30 marzo 2007
CAPÍTULO 43 (La buchaca del amor es la más sensible y frágil que existe - jibr).
Once de la mañana en las oficinas de El Corte Onubense, en Huelva. Hora habitual de que Vito le dijera a su secretaria:
—¡Aure! Voy a salir a tomar café —en ese momento sonó el Séptimo de Caballería—. ¡Dolo! —exclamó sobresaltado. Rápidamente disimuló.
—¡Es mi móvil! —le dijo Merchi antes de atender la llamada.
—¡Ya, ya! —indicándole con la mano que no tenía importancia, pero el rubor declaró los nervios que le entró al oír la melodía—. ¡Hasta ahora!
—¿Has visto cómo ha reaccionado al oír el móvil? —Merchi a Aure, después de atender la llamada—. ¿Quién será esa Dolo?
—La verdad es que se ha puesto colorado como un tomate —Aure con intriga.
Vito, cuando tenía tiempo, tomaba café fuera del edificio, en una cafetería delicatessen (calidad más selecta) muy cercana a su trabajo: “Horno San Ramón”. Solía salir por la puerta que está justo donde venden la prensa y todo tipo de revistas, junto a la librería. Ya, antes de pasar por allí, había observado que varias señoras mayores se le quedaban mirando, e incluso dos se pararon y murmuraron mirándole. Al principio no le dio importancia, pero, al salir a la calle, la incómoda intriga le llevó a volver la cabeza. ¡Qué pedazo de sorpresa recibió! Un grupo de personas, incluido personal uniformado, habían salido a la puerta. Estaba seguro de que hablaban de él. Se sintió espiado. Aligeró el paso. La primera ocurrencia que tuvo, del por qué del interés por él, fue mirarse la bragueta; como estaba en perfecto estado de revista, la segunda fue mirarse la cara en el espejo retrovisor de un coche aparcado lejos del improvisado mirador, obteniendo el mismo resultado que con la bragueta. Interrogatorio íntimo:
—¿Por qué me mirarán? ¡Con qué descaro me miraron esas viejas! —mosqueado—. ¡Bah! se habrán confundido con otra persona —autoconvencimiento, aunque un poco sucio de duda.
Continuó su camino, sin poder evitar el propio recelo (temer, desconfiar, sospechar) de ser observado descaradamente. Al entrar en la cafetería, ocupó la primera mesa que vio libre, que solía ser siempre la misma, por eso, todos los días, intentaba ir a la misma hora. Como cliente habitual, no hizo falta que le preguntaran lo que iba a tomar.
—Su descafeinado solo largo —la camarera al ponerle el servicio—. Enseguida le traigo la media tostada.
—Gracias —respondió Vito, alegrándose de que ella no mostrara ninguna extrañeza al verle. Pensando:
—<"Menos mal que me ha mirado como siempre>> —se tranquilizó.
Nada más pensar eso, vio cómo un joven, que estaba en la barra, le decía algo a la camarera, y ésta, inmediatamente, lo miró a él, ahora sí, con una mirada de sorpresa.
—<"Pero ¿qué tendré hoy yo en la cara?>>—se movía nervioso.
Decisión inmediata: Ir al servicio. Después de comprobar varias veces que había echado el seguro a la puerta, se hizo una exhaustiva ITV delante del espejo, intentando encontrase algo raro en el cuerpo.
—<"Si no tengo nada que pueda llamar la atención, ¿por qué me mirarán? Será que estoy hoy muy suspicaz (propenso a concebir sospechas). ¡Son alucinaciones (imaginaciones) mías! ¡Bah!>>
De vuelta a la mesa tuvo la sensación de que estaba saliendo del chiquero de la Plaza de toros de la Maestranza (Sevilla). Todos lo miraban y se sonreían. Tal fue el rubor que sintió, que se marchó sin tomarse el desayuno y sin abonarlo.
—<"¡No puede ser! ¡Estaré soñando, seguro! —se pellizcó—. ¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo para mirarme? La verdad es que me han mosqueado. Ya no salgo de la oficina hasta que estos alrededores queden desiertos. ¡Sea la hora que sea!>>
Imitando al mejor estratega militar, para no ser descubierto, regresó a su despacho inaugurando un nuevo itinerario.
—Parece —murmuraba— que por aquí no tengo monos en la cara. Pero, Vito, ¡qué más da que te miren! —sin dejar de mirar de un sitio a otro.
No era del todo cierto, porque cada vez que se cruzaba con alguien volvía la cabeza para evitar que le vieran la cara. Al llegar a la puerta de la oficina:
—<"¡Por fin en la oficina!>> —agobiado.
Tuvo una entrada con emboscada y acribillamiento, a su pellejo facial, de impactos directos, sordos e invisibles, lanzados por el par de disparadores y recogedores de todo lo que tienen a su alcance, eso sí, siempre que haya luz, de todos los allí presentes. Única solución para esquivarlos, aligerar el paso y utilizar su despacho como búnker (refugio subterráneo para defenderse de los bombardeos).
—¡Esto es —se decía— porque me han despedido y, como yo no lo sé, se ríen de mí! —le comenzó a molestar el estómago—. ¡Segurísimo! ¡Ya me extrañaba a mí que todo fuera tan bonito! —la lucha interna era infernal—. ¡Nada! esperaré a que me lo comunique el jefe. ¿Por qué me habrán despedido? A mis padres les voy a dar un disgusto de muerte.
Sobresalto inmedible que experimentó Vito, al irrumpir en el despacho, sin llamar, su jefe y Aure.
Vito se puso de pie. Rictus enguachinado (lleno de agua) en sorpresa, tristeza, congojo, decepción, culpabilidad de inocente…
—Quiero decirte.... —intentaba justificarse Vito.
—¡Qué haces con esa cara! —alegría incomprensible—. ¡Eres un cabronazo! con todo cariño, ¡eh! Sí, sí, sííí ¡vaya fichaje que he hecho!...
Vito no entendía nada, y continuaba rumiando su fracaso.
—… —Cifuentes relataba exultante—. ¡Mis jefazos me van a poner un sueldazo mayor que el del presidente del BBVA! ¡Qué tío, macho, qué tío más grande eres!
—Pero… —para callar a Cifuentes— , ¿por qué me despides?
—¡Despedirte! ¿Has oído bien, Aure, has oído lo que yo? Mi gran amigo ¿no habrá perdido el juicio? ¡Cómo voy a despedir al hombre más famoso del país! —euforia desmesurada de Cifuentes, como si le hubiera tocado la Primitiva.
—¡Qué calladito te lo tenías! —decía Aure—. ¡Eso es suerte y no la mía!
—Pero, pero… —la incredulidad atenazaba a Vito—, pero suerte, ¿por qué? —estaba más desorientado que una chiva en un garaje—. ¿Por qué has dicho lo del hombre más famoso...? —preguntaba como un bobón (aumentativo de bobo. De muy corto entendimiento).
—¡Joder, Vito! —Cifuentes perdió la paciencia—. ¿Tú me estás tomando el pelo? ¿Cómo puedes ser tan frío? —controló la alteración—. Vito…, no, desde ahora don Victoriano; pues don Victoriano, los amigos se tienen para algo…; creo que deberías habérmelo contado tú y no haberme enterado por mi jefe. ¡Me cogió en bragas!, pero menos mal que tuve una buena salida, porque si hubiera descubierto que no lo sabía, aunque tú no lo creas, me hubiera perjudicado —aliviado mosqueo, que cambió a pensamiento incrédulo—. Un momento… —lo miró fijamente—, o me estás tomando el pelo descaradamente, oooo, ¿es que no conoces la noticia? Que no me lo podría creer ni jarto vino, como dicen en tu pueblo.
—¿Qué noticia? —alucinación clarividente.
—No puedo creer que no… —dijo Aure sonriendo con malicia.
—Aure, dale el Diez Moniatos a ver qué opina.
Ella dejó el Diez Moniatos encima de la moderna y funcional escribanía, con la portada boca abajo.
Vito la miró e hizo un gesto de no comprender nada.
—¡Joder! —Cifuentes crispado—. ¡No me toques las pelotas, y dale la vuelta a la maldita revista!
Vito puso los dedos, de la mano derecha, en el lomo de la revista, regándole con un pensamiento tan acongojado como esperanzador:
—<"Dios mío, qué tendré yo que ver con el Diez Moniatos. Seguro que es una broma…, o tendrán por costumbre dar una novatada como en la mili. Síguele la corriente. Terminaré, de una vez por todas, con esta pantomima (farsa) que me está mortificando. Cuando vea lo que quieren, les reiré la gracia para que se queden contentos, y, yo, a lo mío que es trabajar, ¡que vaya marrón que tengo que solucionar hoy!>>
Sin poner ningún interés especial. Demostrando una tranquilidad pasmosa, miró a los dos, y le dio la vuelta al Diez Moniatos. Bajó un instante la mirada, volviéndolos a mirar a ellos con toda la naturalidad del mundo.
—¿Y? —instante que tiró la mirada sobre la portada. El sillón sufrió un repentino espachurramiento por el inesperado desplome de Vito. Se convirtió en una escultura sentada, esculpida en mármol de Macael (municipio de Almería, con una cantera de mármol de calidad comparable a los de Carrara), mirando fijamente la portada.
—Qué, ¿eres tú, o no, el donjuán al que besa la niña más rica del país? —Cifuentes estaba tan emocionado como si le hubiera ocurrido a él—. Cuéntame como pasó ¡se nota que veo la serie, eh! —rió Cifuentes, continuando—. Claro está. ¡No todo es bueno! Lo que te quiero decir, amigo mío, es que tú no has sido el único que has comido de ese pastel —sarcástico—. ¡Léelo, léelo! y verás qué fiera es la muchachita.
Vito levantó la cabeza; acojonando a Cifuentes con la mirada.
Aure, utilizando la viveza femenina, le hizo señas a Cifuentes para que salieran.
—¡Vale! —resignado—. Léelo tranquilo y luego te pasas por mi despacho. ¡Vamos, Aure!
Vito continuó estudiando, sin estudiar, la portada. No entendía nada de nada, pero nada de nada. Su móvil pidió auxilio desde el bolsillo de la chaqueta. De manera atropellada, por el sobresalto, lo salvó al sacarlo, pero lo castigó, sin querer, al caerlo al suelo. Ya en su oreja:
—¿Dígame?
—…
—¡Ah —nervioso—, eres tú! Dime, madre.
—…
—(Silencio terrorífico.) Acaban de enseñármelo, pero… —voz inocente.
—…
—Sí. Soy yo. Verás...
—…
—¡Escúchame, y no me alteres más! —fuera de tono—. Madre, tranquilízate…
—…
—¿¡Qué el pueblo está revolucionado!? Y la casa también, ¿no?, porque oigo al sanedrín (junta o reunión para tratar algo que se quiere dejar oculto. “En este caso con ironía”) de las alcahuetas, al completo. Madre, ahora no puedo. Cuando vaya te lo cuento. Adiós —no deseaba hablar del tema, y menos sin conocer a fondo todo lo que ponía la revista.
Vito respiró hondo más veces que una parturienta en el zenit (momento cumbre. – también: cenit) del parto. Llegó a pensar que necesitaba una botella de oxígeno. Elevó la mirada a las alturas, rogando fuerzas suficientes para leer el articulito. Con esmero, humedeció la yema del dedo corazón en la punta de la lengua, deshojándola muy lentamente hasta llegar a ver el reportaje. No era capaz de leerlo. El móvil lo salvó momentáneamente. Esta vez miró el número que aparecía en la pantalla. Agitación de la cabeza, con mal humor:
—¿Dime, Guillermo?
—…
—¡Oye, no te pases!
—…
—¡Estoy muy ocupado! —cortante—. Ya te llamaré. Adiós.
Aprovechó la nueva contrariedad para retrasar la lectura. Paseó perdido por el despacho elucubrando (lucubrar. divagar: imaginar sin mucho fundamento) sin dejar de hablar:
—¡Vaya la que he montado aquí! ¡No habré tenido suficiente con lo que pasé en el viaje, que…! De ésta me echan. ¡Me tenía que haber quedado de espía con ella! Aunque Cifuentes me dio a entender que no, al final me dijo que me pasara por su despacho. ¿Por qué me habrán sacado, con Dolo, en la portada de tan importante revista? ¡Qué cacho guarra está hecha! Además de amargarme la vida, esa tía, ha acabado con mi vida profesional. ¡Será puta! Cómo la puedo insultar de esta manera, si la quiero con locura. ¡Para una vez que me enamoro! En la foto está preciosa. Dolo, por qué me haces esto. Vito, échale valor y léelo de una vez. A lo mejor no es para tanto.
