25 marzo 2007

 

CAPÍTULO 42 (El grado de bellaza o de fealdad no lo posee lo obsevado, sino que se lo adjudica cada observador - jibr).

Pulidos unos cuartos, de la que siempre nos cuenta el tiempo pasado pero nunca el futuro, Dolo se levantó. Agotada por el mal rato pasado, aumentado por la putada de su amiga, y la incertidumbre de lo que la revista habría publicado, con desinflado andar, entró en el salón.
—¡Seréis guarros! —gritó al ver que, sus primos, estaban viendo el vídeo. Le quitó el mando al más bajo, desconectando la pantalla—. Bajad a por comida, que no tengo ganas de hacer nada. Lo de siempre. De paso compráis el Diez Moniatos. Que sea el que ha salido hoy, ¡eh! ¡Vamos rápido!
Los dos volaron. El viaje, que era relativamente corto, lo vivían como el más largo que hubieran hecho en su vida, simplemente por una de las mercancías a transportar. Cosa poco común entre ellos, pero comenzaron una conversación:
—Hermano —decía el más bajo—, ¡vaya putada que le han hecho a la prima!
—Llegué a pensar —le respondía el hermano— que nos iba a mandar cargarnos a los dos.
—La prima lleva razón —decía el más bajo—, ¡eres muy burro! ¡Si la prima no es capaz ni de matar una mosca! Pero cuando se entere el tito, sí que se va a armar. Mucho más si se entera de que todo lo que hemos utilizado lo conseguimos aprovechándonos de su nombre —congoja futurista.

Dolo, al quedarse sola, cogió el teléfono inalámbrico, llamando a su padre:
—…
—Papá... —no pudo continuar.
—…
—No, no, no me pasa nada. Bueno, físicamente no, pero...
—…
—Siéntate que te lo cuento —cuento completo.
—…
—¡Que no me preocupe!
—…
—Papá, cuando Vito vea la revista, me odiará.
—…
—Puede ser, pero no creo… —la interrumpió su padre.
—…
—¿De verdad crees que debo ir?
—…
—Gracias, papá. Te quiero. Os quiero. Os llamaré.
—…
—Desde luego. Hoy mismo te envío una por mensajería urgente.
—…
—Que sí. Lo prepararé todo para ir cuanto antes. No preocuparos por mí. Llamaré cuando haya hablado con él. Besos a mamá. Ya hablé con ella, y me dijo que nunca había sido tan feliz. Besos. Gracias, papá.
—…
—Sí, pesado. Adiós.

Dolo, ante la soledad en la que estaba, se acompañó con su voz:
—Cómo le explico todo esto a Vito. En cuanto vea la revista me odiará. Me han partido el alma. Y sus padres me rechazarán más todavía. De todas formas a ver qué es lo que han publicado. ¡Serán canallas! Sea lo que sea tengo que hablar con él y explicárselo todo; luego me vuelvo, y a recomponer mi vida. ¿Por qué habrá personas tan malas? El dinero, todo por el puto dinero. La verdad es que, como yo lo tengo, no sé qué se siente sin él. Nunca haría yo una cosa así ¡ni por todo el oro del mundo!
Sonó el portero cuando todavía estaba ungiendo (ungir: frotar con una materia grasa) su mente para que pudiera pensar con frialdad. Reaccionando contrariada:
—Cómo me he podido olvidar de la revista y de mis primos. Que no haya salido la revista, Virgencita, que no haya salido y pueda parar esa canallada.
Les abrió a sus primos sin decir palabra. Esperó, tras la puerta, rezando para que no la trajeran. Miró al suelo, imaginándose las huellas que ese suelo, lleno de caminos, había conocido. No supo entonar un poema que le recordó lo que le inspiró el suelo de su apartamento. Con inmensa, tan inmensa como la mar, amargura poética, dejó desplomar, más que reposar, la espada sobre la puerta, con el deseo de que su mente se quedara en blanco. Infructuoso resultado:
—¡Ya lo tengo! —se dijo al venírsele a la mente lo que hace un instante no consiguió; comenzando a tararear “Cantares” de don Antonio Machado (nació en Sevilla. Poeta y prosista sevillano. Generación del 98), imitando a Serrat:

“[…] son tus huellas el camino y nada más.
Caminante no hay camino, se hace camino al andar […].
[…] y al volver la vista atrás,
se ve la senda que nunca se debe volver a pisar […]”.

