22 marzo 2007
CAPÍTULO 41 (Una mala jugada es un gol en propia puerta - jibr).
—¡Aaaaaahhhhhh! —gritaron a dúo los primos, al oír el video-portero. Desde que acompañan a Dolo, viven en tensión crónica.
—¡La una y diez! Me he quedado dormida —Dolo, sobresaltada—. ¡Venga, rápido, rápido! El primero, que se prepare para llevarse a su prisionero.
Los dos se miraban, inmóviles, sin saber quién de los dos era el primero.
—¿Qué estas esperando? —dijo Dolo, refiriéndose al más bajo.
Los dos, desconcertados, volvieron a mirarse.
—¡No se enteraron —llanto seco de lágrimas, pero inundado de desesperación—, no se enteraron! ¿Cómo es posible? —corrió hacia el más bajo, lo cogió por el cogote y lo empujó hacia la puerta de la terraza. Empujón que el primo aprovechó para coger carrerilla. Dolo le seguía abatida y moviendo la cabeza por su incredulidad ante lo ocurrido. Inmediatamente después de entrar el primo, éste salió corriendo hacia ella con la cara descompuesta.
—¿Qué te pasa, a dónde vas, qué has visto? —asustada.
—Prima… —con más miedo que siete viejas—, ¿qué habitación era? —sobre la marcha, sin que su prima hiciera algún intento de zurrarle, se cubrió la cara con el brazo.
—¡Noooo! —se lamentaba Dolo, tapándose la cara con las manos—. ¡A la segunda, cabeza hueca! —gritó con tanta fuerza que hasta los pájaros abandonaron el Planeta.
Al desaparecer de la terraza Dolo y su primo el más bajo, el hermano se quedó sentado, encogido y con los ojos cerrados; murmurando:
—¿Qué habrá pensado hacer? Seguro que, a partir de mañana, no nos va a dar el sol en mucho tiempo.
—¡Ya estoy de vuelta! —le dijo Dolo a su primo, que respingó bruscamente—. Tranquilízate, que tu prisionero no se come a nadie. El primer pájaro ya está en la jaula, ahora a esperar el tuyo.
Se tumbó de nuevo en la hamaca, pero, en el preciso momento de dejar caer los brazos, de nuevo, sonó el vídeo-portero.
—Le dije que ni un minuto más ni un minuto menos. Odio la impuntualidad tanto por adelanto como por retraso. De todas formas ya no hay peligro —se levantó, y al pasar junto a su primo le dio una colleja—. ¡Espabila, que te toca tu guardia!
Éste se levantó muy despacio. No podía disimular su terror. Pensaba:
—<"¿Qué le irá a hacer a esas personas? ¿Quiénes serán? He visto en los ojos de mi prima que necesita sangre ¡pero yo, nooo!>> —pensamiento llorón. Caminaba tras su prima. Muy nervioso se tocó el costado para comprobar que tenía la pipa (pistola); pidiendo—: <"Ojalá salga todo bien y nos pague el viaje que nos ha prometido>>.
—Vete a la habitación —le decía Dolo— y espera a que te lleve a tu presa.
Con caminar de pato cansado fue a abrir la puerta de la habitación, cuando oyó a su prima.
—¡Ésa noooo! —a paso ligero se fue para él, regalándole, en un segundo, veinticinco collejas.
El más alto corrió hacia la primera habitación.
Ella, desquiciada, fue corriendo a abrir la puerta.
Cuando dejó al segundo prisionero a buen recaudo, se volvió a marchar a la terraza. Caminaba por el borde de la piscina esperando la hora. Una de la veces, al ver su imagen en el agua, le preguntó:
—¿Sabes dónde está Vito? ¿Está ya trabajando?
La caída de algo en el agua, junto a ella, la sobresaltó. Al descubrir lo que era miró al cielo, sonriéndose al ver a una paloma que se alejaba. Miraba fijamente la cagada mientras se deshacía lentamente en el agua, cuando oyó el portero.
—¡Por fin! —con cara de sed de venganza—. ¡Se va a enterar ese canalla!
