré soñado? Porque ha tenido que ser un sueño de ensueño. ¡Joder, es que no me acuerdo de nada! ¡Qué coraje!
Con lujuriosa sonrisa se encaminó hacia la ducha. En tan breve lejanía le comenzaron a llegar flases del sueño. En uno de ellos exclamó Dolo:
—¡Con quién iba a ser sino con Vito! Ha tenido que ser bonito de verdad. ¿Por qué tengo que soñarlo y no vivirlo? ¿Por…? ¡Mierda cochina! Mi padre y mi tata con la felicidad por bandera, y yo soñando con Vito, que aunque él lo crea, no me conoce. No es justo. Desde que lo conocí subo la escalera del amor para llegar a él pero, la maldita, esconde los escalones para que resbale y no lo consiga. ¡Dios, no me hagas pensar que toda esta vida es una mieeerrrdaaaaa! —lloraba con rabia, con amargura, con deseo, con desesperación, con amor, con pena, con…—. He luchado tanto por ser feliz, en una normalidad tan normal, que seguro que me he equivocado en algo. Dios, te voy a hacer una pregunta con toda mi alma ¡avisándote! que como no me convenza tu respuesta, mi alma se pasa al enemigo; ahí va: ¿He de ser mala para que me pagues con felicidad? —silencio de unos segundos—. ¡Ya veo que te importo una mierda! Ahora comprendo a mi padre cuando dice: “que la felicidad no se alimenta de la bondad, sino de la maldad”. ¿Es eso ciertooooo? —sin dejar de mirar hacia arriba—. ¡No hay derecho…, te llevaste a mi madre; me crié, como quien dice, sola…; me enamoro locamente de un hombre, como pocos existen, y lo separas de mí; ¿qué pasa, que desde antes de nacer ya me habías clavado en la cruz de la soledad? ¡Te odio, te odio, te oooodio! —daba patadas a una caja de zapatos vacía que estaba en el suelo.
Derrumbada y arrastrando la poca moral que le quedaba, entró en la ducha. Recibía con llorera (lloro fuerte y continuado) a la nueva agua mestiza (que resulta del cruzamiento de dos razas) que la mojaba. Se enjabonaba todo el cuerpo, como si las manos estuvieran enfundadas en manoplas de faquir, ya que su delicada y frágil y lechosa piel se estaba enrojeciendo de tal manera que ni un cilicio (prenda de mortificación, ceñida al cuerpo) atado a su corazón, le hubiera hecho tanto daño. Sufrimiento equívoco, porque aun rumiando el tormentoso desconsuelo que digería su mente, la libido, a medida que iba recordando el sueño, iba transformando la limpieza brusca en masajes al más puro estilo oriental. Bajo la torrencial cortina de agua, rota por su cuerpo, recordó todo, todito, todo el sueño. Durante el replay, sus manos visitaron todos los poros de su piel; hasta que, sentada bajo la ducha, los músculos se le anquilosaron (PARALIZARSE anquilosar: imposibilidad de movimiento en una articulación normalmente móvil) por los espasmos a que estaban siendo sometidos. La chillería (conjunto de chillidos descompensados) fue oída hasta en los infiernos. Con una respiración profunda y descontrolada, el cabello apelmazado en su caída, gotas de agua y sudor mezcladas y detenidas sobre el rostro, daban fe del placer subliminal que había disfrutado. Sentada con las piernas recogidas y las manos sobres las rodillas, se fue recuperando del lento, delicado y cariñoso reconocimiento de su cuerpo. Después de un suspiro profundo se dijo:
—Lo que he disfrutado debe ser un orgasmo, porque este placer no lo había disfrutado las otras veces. ¡Bingo por el descubrimiento! ¡Dios, qué rico! Ahora que te he nombrado, ¿por qué disfrutar de ese placer lo catalogan tus colaboradores como pecado? Recuerdo que durante el internado en el colegio de monjas vi varias veces a algunas internas hacerlo, y corría a la capilla para rezar por ellas ¡qué inocencia! Lo que no entiendo es por qué dicen que es pecado disfrutar del placer sexual, y no lo es disfrutar del placer del paladar; están en distinto lugar, pero en el mismo cuerpo creado por ti, ¿no? —miró al cielo—. ¡De esta no me salvas ni tú! —un repelús la zarandeó—. En un mal momento, cualquiera puede dudar, ¿no? —para inmediatamente decir—: San Pedro, por miedo, negó que te conocía ¡hasta tres veces! y lo nombraste tu representante aquí —pidiendo clemencia—. ¿Qué le habré hecho yo al Adolfo ese? ¡Qué me ha gustado!