Cogió postura en el sillón y, sin más dilación, se tiró al ruedo con la espontaneidad del mejor maletilla (aprendiz de torero, que salta al ruedo, sin autorización, para demostrar su arte). No pestañeó, ni una sola vez, durante toda la lectura. Un suspiro, al finalizar, lo colocó en el vórtice (centro de un ciclón) del asuntillo. Sudaba. Un malestar, irreconocible para él, le recorrió todas sus entrañas. Se reclinó en el sillón para destensar los músculos, que los tenía más atenazados (sujetar fuertemente) que un rodete (rosca que con las trenzas del pelo se hacen las mujeres en la cabeza) hecho con ira. Quería creer que todo era una broma pesada. Tal postura cogió que casi se cae al resbalársele el trasero por el filo del asiento.
—¡Lo uniquito que me hacía falta —exclamaba—, que me parta la rabadilla (extremidad del espinazo, formada por la última vértebra del sacro y todas las del cóccix. “Lo que es un culazo”) —mientras se restregaba las nalgas—. ¡No será que el grasioso del mendigo madrileño me echó mal de ojo! Si no… ¡Mierda, por qué? —dando un puñetazo sobre la mesa.
De nuevo sonó su móvil. Atendió la llamada al no identificarla:
—¿Sí?
—…
—Dime, Pablo.
—…
—¿Un BMW Z3?
—…
—¡Millonario! Ya te veré en el pueblo. Adiós.
Vito no se lo podía creer:
—Éste también ha leído el Diez Moniatos.
El móvil volvió a sonar. Lo atendió pensando que volvía a ser Pablo:
—Dime, Pablo.
—…
—¡Perdona, Juan!
—…
—No quiero un chalet. Lo siento. Estoy muy ocupado. Adiós.
Nueva llamada. Sin ver el número, lo desconectó. Comenzó a hablar con su sombra:
—¡Qué infierno, Dios, qué infierno! —resoplaba—. ¡Y sólo lleva la revista en la calle unas horas! Ya sabía yo que era una puta fina. ¡Tengo un olfato para esas cosas que, a veces, me doy miedo! La gente se cree que ella me ha dado su dinero, ¡qué brutos! Y ahora, ¿qué hago? ¡Eres lo más lindo que he visto en mi vida —mirando el Diez Moniato—, pero más zorra que… ¡tu puta madre! En cuanto salga de aquí se reirán de mí, y cuando llegue a Bonares el cachondeo será histórico. Dolo, con lo que yo te quiero, por qué me has hecho esto. ¿Por qué me querías hacer un espía? —se miró de arriba abajo—. La culpa fue mía por acompañarte. ¡Es que me gustaste tanto! En cuanto Cifuentes me dé la cuenta, me marcho a esconderme en el monte ¡cómo los maquis (guerrilleros de la resistencia antifranquista durante la posguerra civil española)! Si por lo menos me hubiera acostado con ella. ¡Venga, valiente! —se animaba sin conseguirlo—, coge, cuanto antes, al toro por los cuernos y desaparece de esta vida malhechora y corrupta y cría víboras. Desapareceré por un tiempo nada más. Sigo sin asimilar que un ángel pueda hacer tanto daño. ¿Será descendiente directa de Lucifer! Déjalo ya, que tú mismo te estás metiendo en terrenos pantanosos. Cuanto antes acabe con esto, antes olvidarán el tema.
Con paso firme metió la directa rumbo al despacho de Cifuentes. Cruzó entre las miradas de sus colaboradores, sin pararse a identificarlas. Entró sin llamar.
—¡Por fin! —alegría de Cifuentes—. ¡Ante tanta popularidad, pensé que te habías marchado sin decirme adiós! —retintín simpático.
—Cuanto antes firme el finiquito, antes me marcho —con malas pulgas.
—¡El finiquito! —gritó Cifuentes—. Qué estás diciendo, chaval. Me ha llamado el patrón, ¡me oyes, bien! nada menos que nuestro patrón, para que te dé lo que necesites: subida de sueldo, vacaciones, un viaje donde tú elijas... ¿Tú sabes a qué nivel has subido, chavalín! —encandilado (deslumbrado) ante Vito.
—Yo no he llegado ni... —mermado (mermar: bajar o disminuirse una cosa) tono de voz, que Cifuentes detuvo.
—¡Joder, Vito! vuelvo a pensar que me estás tomando el pelo, o… ¡te lo preguntaré al estilo de tu pueblo!, ¿tú eres mamahostia? No. Estoy seguro de que no. Entonces ¡espabila de una vez, coño! —regaño desesperado.
—Pero… —tragó salivilla seca— esto es una vergüenza para mí y para mi familia.
—¿¡Vergüenza!? —moviéndose nerviosamente—. ¡Macho, de verdad! —relajación—. Ahora sí que me has demostrado que eres un mamahostia de pura cepa (auténtico). ¡Si fueras hermano mío, te daba un par de hostias! Escúchame, escúchame…, por esto la empresa te dará lo que le pidas…, no ves que eres más famoso que don Gurripato, su fundador, que esté en los cielos. Todavía ¡tontón! no te has dado cuenta de que te has cepillado a la niña más importante del país. Tienes que agradecerle a esa putita que te haya elegido, a ti, a ti, para salir en la portada.
—¡Eres un…! —silenció el insulto.
—¿Qué? —indignado—. ¿Qué ibas a decir…, que soy qué? —ofendido.
—Perdona, no ha sido mi intención… Perdona. Te ruego que lo olvides. Estoy muy confuso.
—¡Jodeeerrr! —pausa eterna—. Ahora te comprendo… —se reclinó en el sillón, mirándolo fijamente—. Estás coladito por ella… Sí, sí, por eso te has cabreado las dos veces que la he insultado. ¡Qué putadaaaa! Tranquilo, siéntate —pausa pensante—. Si es así, te ruego me disculpes.
—No le des más importancia. ¿Me das la cuenta? —serenidad pos tormenta.
—La has cogido perra ¿verdad? Te he dicho que no. No te la doy aunque me la pidas. Si te pones cabezón, te la doy, y de camino me hago la mía, antes de que me la dé mi jefe. ¿Tú quieres que me echen a mí también? —lo miró Cifuentes—. Vito ¡tío! estás en una situación privilegiada; no sabes que ahora, por eso de los derechos gays, están saliendo todos los homosexuales de los armarios que, joder, parecen que los han fumigados a todos a la vez, ¡a los armarios, claro! y que, según he oído, disponemos ya de diez chavalas por cada tío, ¿a que no lo sabías? ¡Lo tienes a huevo! Olvídate de ella y aprovéchate de la fama. Ya verás como te tienes que quitar a las tías de encima. ¡Pierdes una, pero ganas un harén! ¡Y, por supuesto, no serán…! —silenció el adjetivo para evitar que volviera a molestarse.
—Gracias por el consejo —inmediatamente se levantó para marcharse.
—¡Vale, vale, vale, valeee! —Cifuentes, con delicadeza, lo empujó para que se volviera a sentar—. Ya veo que es más grave de lo que pensaba. Lo mejor será que nos tranquilicemos y hablemos con todo el tacto y cariño que merece tu estado ¿te parece?
—De acuerdo. Pero… —levantó el índice derecho— como me la juegues, te rajo —falsa amenaza y menos credulidad que la del machote que proclama que manda en su casa.
—Para que te pueda ayudar me tienes que responder a una pregunta; es comprensible, ¿no?
—Sí. La quiero —respondía a la pregunta no hecha—. Me ha enganchado. No vivo desde que no la veo… desde que no oigo su linda voz… desde que… Yo ya sabía que era así, por eso me vine de Madrid sin decirle adiós. ¿Por qué me habrá hecho esta putada? —embozó su rostro con las manos—. Ahora me alegro de no haberle dicho que me había enamorado de ella…, y de que no hiciéramos el amor.
—¡Qué malafollá! ¡No, no, no me mires así, que sólo es una expresión! A partir de ahora mediré mis palabras —resopló—. Eso último que has dicho, sí que es jodido, bueno, lo digo porque acabas de decir que no te la…
—¡No la vuelvas a insultar! —vociferó Vito.
—Macho, tranquilízate que, con esa forma de interpretar las palabrejas, no hay manera de que yo pueda ayudarte —rascamiento del cuero cabelludo—. Al tema. ¿Tú sabías que te estaban fotografiando?
—¡Por supuesto que no! —cruzó las piernas—. Ni sabía nada de lo que ponen ahí —señaló a la revista—. Sí sabía que me gustaba con locura ¡seré gilipollas!
—No digas tonterías. De gilipollas nada de nada. Lo que te ha pasado a ti, le pasa a cualquiera —carraspeó. Tiempo que aprovechó para pensar—: <"¡Y encima no se la ha cepillado! No es bueno, es tonto.>> Continuando—: Tienes dos caminos.
—¿Dos caminos?
—Sí —apretó los labios—. Uno, olvidarte de todo y aguantar lo que te echen, verás como la semana que viene ya nadie se acordará de ti porque habrán sacado otra alcahuetería; dos, que le pongas una querella a esa pu... ¡joder, lo siento! y le saques muchos millones… Aunque, seguramente, a los de nuestra plana mayor no les guste y entonces sí te darán la papela, porque seguro que su padre, con la pasta que tiene, es de los mayores accionistas de aquí. Debes meditarlo muy bien antes de…
—Ya lo tengo decidido —fue tan rápida la intervención que, Cifuentes, se heló—. No pondré ninguna querella —con desparpajo.
—Lo sabía —sonriéndose—. Entonces debes…
—Sí. Aguantaré el tirón —el calvario que le esperaba estaba dibujado en sus ojos.
—No tienes ningún problema. Ya te he dicho que tengo la autorización del sheriff (el jefe de los jefes) para darte lo que pidas, así que lo mejor será que te cojas unos días de vacaciones, pagadas, por supuesto, hasta que se olvide esto, así volverás relajado para concentrarte en el trabajo. Que, por cierto, lo llevas muy bien. Tu gente está contentísima contigo. Desde que se enteraron de…, ¡mucho más! Ahora alardean (presumen) por ahí diciendo: ¡Vito es mi jefe; Vito es mi jefe!
—Por eso me da más vergüenza salir de aquí. Todavía no sé cómo pude pasar por delante de ellos al volver de desayunar. Bueno, ni desayuné ni pagué. Me puse muy nervioso; no dejaban de mirarme.
—Déjame pensar… —exprimidor de sesos en marcha—. ¡Por mis mulas, qué bueno soy! —se floreaba—. La idea que he tenido es genial. Llamaré al almacén para que te traigan una gabardina, una gorra y una peluca de pelo largo y rubio. Sí, de esas que le ponen a los maniquís. ¡Ah!, y unas barbas negras. ¡Ves cómo todo lo resuelvo! —enseñó su vanidad—. ¡Por qué crees que me nombraron jefe! —más vanidad—. Aquí mismo te disfrazas y te largas sin volver a tu despacho, ¿qué te parece? —recogedor de alabanzas.
—No sé, no sé —con las uñas de la mano derecha, se descarnaba la frente—. Ahí fuera hace un calor abrasador… ¿Tan tapado, no me dará un soponcio (desmayo)?
—Que no hombre, que no —disuasión maliciosa. Descolgó el teléfono, llamando al almacén.
—…
—¿Está por ahí el señor Jaramago?
—…
—Jara —con tono pelotero—, necesito un favor muy grande, pero que muy grande, tú sabes que cuando te lo pido de esta manera es que no te puedes negar.
—…
—Mándame, ya, ya, ya, a mi despacho: una gabardina; una gorra; unas barbas negras; y una peluca rubia, pero de pelo largo. ¡Ah!, y unas gafas de sol, la más grande que tengas, con cristales negros como el carbón.
—…
—¡Mariconazo, yo no me tengo que esconder de mi mujer!
—…
—No preguntes más; lo necesito ¡cagando leches! en mi despacho.
