02 abril 2007
CAPÍTULO 44 (Los ilusos son neonatos de la realidad - jibr).
Cuando Vito llegó al R-18, vio que de la gabardina, a la altura del pecho, manaba sudor.
—Esto no es nada para cuando me meta dentro —se dijo—. No va a ser un R-18 ¡va a ser una re-sauna! después de todo el día absorbiendo las flatulencias achicharrantes del Rubio (el Sol) que hoy está más cabreado que nunca. Seguro que, dentro, hace más de sesenta grados.
Sin pensárselo dos veces, entró. La mancha de sudor en la gabardina comenzó a evaporarse. Ni una plancha incandescente la hubiera secado tan rápido. Asfixiado y casi inútil para desenvolverse, como pudo, le dio al contacto, saliendo como una bala, a la vez que, torpemente, manipulaba la ventanilla de su lado, para bajarla. Hablando solo, partió para el Paraíso:
—Antes de salir tenía que haber abierto todas las ventanillas —se decía—. En cuanto cobre, me compro uno con aire acondicionado. ¡Joder con el Pablo! ¿Cómo me dijo?... Un BMW Z…, ¿cuál era el número?; ¡a ver si me puedo comprar un Hyundai Atos! porque, diga lo que diga Cifuentes, yo creo que, de esta, me echan.
A mitad de camino hacia Mazagón, y después de cerciorarse de que no había moros en la costa, comenzó a dejar un reguero de pistas al ir tirando por la ventanilla: la gorra; unos metros más adelante, la peluca, que le costó trabajo quitársela porque el sudor actuaba de pegamento sobre sus cabellos empapados; unos cientos de metros más adelante, la barba, que le hizo escupir pelos; y por último las gafas, que eran tan oscuras que del encandilamiento que tuvo al quitárselas, casi se sale de la carretera. Faltando dos kilómetros para llegar a la entrada de Mazagón, orilló el coche fuera de la estela alquitranada. Abrió la puerta con violencia asfixiada, bajándose rápidamente y mirando a un lado y a otro para ver si venía alguien, y, ante la soledad, se quitó la gabardina. Tan empapado en sudor estaba que el brusco cambio de temperatura le hizo sentir un frío polar. Exclamando:
—¡Joder, seguro que me resfrío! Tendré que tomarme cuanto antes un café caliente para exorcizar al frío.
Se encorajinó al acordarse cuando realizó el ritual del café en el restaurante de Madrid y Dolo se pitorreó de él. Tiró con rabia la gabardina a la cuneta. Diciendo:
—Como alguien se la ponga y entre en El Corte Onubense, ¡va apañao! —la escondió un poco—. ¡Joder, que tenía que devolverlo todo! —fue a recogerla pero se arrepintió—. ¡Qué me lo descuenten! ¡Si estoy a gastos pagados!
Picando billetes continuó la huída. A las tres de la tarde llegó a la entrada de la playa de Mazagón. Dudó si dirigirse al Paraíso o comer en la terraza de algún restaurante. Tomó la siguiente decisión:
—Seguro que aquí todavía no ha llegado el Diez Moniatos. Comeré en una terraza.
Aparcó junto a la plaza Dr. Odón Betanzos, dirigiéndose a la avenida Fuentepiña, que, desde que la remodelaron para hacerla peatonal, la llaman “La calle de los Tampax” por el diseño que tienen las farolas que la iluminan. Paseaba, por la avenida, de arriba abajo y de abajo arriba, intentando decidirse por uno de los siete u ocho restaurantes que existen, y que él ya había probado en los veranos anteriores. Hasta para elegir el lugar donde comer, entró en un dilema:
—¿En cuál me siento? —se decía paseando—. Todos tienen calidad. Sobre todo en el pescado, que suele ser del día. Me gusta “El Choco”, pero también me gusta el “Torre del Loro”. Aburrió a la indecisión. ¡Vale ya! —se reprochó—. En el “Torre del Loro” mismo.
Eligió una mesa, bajo una sombrilla donde podía disfrutar de sol y sombra.
—<"Primero —pensaba—, me sentaré al sol para que me quite la tembladera escalofriante que tengo, y después me pasaré a la sombra. Qué poca gente hay.>> ¡Mejor! —se dijo por lo bajini.