Corrió dentro, aplastó el botón del portero, y esperó fuera del apartamento a que subiera Adolfo. La espera del ascensor se le hizo eterna.
—¡Vamos! —le dijo con acritud a Adolfo, nada más abrirse el ascensor.
Adolfo frunció el ceño y, con una mirada arrogante, le quiso demostrar que estaba allí porque le daba la gana, y no porque estuviera preocupado por lo que ella le había dicho por teléfono. Se detuvo en el centro del salón para, con un movimiento troncal, preguntarle que qué hacía.
—¡Siéntate ahí! —le decía Dolo sin ningún respeto.
—¡Cómo me hables así, me voy! —le amenazó Adolfo, con una cara dura que se la pisaba—. Aunque he venido para decirte que me olvides y no me llames más para escupir chorradas sobre mis prácticas sexuales, o ¿es que te gusto tanto que me vas a hacer una proposición indecente? ¡Qué sepas —chulo a tope— que yo cobro…!
—¡Te vas a cagar, chulo de mierda! ¿Qué escupo chorradas? ¡Ja! —encrespada al máximo—. ¡Dame todo el material fotográfico que me has hecho a mis espaldas!
—¡Material sobre ti! —irónico—. ¿Tienes tú acaso algo que pueda interesar a alguien? o —recochineo—, ¿es que la niña de papá no quiere que su papaíto conozca la doble vida que lleva su queridísima e inocente hijita?
—¿¡Qué estás diciendo!? ¡A mi padre no lo nombres con esa boca merdosa (asquerosa, sucia, llena de inmundicia) que tienes! —no pudo contenerse más—. ¡Como te atrevas a utilizarme para ganar dinero —la ira le salía por los ojos—, yo te mato!
—¡Qué miedo! —sarcasmo barato—. O… —fue a por todas. Conocía el dicho de que “No hay mejor defensa que un ataque”—, o es que me vas a mandar al chorizo que sacaste de la cárcel para acostarte con él, o al cateto que te enrollaste en la cafetería, para lo mismo, o, o, o… ¡Qué? —desafiante.
—¡Hijo de puta! —Dolo se fue para él para sacarle los ojos, pero se arrepintió porque era más importante que le entregara las fotos que matarlo. Cogió el mando a distancia, pulsando el play—. ¡Mira allí, cerdo!
—¡Vaya pantallaza, qué lujo! —sorpresa falsa, al ver como bajaba la pantalla de la televisión del techo—. ¿Vamos a ver una película de miedo? —regocijo mientras se dejaba caer en el butacón—. ¿No me ofreces una cerveza? Es la hora, ¿no? No, no, mejor una chapita de güisqui que, como estoy desganado por el acojonamiento que tengo, me abrirá el apetito —chulesco.
—¡Ni agua! Porque —bajó el tono— puede ser que te ahogues al tragarla cuando veas lo bonito que...
Instante en el que Adolfo vio la primera imagen del video. Éste le pegó un pellizco a la butaca y empujaba con la espalda hacia atrás. Los ojos se le salían. La frente vivía una diarrea sudorosa, consiguiendo que su rostro adquiriera el color de la ictericia (coloración amarilla de la piel y los ojos por trastornos del hígado). El paquete de Chesterfield que guardaba en el bolsillo del polo Burberry rosa, se movía como si tuviera vida. Los golpes del corazón sobre su pecho eran más fuertes que las sacudidas, con la cola, de un cocodrilo cabreado.
—Qué, ¿me das mi material? —le pidió Dolo dándole al botón de pausa, dejando en la pantalla la imagen congelada de la princesa de pie, abierta de piernas; y él, arrodillado delante de ella, con la boca sobre una mullida (cosa blanda) inflamación carnosa.
Adolfo no reaccionaba. Agachó la cabeza sin decir una palabra.
—Ya veo que no me lo quieres dar. Pues continuemos —le volvió a dar al play.
Adolfo, con la cabeza baja, miraba de reojo a la pantalla.
—¡Ése no soy yo! —exclamó infantilmente.
—¡Ja, pues es verdad, no lo había advertido! ¡Seré tonta, pero si es mi hermano! A ver qué opina la Marquesa de los Juncos Secos de mi hermano, ¡al que desde luego no se parece porque no tengo ningún hermano!