—…
—¡La bufanda se la pones a tu hermana en el jigo! Hoy pagas tú las cervezas.
—…
—No me cabrees, que no estoy de humor. Adiós.
—…
—Sí, hombre, mañana te lo devuelvo todo ¡y te lo pones tú, a ver si así ligas de una vez! —interrumpiendo la comunicación para que no le pudiera contestar.
—¿Ves? ¡Soy el mejor! Esta empresa no sabe que me tiene desaprovechado, y mira que se lo digo; a veces pienso que confunden el escurrir con el discurrir. ¡Todo arreglado! Ya puedes salir de aquí sin que te reconozcan. Ahora… —lo miró muy serio—, si te detienen por espía, yo no quiero saber nada, ¿eh? ¡Jajajaja!
—¡Y tú cómo sabes lo de espía, si yo no te lo he contado! No… —pensamiento callado por incapaz.
—¡Oye! —llamó la atención de Vito—. ¡Qué espía ni qué niño muerto (“qué niño muerto”: para expresar desprecio de lo que alguien dice)! Ya que estás más tranquilo… Cuéntame una cosa.
Vito, cabizbajo, no lo miró.
—Es sobre ella…
Vito lo miró con recelo.
—… ¿Por qué no te la…?
El mordisco que se dio Vito en la punta de la lengua obligó a Cifuentes a exclamar:
—¡No seas mal pensado! Te preguntaba que…, ¿por qué no te la… —no se le ocurría nada para salir del embrollo en el que se había metido— camelaste para que te contara su formita de ser? —tuvo suerte en la ocurrencia—. ¿No notaste algo raro en ella?
—¡Nada raro! —alterado—. Toda su forma de actuar fue tan rara que lo menos malo que pensé fue que era… —no era capaz de decirlo—. Prácticamente estuve con ella desde la una de la tarde del día que llegué hasta el día siguiente por la tarde que me vine. Hasta dormí esa noche en su apartamento. Al padre ni lo vi. Únicamente apareció por allí la limpiadora ¡gracias a ella descubrí…! —no dijo más—. Me parecía imposible que tuviera a mi lado, sólo para mí, a esa belleza. ¡Me gustó tanto! —entrelazó las manos para, a guisa de yugo, colocarlas sobre la nuca, obligándose a bajar la cerviz. Hizo una larga pausa—. ¡Hay que joderse! Me está ardiendo el corazón, y el único extintor que puede apagar ese fuego lo tiene ella bajo su pecho, pero como lo tiene quemado ya... ¿Por qué me ha hecho esto? —sintió una humedad chorreante y triste, en los balcones ojerosos—. ¡Maldita la hora que fui a Madrid!
—¡No te jode! —Cifuentes, quitándole leña al fuego—. Encuentras el trabajo de tu vida ¡y encima te quejas! No seas desagradecido con la suerte. A esa muchacha conseguirás olvidarla pronto, pero un trabajo, y más como éste, es muy difícil de conseguir. ¡Una cosa! —pensativo mirando a Vito—. Dime la verdad. ¿Seguro que la quieres olvidar? Piensa que, como te quedes con ella, vas a ser el hazmerreír de todos —rápidamente continuó—. El problema está en que no es únicamente famosa por su dinero, sino por...
—¡No sigas! —encabritado—. ¡Ya está bien! Sí la olvidaré. La olvidaré, seguro que la olvidaré muy pronto —en ese momento golpearon en la puerta.
—Ahí está tu salvación. ¡Pase! -entró una señorita con el disfraz-. Déjelo ahí, sobre la silla. Gracias, señorita.
El ánimo de Vito, seguramente por el desahogo, subió de tono. Sonrió al ver el manojo de ropa, donde destacaba la gabardina.
—Venga, empieza a vestirte.
—Es una gilipollada. Cómo voy a ponerme esto —deshaciendo el amasijo de ropa—. ¿Has visto la peluca? la fregona con la que limpia mi madre el corral tiene más glamour (encanto) que estos pelos de mazorca de maíz y gordos como espaguetis ¡yo no me la pongo!
—¡Tú sabrás! —desentendiéndose—. ¡Ale, sal, sal, y verás el revuelo que vas a armar!
—¡Estoy harto! —quitándose la chaqueta—. Como te vea una simple sonrisa…
—Primero ponte la peluca, no vaya a ser que no te quede buena.
Vito la cogió mirándola como si fuera un bicho raro, con asco incluido. Le dio vueltas y vueltas. Con mucho cuidado se la colocó.
—¡Jijijijiji! —rió Cifuentes al verle la cara.
—¡Al carajo! —le lanzó la peluca.
—Perdona chico, no he podido evitarlo. No sigas, que tengo una idea.
—No. Que una idea tuya es un problema para mí —le dio una patada a la peluca.
—¡De esto las mujeres saben un rato! Llamaré a Claudia para que te la coloque en condiciones y te peine.
—¡Y una mierda! —revolucionado—. ¡Tú estas chalao! ¿Quieres que tu nueva secretaria me pierda el respeto para siempre? Mejor que no pienses más.
—Lo haré yo —Cifuentes recogió la peluca del suelo—. ¡La has escoñao entera! Necesitamos un cepillo para dale su forma. Le pediré a Claudia el suyo —marchó a por él.
Vito, durante la fustigadora (azotar) espera, se comía el coco con voz casi audible:
—¡La muchachita más rica de España y más sinvergüenza del mundo! ¿Por qué habrá querido que me fotografiasen con ella? Cuando el portero me dijo como era la niña, me tenía que haber venido. ¡Con las llaves y todo! No le hubiera causado ningún problema. ¡Caín, ven para acá ahora mismo que me tienes que abrir la puerta! ¡Yo te abro la puerta y…! ¡Piensa, Vito, piensa! Ese día no se acostó con él porque estaba yo delante. Así le tenía perdido el respeto. Ya se había acostado con ella ¡seré idiota! Qué preciosidad. No me la puedo quitar de la cabeza. Soñaba que no fuera lo que yo pensaba, pero, ¡Dios, es mucho peor!
El regreso de Cifuentes rompió su calvario. Por la sonrisa, de oreja a oreja, que dibujaba su cara, no había que ser muy listo para imaginarse el motivo de la tardanza.
—¿Qué te ha dicho? —preocupado Vito.
—¿Que qué me ha dicho? —movía, en el aire, el erizo disecado—. ¡Ah! Que, con lo formal que se te ve, no se podía creer que tú fueras un transformista de esos, ya sabes.
—¡Serás vaina (persona despreciable)! —violento Vito—. Ni jefe, ni ná, no me aguanto más ¡vete a tomar por el culo, Cifuentes de mierda!
—¡Mamahostia, te lo crees todo! —tuvo que agarrarlo por el brazo para detener la huída—. Le he pedido que me prestara el cepillo, y nada más. Ella sabe que yo me peino con cepillo, por eso no le ha extrañado. O ¿también te extraña que ella sepa que utilizo cepillo para peinarme?
—A mí ya no me extraña nada. Después de lo que me ha pasado ¡y me está pasando! me creo todo. Dame el cepillo que voy a peinar este estropajo —el envío lo cogió al vuelo. Le dio varios meneos a la peluca.
—Como sigas peinándola con ese mosqueo, la vas a dejar calva, y luego, ¿a ver qué te pones?
—No continúes con la ironía que estoy a punto de explotar y no quiero perder tu amistad.
—La has dejado niquelada —poniendo paz—. Parece de pelo natural —Cifuentes tuvo que morderse la lengua para no descoñarse de risa—. Pruébatela ahora.
Vito le dio la espalda, agachó la cabeza, colocándosela sin soltarla. Al volverse puso una sonrisa de carajote (tonto).
—Te queda perfecta —serio—. ¿Dónde has aprendido? ¿O es que en Madrid también has sido una Drag Queen (persona que se viste, a menudo, con ropa del sexo opuesto, por satisfacción sexual o emocional, sin ser por ello homosexual)? —haciéndole un gesto afeminado.
—¡Me cago en la puta de oro! —se fue para él—. No quiero pegarte, pero estás haciendo oposiciones para ello. ¡Te juro que la próxima vez vas a conocer a Victoriano cabreado!
—Por qué te mosqueas, ¿no sabes que soy muy bromista? Anda siéntate, que te voy a disfrazar. No te he dicho que yo fui el maestro del que disfraza ahora a Been Laden.
—¡Eres un plasta que tiene la gracia en el culo! —estaba insoportable.
Después de un buen rato trabajando duro vistiendo a Vito, Cifuentes se retiró los pasos necesarios hasta tenerlo, en toda su amplitud, dentro del campo de visión. Finalizada la inspección de control de calidad, mirándolo fijamente, le dijo:
—¡Joder, qué obra de arte he conseguido! —a la vez que paseaba alrededor de Vito—. Debería dedicarme a esto —regocijo artístico—. Mírate en el espejo que hay tras la puerta de aquél armario ¡mírate, hostias! —autoridad convencida del triunfo de su arte.
Lentitud arrastrante en sus pasos. Lentitud parada abriendo la puerta del armario fabricado en madera noble. Lentitud inexistente, porque no se movía, para mirarse al espejo. Velocidad máxima para verse:
—¡Coño, éste no soy yo! —se recreaba en el espejo—. ¡Hasta me he asustado al verme! ¡Sí señor, esto es un buen trabajo! No me reconoce ni mi madre. ¡Joder, qué pica esto! —con una mano se rascaba la cabeza, y con la otra el pecho.
—No, no, que lo escoña todo —al ver como se rascaba—. Más suave, macho, ráscate más suave.
—Si en este momento estoy sudando a chorros ¡con los treinta grados que hace en la calle me muero! —se secaba la frente con mucho cuidado—. Lo vi cuando salí a tomar café en el termómetro publicitario que está en la Plaza de España.
—¡Fuuuffff! —Cifuentes pasó la mano por su frente. No pensaba en él—. Cuando he ido a por el cepillo, me ha dicho Claudia que, cuando ella volvía de desayunar, marcaba cuarenta.
—Tú, en lugar de animarme, me jodes más. ¡Si salgo de ésta te acuerdas! Te juro que te acuerdas —amenaza marcada con el índice—. Esperaré a que se vayan a comer los de la oficina para salir, si al señor profesional del maquillaje no le importa —tono afeminado.
—¿A mí? —con gesto de puro travesti (o travestí)—. ¡Qué va, maricón! —tono imitador del gesto—. ¡Cómo me va a importar que un espantapájaros canco (homosexual) se esconda en mi despacho para que no lo violen cuando lo vean!
—Te lo estás pasando en grande, pero no me importa, al contrario, has conseguido que me olvide de toda la mierda que estoy viviendo. Pero, en lugar de seguir con el cachondeo, llama y resérvame una habitación en el Paraíso de Mazagón. ¿No has dicho que lo paga la empresa?
—¡Ahora mismo, mi amor! —imitación apoteósica—. ¡Es que estás… para comerte!
—¡Te juro por…, que me vas a pagar todo lo que me estas haciendo pasar!
—¡Oig, qué miedo! —pasó la frontera—. ¡Mi niño me quiere maltratar! Te denunciaré ¡ea! te denunciaré por maltrato.
—¡Cifuentes —con seriedad seria, le gritó Vito—, te vas a cachondear de tus muertos!
—¡Joder, no me acabas de decir que he conseguido que te olvides de…
—¡Ahora digo lo contrario! —con cojones—. ¡Qué pasa?
—¡Oye, oye, oye! —seriedad verídica—. Parece que yo soy el culpable de que te haya absorbido el seso una… mujer —ante la mirada de Vito, exclamó—: ¡He dicho el seso, no el sexo! Aunque tú me estás demostrando que no tienes ninguno de los dos. De acuerdo que yo he hecho chistes con tu problema, pero ¿crees que existe alguien en el mundo que no lo hubiera hecho? Tú mismo te habrías partido ¡ah, perdón! el señor, como es tan santo, hubiera puesto cara de pena ¡de pena no, de triste!, pero por dentro se estaría riendo más que nadie. Desde que te conocí lo único que he hecho es ayudarte. ¡Mierda, qué más da! Voy a cumplir tu deseo —descolgó el teléfono—. La reservaré yo personalmente para que nadie sepa donde estás.