Inmediatamente llegó el camarero. Vito lo reconoció, era el mismo que le atendió el verano pasado, pero el nombre lo seguía desconociendo.
—¡Buenas tardes! —el camarero, campechano—. Este año ha madrugado el verano. ¿Ya definitivo?
—¡Hola! —educado—. No. Sólo durante unos días. El tiempo de encontrar algo para arrendar este verano —pensando—: <"Por qué le tengo que dar explicaciones, si no me las ha pedido. Además, metiéndole un embuste.>>
—Yo le puedo facilitar un número de teléfono… —servicial al máximo, pero Vito impidió que continuara.
—Gracias, pero —para que no le descubriera el embuste—, primero, veré algunas cosas que ya tengo en cartera. Si no son de mi agrado se lo pido, ¿de acuerdo?
—Como quiera —desenfundó una libreta pequeña.
—Tanque de cerveza —pedía Vito—; un tomate —es típico, en Mazagón, comer de entrante el tomate crudo cortado en rodajas y aliñado con sal, vinagre de vino, aceite de oliva virgen extra y, salpicado por encima como si fueran copos de nieve, ajo crudo muy picado—; ¡ah!, para empezar cuatro cañaillas (cañadilla: Murex brandaris. Molusco gasterópodo –caracol- marino comestible, que segrega un líquido colorante con que los antiguos fabricaban la púrpura).
—¡Cañaillas, no!, no han entrado hoy, ¡lo siento!
—¡Vaya! —decepcionado—. ¿Gambas?
—¡Buenísimas! ¿Cocidas o a la plancha?
—Mejor…, que hace tiempo que no lo como, calamares del campo (aros de pimientos y cebollas, cortados muy finos, rebozados y fritos), pero sólo media ración.
—¿Algo más?
—Media de boquerones fritos, pero si son blancos de la costa —el camarero le dijo que sí con la cabeza— y media de pez rosado frito.
—¡Sobre la marcha!
—¡Un momento, por favor!
—¿Si?
—¿Tienen, el As?
—Ahora se lo traigo.
Durante el tiempo empleado en echar un garbeo visual por los alrededores, le llegaron la cerveza y el As. Por fin consiguió masticar la tranquilidad. Pensando:
—<"Llamaré a casa para decirles porqué pasaré aquí unos días. ¡Está apagado! ¡Seguro que se ha chambao (roto) por el calor infernal que me guardaba el coche! —lo puso en funcionamiento—. ¡Menos mal!>> —hizo la llamada:
—…
—Madre, soy yo.
—…
—Escúchame madre —respiró profundamente—. Lo tengo todo controlado. Mi jefe me ha pagado unas vacaciones en el Paraíso de Mazagón.
—…
—Madre estoy muy bien.
—…
—En estos momentos almorzando en el “Torre del Loro”.
—…
—¡En Mazagón!
—…
—Hasta que pase el revuelo. Dile…
—…
—Te conozco y sé que estás sufriendo mucho, pero te juro que todo va de maravilla. ¡Eso sí! no se te ocurra decirle a nadie que estoy aquí. A quien te pregunte le dices que me he ido a Alemania.
—…
—Ignora al periodista de la puerta, ¡ya se aburrirá! Tú estate tranquila que yo estoy perfectamente y, además, de vacaciones pagadas.
—…
—Madre, olvida al periodista. Lo más importante es que no se te escape que estoy en el Paraíso. De esa forma me dejarán tranquilo y se olvidarán pronto de mí.
—…
—No sé, madre. Tres días, una semana, no lo sé de verdad. Explícaselo a papá.
—…
—¡Que está muy contento?
—…
—Dile que se deje de decir tonterías. Que yo no soy ningún famoso. Adviértele de que si descubren donde estoy, no aparezco más por casa. ¡Y que me echarán del trabajo!
—…
—Díselo de esa manera. Aconséjale que no se tome, por ahora, su media botellita, como el dice, que lo largará.
—…
—¿Que se han agotado todos los Diez Moniatos?
—…
—¡Madre, por la Santa! Dile, a esas que, de autógrafos, nada. Están todos locos. Tú no le eches cuenta, ya se les pasará.