—¡Me vas a chulear! Si crees que puedes amenazarme con esa vieja chocha y arrugada ¡vas lista! —pérdida de control.
—Sé, de buena tinta, que te casas con ella para quedarte con todo su patrimonio.
—Es cierto ¡para lo que le queda de vida y que se lo lleven otros!, ¿qué pasa? —en plan chuleta—. ¿Se lo vas a contar?
—No, no, con lo que tengo me basta —sonrisa maligna—. ¡Lo perderás todo!
—¡Niñata, ya se me han hinchado los huevos de escucharte! —levantándose—. Esas imágenes están manipuladas. Tú sí que te vas a cagar con lo que hemos preparado.
—Si así lo quieres —marcó rápidamente una tecla del móvil—. ¡Cuélgalo en Internet! —colgó.
—No, por favor, no hagas eso —súplica asquerosa.
—Vamos a entendernos de maravilla. Primero, cuéntame ahora mismo, por qué las fotos.
—Llama y que no lo hagan —le suplicaba Adolfo. Ella le gesticuló que no. Adolfo continuó desembuchando—. Fue idea de Lola. Un día...
—¡De Lola! ¿De mi amiga Lola?
—Sí.
—¡Estaba segura, pero me costaba creerlo! ¡Será...! —desconsolada—. Pero ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?
—Me dijo… —casi no se le oía—. ¡Llama para que no lo pongan en Internet, si no, no continúo!...
Dolo volvió a marcar.
—…
—¿Lo has metido ya? —le preguntó a su interlocutor.
—…
—Bien, no continúes, pero no me cuelgues y espera, por si hay algún contratiempo —le hizo seña a Adolfo para que continuara.
—Me dijo que sacaríamos mucho dinero. Que la revista Diez Moniatos nos pagaría un dineral por la exclusiva de tu…
—¡Exclusiva! ¿Exclusiva, de qué? Si soy una cualquiera. Yo no me muevo en ese mundo en el que pagan por… —no se lo creía—. ¡Sigue contándome!
—Cuando Lola se enteró de que tu padre estaba entre los diez hombres más ricos del mundo, y aprovechándose de que ella conocía todos los pasos que ibas a dar en tu doble vida, se le ocurrió hacerte esa putada —tono de voz evadiendo culpabilidad.
—¿Doble vida?... ¿Putada? ¡Sí, sí que es una putada! Y tú, a sabiendas de que era una putada, ¿por qué lo hiciste?
—Me dijo que si no lo hacía le contaría nuestra relación a la vieja chochona de la Marquesa de los Juncos Secos, y, claro, yo perdería el braguetazo de mi vida y el rollo que tengo con ella.
—O sea —tragó saliva—, que te casas con la marquesa por dinero, pero sigues con Lola por su conejo, ¿no? ¡Oig, de una guarrada he sacado un pareado!
Adolfo metió la cabeza entre las rodillas.
—¡A mí qué me importa lo que quieras hacer con ellas! —gritaba Dolo—. ¡Dame ya el material!
Adolfo lloraba.
—¡Eres un camaleón pringao! Deja ya de lloriquear como un pelele. Dame todo el material que me has sacado.
—No lo tengo —entre sollozos.
—¿Qué? ¿Cómo? —perdió los nervios.
—Que no lo tengo —volvió a decirle sin levantar la cabeza.
—¿Quién lo tiene? ¡Dime! —histérica perdida—. ¿Quién lo tiene?
Adolfo no le contestaba. Continuaba con su desahogo húmedo y salado.
—No le des la cinta de video a la marquesa, ni le digas nada de lo que te he contado. Te lo ruego. ¡Me obligó Lola! —entre gemidos.
—¡No me pongas más nerviosa! ¿Quién tiene las fotos? ¿Las tiene Lola? ¡Eh! ¿Las tiene la víbora de Lola?
—No.
La negación, no por su volumen, sino por su significado, casi revientan los tímpanos de Dolo.