—Perdóname, compréndeme, no me conozco ni yo ¡y tú lo sabes! Eres un pedazo de persona.
Cifuentes resopló mientras oía, sin oír, el teuuu espaciado y afónico e inalámbrico:
—…
—Buenas tardes. Soy Cifuentes, de El Corte Onubense, ¿está el director?
—…
—Es igual. Necesito una habitación.
—…
—Sí, doble. ¡Por lo que pueda pasar! —hizo un guiño a Vito.
—…
—Desde esta noche, hasta… —miraba a Vito, esperando una fecha. Al no tenerla, dijo—: Hasta que don Victoriano, que llegará por ahí durante la tarde, lo desee.
—…
—¡Que estáis completos! ¿Me está insinuando que no va a satisfacer mi necesidad?
—…
—Está cometiendo un grave error ¿sabe?
—…
—¡Me ha tocado las pelotas! —irritado—. Dígale —sosiego irónico— al director que no vuelva a contar con nuestra agencia de viajes. ¡Adiós! —colgó con tal cabreo, que el teléfono botó sobre su cónyuge (en este caso: soporte del teléfono de sobremesa).
—No te preocupes —Vito consolando—, ya se me ocurrirá otro lugar.
—¡No, de eso nada! —rebelde—. ¡Esta gente se va a acordar de Cifuentes!
Cifuentes, que hacía unos segundos provocó que el matrimonio de plexiglás se volviera a consumar, fue el culpable del coito interruptus del aparatejo al oír, a éste, chillar por la excitación eléctrica interna.
—¡Pensé que, del telefonazo que di, lo había escoñao! —le dijo a Vito al oír la llamada; que atendió—: ¡Dígame! —educación despótica.
—…
—¡Perdona! Pásamelo —contrariado—, que le voy a decir lo incompetentes que son sus subordinados —tapó el oído del teléfono, diciéndole a Vito—: Claudia me va a pasar al director del Paraíso.
—…
—Yo le comprendo perfectamente, y usted me va a entender a mí perfectísimamente, porque el señor que necesita la habitación es empleado de El Corte Onubense. No sé si me entiende.
—…
—¡Se lo diré más alto, porque más claro es imposible! —ante el silencio—: ¿Me oye?
—…
—Pues que si no se hospeda ahí esta misma tarde, yo perderé mi empleo, y cómo comprenderá no está la vida como para perder un trabajo ¡y más de lo más! porque no consiga, yo, una simple habitación en el Paraíso de Mazagón ¡vamos!
Vito le indicaba, con aspavientos, que no se preocupara.
Cifuentes le recriminó dando manotazos al aire.
—…
—¿Que tendría que echar a alguien para poder complacerme?..., ¿y por qué no lo ha echado ya? ¿Sabe?, para más inri (para mayor escarnio: Burla tenaz que se hace con el propósito de afrentar, humillar…) me está dejando en ridículo delante del señor que está esperando para hospedarse y relajarse en ¡su maldito Paraíso! —el cuello mostró la fuerza de la corriente del bombeo sanguíneo.
—…
—Acepto sus disculpas con la condición de que me confirme, ahora mismo, la reserva —resoplo huracanado.
—…
—¡Ve!, con profesionalidad se resuelven los problemas.
—…
—También le solucionaré ese problema —pensó un instante—. Monte una tienda de campaña en el césped, junto a la piscina, y que pernocten allí ¡no te jode!, o ¿quiere que los meta en mi casa?
—…
—Llegará esta misma tarde. ¡Adiós!
Cifuentes, esta vez, autorizó sin violencia la cohabitación del mayor alcahuete del mundo. Aprovechando su actuación para darle una clase gratis de profesionalidad a Vito:
—A esta gente hay que tratarla así. Mucho pedir para que les mandemos clientes, y cuando necesitamos un favor, nos vuelven la espalda. Vito…, en la autoridad está el triunfo.
Vito, impresionado, asentía con la cabeza.
—Cuanto más hijo de puta seas, más te respetarán —gesto inquisitorio.
—Desconocía esa cualidad tuya —apesadumbrado, sin quitarle la mirada, gritó—: ¡Seig Hitler! ¡Viva Franco!
—¡Serás cabronazo! —le tiró un cenicero que estaba en su mesa—. No mentes (mentar: nombrar o mencionar) ruina. ¡Esos chistes ni en broma!
—Me alegro, porque había pensado que me iba a ser muy difícil trabajar con ese sentir.
—¡Joder, Vito, eres una bomba andante! Yo soy tan demócrata como el que más.
—Yo doy fe de ello —serio.
—Un consejo de amigo… —se acarició el pelo—. Cuando conozcas, de verdad, a los santones que pisan el asfalto de ahí fuera, buscarás sin pasión a don escrúpulo, y cuando lo conozcas, nada más transcurrido un solo segundo, te darás cuenta de que es como encontrar una cantimplora llena de agua en el desierto y tenerla que repartir con mil sedientos. Canalla ¿verdad? Todavía no conoces a la que todos se aferran y nadie ve. Mis sentimientos no son como tú has pensado. Mis sentimientos son muy humanos, mucho más de lo que tú puedas imaginar, pero, ¡amigo! cuando algún indígena, con todos mis respetos para los nativos, de la jungla de los trabajos remunerados invade tu camino con la intención de echarte a una de sus veredas, es mejor que el gallina que llevamos dentro, o sea, la humanidad bondadosa, se reencarne en un león esquizofrénico… —llenó un vaso de agua del manantial envasado y helado en barril de plástico, bebiéndoselo de una tacada (beberse todo sin ningún descanso)—…, porque es la única manera de seguir poniendo huevos en la misma paja. ¡Joder, qué dramático se está poniendo esto! Está solucionado tu hospedaje, ¿no? Pues a tomar el viento a Mazagón.
—Gracias —circuitos cerebrales buscando, cada uno, su cubículo (aposento, alcoba).
—Mi amigo necesita tranquilidad, y ese es un lugar paradisíaco para disfrutarla. Lo tenía que conseguir contra viento y marea. Te llamaré. Si necesitas algo, no dudes en llamarme. Presiento que tenerte como amigo es un seguro de vida para mí y mi familia.
Vito lo miró desconcertado.
—¡Cuando te cases con la multimillonaria! Necesitarás un administrador, ¿no?
—¡Mamón! —se fue hacia él, dándole un abrazo. Aprovechó para decirle cuchicheando (hablar en voz baja o al oído)—. Para que veas lo que te quiero, te deseo que te ocurra lo mismo que a mí. Gracias por todo.
—¡Qué más quisiera yo! No te olvides de cambiarte antes de llegar que, si no, ni te dejan entrar y a mí sí que me dan la cuenta por encubrir a un prófugo ¡de la justicia, no! de la plebe callejera y chismosa, ¡que es peor! Aunque… —mirada de inspección—, ¡por la gabardina!, nadie puede dudar de que eres un agente secreto; ¡por la peluca!,… eres un vikingo desmejorado; ¡por la gorra!,… un mafioso arruinado; ¡por la barba!,… un fundamentalista fugado; ¡por las gafas!,… un chulo barato. ¿Qué te parece el porte que llevas?
—Pues… —se miró de arriba abajo— que me acabas de quitar las ganas de salir con este modelito ideado por el gran modisto Cifuentes. Mejor será que me lo quite todo.
—¡Victoriano, ya está bien! Coge el camino ahora mismo, que ya te he dicho que tengo hambre. Por tu culpa no me he tomado hoy mi cervecita con su respectiva tapa de tortilla. Anda, largo de aquí. ¡No olvides que la potra (suerte) no llama dos veces! —mientras lo empujaba hacia la puerta. Abrazo de abrazo.
Vito, sintiéndose prófugo de su alma, de sus principios, de su impostura (engaño con apariencia de verdad), de su actual convicción de tonto por consentimiento propio; actuaba en el borde de lo desrazonable, yendo, incrédulo convencido, hacia un seguro sacrificio sin muerte, que nunca, por mucho que lo hubiera intentado, hubiera imaginado. Salió del despacho mirando a todos sitios, descubriendo que le habían dejado el camino limpio de ojos. Liberando, de paso, su imaginación:
—<"He acertado saliendo a la hora de comer. Mis colaboradores son tan clarividentes (supuesta percepción paranormal de realidades visuales) que, aunque me tintara de otro color, me habrían descubierto al primer ojo.>>
Todo el gazpachero discurrimiento lo alimentaba camino de la salida. Aligeró el paso al ver que la translúcida puerta a la libertad la tenía a tiro de piedra. Se le ocurrió, para despistar más, comprar algo en la planta del hipermercado, como si fuera un cliente más. Cogió lo primero que tuvo a mano. Ya en la caja:
—Perdone —le decía la cajera, sin quitarle ojo—. No es de mi incumbencia, pero ¿no tiene calor? Creo que usted es…
A Vito se le retorcieron las tripas, pensando:
—<"¡Ya me ha descubierto!>>.
—…muy friolero —al oírla, el cuerpo de Vito entró en caja—; y no es por meterme donde no me llaman, pero pienso que con un solo paquete de maquinillas no le va a ser suficiente para afeitarse tan frondosa y larga barba ¡lo digo por ahorrarle otro viaje! —con gracia andaluza.
—¡No, no, sí, sí, gracias, no son para mí! —le enseñó todo su sistema nervioso a la chica, máxime cuando fue a desabrocharse la gabardina para sacar el cajero de piel que llevaba en el bolsillo del pantalón y percatarse de que se le podía mover la barba y descubrir que la llevaba cogida, a las orejas, con un elástico que tapaba la peluca; diciéndole con voz sumisa (baja y suave, como la de quien implora o suplica)—: Perdone, no me lo puedo llevar, me he dejado la cartera en casa —sin dar tiempo a que la cajera reaccionara, se dirigió a la salida. Casi en la libertad, los chivatos cumplidores de descubrir, tanto a los cleptómanos (propensión morbosa al hurto) como a los chorizos más curados, pusieron a prueba el máximo volumen de sus cuerdas vocales aullando como locos. Esos hijos de puta (así los nombran los porteadores de hurtos consumados y, mucho peor, los no consumados por descubiertos) chivaron que Vito era uno de ellos, o sea, un ratero.
Vito no supo de dónde salió la segurata (vigilante de seguridad) que lo detuvo sin ningún miramiento.
Un nuevo “vigilante de seguridad” se unió al acto deshonroso. La señorita violenta lo humilló regalándole un descuidado garfear (echar los garfios para asir con ellos algo. Garfio: instrumento de hierro, curvo y puntiagudo, que sirve para aferrar algún objeto. También: dedos de la mano) sobre el paraje natural donde se crían las maldecidas chepas (joroba), sobre todo, malditas, para los que se las han endosado sin pedirla.
A Vito le faltaba llorar.
—¡Deténganse! —los tres miraron hacia el origen de tan tajante orden—. Soy el señor Cifuentes —mostrándoles a los tres la credencial de la empresa—. Además, ustedes ya me conocen. ¿Quieren que les eche? —los dos, caricatura (figura ridícula en que se deforman las facciones y el aspecto de una persona) de guardias civiles sin tricornio, se miraron buscando una explicación a la intervención amenazante de Cifuentes, que se puso a cachear a Vito.
Vito sudaba a chorros y, con la mirada, buscaba en el suelo algo que le convenciera para continuar viviendo.
—¡Tranquilo! —le dijo Cifuentes a Vito—, que yo sacaré a estos dos de su error —luchaba para aguantar la risa—. Y al cabrón del Jaramago lo capo. Será inútil ¡mira que no despezonar el detector! —lo localizó pinchado en el bolsillo interior de la gabardina—. Y tú —le decía a Vito—, ¿cómo no te has dado cuenta?...
Vito cerró los ojos. Estaba a punto de quitarle la pistola a uno de los de seguridad para pegarse un tiro.
—¡Tienes unos cojones que te los pisas! —recriminación a Vito—. Necesitas pasar desapercibido, y vas y coges por una caja, ¡qué huevos tienes! Te has librado porque mi mujer me ha encargado un paquete de compresas y he tenido que pasar por aquí, si no la lías bien liada. Anda, anda, vete ya.
Vito le enseñaba el detector.
—Qué más te da llevarlo puesto. ¡Vete ya, hostia, que te he dicho que tengo hambre!