—…
—Es verdad. Se me había olvidado el Corpus. ¡Puuufff! Por ponerme al día en el trabajo me he perdido la Verbena de la Cruz, el Romerito, las Caídas, el Rocío y, ahora,… —dio un trago a la cerveza—. No. El Corpus no me lo perderé.
—…
—Me da igual. Sí, sí, iré el domingo. Prepárame una maleta, no, una maleta no, que llamará la atención. Mete en una bolsa de las grandes de El Corte Onubense algo de ropa limpia y el traje. Iré directamente desde aquí a la misa.
—…
—No. Yo no iré a recogerla. Llama por teléfono a Guillermo y se lo explicas. No. Mejor lo llamaré yo. Tú ten preparada la bolsa cuanto antes. Madre, un beso, que se me enfría la comida. Adiós.
Al terminar la conversación se dio cuenta de que el camarero le había dejado todo el pedido. Mientras comía pensaba qué le iba a decir a Guillermo:
—<"Éste es capaz de venderme para chulear que es amigo mío. Lo conozco muy bien. Más tarde lo llamaré.>>
Consiguió olvidarse del asunto leyendo el As. Al terminar observó que en la puerta del bar estaba otro camarero cuchicheando con un, para él, desconocido. Se puso nervioso. Los dos lo miraban y sonreían entre ellos. Vito no pudo evitar pensar:
—<"Imposible que éstos hayan leído el Diez Moniatos. Tengo que olvidarme de que la gente me observa, o me volveré loco cada vez que alguien me mire.>>
En ese momento, los dos vigías (vigilantes) llamaron al camarero que atendió a Vito, y entraron corriendo al restaurante.
Vito observó que el camarero que lo atendió se detuvo dentro, a unos pasos de la puerta, mirando un buen rato hacia el techo, hasta que, muy alterado, se volvió hacia los dos vigías diciéndoles algo; los tres alargaron el cuello para mirar a Vito, que murmuró:
—Me están mosqueando. Voy a ir a los servicios a ver qué pasa.
Con decisión desnaturalizada por presentimiento, se levantó dirigiéndose a la entrada. Los tres se separaron rápidamente. No tenía la menor duda de que lo miraban, de reojo, al entrar.
—<"No lo entiendo —pensó.>>
Entró en los servicios. Como no hizo nada, regresó al instante. Antes de salir a la calle descubrió el cachondeito. Lo estaba emitiendo la televisión. La portada del Diez Moniatos ocupaba toda la pantalla. Una voz femenina hablaba de Dolo. Toda su sangre se le concentró en la cabeza. Tuvo que sacudirla para poder pensar:
—<"Lo que me faltaba. Tengo que ser inteligente.>>
Discurrió rápidamente, y sin inquietarse, se quedó mirando la televisión. Tragó saliva y dijo:
—¿Te has fijao? —le decía al camarero que lo atendió—. Ese tío es clavado a mí. ¿Quién es?
—No nos hemos enterado de su nombre —con tono desilusionado.
—Vaya suerte que tienen algunos. La tía es que está buenísima. Ahora que lo pienso, ¿a que creíais que ése era yo? —silencio afirmativo—. ¡Jajajaja! —Vito se marchó a su mesa:
—<"Esto es increíble. Hasta en la televisión. ¡Ya no me salva ni la madre que me parió!>>
Alerta de su móvil. Muy afectado atendió la llamada sin ver de quién procedía:
—Dime, madre.
—…
—Le dije a mi madre que no te llamara, que ya lo haría yo.
—…
—¡Ah, que no te ha llamado! ¿Y…?
—…
—¡Ahora me acuerdo! Desconecté el móvil para que me dejaran tranquilo. Aprovecharé que me has llamado para…
—…
—Antes… ¿puedo confiar en ti?
—…
—Me lo esperaba, pero como me la juegues perdemos las amistades. Piensa, por favor, que me…
—…
—Sí, me acabo de ver en la televisión. También me ha dicho mi madre que hay un periodista que no se mueve de la puerta de mi casa.