Rió a carcajadas. Se reincorporó. Puso a máxima potencia la vomitera de la ducha. El agua golpeaba tan fuerte, que sentía que su espalda era un acerico en continua recepción de inquilinos. Llegó a pensar que estaba en el limbo. En ese momento todas sus preocupaciones se esfumaron; quizás por eso, de pie como estaba, y poniendo cara de idiota, abrió las piernas y remedó (remedar: imitar) a la ducha, con la diferencia que su lluvia era dorada. Después de unos segundos, bajo el agua, fulminó a la ducha con el cromado garrote vil (aro de hierro sujeto a un palo fijo con que se estrangula los condenados a muerte). Al salir, la brillantez de sus ojos y el símil de un gajo de naranja color lívido (amoratado) bajo los párpados inferiores, pregonaban su estado anímico. Por primera vez supo lo que era fallarles las piernas al caminar sin padecer fiebre ni haber llegado, exhausta, a la meta en una maratón. Se encontraba en la gloria, y por eso se dijo:
—Tengo la sensación de que estoy borracha. Todos los días me emborracharé con esa pócima (bebida medicinal).
Volvió a reír. Acicalada juvenilmente, se preparaba el desayuno. Estaba untando mantequilla en una rebanada cuando repentinamente la soltó, junto con el cuchillo, y corrió a su dormitorio. Cogió el manuscrito, lo dobló en varios pliegues, para con desmesurado cuidado acostarlo entre su seno izquierdo y el sujetador.
—Me acompañarás siempre —le dijo al tesoro que acababa de enterrar.
La sensación de éxtasis (estado placentero del alma) en la que levitaba (sensación de mantenerse en el aire sin apoyo alguno) la disfrutó mientras desayunaba. Al terminar cogió el móvil para marcar un número de teléfono. En ese momento sonó el Séptimo de Caballería.
—¿Sí?
—…
—Ahora mismo os iba a llamar. ¿Dónde estáis?
—…
—¡En la puerta! ¿Por qué me llamas al móvil, y no por el portero?
—…
—¡Que últimamente me encamo mucho! ¡El Nabu ese os ha podrido los sesos! ¡Sois unos boniatos (en Huelva, tonto)! —pensando—: <"¡Eso es de Vito!>> —continuando—: Anda, subid que ya es tarde.
—…
—Bajo y os ayudo —cortando la comunicación.
Subieron al apartamento más bultos que los que Papá Noel y los Reyes Magos juntos reparten el único día que trabajan al año.
—Mientras preparáis el vídeo —le decía a sus primos—, los micrófonos y las televisiones en las habitaciones, yo voy a hacer unas llamadas. ¡No olvidaros de dejar todo conectado!
Los dos comenzaron a montar el más avanzado, sofisticado y revolucionario sistema de espionaje que existía en el mercado, transformando el apartamento de Dolo en una ratonera al más puro y genuino estilo CIA (Agencia Central de Inteligencia, dependiente del gobierno de los Estados Unidos). El primo más bajo se dirigía a un dormitorio, pero, al ver a Dolo en la cocina hablando por teléfono, se detuvo, se reescondió, se alineó las antenas orejeras y oyó la conversación.
—Tiene que llegar a las trece en punto ¡ni un minuto antes ni un minuto después! —decía Dolo, tan tajante como seria.
—…
—Ya le he dicho que es muy importante.
—…
—Por favor, créame.
—…
—Gracias. Hasta luego.
A la finalización de la conversación, el primo corrió a la habitación donde tenía que montar los aparatos. Sudaba a chorros cuando terminó el montaje; marchándose al salón con su hermano. De nuevo, en la vuelta, ejercitó su alcahuetería, en el mismo sitio y por el mismo motivo.
—¡Te he dicho que tiene que ser a las trece y diez, ni un minuto más ni un minuto menos! Y ¡ya está bien de tanto preguntar!
La cara del primo espía expresaba pavor (miedo) ante el presagio del pollo que se iba a montar en el apartamento.
—…
—¡Pues no hay más que hablar! ¡No me falles que no me conoces cabreada! ¡Adiós!
Antes de que Dolo saliera de la cocina, él ya estaba ayudando a su hermano en el salón.
—¡Escuchadme bien! —los dos atendieron a la orden—. En cuanto llegue la persona que he invitado a las trece horas, uno de los dos... No, porque si lo dejo a vuestra elección o no vais ninguno o vais los dos juntos. Tú —señaló al más bajo— la acompañas a la segunda habitación y te encierras con ella. Si te ves obligado a sacar la pistola para que obedezca ¡la sacas!, ¿de acuerdo? Porque como jodas la misión te mato. Y tú… —señaló, con autoridad, al más alto—. Sí, tú, tú… ¿a quién buscas, si aquí sólo estamos los tres! ¡Qué incompetencia, madre, qué incompetencia! Mucha paciencia, Dolo, mucha paciencia —se pedía—. ¿Ya sabes a quién estoy señalando? ¡Vale! —suspiro hondo—. Tú, al invitado que llega a las trece y diez, lo llevas a la primera habitación. Igualmente te digo, ¡pum!, si hace falta.
Los dos asentían continuamente con la cabeza.
—Lo más importante —continuó Dolo— es que no hablen, ¡y menos que salgan de la habitación hasta que yo lo diga! ¿Todo claro? —asintieron con la cabeza—. ¿Seguro? —replay del gesto—. Pues bien —suspiró—, marchaos a la terraza que ya os llamaré —obedecieron como corderitos.