—¡Mira chichinabo (despreciable), me da igual quién lo tenga, o me das todo ahora mismo o te despides de la señora marquesa y, por supuesto, de tu vida social!
—No, por favor —seguía lloriqueando. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón e hizo una llamada:
—…
—El señor Salido, por favor.
—…
—De Adolfo —el sudor le había cambiado el color al polo rosa.
—…
—Simplemente, dígale Adolfo.
—…
—Gracias. Esperaré.
—…
—Mire —tosió—, señor Salido, tengo un grave problema. Necesito que me devuelva las fotos que le entregué —rogaba Adolfo.
Dolo atendía con expectación enigmática.
—…
—¿Cómo dice? No puede ser —miró aterrado a Dolo—. Le devolveré todo el dinero.
—…
—¡Inténtelo, por lo que más quiera, inténtelo!
—…
—¡Dios mío! —exclamó, desplomándose en la butaca. Su cara expresaba terror. El móvil se le cayó de las manos.
Dolo no se atrevía a preguntarle. Anduvo, bastante rato, desnortada por el salón. Hasta que, colocándose delante de Adolfo, le preguntó:
—¿Las traen ya?
—Demasiado tarde —casi no podía respirar.
—Demasiado tarde, ¿para qué?
—La revista ya ha salido a la calle.
—¡La revista! ¿Qué revista?
—El Diez Moniatos —absorción nasal de moquilla.
—¿Que han publicado mis fotos en el Diez Moniatos? Pero ¿por qué?
Adolfo no tuvo más remedio que largar:
—Ya te lo he dicho —tragó saliva—, tu padre es un hombre muy importante… E_e_ellos han hecho un reportaje sobre tu padre; y Lola y yo… —se puso de rodillas— le hemos dado información sobre tu doble personalidad —suplicándole perdón.
Dolo se quedó perpleja. No sabía qué hacer o decir. En el salón, recorrió de nuevo los caminos llenos de soluciones invisibles que sólo se encuentran cuando ya no se necesitan. En uno de los paseos perdidos, se volvió bruscamente. Miró a Adolfo, y se dirigió a la segunda habitación. Enrabietada abrió la puerta. Triste estampa descubrió:
La Marquesa sentada, llorando, frente a dos pantallas donde había visto y oído, en directo, el video y la confesión de Adolfo.
—Perdone —le dijo Dolo.
La Marquesa, sin decir ni pío, le indicó con la cabeza que no se preocupara. Se levantó. Caminó hacia ella. La miró fijamente a los ojos y le dio un abrazo agradeciéndole que la salvara del deshecho con el que se iba a casar. Salió de la habitación. Al pasar por el salón miró a Adolfo. La mirada empachada de tristeza le contestó, a Adolfo, al intentar decirle algo. Dando muestras de la educación que tenía, salió del apartamento.
Dolo entró en la otra habitación. Abrió la puerta, viendo únicamente a su primo.
—¿Dónde está?
El primo le señaló el cuarto de baño.
Parsimoniosa, con el móvil todavía en la mano y el rencor luchando por salir de su interior, le comenzó a llegar las partituras sonoras de un llanto maloliente. Hizo un gesto rabioso, gritándole a la puerta:
—¡Vete cagando leches de mi casa! —volvió al salón.
Adolfo estaba tal como lo dejó. Dolo, con la mano, le dijo que cogiera puerta.
—¿Le ha dicho —decía Adolfo sin quitarle ojo al móvil de Dolo— que no lo publique en Internet?
—Además de —Dolo, casi sin aliento— camaleón hijoputa, eres un inocente —tiró con rabia el móvil al suelo.
En ese momento pasó Lola juyendo hacia la calle. Adolfo la imitó.
Dolo, sin ganas de vivir, entró en su dormitorio y, tendida en la cama, lloró más que María y Magdalena juntas la crucifixión de Jesús.
En el preciso instante en el que Dolo entró en su dormitorio, sus primos salieron, de las habitaciones respectivas, zumbando para el salón; cogieron una botella de güisqui cada uno y se tiraron en el sofá comenzando la terapia para olvidar.
El más alto, le preguntó al hermano:
—Hermano ¿tú crees que cumplirá lo del viaje?