—…
—¡Tres! Por eso. Escúchame bien. Tú sabes que mi casa da a dos calles…
—…
—Vale, vale, ya sé que no eres tonto. Para que no te descubran, aparca tu coche en la puerta de mi cochera. Entra en mi casa por la puerta principal, coges lo que tenga preparado mi madre y sales por la cochera. Te vienes al Paraíso, pero antes de llegar me das un toque al móvil. ¿Te has enterado bien? ¡Mira que me la estoy jugando!
—…
—Estupendo. Hasta luego.
Vito resopló. Hojeaba el As sin dejar de pensar qué haría a partir de ahora. Pidió la cuenta al camarero.
—Son quince euros —mirada inspectora.
—Tome.
—¿Seguro que tampoco es su hermano gemelo? —el camarero con malicia.
—Yo no tengo hermanos. No sea inculto. A su edad todavía no sabe que todos tenemos un doble. Pues ése es mi doble, y el suyo estará por ahí —pensando—: <"A que lo mando a tomar por culo…>>.
—Pero…
—Pero ¿qué? —ante la insistencia se alteró—. Tú crees que si yo fuera ése, iba a estar aquí hablando contigo.
—Claro, claro, claro, lleva usted toda la razón. Gracias por la visita —huída cabizbaja.
—Adiós.
A esa hora el sol pegaba como en pleno Agosto. Al llegar al R-18, Vito se dijo:
—Antes de montarme en el coche, abriré todas las puertas, porque si entro del tirón se me van a poner los huevos duros, como dice el burro de mi amigo Guillermo.
Esa expresión le había provocado una sonrisa que le duró hasta que abrió las cuatro puertas. Con ellas abiertas; sentado a lo amazona en el sillón del conductor, sin tocar nada, lo puso en marcha, esperando fuera mientras se ventilaba el interior. A medida que iba cerrando las puertas, bajaba los cristales de la ventanilla correspondiente.
—¡Dios, cómo quema esto! —chilló al apoyar la mano izquierda en el volante y la derecha en la palanca del cambio. Tuvo que soplarse la palma de la mano derecha, y, al verla, exclamó—: ¡Joder, se me ha quedado tatuado el dibujo del recorrido de las marchas! —soplado persistente.
Eligió la ruta para el Paraíso por la carretera que va al Coto de Doñana. De esa manera evitó cruzar el pueblo y que alguien lo reconociera.
—Esto no es nada para cuando me meta dentro —se dijo—. No va a ser un R-18 ¡va a ser una re-sauna! después de todo el día absorbiendo las flatulencias achicharrantes del Rubio (el Sol) que hoy está más cabreado que nunca. Seguro que, dentro, hace más de sesenta grados.
Sin pensárselo dos veces, entró. La mancha de sudor en la gabardina comenzó a evaporarse. Ni una plancha incandescente la hubiera secado tan rápido. Asfixiado y casi inútil para desenvolverse, como pudo, le dio al contacto, saliendo como una bala, a la vez que, torpemente, manipulaba la ventanilla de su lado, para bajarla. Hablando solo, partió para el Paraíso:
—Antes de salir tenía que haber abierto todas las ventanillas —se decía—. En cuanto cobre, me compro uno con aire acondicionado. ¡Joder con el Pablo! ¿Cómo me dijo?... Un BMW Z…, ¿cuál era el número?; ¡a ver si me puedo comprar un Hyundai Atos! porque, diga lo que diga Cifuentes, yo creo que, de esta, me echan.
A mitad de camino hacia Mazagón, y después de cerciorarse de que no había moros en la costa, comenzó a dejar un reguero de pistas al ir tirando por la ventanilla: la gorra; unos metros más adelante, la peluca, que le costó trabajo quitársela porque el sudor actuaba de pegamento sobre sus cabellos empapados; unos cientos de metros más adelante, la barba, que le hizo escupir pelos; y por último las gafas, que eran tan oscuras que del encandilamiento que tuvo al quitárselas, casi se sale de la carretera. Faltando dos kilómetros para llegar a la entrada de Mazagón, orilló el coche fuera de la estela alquitranada. Abrió la puerta con violencia asfixiada, bajándose rápidamente y mirando a un lado y a otro para ver si venía alguien, y, ante la soledad, se quitó la gabardina. Tan empapado en sudor estaba que el brusco cambio de temperatura le hizo sentir un frío polar. Exclamando:
—¡Joder, seguro que me resfrío! Tendré que tomarme cuanto antes un café caliente para exorcizar al frío.