Dolo eximió a su móvil del descanso involuntario que estaba disfrutando.
—...
—¿Adolfo? —preguntó Dolo cruzando los dedos.
—…
—Soy Dolores Fernández. Me conoces, ¿no?
—…
—¿Que qué quiero? Vayamos por partes. Sé...
—…
—¡Que estás muy ocupado! ¡No me digas!
—…
—¡Mira, mariposa, te aconsejo, por tu bien, que me escuches!
—…
—¿Amenaza? ¡Qué va, no, no —comenzó a gritarle—, sólo es un deseo que haré realidad si no me escuchas!
—(Silencio).
—Sé que me has estado fotografiando...
—…
—A mí si me importa. Fíjate si me importa que por eso te llamo, porque las quiero tener en mi poder ¡ya! pero ¡ya! —se desgañitaba—. ¡Todaaasss, y los negativos, y todo aparatito donde me hayas metido a mí o a mi sombra!
—…
—¡Ésa te la corto como yo me llamo Dolores¡ ¡Iré al grano!
—…
—¿Que dónde está el grano? El grano te va a salir a ti en…, si no haces lo que te he dicho. Me estás amargando la vida. ¡Cómo por tu culpa pierda a…! —no pudo nombrarlo.
—…
—¡A ver quién de los dos se va al carajo —gritando— cuando te diga que en mis manos tengo una cinta de vídeo donde sales haciendo cochinadas!, ¿no te suena nada de nada?; pues continúo, haciendo guarrerías con una prostituta de lujo, alias “Princesa del Reino de Cocatila”…; ¿te va sonando algo más?... ¡No lo recuerdas, hijo de puta! Te diré un poco más. Te grabamos en la habitación de un hotel situado en el centro de Madrid. ¿De verdad —con retintín— que no sabes de lo que hablo?
—…
—¡Que tú con ésas no andas! Te voy a relatar un avance y verás como sí te va a empezar a salir el grano donde no te quise decir. Hace muy poquito tiempo, una noche, en una famosa discoteca de aquí, conociste a una chica que te dijo que era la Princesa del Reino de Cocatila, y que era la heredera… y tal y tal y tal. Luego te llevó al hotel, que ya sí estarás recordando, y allí te grabamos todas las posturitas que hiciste con ella ¿continúo?
—…
—Sólo tienes que venir a mi apartamento. Que doy por hecho que sabes dónde está. Como tengo muchas cosas que hacer te diré que tienes que llegar a las trece y veinte en punto, pero en punto, ni un minuto menos ni un minuto más, y te enseñaré tú película XXX.
—…
—Pues si no vienes —recalcando—, una copia se la entrego a tu marquesita, y otra la cuelgo en Internet, ¿qué?
—…
—¡Qué condescendiente te has vuelto! Te espero. Pero ni un minuto más tarde, ni un minuto más temprano. A las trece y veinte en punto. ¡Ah! Y por supuesto tráeme todas las fotos, los clichés y todo lo que tengas sobre mí —Dolo le colgó sin despedirse y, juntando las palmas de las manos, comenzó a rogar—: Por favor, Virgencita, que me salga todo bien para que pueda terminar esta mierda y poder ir a encontrarme con Vito.
—¡Primos, la mecha ya está encendida! —les gritó desde la puerta de la terraza.
Los dos se miraron asustados, porque sabían que su prima, a mala leche, no había quien le pudiera.
—Esta vez, creo que se ha pasado —dijo el más alto a su hermano.
—Yo también lo creo —preocupación del más bajo—. Nos va a meter en un buen lío. Cómo se entere tito, nos pone a sacar petróleo con una pajita. ¿Y si nos largamos?
—No sé qué será mejor —decía el más alto—; lo que tú has dicho, o que la víbora ésta nos coja después. Porque nos encontrará, allá dónde nos escondamos nos encontrará.
—¿Qué estáis murmurando? —preguntó Dolo al verlos.
Los dos se pusieron a silbar.
—Por la cara de cagones que habéis puesto, seguro que tramabais abandonarme en este momento.
—¡Qué va, prima! Cómo puedes pensar eso de nosotros que somos tus fieles siervos —le contestó el más bajo.
—Os prometo que cuando termine toda esta mierda, os regalaré un viaje, de un mes, a donde gustéis.
—¡A Tailandia! —espetó el más bajo.
—¡Ya! Para hacer turismo sexual, ¿no? —pícara Dolo.
—Sí, sí, nos ha contado Nabu cada historia que…
—No puede ser, no puede ser —suplicaba—. ¿No va a desaparecer nunca ese tipo de mi vida? Sois… Venga, a relajarse que nos va a hacer falta. Como falléis, no hay viaje a Tailandia, pero… ¡sí haréis un viaje a un lugar desde donde no se puede regresar!
Los dos pasaron de la sonrisa al terror.
Dolo se tumbó en una hamaca.
Los tres le dieron rienda suelta a su imaginación.

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