Diciéndole el hermano:
—¿Cuál de ellos?
—¡La una y diez! Me he quedado dormida —Dolo, sobresaltada—. ¡Venga, rápido, rápido! El primero, que se prepare para llevarse a su prisionero.
Los dos se miraban, inmóviles, sin saber quién de los dos era el primero.
—¿Qué estas esperando? —dijo Dolo, refiriéndose al más bajo.
Los dos, desconcertados, volvieron a mirarse.
—¡No se enteraron —llanto seco de lágrimas, pero inundado de desesperación—, no se enteraron! ¿Cómo es posible? —corrió hacia el más bajo, lo cogió por el cogote y lo empujó hacia la puerta de la terraza. Empujón que el primo aprovechó para coger carrerilla. Dolo le seguía abatida y moviendo la cabeza por su incredulidad ante lo ocurrido. Inmediatamente después de entrar el primo, éste salió corriendo hacia ella con la cara descompuesta.
—¿Qué te pasa, a dónde vas, qué has visto? —asustada.
—Prima… —con más miedo que siete viejas—, ¿qué habitación era? —sobre la marcha, sin que su prima hiciera algún intento de zurrarle, se cubrió la cara con el brazo.
—¡Noooo! —se lamentaba Dolo, tapándose la cara con las manos—. ¡A la segunda, cabeza hueca! —gritó con tanta fuerza que hasta los pájaros abandonaron el Planeta.
Al desaparecer de la terraza Dolo y su primo el más bajo, el hermano se quedó sentado, encogido y con los ojos cerrados; murmurando:
—¿Qué habrá pensado hacer? Seguro que, a partir de mañana, no nos va a dar el sol en mucho tiempo.
—¡Ya estoy de vuelta! —le dijo Dolo a su primo, que respingó bruscamente—. Tranquilízate, que tu prisionero no se come a nadie. El primer pájaro ya está en la jaula, ahora a esperar el tuyo.
Se tumbó de nuevo en la hamaca, pero, en el preciso momento de dejar caer los brazos, de nuevo, sonó el vídeo-portero.
—Le dije que ni un minuto más ni un minuto menos. Odio la impuntualidad tanto por adelanto como por retraso. De todas formas ya no hay peligro —se levantó, y al pasar junto a su primo le dio una colleja—. ¡Espabila, que te toca tu guardia!
Éste se levantó muy despacio. No podía disimular su terror. Pensaba:
—<"¿Qué le irá a hacer a esas personas? ¿Quiénes serán? He visto en los ojos de mi prima que necesita sangre ¡pero yo, nooo!>> —pensamiento llorón. Caminaba tras su prima. Muy nervioso se tocó el costado para comprobar que tenía la pipa (pistola); pidiendo—: <"Ojalá salga todo bien y nos pague el viaje que nos ha prometido>>.
—Vete a la habitación —le decía Dolo— y espera a que te lleve a tu presa.
Con caminar de pato cansado fue a abrir la puerta de la habitación, cuando oyó a su prima.
—¡Ésa noooo! —a paso ligero se fue para él, regalándole, en un segundo, veinticinco collejas.
El más alto corrió hacia la primera habitación.
Ella, desquiciada, fue corriendo a abrir la puerta.
Cuando dejó al segundo prisionero a buen recaudo, se volvió a marchar a la terraza. Caminaba por el borde de la piscina esperando la hora. Una de la veces, al ver su imagen en el agua, le preguntó:
—¿Sabes dónde está Vito? ¿Está ya trabajando?
La caída de algo en el agua, junto a ella, la sobresaltó. Al descubrir lo que era miró al cielo, sonriéndose al ver a una paloma que se alejaba. Miraba fijamente la cagada mientras se deshacía lentamente en el agua, cuando oyó el portero.
—¡Por fin! —con cara de sed de venganza—. ¡Se va a enterar ese canalla!
Corrió dentro, aplastó el botón del portero, y esperó fuera del apartamento a que subiera Adolfo. La espera del ascensor se le hizo eterna.
—¡Vamos! —le dijo con acritud a Adolfo, nada más abrirse el ascensor.