Vito corrió como un niño asustado. Ahora sí que lo miraban todos los viandantes cercanos y lejanos.
—¡Aure! Voy a salir a tomar café —en ese momento sonó el Séptimo de Caballería—. ¡Dolo! —exclamó sobresaltado. Rápidamente disimuló.
—¡Es mi móvil! —le dijo Merchi antes de atender la llamada.
—¡Ya, ya! —indicándole con la mano que no tenía importancia, pero el rubor declaró los nervios que le entró al oír la melodía—. ¡Hasta ahora!
—¿Has visto cómo ha reaccionado al oír el móvil? —Merchi a Aure, después de atender la llamada—. ¿Quién será esa Dolo?
—La verdad es que se ha puesto colorado como un tomate —Aure con intriga.
Vito, cuando tenía tiempo, tomaba café fuera del edificio, en una cafetería delicatessen (calidad más selecta) muy cercana a su trabajo: “Horno San Ramón”. Solía salir por la puerta que está justo donde venden la prensa y todo tipo de revistas, junto a la librería. Ya, antes de pasar por allí, había observado que varias señoras mayores se le quedaban mirando, e incluso dos se pararon y murmuraron mirándole. Al principio no le dio importancia, pero, al salir a la calle, la incómoda intriga le llevó a volver la cabeza. ¡Qué pedazo de sorpresa recibió! Un grupo de personas, incluido personal uniformado, habían salido a la puerta. Estaba seguro de que hablaban de él. Se sintió espiado. Aligeró el paso. La primera ocurrencia que tuvo, del por qué del interés por él, fue mirarse la bragueta; como estaba en perfecto estado de revista, la segunda fue mirarse la cara en el espejo retrovisor de un coche aparcado lejos del improvisado mirador, obteniendo el mismo resultado que con la bragueta. Interrogatorio íntimo:
—¿Por qué me mirarán? ¡Con qué descaro me miraron esas viejas! —mosqueado—. ¡Bah! se habrán confundido con otra persona —autoconvencimiento, aunque un poco sucio de duda.
Continuó su camino, sin poder evitar el propio recelo (temer, desconfiar, sospechar) de ser observado descaradamente. Al entrar en la cafetería, ocupó la primera mesa que vio libre, que solía ser siempre la misma, por eso, todos los días, intentaba ir a la misma hora. Como cliente habitual, no hizo falta que le preguntaran lo que iba a tomar.
—Su descafeinado solo largo —la camarera al ponerle el servicio—. Enseguida le traigo la media tostada.
—Gracias —respondió Vito, alegrándose de que ella no mostrara ninguna extrañeza al verle. Pensando:
—<"Menos mal que me ha mirado como siempre>> —se tranquilizó.
Nada más pensar eso, vio cómo un joven, que estaba en la barra, le decía algo a la camarera, y ésta, inmediatamente, lo miró a él, ahora sí, con una mirada de sorpresa.
—<"Pero ¿qué tendré hoy yo en la cara?>>—se movía nervioso.
Decisión inmediata: Ir al servicio. Después de comprobar varias veces que había echado el seguro a la puerta, se hizo una exhaustiva ITV delante del espejo, intentando encontrase algo raro en el cuerpo.
—<"Si no tengo nada que pueda llamar la atención, ¿por qué me mirarán? Será que estoy hoy muy suspicaz (propenso a concebir sospechas). ¡Son alucinaciones (imaginaciones) mías! ¡Bah!>>
De vuelta a la mesa tuvo la sensación de que estaba saliendo del chiquero de la Plaza de toros de la Maestranza (Sevilla). Todos lo miraban y se sonreían. Tal fue el rubor que sintió, que se marchó sin tomarse el desayuno y sin abonarlo.
—<"¡No puede ser! ¡Estaré soñando, seguro! —se pellizcó—. ¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo para mirarme? La verdad es que me han mosqueado. Ya no salgo de la oficina hasta que estos alrededores queden desiertos. ¡Sea la hora que sea!>>
Imitando al mejor estratega militar, para no ser descubierto, regresó a su despacho inaugurando un nuevo itinerario.
—Parece —murmuraba— que por aquí no tengo monos en la cara. Pero, Vito, ¡qué más da que te miren! —sin dejar de mirar de un sitio a otro.
No era del todo cierto, porque cada vez que se cruzaba con alguien volvía la cabeza para evitar que le vieran la cara. Al llegar a la puerta de la oficina:
—<"¡Por fin en la oficina!>> —agobiado.
Tuvo una entrada con emboscada y acribillamiento, a su pellejo facial, de impactos directos, sordos e invisibles, lanzados por el par de disparadores y recogedores de todo lo que tienen a su alcance, eso sí, siempre que haya luz, de todos los allí presentes. Única solución para esquivarlos, aligerar el paso y utilizar su despacho como búnker (refugio subterráneo para defenderse de los bombardeos).
—¡Esto es —se decía— porque me han despedido y, como yo no lo sé, se ríen de mí! —le comenzó a molestar el estómago—. ¡Segurísimo! ¡Ya me extrañaba a mí que todo fuera tan bonito! —la lucha interna era infernal—. ¡Nada! esperaré a que me lo comunique el jefe. ¿Por qué me habrán despedido? A mis padres les voy a dar un disgusto de muerte.
Sobresalto inmedible que experimentó Vito, al irrumpir en el despacho, sin llamar, su jefe y Aure.
Vito se puso de pie. Rictus enguachinado (lleno de agua) en sorpresa, tristeza, congojo, decepción, culpabilidad de inocente…
—Quiero decirte.... —intentaba justificarse Vito.
—¡Qué haces con esa cara! —alegría incomprensible—. ¡Eres un cabronazo! con todo cariño, ¡eh! Sí, sí, sííí ¡vaya fichaje que he hecho!...
Vito no entendía nada, y continuaba rumiando su fracaso.
—… —Cifuentes relataba exultante—. ¡Mis jefazos me van a poner un sueldazo mayor que el del presidente del BBVA! ¡Qué tío, macho, qué tío más grande eres!
—Pero… —para callar a Cifuentes— , ¿por qué me despides?
—¡Despedirte! ¿Has oído bien, Aure, has oído lo que yo? Mi gran amigo ¿no habrá perdido el juicio? ¡Cómo voy a despedir al hombre más famoso del país! —euforia desmesurada de Cifuentes, como si le hubiera tocado la Primitiva.
—¡Qué calladito te lo tenías! —decía Aure—. ¡Eso es suerte y no la mía!
—Pero, pero… —la incredulidad atenazaba a Vito—, pero suerte, ¿por qué? —estaba más desorientado que una chiva en un garaje—. ¿Por qué has dicho lo del hombre más famoso...? —preguntaba como un bobón (aumentativo de bobo. De muy corto entendimiento).
—¡Joder, Vito! —Cifuentes perdió la paciencia—. ¿Tú me estás tomando el pelo? ¿Cómo puedes ser tan frío? —controló la alteración—. Vito…, no, desde ahora don Victoriano; pues don Victoriano, los amigos se tienen para algo…; creo que deberías habérmelo contado tú y no haberme enterado por mi jefe. ¡Me cogió en bragas!, pero menos mal que tuve una buena salida, porque si hubiera descubierto que no lo sabía, aunque tú no lo creas, me hubiera perjudicado —aliviado mosqueo, que cambió a pensamiento incrédulo—. Un momento… —lo miró fijamente—, o me estás tomando el pelo descaradamente, oooo, ¿es que no conoces la noticia? Que no me lo podría creer ni jarto vino, como dicen en tu pueblo.
—¿Qué noticia? —alucinación clarividente.
—No puedo creer que no… —dijo Aure sonriendo con malicia.
—Aure, dale el Diez Moniatos a ver qué opina.
Ella dejó el Diez Moniatos encima de la moderna y funcional escribanía, con la portada boca abajo.
Vito la miró e hizo un gesto de no comprender nada.
—¡Joder! —Cifuentes crispado—. ¡No me toques las pelotas, y dale la vuelta a la maldita revista!
Vito puso los dedos, de la mano derecha, en el lomo de la revista, regándole con un pensamiento tan acongojado como esperanzador:
—<"Dios mío, qué tendré yo que ver con el Diez Moniatos. Seguro que es una broma…, o tendrán por costumbre dar una novatada como en la mili. Síguele la corriente. Terminaré, de una vez por todas, con esta pantomima (farsa) que me está mortificando. Cuando vea lo que quieren, les reiré la gracia para que se queden contentos, y, yo, a lo mío que es trabajar, ¡que vaya marrón que tengo que solucionar hoy!>>
Sin poner ningún interés especial. Demostrando una tranquilidad pasmosa, miró a los dos, y le dio la vuelta al Diez Moniatos. Bajó un instante la mirada, volviéndolos a mirar a ellos con toda la naturalidad del mundo.
—¿Y? —instante que tiró la mirada sobre la portada. El sillón sufrió un repentino espachurramiento por el inesperado desplome de Vito. Se convirtió en una escultura sentada, esculpida en mármol de Macael (municipio de Almería, con una cantera de mármol de calidad comparable a los de Carrara), mirando fijamente la portada.
—Qué, ¿eres tú, o no, el donjuán al que besa la niña más rica del país? —Cifuentes estaba tan emocionado como si le hubiera ocurrido a él—. Cuéntame como pasó ¡se nota que veo la serie, eh! —rió Cifuentes, continuando—. Claro está. ¡No todo es bueno! Lo que te quiero decir, amigo mío, es que tú no has sido el único que has comido de ese pastel —sarcástico—. ¡Léelo, léelo! y verás qué fiera es la muchachita.
Vito levantó la cabeza; acojonando a Cifuentes con la mirada.
Aure, utilizando la viveza femenina, le hizo señas a Cifuentes para que salieran.
—¡Vale! —resignado—. Léelo tranquilo y luego te pasas por mi despacho. ¡Vamos, Aure!
Vito continuó estudiando, sin estudiar, la portada. No entendía nada de nada, pero nada de nada. Su móvil pidió auxilio desde el bolsillo de la chaqueta. De manera atropellada, por el sobresalto, lo salvó al sacarlo, pero lo castigó, sin querer, al caerlo al suelo. Ya en su oreja:
—¿Dígame?
—…
—¡Ah —nervioso—, eres tú! Dime, madre.
—…
—(Silencio terrorífico.) Acaban de enseñármelo, pero… —voz inocente.
—…
—Sí. Soy yo. Verás...
—…
—¡Escúchame, y no me alteres más! —fuera de tono—. Madre, tranquilízate…
—…
—¿¡Qué el pueblo está revolucionado!? Y la casa también, ¿no?, porque oigo al sanedrín (junta o reunión para tratar algo que se quiere dejar oculto. “En este caso con ironía”) de las alcahuetas, al completo. Madre, ahora no puedo. Cuando vaya te lo cuento. Adiós —no deseaba hablar del tema, y menos sin conocer a fondo todo lo que ponía la revista.
Vito respiró hondo más veces que una parturienta en el zenit (momento cumbre. – también: cenit) del parto. Llegó a pensar que necesitaba una botella de oxígeno. Elevó la mirada a las alturas, rogando fuerzas suficientes para leer el articulito. Con esmero, humedeció la yema del dedo corazón en la punta de la lengua, deshojándola muy lentamente hasta llegar a ver el reportaje. No era capaz de leerlo. El móvil lo salvó momentáneamente. Esta vez miró el número que aparecía en la pantalla. Agitación de la cabeza, con mal humor:
—¿Dime, Guillermo?
—…
—¡Oye, no te pases!
—…
—¡Estoy muy ocupado! —cortante—. Ya te llamaré. Adiós.
Aprovechó la nueva contrariedad para retrasar la lectura. Paseó perdido por el despacho elucubrando (lucubrar. divagar: imaginar sin mucho fundamento) sin dejar de hablar:
—¡Vaya la que he montado aquí! ¡No habré tenido suficiente con lo que pasé en el viaje, que…! De ésta me echan. ¡Me tenía que haber quedado de espía con ella! Aunque Cifuentes me dio a entender que no, al final me dijo que me pasara por su despacho. ¿Por qué me habrán sacado, con Dolo, en la portada de tan importante revista? ¡Qué cacho guarra está hecha! Además de amargarme la vida, esa tía, ha acabado con mi vida profesional. ¡Será puta! Cómo la puedo insultar de esta manera, si la quiero con locura. ¡Para una vez que me enamoro! En la foto está preciosa. Dolo, por qué me haces esto. Vito, échale valor y léelo de una vez. A lo mejor no es para tanto.