Se encorajinó al acordarse cuando realizó el ritual del café en el restaurante de Madrid y Dolo se pitorreó de él. Tiró con rabia la gabardina a la cuneta. Diciendo:
—Como alguien se la ponga y entre en El Corte Onubense, ¡va apañao! —la escondió un poco—. ¡Joder, que tenía que devolverlo todo! —fue a recogerla pero se arrepintió—. ¡Qué me lo descuenten! ¡Si estoy a gastos pagados!
Picando billetes continuó la huída. A las tres de la tarde llegó a la entrada de la playa de Mazagón. Dudó si dirigirse al Paraíso o comer en la terraza de algún restaurante. Tomó la siguiente decisión:
—Seguro que aquí todavía no ha llegado el Diez Moniatos. Comeré en una terraza.
Aparcó junto a la plaza Dr. Odón Betanzos, dirigiéndose a la avenida Fuentepiña, que, desde que la remodelaron para hacerla peatonal, la llaman “La calle de los Tampax” por el diseño que tienen las farolas que la iluminan. Paseaba, por la avenida, de arriba abajo y de abajo arriba, intentando decidirse por uno de los siete u ocho restaurantes que existen, y que él ya había probado en los veranos anteriores. Hasta para elegir el lugar donde comer, entró en un dilema:
—¿En cuál me siento? —se decía paseando—. Todos tienen calidad. Sobre todo en el pescado, que suele ser del día. Me gusta “El Choco”, pero también me gusta el “Torre del Loro”. Aburrió a la indecisión. ¡Vale ya! —se reprochó—. En el “Torre del Loro” mismo.
Eligió una mesa, bajo una sombrilla donde podía disfrutar de sol y sombra.
—<"Primero —pensaba—, me sentaré al sol para que me quite la tembladera escalofriante que tengo, y después me pasaré a la sombra. Qué poca gente hay.>> ¡Mejor! —se dijo por lo bajini.
Inmediatamente llegó el camarero. Vito lo reconoció, era el mismo que le atendió el verano pasado, pero el nombre lo seguía desconociendo.
—¡Buenas tardes! —el camarero, campechano—. Este año ha madrugado el verano. ¿Ya definitivo?
—¡Hola! —educado—. No. Sólo durante unos días. El tiempo de encontrar algo para arrendar este verano —pensando—: <"Por qué le tengo que dar explicaciones, si no me las ha pedido. Además, metiéndole un embuste.>>
—Yo le puedo facilitar un número de teléfono… —servicial al máximo, pero Vito impidió que continuara.
—Gracias, pero —para que no le descubriera el embuste—, primero, veré algunas cosas que ya tengo en cartera. Si no son de mi agrado se lo pido, ¿de acuerdo?
—Como quiera —desenfundó una libreta pequeña.
—Tanque de cerveza —pedía Vito—; un tomate —es típico, en Mazagón, comer de entrante el tomate crudo cortado en rodajas y aliñado con sal, vinagre de vino, aceite de oliva virgen extra y, salpicado por encima como si fueran copos de nieve, ajo crudo muy picado—; ¡ah!, para empezar cuatro cañaillas (cañadilla: Murex brandaris. Molusco gasterópodo –caracol- marino comestible, que segrega un líquido colorante con que los antiguos fabricaban la púrpura).
—¡Cañaillas, no!, no han entrado hoy, ¡lo siento!
—¡Vaya! —decepcionado—. ¿Gambas?
—¡Buenísimas! ¿Cocidas o a la plancha?
—Mejor…, que hace tiempo que no lo como, calamares del campo (aros de pimientos y cebollas, cortados muy finos, rebozados y fritos), pero sólo media ración.
—¿Algo más?
—Media de boquerones fritos, pero si son blancos de la costa —el camarero le dijo que sí con la cabeza— y media de pez rosado frito.
—¡Sobre la marcha!
—¡Un momento, por favor!
—¿Si?
—¿Tienen, el As?
—Ahora se lo traigo.