Adolfo frunció el ceño y, con una mirada arrogante, le quiso demostrar que estaba allí porque le daba la gana, y no porque estuviera preocupado por lo que ella le había dicho por teléfono. Se detuvo en el centro del salón para, con un movimiento troncal, preguntarle que qué hacía.
—¡Siéntate ahí! —le decía Dolo sin ningún respeto.
—¡Cómo me hables así, me voy! —le amenazó Adolfo, con una cara dura que se la pisaba—. Aunque he venido para decirte que me olvides y no me llames más para escupir chorradas sobre mis prácticas sexuales, o ¿es que te gusto tanto que me vas a hacer una proposición indecente? ¡Qué sepas —chulo a tope— que yo cobro…!
—¡Te vas a cagar, chulo de mierda! ¿Qué escupo chorradas? ¡Ja! —encrespada al máximo—. ¡Dame todo el material fotográfico que me has hecho a mis espaldas!
—¡Material sobre ti! —irónico—. ¿Tienes tú acaso algo que pueda interesar a alguien? o —recochineo—, ¿es que la niña de papá no quiere que su papaíto conozca la doble vida que lleva su queridísima e inocente hijita?
—¿¡Qué estás diciendo!? ¡A mi padre no lo nombres con esa boca merdosa (asquerosa, sucia, llena de inmundicia) que tienes! —no pudo contenerse más—. ¡Como te atrevas a utilizarme para ganar dinero —la ira le salía por los ojos—, yo te mato!
—¡Qué miedo! —sarcasmo barato—. O… —fue a por todas. Conocía el dicho de que “No hay mejor defensa que un ataque”—, o es que me vas a mandar al chorizo que sacaste de la cárcel para acostarte con él, o al cateto que te enrollaste en la cafetería, para lo mismo, o, o, o… ¡Qué? —desafiante.
—¡Hijo de puta! —Dolo se fue para él para sacarle los ojos, pero se arrepintió porque era más importante que le entregara las fotos que matarlo. Cogió el mando a distancia, pulsando el play—. ¡Mira allí, cerdo!
—¡Vaya pantallaza, qué lujo! —sorpresa falsa, al ver como bajaba la pantalla de la televisión del techo—. ¿Vamos a ver una película de miedo? —regocijo mientras se dejaba caer en el butacón—. ¿No me ofreces una cerveza? Es la hora, ¿no? No, no, mejor una chapita de güisqui que, como estoy desganado por el acojonamiento que tengo, me abrirá el apetito —chulesco.
—¡Ni agua! Porque —bajó el tono— puede ser que te ahogues al tragarla cuando veas lo bonito que...
Instante en el que Adolfo vio la primera imagen del video. Éste le pegó un pellizco a la butaca y empujaba con la espalda hacia atrás. Los ojos se le salían. La frente vivía una diarrea sudorosa, consiguiendo que su rostro adquiriera el color de la ictericia (coloración amarilla de la piel y los ojos por trastornos del hígado). El paquete de Chesterfield que guardaba en el bolsillo del polo Burberry rosa, se movía como si tuviera vida. Los golpes del corazón sobre su pecho eran más fuertes que las sacudidas, con la cola, de un cocodrilo cabreado.
—Qué, ¿me das mi material? —le pidió Dolo dándole al botón de pausa, dejando en la pantalla la imagen congelada de la princesa de pie, abierta de piernas; y él, arrodillado delante de ella, con la boca sobre una mullida (cosa blanda) inflamación carnosa.
Adolfo no reaccionaba. Agachó la cabeza sin decir una palabra.
—Ya veo que no me lo quieres dar. Pues continuemos —le volvió a dar al play.
Adolfo, con la cabeza baja, miraba de reojo a la pantalla.
—¡Ése no soy yo! —exclamó infantilmente.
—¡Ja, pues es verdad, no lo había advertido! ¡Seré tonta, pero si es mi hermano! A ver qué opina la Marquesa de los Juncos Secos de mi hermano, ¡al que desde luego no se parece porque no tengo ningún hermano!