Cogió postura en el sillón y, sin más dilación, se tiró al ruedo con la espontaneidad del mejor maletilla (aprendiz de torero, que salta al ruedo, sin autorización, para demostrar su arte). No pestañeó, ni una sola vez, durante toda la lectura. Un suspiro, al finalizar, lo colocó en el vórtice (centro de un ciclón) del asuntillo. Sudaba. Un malestar, irreconocible para él, le recorrió todas sus entrañas. Se reclinó en el sillón para destensar los músculos, que los tenía más atenazados (sujetar fuertemente) que un rodete (rosca que con las trenzas del pelo se hacen las mujeres en la cabeza) hecho con ira. Quería creer que todo era una broma pesada. Tal postura cogió que casi se cae al resbalársele el trasero por el filo del asiento.
—¡Lo uniquito que me hacía falta —exclamaba—, que me parta la rabadilla (extremidad del espinazo, formada por la última vértebra del sacro y todas las del cóccix. “Lo que es un culazo”) —mientras se restregaba las nalgas—. ¡No será que el grasioso del mendigo madrileño me echó mal de ojo! Si no… ¡Mierda, por qué? —dando un puñetazo sobre la mesa.
De nuevo sonó su móvil. Atendió la llamada al no identificarla:
—¿Sí?
—…
—Dime, Pablo.
—…
—¿Un BMW Z3?
—…
—¡Millonario! Ya te veré en el pueblo. Adiós.
Vito no se lo podía creer:
—Éste también ha leído el Diez Moniatos.
El móvil volvió a sonar. Lo atendió pensando que volvía a ser Pablo:
—Dime, Pablo.
—…
—¡Perdona, Juan!
—…
—No quiero un chalet. Lo siento. Estoy muy ocupado. Adiós.
Nueva llamada. Sin ver el número, lo desconectó. Comenzó a hablar con su sombra:
—¡Qué infierno, Dios, qué infierno! —resoplaba—. ¡Y sólo lleva la revista en la calle unas horas! Ya sabía yo que era una puta fina. ¡Tengo un olfato para esas cosas que, a veces, me doy miedo! La gente se cree que ella me ha dado su dinero, ¡qué brutos! Y ahora, ¿qué hago? ¡Eres lo más lindo que he visto en mi vida —mirando el Diez Moniato—, pero más zorra que… ¡tu puta madre! En cuanto salga de aquí se reirán de mí, y cuando llegue a Bonares el cachondeo será histórico. Dolo, con lo que yo te quiero, por qué me has hecho esto. ¿Por qué me querías hacer un espía? —se miró de arriba abajo—. La culpa fue mía por acompañarte. ¡Es que me gustaste tanto! En cuanto Cifuentes me dé la cuenta, me marcho a esconderme en el monte ¡cómo los maquis (guerrilleros de la resistencia antifranquista durante la posguerra civil española)! Si por lo menos me hubiera acostado con ella. ¡Venga, valiente! —se animaba sin conseguirlo—, coge, cuanto antes, al toro por los cuernos y desaparece de esta vida malhechora y corrupta y cría víboras. Desapareceré por un tiempo nada más. Sigo sin asimilar que un ángel pueda hacer tanto daño. ¿Será descendiente directa de Lucifer! Déjalo ya, que tú mismo te estás metiendo en terrenos pantanosos. Cuanto antes acabe con esto, antes olvidarán el tema.
Con paso firme metió la directa rumbo al despacho de Cifuentes. Cruzó entre las miradas de sus colaboradores, sin pararse a identificarlas. Entró sin llamar.
—¡Por fin! —alegría de Cifuentes—. ¡Ante tanta popularidad, pensé que te habías marchado sin decirme adiós! —retintín simpático.
—Cuanto antes firme el finiquito, antes me marcho —con malas pulgas.
—¡El finiquito! —gritó Cifuentes—. Qué estás diciendo, chaval. Me ha llamado el patrón, ¡me oyes, bien! nada menos que nuestro patrón, para que te dé lo que necesites: subida de sueldo, vacaciones, un viaje donde tú elijas... ¿Tú sabes a qué nivel has subido, chavalín! —encandilado (deslumbrado) ante Vito.
—Yo no he llegado ni... —mermado (mermar: bajar o disminuirse una cosa) tono de voz, que Cifuentes detuvo.
—¡Joder, Vito! vuelvo a pensar que me estás tomando el pelo, o… ¡te lo preguntaré al estilo de tu pueblo!, ¿tú eres mamahostia? No. Estoy seguro de que no. Entonces ¡espabila de una vez, coño! —regaño desesperado.
—Pero… —tragó salivilla seca— esto es una vergüenza para mí y para mi familia.
—¿¡Vergüenza!? —moviéndose nerviosamente—. ¡Macho, de verdad! —relajación—. Ahora sí que me has demostrado que eres un mamahostia de pura cepa (auténtico). ¡Si fueras hermano mío, te daba un par de hostias! Escúchame, escúchame…, por esto la empresa te dará lo que le pidas…, no ves que eres más famoso que don Gurripato, su fundador, que esté en los cielos. Todavía ¡tontón! no te has dado cuenta de que te has cepillado a la niña más importante del país. Tienes que agradecerle a esa putita que te haya elegido, a ti, a ti, para salir en la portada.
—¡Eres un…! —silenció el insulto.
—¿Qué? —indignado—. ¿Qué ibas a decir…, que soy qué? —ofendido.
—Perdona, no ha sido mi intención… Perdona. Te ruego que lo olvides. Estoy muy confuso.
—¡Jodeeerrr! —pausa eterna—. Ahora te comprendo… —se reclinó en el sillón, mirándolo fijamente—. Estás coladito por ella… Sí, sí, por eso te has cabreado las dos veces que la he insultado. ¡Qué putadaaaa! Tranquilo, siéntate —pausa pensante—. Si es así, te ruego me disculpes.
—No le des más importancia. ¿Me das la cuenta? —serenidad pos tormenta.
—La has cogido perra ¿verdad? Te he dicho que no. No te la doy aunque me la pidas. Si te pones cabezón, te la doy, y de camino me hago la mía, antes de que me la dé mi jefe. ¿Tú quieres que me echen a mí también? —lo miró Cifuentes—. Vito ¡tío! estás en una situación privilegiada; no sabes que ahora, por eso de los derechos gays, están saliendo todos los homosexuales de los armarios que, joder, parecen que los han fumigados a todos a la vez, ¡a los armarios, claro! y que, según he oído, disponemos ya de diez chavalas por cada tío, ¿a que no lo sabías? ¡Lo tienes a huevo! Olvídate de ella y aprovéchate de la fama. Ya verás como te tienes que quitar a las tías de encima. ¡Pierdes una, pero ganas un harén! ¡Y, por supuesto, no serán…! —silenció el adjetivo para evitar que volviera a molestarse.
—Gracias por el consejo —inmediatamente se levantó para marcharse.
—¡Vale, vale, vale, valeee! —Cifuentes, con delicadeza, lo empujó para que se volviera a sentar—. Ya veo que es más grave de lo que pensaba. Lo mejor será que nos tranquilicemos y hablemos con todo el tacto y cariño que merece tu estado ¿te parece?
—De acuerdo. Pero… —levantó el índice derecho— como me la juegues, te rajo —falsa amenaza y menos credulidad que la del machote que proclama que manda en su casa.
—Para que te pueda ayudar me tienes que responder a una pregunta; es comprensible, ¿no?
—Sí. La quiero —respondía a la pregunta no hecha—. Me ha enganchado. No vivo desde que no la veo… desde que no oigo su linda voz… desde que… Yo ya sabía que era así, por eso me vine de Madrid sin decirle adiós. ¿Por qué me habrá hecho esta putada? —embozó su rostro con las manos—. Ahora me alegro de no haberle dicho que me había enamorado de ella…, y de que no hiciéramos el amor.
—¡Qué malafollá! ¡No, no, no me mires así, que sólo es una expresión! A partir de ahora mediré mis palabras —resopló—. Eso último que has dicho, sí que es jodido, bueno, lo digo porque acabas de decir que no te la…
—¡No la vuelvas a insultar! —vociferó Vito.
—Macho, tranquilízate que, con esa forma de interpretar las palabrejas, no hay manera de que yo pueda ayudarte —rascamiento del cuero cabelludo—. Al tema. ¿Tú sabías que te estaban fotografiando?
—¡Por supuesto que no! —cruzó las piernas—. Ni sabía nada de lo que ponen ahí —señaló a la revista—. Sí sabía que me gustaba con locura ¡seré gilipollas!
—No digas tonterías. De gilipollas nada de nada. Lo que te ha pasado a ti, le pasa a cualquiera —carraspeó. Tiempo que aprovechó para pensar—: <"¡Y encima no se la ha cepillado! No es bueno, es tonto.>> Continuando—: Tienes dos caminos.
—¿Dos caminos?
—Sí —apretó los labios—. Uno, olvidarte de todo y aguantar lo que te echen, verás como la semana que viene ya nadie se acordará de ti porque habrán sacado otra alcahuetería; dos, que le pongas una querella a esa pu... ¡joder, lo siento! y le saques muchos millones… Aunque, seguramente, a los de nuestra plana mayor no les guste y entonces sí te darán la papela, porque seguro que su padre, con la pasta que tiene, es de los mayores accionistas de aquí. Debes meditarlo muy bien antes de…
—Ya lo tengo decidido —fue tan rápida la intervención que, Cifuentes, se heló—. No pondré ninguna querella —con desparpajo.
—Lo sabía —sonriéndose—. Entonces debes…
—Sí. Aguantaré el tirón —el calvario que le esperaba estaba dibujado en sus ojos.
—No tienes ningún problema. Ya te he dicho que tengo la autorización del sheriff (el jefe de los jefes) para darte lo que pidas, así que lo mejor será que te cojas unos días de vacaciones, pagadas, por supuesto, hasta que se olvide esto, así volverás relajado para concentrarte en el trabajo. Que, por cierto, lo llevas muy bien. Tu gente está contentísima contigo. Desde que se enteraron de…, ¡mucho más! Ahora alardean (presumen) por ahí diciendo: ¡Vito es mi jefe; Vito es mi jefe!
—Por eso me da más vergüenza salir de aquí. Todavía no sé cómo pude pasar por delante de ellos al volver de desayunar. Bueno, ni desayuné ni pagué. Me puse muy nervioso; no dejaban de mirarme.
—Déjame pensar… —exprimidor de sesos en marcha—. ¡Por mis mulas, qué bueno soy! —se floreaba—. La idea que he tenido es genial. Llamaré al almacén para que te traigan una gabardina, una gorra y una peluca de pelo largo y rubio. Sí, de esas que le ponen a los maniquís. ¡Ah!, y unas barbas negras. ¡Ves cómo todo lo resuelvo! —enseñó su vanidad—. ¡Por qué crees que me nombraron jefe! —más vanidad—. Aquí mismo te disfrazas y te largas sin volver a tu despacho, ¿qué te parece? —recogedor de alabanzas.
—No sé, no sé —con las uñas de la mano derecha, se descarnaba la frente—. Ahí fuera hace un calor abrasador… ¿Tan tapado, no me dará un soponcio (desmayo)?
—Que no hombre, que no —disuasión maliciosa. Descolgó el teléfono, llamando al almacén.
—…
—¿Está por ahí el señor Jaramago?
—…
—Jara —con tono pelotero—, necesito un favor muy grande, pero que muy grande, tú sabes que cuando te lo pido de esta manera es que no te puedes negar.
—…
—Mándame, ya, ya, ya, a mi despacho: una gabardina; una gorra; unas barbas negras; y una peluca rubia, pero de pelo largo. ¡Ah!, y unas gafas de sol, la más grande que tengas, con cristales negros como el carbón.
—…
—¡Mariconazo, yo no me tengo que esconder de mi mujer!
—…
—No preguntes más; lo necesito ¡cagando leches! en mi despacho.
—…
—¡La bufanda se la pones a tu hermana en el jigo! Hoy pagas tú las cervezas.