Durante el tiempo empleado en echar un garbeo visual por los alrededores, le llegaron la cerveza y el As. Por fin consiguió masticar la tranquilidad. Pensando:
—<"Llamaré a casa para decirles porqué pasaré aquí unos días. ¡Está apagado! ¡Seguro que se ha chambao (roto) por el calor infernal que me guardaba el coche! —lo puso en funcionamiento—. ¡Menos mal!>> —hizo la llamada:
—…
—Madre, soy yo.
—…
—Escúchame madre —respiró profundamente—. Lo tengo todo controlado. Mi jefe me ha pagado unas vacaciones en el Paraíso de Mazagón.
—…
—Madre estoy muy bien.
—…
—En estos momentos almorzando en el “Torre del Loro”.
—…
—¡En Mazagón!
—…
—Hasta que pase el revuelo. Dile…
—…
—Te conozco y sé que estás sufriendo mucho, pero te juro que todo va de maravilla. ¡Eso sí! no se te ocurra decirle a nadie que estoy aquí. A quien te pregunte le dices que me he ido a Alemania.
—…
—Ignora al periodista de la puerta, ¡ya se aburrirá! Tú estate tranquila que yo estoy perfectamente y, además, de vacaciones pagadas.
—…
—Madre, olvida al periodista. Lo más importante es que no se te escape que estoy en el Paraíso. De esa forma me dejarán tranquilo y se olvidarán pronto de mí.
—…
—No sé, madre. Tres días, una semana, no lo sé de verdad. Explícaselo a papá.
—…
—¡Que está muy contento?
—…
—Dile que se deje de decir tonterías. Que yo no soy ningún famoso. Adviértele de que si descubren donde estoy, no aparezco más por casa. ¡Y que me echarán del trabajo!
—…
—Díselo de esa manera. Aconséjale que no se tome, por ahora, su media botellita, como el dice, que lo largará.
—…
—¿Que se han agotado todos los Diez Moniatos?
—…
—¡Madre, por la Santa! Dile, a esas que, de autógrafos, nada. Están todos locos. Tú no le eches cuenta, ya se les pasará.
—…
—Es verdad. Se me había olvidado el Corpus. ¡Puuufff! Por ponerme al día en el trabajo me he perdido la Verbena de la Cruz, el Romerito, las Caídas, el Rocío y, ahora,… —dio un trago a la cerveza—. No. El Corpus no me lo perderé.
—…
—Me da igual. Sí, sí, iré el domingo. Prepárame una maleta, no, una maleta no, que llamará la atención. Mete en una bolsa de las grandes de El Corte Onubense algo de ropa limpia y el traje. Iré directamente desde aquí a la misa.
—…
—No. Yo no iré a recogerla. Llama por teléfono a Guillermo y se lo explicas. No. Mejor lo llamaré yo. Tú ten preparada la bolsa cuanto antes. Madre, un beso, que se me enfría la comida. Adiós.
Al terminar la conversación se dio cuenta de que el camarero le había dejado todo el pedido. Mientras comía pensaba qué le iba a decir a Guillermo:
—<"Éste es capaz de venderme para chulear que es amigo mío. Lo conozco muy bien. Más tarde lo llamaré.>>
Consiguió olvidarse del asunto leyendo el As. Al terminar observó que en la puerta del bar estaba otro camarero cuchicheando con un, para él, desconocido. Se puso nervioso. Los dos lo miraban y sonreían entre ellos. Vito no pudo evitar pensar:
—<"Imposible que éstos hayan leído el Diez Moniatos. Tengo que olvidarme de que la gente me observa, o me volveré loco cada vez que alguien me mire.>>
En ese momento, los dos vigías (vigilantes) llamaron al camarero que atendió a Vito, y entraron corriendo al restaurante.
Vito observó que el camarero que lo atendió se detuvo dentro, a unos pasos de la puerta, mirando un buen rato hacia el techo, hasta que, muy alterado, se volvió hacia los dos vigías diciéndoles algo; los tres alargaron el cuello para mirar a Vito, que murmuró:
—Me están mosqueando. Voy a ir a los servicios a ver qué pasa.
Con decisión desnaturalizada por presentimiento, se levantó dirigiéndose a la entrada. Los tres se separaron rápidamente. No tenía la menor duda de que lo miraban, de reojo, al entrar.