—¡Me vas a chulear! Si crees que puedes amenazarme con esa vieja chocha y arrugada ¡vas lista! —pérdida de control.
—Sé, de buena tinta, que te casas con ella para quedarte con todo su patrimonio.
—Es cierto ¡para lo que le queda de vida y que se lo lleven otros!, ¿qué pasa? —en plan chuleta—. ¿Se lo vas a contar?
—No, no, con lo que tengo me basta —sonrisa maligna—. ¡Lo perderás todo!
—¡Niñata, ya se me han hinchado los huevos de escucharte! —levantándose—. Esas imágenes están manipuladas. Tú sí que te vas a cagar con lo que hemos preparado.
—Si así lo quieres —marcó rápidamente una tecla del móvil—. ¡Cuélgalo en Internet! —colgó.
—No, por favor, no hagas eso —súplica asquerosa.
—Vamos a entendernos de maravilla. Primero, cuéntame ahora mismo, por qué las fotos.
—Llama y que no lo hagan —le suplicaba Adolfo. Ella le gesticuló que no. Adolfo continuó desembuchando—. Fue idea de Lola. Un día...
—¡De Lola! ¿De mi amiga Lola?
—Sí.
—¡Estaba segura, pero me costaba creerlo! ¡Será...! —desconsolada—. Pero ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?
—Me dijo… —casi no se le oía—. ¡Llama para que no lo pongan en Internet, si no, no continúo!...
Dolo volvió a marcar.
—…
—¿Lo has metido ya? —le preguntó a su interlocutor.
—…
—Bien, no continúes, pero no me cuelgues y espera, por si hay algún contratiempo —le hizo seña a Adolfo para que continuara.
—Me dijo que sacaríamos mucho dinero. Que la revista Diez Moniatos nos pagaría un dineral por la exclusiva de tu…
—¡Exclusiva! ¿Exclusiva, de qué? Si soy una cualquiera. Yo no me muevo en ese mundo en el que pagan por… —no se lo creía—. ¡Sigue contándome!
—Cuando Lola se enteró de que tu padre estaba entre los diez hombres más ricos del mundo, y aprovechándose de que ella conocía todos los pasos que ibas a dar en tu doble vida, se le ocurrió hacerte esa putada —tono de voz evadiendo culpabilidad.
—¿Doble vida?... ¿Putada? ¡Sí, sí que es una putada! Y tú, a sabiendas de que era una putada, ¿por qué lo hiciste?
—Me dijo que si no lo hacía le contaría nuestra relación a la vieja chochona de la Marquesa de los Juncos Secos, y, claro, yo perdería el braguetazo de mi vida y el rollo que tengo con ella.
—O sea —tragó saliva—, que te casas con la marquesa por dinero, pero sigues con Lola por su conejo, ¿no? ¡Oig, de una guarrada he sacado un pareado!
Adolfo metió la cabeza entre las rodillas.
—¡A mí qué me importa lo que quieras hacer con ellas! —gritaba Dolo—. ¡Dame ya el material!
Adolfo lloraba.
—¡Eres un camaleón pringao! Deja ya de lloriquear como un pelele. Dame todo el material que me has sacado.
—No lo tengo —entre sollozos.
—¿Qué? ¿Cómo? —perdió los nervios.
—Que no lo tengo —volvió a decirle sin levantar la cabeza.
—¿Quién lo tiene? ¡Dime! —histérica perdida—. ¿Quién lo tiene?
Adolfo no le contestaba. Continuaba con su desahogo húmedo y salado.
—No le des la cinta de video a la marquesa, ni le digas nada de lo que te he contado. Te lo ruego. ¡Me obligó Lola! —entre gemidos.
—¡No me pongas más nerviosa! ¿Quién tiene las fotos? ¿Las tiene Lola? ¡Eh! ¿Las tiene la víbora de Lola?
—No.
La negación, no por su volumen, sino por su significado, casi revientan los tímpanos de Dolo.
—¡Mira chichinabo (despreciable), me da igual quién lo tenga, o me das todo ahora mismo o te despides de la señora marquesa y, por supuesto, de tu vida social!