—…
—No me cabrees, que no estoy de humor. Adiós.
—…
—Sí, hombre, mañana te lo devuelvo todo ¡y te lo pones tú, a ver si así ligas de una vez! —interrumpiendo la comunicación para que no le pudiera contestar.
—¿Ves? ¡Soy el mejor! Esta empresa no sabe que me tiene desaprovechado, y mira que se lo digo; a veces pienso que confunden el escurrir con el discurrir. ¡Todo arreglado! Ya puedes salir de aquí sin que te reconozcan. Ahora… —lo miró muy serio—, si te detienen por espía, yo no quiero saber nada, ¿eh? ¡Jajajaja!
—¡Y tú cómo sabes lo de espía, si yo no te lo he contado! No… —pensamiento callado por incapaz.
—¡Oye! —llamó la atención de Vito—. ¡Qué espía ni qué niño muerto (“qué niño muerto”: para expresar desprecio de lo que alguien dice)! Ya que estás más tranquilo… Cuéntame una cosa.
Vito, cabizbajo, no lo miró.
—Es sobre ella…
Vito lo miró con recelo.
—… ¿Por qué no te la…?
El mordisco que se dio Vito en la punta de la lengua obligó a Cifuentes a exclamar:
—¡No seas mal pensado! Te preguntaba que…, ¿por qué no te la… —no se le ocurría nada para salir del embrollo en el que se había metido— camelaste para que te contara su formita de ser? —tuvo suerte en la ocurrencia—. ¿No notaste algo raro en ella?
—¡Nada raro! —alterado—. Toda su forma de actuar fue tan rara que lo menos malo que pensé fue que era… —no era capaz de decirlo—. Prácticamente estuve con ella desde la una de la tarde del día que llegué hasta el día siguiente por la tarde que me vine. Hasta dormí esa noche en su apartamento. Al padre ni lo vi. Únicamente apareció por allí la limpiadora ¡gracias a ella descubrí…! —no dijo más—. Me parecía imposible que tuviera a mi lado, sólo para mí, a esa belleza. ¡Me gustó tanto! —entrelazó las manos para, a guisa de yugo, colocarlas sobre la nuca, obligándose a bajar la cerviz. Hizo una larga pausa—. ¡Hay que joderse! Me está ardiendo el corazón, y el único extintor que puede apagar ese fuego lo tiene ella bajo su pecho, pero como lo tiene quemado ya... ¿Por qué me ha hecho esto? —sintió una humedad chorreante y triste, en los balcones ojerosos—. ¡Maldita la hora que fui a Madrid!
—¡No te jode! —Cifuentes, quitándole leña al fuego—. Encuentras el trabajo de tu vida ¡y encima te quejas! No seas desagradecido con la suerte. A esa muchacha conseguirás olvidarla pronto, pero un trabajo, y más como éste, es muy difícil de conseguir. ¡Una cosa! —pensativo mirando a Vito—. Dime la verdad. ¿Seguro que la quieres olvidar? Piensa que, como te quedes con ella, vas a ser el hazmerreír de todos —rápidamente continuó—. El problema está en que no es únicamente famosa por su dinero, sino por...
—¡No sigas! —encabritado—. ¡Ya está bien! Sí la olvidaré. La olvidaré, seguro que la olvidaré muy pronto —en ese momento golpearon en la puerta.
—Ahí está tu salvación. ¡Pase! -entró una señorita con el disfraz-. Déjelo ahí, sobre la silla. Gracias, señorita.
El ánimo de Vito, seguramente por el desahogo, subió de tono. Sonrió al ver el manojo de ropa, donde destacaba la gabardina.
—Venga, empieza a vestirte.
—Es una gilipollada. Cómo voy a ponerme esto —deshaciendo el amasijo de ropa—. ¿Has visto la peluca? la fregona con la que limpia mi madre el corral tiene más glamour (encanto) que estos pelos de mazorca de maíz y gordos como espaguetis ¡yo no me la pongo!
—¡Tú sabrás! —desentendiéndose—. ¡Ale, sal, sal, y verás el revuelo que vas a armar!
—¡Estoy harto! —quitándose la chaqueta—. Como te vea una simple sonrisa…
—Primero ponte la peluca, no vaya a ser que no te quede buena.
Vito la cogió mirándola como si fuera un bicho raro, con asco incluido. Le dio vueltas y vueltas. Con mucho cuidado se la colocó.
—¡Jijijijiji! —rió Cifuentes al verle la cara.
—¡Al carajo! —le lanzó la peluca.
—Perdona chico, no he podido evitarlo. No sigas, que tengo una idea.
—No. Que una idea tuya es un problema para mí —le dio una patada a la peluca.
—¡De esto las mujeres saben un rato! Llamaré a Claudia para que te la coloque en condiciones y te peine.
—¡Y una mierda! —revolucionado—. ¡Tú estas chalao! ¿Quieres que tu nueva secretaria me pierda el respeto para siempre? Mejor que no pienses más.
—Lo haré yo —Cifuentes recogió la peluca del suelo—. ¡La has escoñao entera! Necesitamos un cepillo para dale su forma. Le pediré a Claudia el suyo —marchó a por él.
Vito, durante la fustigadora (azotar) espera, se comía el coco con voz casi audible:
—¡La muchachita más rica de España y más sinvergüenza del mundo! ¿Por qué habrá querido que me fotografiasen con ella? Cuando el portero me dijo como era la niña, me tenía que haber venido. ¡Con las llaves y todo! No le hubiera causado ningún problema. ¡Caín, ven para acá ahora mismo que me tienes que abrir la puerta! ¡Yo te abro la puerta y…! ¡Piensa, Vito, piensa! Ese día no se acostó con él porque estaba yo delante. Así le tenía perdido el respeto. Ya se había acostado con ella ¡seré idiota! Qué preciosidad. No me la puedo quitar de la cabeza. Soñaba que no fuera lo que yo pensaba, pero, ¡Dios, es mucho peor!
El regreso de Cifuentes rompió su calvario. Por la sonrisa, de oreja a oreja, que dibujaba su cara, no había que ser muy listo para imaginarse el motivo de la tardanza.
—¿Qué te ha dicho? —preocupado Vito.
—¿Que qué me ha dicho? —movía, en el aire, el erizo disecado—. ¡Ah! Que, con lo formal que se te ve, no se podía creer que tú fueras un transformista de esos, ya sabes.
—¡Serás vaina (persona despreciable)! —violento Vito—. Ni jefe, ni ná, no me aguanto más ¡vete a tomar por el culo, Cifuentes de mierda!
—¡Mamahostia, te lo crees todo! —tuvo que agarrarlo por el brazo para detener la huída—. Le he pedido que me prestara el cepillo, y nada más. Ella sabe que yo me peino con cepillo, por eso no le ha extrañado. O ¿también te extraña que ella sepa que utilizo cepillo para peinarme?
—A mí ya no me extraña nada. Después de lo que me ha pasado ¡y me está pasando! me creo todo. Dame el cepillo que voy a peinar este estropajo —el envío lo cogió al vuelo. Le dio varios meneos a la peluca.
—Como sigas peinándola con ese mosqueo, la vas a dejar calva, y luego, ¿a ver qué te pones?
—No continúes con la ironía que estoy a punto de explotar y no quiero perder tu amistad.
—La has dejado niquelada —poniendo paz—. Parece de pelo natural —Cifuentes tuvo que morderse la lengua para no descoñarse de risa—. Pruébatela ahora.
Vito le dio la espalda, agachó la cabeza, colocándosela sin soltarla. Al volverse puso una sonrisa de carajote (tonto).
—Te queda perfecta —serio—. ¿Dónde has aprendido? ¿O es que en Madrid también has sido una Drag Queen (persona que se viste, a menudo, con ropa del sexo opuesto, por satisfacción sexual o emocional, sin ser por ello homosexual)? —haciéndole un gesto afeminado.
—¡Me cago en la puta de oro! —se fue para él—. No quiero pegarte, pero estás haciendo oposiciones para ello. ¡Te juro que la próxima vez vas a conocer a Victoriano cabreado!
—Por qué te mosqueas, ¿no sabes que soy muy bromista? Anda siéntate, que te voy a disfrazar. No te he dicho que yo fui el maestro del que disfraza ahora a Been Laden.
—¡Eres un plasta que tiene la gracia en el culo! —estaba insoportable.
Después de un buen rato trabajando duro vistiendo a Vito, Cifuentes se retiró los pasos necesarios hasta tenerlo, en toda su amplitud, dentro del campo de visión. Finalizada la inspección de control de calidad, mirándolo fijamente, le dijo:
—¡Joder, qué obra de arte he conseguido! —a la vez que paseaba alrededor de Vito—. Debería dedicarme a esto —regocijo artístico—. Mírate en el espejo que hay tras la puerta de aquél armario ¡mírate, hostias! —autoridad convencida del triunfo de su arte.
Lentitud arrastrante en sus pasos. Lentitud parada abriendo la puerta del armario fabricado en madera noble. Lentitud inexistente, porque no se movía, para mirarse al espejo. Velocidad máxima para verse:
—¡Coño, éste no soy yo! —se recreaba en el espejo—. ¡Hasta me he asustado al verme! ¡Sí señor, esto es un buen trabajo! No me reconoce ni mi madre. ¡Joder, qué pica esto! —con una mano se rascaba la cabeza, y con la otra el pecho.
—No, no, que lo escoña todo —al ver como se rascaba—. Más suave, macho, ráscate más suave.
—Si en este momento estoy sudando a chorros ¡con los treinta grados que hace en la calle me muero! —se secaba la frente con mucho cuidado—. Lo vi cuando salí a tomar café en el termómetro publicitario que está en la Plaza de España.
—¡Fuuuffff! —Cifuentes pasó la mano por su frente. No pensaba en él—. Cuando he ido a por el cepillo, me ha dicho Claudia que, cuando ella volvía de desayunar, marcaba cuarenta.
—Tú, en lugar de animarme, me jodes más. ¡Si salgo de ésta te acuerdas! Te juro que te acuerdas —amenaza marcada con el índice—. Esperaré a que se vayan a comer los de la oficina para salir, si al señor profesional del maquillaje no le importa —tono afeminado.
—¿A mí? —con gesto de puro travesti (o travestí)—. ¡Qué va, maricón! —tono imitador del gesto—. ¡Cómo me va a importar que un espantapájaros canco (homosexual) se esconda en mi despacho para que no lo violen cuando lo vean!
—Te lo estás pasando en grande, pero no me importa, al contrario, has conseguido que me olvide de toda la mierda que estoy viviendo. Pero, en lugar de seguir con el cachondeo, llama y resérvame una habitación en el Paraíso de Mazagón. ¿No has dicho que lo paga la empresa?
—¡Ahora mismo, mi amor! —imitación apoteósica—. ¡Es que estás… para comerte!
—¡Te juro por…, que me vas a pagar todo lo que me estas haciendo pasar!
—¡Oig, qué miedo! —pasó la frontera—. ¡Mi niño me quiere maltratar! Te denunciaré ¡ea! te denunciaré por maltrato.
—¡Cifuentes —con seriedad seria, le gritó Vito—, te vas a cachondear de tus muertos!
—¡Joder, no me acabas de decir que he conseguido que te olvides de…
—¡Ahora digo lo contrario! —con cojones—. ¡Qué pasa?
—¡Oye, oye, oye! —seriedad verídica—. Parece que yo soy el culpable de que te haya absorbido el seso una… mujer —ante la mirada de Vito, exclamó—: ¡He dicho el seso, no el sexo! Aunque tú me estás demostrando que no tienes ninguno de los dos. De acuerdo que yo he hecho chistes con tu problema, pero ¿crees que existe alguien en el mundo que no lo hubiera hecho? Tú mismo te habrías partido ¡ah, perdón! el señor, como es tan santo, hubiera puesto cara de pena ¡de pena no, de triste!, pero por dentro se estaría riendo más que nadie. Desde que te conocí lo único que he hecho es ayudarte. ¡Mierda, qué más da! Voy a cumplir tu deseo —descolgó el teléfono—. La reservaré yo personalmente para que nadie sepa donde estás.
—Perdóname, compréndeme, no me conozco ni yo ¡y tú lo sabes! Eres un pedazo de persona.