—<"No lo entiendo —pensó.>>
Entró en los servicios. Como no hizo nada, regresó al instante. Antes de salir a la calle descubrió el cachondeito. Lo estaba emitiendo la televisión. La portada del Diez Moniatos ocupaba toda la pantalla. Una voz femenina hablaba de Dolo. Toda su sangre se le concentró en la cabeza. Tuvo que sacudirla para poder pensar:
—<"Lo que me faltaba. Tengo que ser inteligente.>>
Discurrió rápidamente, y sin inquietarse, se quedó mirando la televisión. Tragó saliva y dijo:
—¿Te has fijao? —le decía al camarero que lo atendió—. Ese tío es clavado a mí. ¿Quién es?
—No nos hemos enterado de su nombre —con tono desilusionado.
—Vaya suerte que tienen algunos. La tía es que está buenísima. Ahora que lo pienso, ¿a que creíais que ése era yo? —silencio afirmativo—. ¡Jajajaja! —Vito se marchó a su mesa:
—<"Esto es increíble. Hasta en la televisión. ¡Ya no me salva ni la madre que me parió!>>
Alerta de su móvil. Muy afectado atendió la llamada sin ver de quién procedía:
—Dime, madre.
—…
—Le dije a mi madre que no te llamara, que ya lo haría yo.
—…
—¡Ah, que no te ha llamado! ¿Y…?
—…
—¡Ahora me acuerdo! Desconecté el móvil para que me dejaran tranquilo. Aprovecharé que me has llamado para…
—…
—Antes… ¿puedo confiar en ti?
—…
—Me lo esperaba, pero como me la juegues perdemos las amistades. Piensa, por favor, que me…
—…
—Sí, me acabo de ver en la televisión. También me ha dicho mi madre que hay un periodista que no se mueve de la puerta de mi casa.
—…
—¡Tres! Por eso. Escúchame bien. Tú sabes que mi casa da a dos calles…
—…
—Vale, vale, ya sé que no eres tonto. Para que no te descubran, aparca tu coche en la puerta de mi cochera. Entra en mi casa por la puerta principal, coges lo que tenga preparado mi madre y sales por la cochera. Te vienes al Paraíso, pero antes de llegar me das un toque al móvil. ¿Te has enterado bien? ¡Mira que me la estoy jugando!
—…
—Estupendo. Hasta luego.
Vito resopló. Hojeaba el As sin dejar de pensar qué haría a partir de ahora. Pidió la cuenta al camarero.
—Son quince euros —mirada inspectora.
—Tome.
—¿Seguro que tampoco es su hermano gemelo? —el camarero con malicia.
—Yo no tengo hermanos. No sea inculto. A su edad todavía no sabe que todos tenemos un doble. Pues ése es mi doble, y el suyo estará por ahí —pensando—: <"A que lo mando a tomar por culo…>>.
—Pero…
—Pero ¿qué? —ante la insistencia se alteró—. Tú crees que si yo fuera ése, iba a estar aquí hablando contigo.
—Claro, claro, claro, lleva usted toda la razón. Gracias por la visita —huída cabizbaja.
—Adiós.
A esa hora el sol pegaba como en pleno Agosto. Al llegar al R-18, Vito se dijo:
—Antes de montarme en el coche, abriré todas las puertas, porque si entro del tirón se me van a poner los huevos duros, como dice el burro de mi amigo Guillermo.
Esa expresión le había provocado una sonrisa que le duró hasta que abrió las cuatro puertas. Con ellas abiertas; sentado a lo amazona en el sillón del conductor, sin tocar nada, lo puso en marcha, esperando fuera mientras se ventilaba el interior. A medida que iba cerrando las puertas, bajaba los cristales de la ventanilla correspondiente.
—¡Dios, cómo quema esto! —chilló al apoyar la mano izquierda en el volante y la derecha en la palanca del cambio. Tuvo que soplarse la palma de la mano derecha, y, al verla, exclamó—: ¡Joder, se me ha quedado tatuado el dibujo del recorrido de las marchas! —soplado persistente.
Eligió la ruta para el Paraíso por la carretera que va al Coto de Doñana. De esa manera evitó cruzar el pueblo y que alguien lo reconociera.