—No, por favor —seguía lloriqueando. Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón e hizo una llamada:
—…
—El señor Salido, por favor.
—…
—De Adolfo —el sudor le había cambiado el color al polo rosa.
—…
—Simplemente, dígale Adolfo.
—…
—Gracias. Esperaré.
—…
—Mire —tosió—, señor Salido, tengo un grave problema. Necesito que me devuelva las fotos que le entregué —rogaba Adolfo.
Dolo atendía con expectación enigmática.
—…
—¿Cómo dice? No puede ser —miró aterrado a Dolo—. Le devolveré todo el dinero.
—…
—¡Inténtelo, por lo que más quiera, inténtelo!
—…
—¡Dios mío! —exclamó, desplomándose en la butaca. Su cara expresaba terror. El móvil se le cayó de las manos.
Dolo no se atrevía a preguntarle. Anduvo, bastante rato, desnortada por el salón. Hasta que, colocándose delante de Adolfo, le preguntó:
—¿Las traen ya?
—Demasiado tarde —casi no podía respirar.
—Demasiado tarde, ¿para qué?
—La revista ya ha salido a la calle.
—¡La revista! ¿Qué revista?
—El Diez Moniatos —absorción nasal de moquilla.
—¿Que han publicado mis fotos en el Diez Moniatos? Pero ¿por qué?
Adolfo no tuvo más remedio que largar:
—Ya te lo he dicho —tragó saliva—, tu padre es un hombre muy importante… E_e_ellos han hecho un reportaje sobre tu padre; y Lola y yo… —se puso de rodillas— le hemos dado información sobre tu doble personalidad —suplicándole perdón.
Dolo se quedó perpleja. No sabía qué hacer o decir. En el salón, recorrió de nuevo los caminos llenos de soluciones invisibles que sólo se encuentran cuando ya no se necesitan. En uno de los paseos perdidos, se volvió bruscamente. Miró a Adolfo, y se dirigió a la segunda habitación. Enrabietada abrió la puerta. Triste estampa descubrió:
La Marquesa sentada, llorando, frente a dos pantallas donde había visto y oído, en directo, el video y la confesión de Adolfo.
—Perdone —le dijo Dolo.
La Marquesa, sin decir ni pío, le indicó con la cabeza que no se preocupara. Se levantó. Caminó hacia ella. La miró fijamente a los ojos y le dio un abrazo agradeciéndole que la salvara del deshecho con el que se iba a casar. Salió de la habitación. Al pasar por el salón miró a Adolfo. La mirada empachada de tristeza le contestó, a Adolfo, al intentar decirle algo. Dando muestras de la educación que tenía, salió del apartamento.
Dolo entró en la otra habitación. Abrió la puerta, viendo únicamente a su primo.
—¿Dónde está?
El primo le señaló el cuarto de baño.
Parsimoniosa, con el móvil todavía en la mano y el rencor luchando por salir de su interior, le comenzó a llegar las partituras sonoras de un llanto maloliente. Hizo un gesto rabioso, gritándole a la puerta:
—¡Vete cagando leches de mi casa! —volvió al salón.
Adolfo estaba tal como lo dejó. Dolo, con la mano, le dijo que cogiera puerta.
—¿Le ha dicho —decía Adolfo sin quitarle ojo al móvil de Dolo— que no lo publique en Internet?
—Además de —Dolo, casi sin aliento— camaleón hijoputa, eres un inocente —tiró con rabia el móvil al suelo.
En ese momento pasó Lola juyendo hacia la calle. Adolfo la imitó.
Dolo, sin ganas de vivir, entró en su dormitorio y, tendida en la cama, lloró más que María y Magdalena juntas la crucifixión de Jesús.
En el preciso instante en el que Dolo entró en su dormitorio, sus primos salieron, de las habitaciones respectivas, zumbando para el salón; cogieron una botella de güisqui cada uno y se tiraron en el sofá comenzando la terapia para olvidar.
El más alto, le preguntó al hermano:
—Hermano ¿tú crees que cumplirá lo del viaje?
Diciéndole el hermano:
—¿Cuál de ellos?
Próximo miércoles 11 de abril: Capítulos 42 y 43