Cifuentes resopló mientras oía, sin oír, el teuuu espaciado y afónico e inalámbrico:
—…
—Buenas tardes. Soy Cifuentes, de El Corte Onubense, ¿está el director?
—…
—Es igual. Necesito una habitación.
—…
—Sí, doble. ¡Por lo que pueda pasar! —hizo un guiño a Vito.
—…
—Desde esta noche, hasta… —miraba a Vito, esperando una fecha. Al no tenerla, dijo—: Hasta que don Victoriano, que llegará por ahí durante la tarde, lo desee.
—…
—¡Que estáis completos! ¿Me está insinuando que no va a satisfacer mi necesidad?
—…
—Está cometiendo un grave error ¿sabe?
—…
—¡Me ha tocado las pelotas! —irritado—. Dígale —sosiego irónico— al director que no vuelva a contar con nuestra agencia de viajes. ¡Adiós! —colgó con tal cabreo, que el teléfono botó sobre su cónyuge (en este caso: soporte del teléfono de sobremesa).
—No te preocupes —Vito consolando—, ya se me ocurrirá otro lugar.
—¡No, de eso nada! —rebelde—. ¡Esta gente se va a acordar de Cifuentes!
Cifuentes, que hacía unos segundos provocó que el matrimonio de plexiglás se volviera a consumar, fue el culpable del coito interruptus del aparatejo al oír, a éste, chillar por la excitación eléctrica interna.
—¡Pensé que, del telefonazo que di, lo había escoñao! —le dijo a Vito al oír la llamada; que atendió—: ¡Dígame! —educación despótica.
—…
—¡Perdona! Pásamelo —contrariado—, que le voy a decir lo incompetentes que son sus subordinados —tapó el oído del teléfono, diciéndole a Vito—: Claudia me va a pasar al director del Paraíso.
—…
—Yo le comprendo perfectamente, y usted me va a entender a mí perfectísimamente, porque el señor que necesita la habitación es empleado de El Corte Onubense. No sé si me entiende.
—…
—¡Se lo diré más alto, porque más claro es imposible! —ante el silencio—: ¿Me oye?
—…
—Pues que si no se hospeda ahí esta misma tarde, yo perderé mi empleo, y cómo comprenderá no está la vida como para perder un trabajo ¡y más de lo más! porque no consiga, yo, una simple habitación en el Paraíso de Mazagón ¡vamos!
Vito le indicaba, con aspavientos, que no se preocupara.
Cifuentes le recriminó dando manotazos al aire.
—…
—¿Que tendría que echar a alguien para poder complacerme?..., ¿y por qué no lo ha echado ya? ¿Sabe?, para más inri (para mayor escarnio: Burla tenaz que se hace con el propósito de afrentar, humillar…) me está dejando en ridículo delante del señor que está esperando para hospedarse y relajarse en ¡su maldito Paraíso! —el cuello mostró la fuerza de la corriente del bombeo sanguíneo.
—…
—Acepto sus disculpas con la condición de que me confirme, ahora mismo, la reserva —resoplo huracanado.
—…
—¡Ve!, con profesionalidad se resuelven los problemas.
—…
—También le solucionaré ese problema —pensó un instante—. Monte una tienda de campaña en el césped, junto a la piscina, y que pernocten allí ¡no te jode!, o ¿quiere que los meta en mi casa?
—…
—Llegará esta misma tarde. ¡Adiós!
Cifuentes, esta vez, autorizó sin violencia la cohabitación del mayor alcahuete del mundo. Aprovechando su actuación para darle una clase gratis de profesionalidad a Vito:
—A esta gente hay que tratarla así. Mucho pedir para que les mandemos clientes, y cuando necesitamos un favor, nos vuelven la espalda. Vito…, en la autoridad está el triunfo.
Vito, impresionado, asentía con la cabeza.
—Cuanto más hijo de puta seas, más te respetarán —gesto inquisitorio.
—Desconocía esa cualidad tuya —apesadumbrado, sin quitarle la mirada, gritó—: ¡Seig Hitler! ¡Viva Franco!
—¡Serás cabronazo! —le tiró un cenicero que estaba en su mesa—. No mentes (mentar: nombrar o mencionar) ruina. ¡Esos chistes ni en broma!
—Me alegro, porque había pensado que me iba a ser muy difícil trabajar con ese sentir.
—¡Joder, Vito, eres una bomba andante! Yo soy tan demócrata como el que más.
—Yo doy fe de ello —serio.
—Un consejo de amigo… —se acarició el pelo—. Cuando conozcas, de verdad, a los santones que pisan el asfalto de ahí fuera, buscarás sin pasión a don escrúpulo, y cuando lo conozcas, nada más transcurrido un solo segundo, te darás cuenta de que es como encontrar una cantimplora llena de agua en el desierto y tenerla que repartir con mil sedientos. Canalla ¿verdad? Todavía no conoces a la que todos se aferran y nadie ve. Mis sentimientos no son como tú has pensado. Mis sentimientos son muy humanos, mucho más de lo que tú puedas imaginar, pero, ¡amigo! cuando algún indígena, con todos mis respetos para los nativos, de la jungla de los trabajos remunerados invade tu camino con la intención de echarte a una de sus veredas, es mejor que el gallina que llevamos dentro, o sea, la humanidad bondadosa, se reencarne en un león esquizofrénico… —llenó un vaso de agua del manantial envasado y helado en barril de plástico, bebiéndoselo de una tacada (beberse todo sin ningún descanso)—…, porque es la única manera de seguir poniendo huevos en la misma paja. ¡Joder, qué dramático se está poniendo esto! Está solucionado tu hospedaje, ¿no? Pues a tomar el viento a Mazagón.
—Gracias —circuitos cerebrales buscando, cada uno, su cubículo (aposento, alcoba).
—Mi amigo necesita tranquilidad, y ese es un lugar paradisíaco para disfrutarla. Lo tenía que conseguir contra viento y marea. Te llamaré. Si necesitas algo, no dudes en llamarme. Presiento que tenerte como amigo es un seguro de vida para mí y mi familia.
Vito lo miró desconcertado.
—¡Cuando te cases con la multimillonaria! Necesitarás un administrador, ¿no?
—¡Mamón! —se fue hacia él, dándole un abrazo. Aprovechó para decirle cuchicheando (hablar en voz baja o al oído)—. Para que veas lo que te quiero, te deseo que te ocurra lo mismo que a mí. Gracias por todo.
—¡Qué más quisiera yo! No te olvides de cambiarte antes de llegar que, si no, ni te dejan entrar y a mí sí que me dan la cuenta por encubrir a un prófugo ¡de la justicia, no! de la plebe callejera y chismosa, ¡que es peor! Aunque… —mirada de inspección—, ¡por la gabardina!, nadie puede dudar de que eres un agente secreto; ¡por la peluca!,… eres un vikingo desmejorado; ¡por la gorra!,… un mafioso arruinado; ¡por la barba!,… un fundamentalista fugado; ¡por las gafas!,… un chulo barato. ¿Qué te parece el porte que llevas?
—Pues… —se miró de arriba abajo— que me acabas de quitar las ganas de salir con este modelito ideado por el gran modisto Cifuentes. Mejor será que me lo quite todo.
—¡Victoriano, ya está bien! Coge el camino ahora mismo, que ya te he dicho que tengo hambre. Por tu culpa no me he tomado hoy mi cervecita con su respectiva tapa de tortilla. Anda, largo de aquí. ¡No olvides que la potra (suerte) no llama dos veces! —mientras lo empujaba hacia la puerta. Abrazo de abrazo.
Vito, sintiéndose prófugo de su alma, de sus principios, de su impostura (engaño con apariencia de verdad), de su actual convicción de tonto por consentimiento propio; actuaba en el borde de lo desrazonable, yendo, incrédulo convencido, hacia un seguro sacrificio sin muerte, que nunca, por mucho que lo hubiera intentado, hubiera imaginado. Salió del despacho mirando a todos sitios, descubriendo que le habían dejado el camino limpio de ojos. Liberando, de paso, su imaginación:
—<"He acertado saliendo a la hora de comer. Mis colaboradores son tan clarividentes (supuesta percepción paranormal de realidades visuales) que, aunque me tintara de otro color, me habrían descubierto al primer ojo.>>
Todo el gazpachero discurrimiento lo alimentaba camino de la salida. Aligeró el paso al ver que la translúcida puerta a la libertad la tenía a tiro de piedra. Se le ocurrió, para despistar más, comprar algo en la planta del hipermercado, como si fuera un cliente más. Cogió lo primero que tuvo a mano. Ya en la caja:
—Perdone —le decía la cajera, sin quitarle ojo—. No es de mi incumbencia, pero ¿no tiene calor? Creo que usted es…
A Vito se le retorcieron las tripas, pensando:
—<"¡Ya me ha descubierto!>>.
—…muy friolero —al oírla, el cuerpo de Vito entró en caja—; y no es por meterme donde no me llaman, pero pienso que con un solo paquete de maquinillas no le va a ser suficiente para afeitarse tan frondosa y larga barba ¡lo digo por ahorrarle otro viaje! —con gracia andaluza.
—¡No, no, sí, sí, gracias, no son para mí! —le enseñó todo su sistema nervioso a la chica, máxime cuando fue a desabrocharse la gabardina para sacar el cajero de piel que llevaba en el bolsillo del pantalón y percatarse de que se le podía mover la barba y descubrir que la llevaba cogida, a las orejas, con un elástico que tapaba la peluca; diciéndole con voz sumisa (baja y suave, como la de quien implora o suplica)—: Perdone, no me lo puedo llevar, me he dejado la cartera en casa —sin dar tiempo a que la cajera reaccionara, se dirigió a la salida. Casi en la libertad, los chivatos cumplidores de descubrir, tanto a los cleptómanos (propensión morbosa al hurto) como a los chorizos más curados, pusieron a prueba el máximo volumen de sus cuerdas vocales aullando como locos. Esos hijos de puta (así los nombran los porteadores de hurtos consumados y, mucho peor, los no consumados por descubiertos) chivaron que Vito era uno de ellos, o sea, un ratero.
Vito no supo de dónde salió la segurata (vigilante de seguridad) que lo detuvo sin ningún miramiento.
Un nuevo “vigilante de seguridad” se unió al acto deshonroso. La señorita violenta lo humilló regalándole un descuidado garfear (echar los garfios para asir con ellos algo. Garfio: instrumento de hierro, curvo y puntiagudo, que sirve para aferrar algún objeto. También: dedos de la mano) sobre el paraje natural donde se crían las maldecidas chepas (joroba), sobre todo, malditas, para los que se las han endosado sin pedirla.
A Vito le faltaba llorar.
—¡Deténganse! —los tres miraron hacia el origen de tan tajante orden—. Soy el señor Cifuentes —mostrándoles a los tres la credencial de la empresa—. Además, ustedes ya me conocen. ¿Quieren que les eche? —los dos, caricatura (figura ridícula en que se deforman las facciones y el aspecto de una persona) de guardias civiles sin tricornio, se miraron buscando una explicación a la intervención amenazante de Cifuentes, que se puso a cachear a Vito.
Vito sudaba a chorros y, con la mirada, buscaba en el suelo algo que le convenciera para continuar viviendo.
—¡Tranquilo! —le dijo Cifuentes a Vito—, que yo sacaré a estos dos de su error —luchaba para aguantar la risa—. Y al cabrón del Jaramago lo capo. Será inútil ¡mira que no despezonar el detector! —lo localizó pinchado en el bolsillo interior de la gabardina—. Y tú —le decía a Vito—, ¿cómo no te has dado cuenta?...
Vito cerró los ojos. Estaba a punto de quitarle la pistola a uno de los de seguridad para pegarse un tiro.
—¡Tienes unos cojones que te los pisas! —recriminación a Vito—. Necesitas pasar desapercibido, y vas y coges por una caja, ¡qué huevos tienes! Te has librado porque mi mujer me ha encargado un paquete de compresas y he tenido que pasar por aquí, si no la lías bien liada. Anda, anda, vete ya.
Vito le enseñaba el detector.
—Qué más te da llevarlo puesto. ¡Vete ya, hostia, que te he dicho que tengo hambre!
Vito corrió como un niño asustado. Ahora sí que lo miraban todos los viandantes cercanos y lejanos.
Próximo miércoles 18 de abril: Capítulos 44 y 45