—Esto ha sido —continuó diciéndose— un mensaje divino. Está clarísimo. El camino hacia Vito sí existe, pero él no lo debe volver a pisar —divagaba en su obsesionado deseo—; lo tengo que seguir yo misma con mis huellas. ¡Más claro todavía! Lo he tenido delante y no lo he visto hasta ahora —cacao mental—. Mi poeta me dejó aquí sus huellas y su camino; él no debe volver para no pisar sus huellas, pero yo sí que las puedo pisar para llegar hasta él. ¡Virgencita, que Vito me escuche y lo comprenda! De qué manera me ha enganchado. No tiene ni idea de lo que lo quiero. Pero ¡qué boba eres! Cómo va a tener idea, si ni siquiera hablaste con él de tus sentimientos. ¿Por qué tendría que ver el ordenador?
La llegada de sus dos secuaces (que sigue el partido, doctrina u opinión de otro) alteró todo el sistema nervioso de ella.
—¿La habéis comprado? —Dolo al abrirles la puerta.
—Sí. Te hemos traído la comida que más te gusta —el más alto.
—¡El Diez Moniatos! —fuera de órbita.
—Sí —huidizo tono de voz del más bajo.
—¡Dámela! —brusca orden.
—No —inesperada respuesta del más alto—. Primero comemos, y luego la vemos.
—¿Qué han publicado? —rebuscaba con la mirada la revista—. No queréis que la vea porque será terrible, ¿no?
—¡Te juramos que no hemos visto ni la portada! —el más bajo.
—¡Sí, y yo me he caído de un nío!..., pero me parece buena idea. Pon la comida en la mesa de fuera —le dijo al más bajo—. Y tú, ayúdame a poner la mesa —continuaba indagando visualmente dónde traían la revista.

Dolo se acercaba a la mesa empujando un carrito con todos los aparejos (cubiertos, servilletas, etc.) para el almuerzo, yéndosele inesperadamente la mirada hacia el asiento de una silla solitaria cerca de la mesa, descubriendo, sobre él, las posaderas del blasfemo papelero que custodiaba la infamia (descrédito, deshonra). Templanza la que tuvo que gastar al mandar a su voluntad al cuerno por el impaciente interés.
Degustaron el almuerzo más chungo (malo) de sus vidas, por luctuoso (triste y digno de llanto). Dolo tragaba la manduca (comida, alimento) sin quitarle el ojo a la silla donde, ahora medio tapado por las chaquetas de los otros dos comensales, dormía el Diez Moniatos. Hubo un momento en que su mirada se la llevó el viento.
—¡Prima, que te está chorreando la pringue por la barba! —el más alto.
Dolo cogió rápidamente una servilleta que, después de limpiarse media cara, tiró sobre la mesa con coraje rabioso, a la vez que se levantó y, a la velocidad del rayo, cogió el Diez Moniatos, para finalmente encarcelarse en su dormitorio.
Los dos primos se miraron con expresión de pena, penita, pena, por lo publicado.
Dolo descansó el miedo sentándose en un lateral de la cama con el Diez Moniatos transformado en un rudimentario catalejo. Lo miraba fijamente. No se atrevía a ver la portada. Lo apretaba como si lo estuviera estrangulando. El sudor unió, aún más, la palma de las manos contra el papiro garabateado por los actuales descendientes de los grafiteros de la Cueva de Altamira (cueva prehistórica, Santillana del Mar – Santander - donde existen pinturas rupestres realizadas por cazadores del paleolítico superior, hace poquito tiempo, unos, más menos 15.000 años).
Diez avemarías, seguido de una veintena de “¡Qué no pierda a Vito!”, la llevaron al momento fatídico. Bruscamente abrió la revista, leyendo:
“LA HIJA, Y ÚNICA HEREDERA, DEL REY DEL PETROLEO ESPAÑOL, TRABAJA TRAS UNA BARRA PARA LIGARSE Y LLEVARSE A SU APARTAMENTO A TODO TIPO DE PERSONAJES”.
Este título soportaba una foto de ella con Vito en la terraza del restaurante donde almorzaron, en el momento en que ella tenía los labios muy cerca, muy cerquita, de los de él.

—¡Dios, Dios, Dios! —zapateaba encorajinada—. ¡Está trucada! ¡Que manera de calumniar! ¿A quién le puede importar mi vida? ¡Virgencita, que Vito no vea esto! —suplicaba. Al leer el artículo, todo su cuerpo se sembró de carámbanos (pedazo de hielo largo y puntiagudo) vellosos.
El artículo recogía una foto de Dolo con cada uno: policía, portero, expresidiario y, cómo no, Vito en varias ocasiones.
Enrabietada lanzó la revista a donde quiso caer. Lloraba, maldecía, pateaba todo lo que se le ponía al alcance, y gritó con toda su alma:
—¿Por qué?
Dolo se derrumbó en la cama.

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