07 abril 2007

 

CAPÍTULO 46 (El jadear de las putas, trabajando, son plegarias clamando felicidad - jibr).

Con los últimos ramalazos del Sol, que en esta época transforma la cresta de las noches en atardeceres ruborizados, los dos amigachos iban, en el R-18, directos al pueblo.
Vito aparcó en el mismo lugar que al mediodía.
—Vamos a... —decía Guillermo señalando hacia la avenida de los tampax.
—No. Ahí he almorzado hoy. Vamos por esta zona.
El encogimiento de los hombros de Guillermo le dio la venia (consentimiento, licencia).
Pusieron el control de aduana en la terraza del restaurante Europa.
—¿Van a cenar? —les preguntó la camarera.
—Sí —contestó Vito.
—¿De beber? —dejándoles la carta.
—Dos cervezas —se adelantó Guillermo.
—¡No! —contradijo Vito—. Hoy nada de cervezas. Nos vamos a tomar el mejor vino tinto que tengan.

La cena fue digerida, sin premeditación acordada, cumpliendo las más estrictas normas de gobierno patriarcal: “Comer y callar”. Seguramente, porque ambos, necesitaban saborear la rotura de la monotonía en la que estaban viviendo.

—¡Vaya cena más pantagruélica! —exclamó Vito.
—¿Pantaquéééé? —plomillos (fusibles) cerebrales fundidos.
—¡Jajajaja! —Vito se partía. Esa risa le ayudó más de lo que él pudiera imaginar—. Eres un inculto… —tosía casi asfixiado por el golpe de risa—. Más que eso. Eres… Eres… —no pudo continuar.
—¡Oye, copón, de mí no se ríe un cateto como tú! ¿Qué has querido decir? —mosqueado a tope, no por no conocer la palabreja, sino por el canchondeo con el que le estaba tratando Vito.
—Si te hubieras visto la cara —Vito continuaba tosiendo. Consiguió reponerse—. Pantagruélica, significa, abundante, opípara —volvió con la risa tonta.
—¡Eso es lo que tú has aprendido en Madrid, cacho cabrón! Necesito bajar la panta…, ¡sus muertos, con la palabrota! Que quiero una copa, ¡copón!
—¡Señorita! —llamada tronchante por risa crónica.
—¡Me alegro de que le haya sentando tan bien la cena! —al verlo reír— ¿Qué desea?
—Un Dyc con Seven-Up, y un Beefeater con cola —pidió Vito.
—¡Oye, Vito! —tono misterioso y casi inaudible—. ¿Te has fijao en esas cuatro? No han parado de marcarnos desde que llegaron.
—No empecemos —le temía.
—¡Copón, Vito! —nervioso—. Una se ha levantado y viene hacia nosotros. ¡Copón, qué pava, tío! —murmuración desquiciada—. Y esa, de polaca nada de nada, es más española que Gibraltar.
—¡Hola! —los dos la miraron—. Me llamo Asun.
—¡Hola! —respuesta gemela de Vito; inconcebiblemente sin contrapartida de Guillermo que enmudeció alucinado por la intrusa consentida.
—¿Tú no eres —señalando a Vito— el que sale en la portada del Diez Moniatos?
—¡Y el de la televisión! —intromisión de Guillermo, más animado que Robinson Crusoe cuando soñó que, en la isla, las palmeras se habían convertido en tías.
—¡Que estás diciendo, chalao! —intervención furiosa de Vito—. No le hagas caso que lo único que quiere es darte palique para ligarte.
—¡Éste, ligar conmigo! —irónica—. Ni que yo tuviera el gusto perdido. Seguro que cuando se mira al espejo se asusta.
—¡Oye…! —Guillermo echo una fiera.
—¡Sooo, Guillermo! —Vito evitó el improperio (injuria grave de palabra…) que Guillermo le iba a regalar a Asun. Continuando—. Asun, monada, creo que has buscado una excusa para acercarte a nosotros —ella le regaló una mueca que hizo corregir a Vito—. No me lo tomes en serio, ha sido una broma. Por qué no os sentáis con nosotros, ¿eh? ¡Ni que decir tiene que invitamos!
—Por mí, encantada —no podía ocultar que lo deseaba—. Voy a decírselo a mis amigas.
—Éste es el Vito que me gusta. Perdona por lo de...
—¡Joder, macho! Me destierro a Mazagón para ocultarme, y tú me echas a los leones. Cualquier fallo me puede costar mi felicidad.
—¡Copón, ahí vienen todas! —avisó Guillermo.
—¡Hola! —saludaron las amigas de Asun.
—¡Hola! —respondieron los dos bonariegos (natural de Bonares. También bonareños).
—Yo, Lluvia.
—Yo, Leticia.
—Yo, Socorro.
—Éste, Vito —marcando con el índice—, y yo, Guillermo, el que mañana, a primera hora, le va a poner una denuncia a TVE.
Los cinco lo miraron sorprendidos.
—¡Copón!, que este mediodía he visto el telediario, y el tío del Tiempo ha dicho: “Mucho calor y cielos despejados en todo el país”; y ¡copón, en Mazagón está la lluvia! —mirando a Lluvia—. De todas formas si me ahogo en ella, vendrá un socorro, que está muy cerca de mí, a salvarme.
—¡Chistoso, el muchacho! —exclamó Lluvia—. Me sentaré lejos de ti para no mojarte.
—¡Si se te ocurre llamarme, te ahogo yo con mis propias manos! —le dijo Socorro.
—¡Las señoritas se mosquean muy pronto. Pido perdón —palmas de las manos en posición de rezo. Tuvo un pensamiento recriminatorio—: <"Seré boniato, he cabreado a las dos que están más buenas>>.
—Entonces —pregunta de Socorro a Vito—, ¿tú no eres el tío del Diez Moniatos?
—Ya te lo decía yo —intromisión de Guillermo—. Eso que tú sabes es bueno. Tienes que aprovecharte de lo que te han hecho. ¿Por qué no das mañana una rueda de prensa y le curras un kilo a cada periodista? Pero de euros, ¡eh! Copón…, ¿cuánto es en pelas un millón de euros?
—No sé, no sé, quizás… —decía Vito.
—Dejad ya de decir tonterías para llamar nuestra atención. Ya sabemos que no eres el caprichito de la burraquilla esa —Vito hizo de tripas corazón para no insultarla y declararse—. Y tú —señaló a Guillermo—, ¿sabes qué son las matemáticas elementales?
Guillermo le iba a contestar cuando oyeron:
—¿Qué toman las señoritas? —preguntó la camarera.
—Todas, vodka con naranja —Lluvia.
—¿De dónde sois? —preguntó Vito.
—De secano —respondió Leticia.
—De Cáceres —aclaró Lluvia.

Estuvieron hablando y bebiendo hasta que le dijeron que iban a cerrar. Vito pagó todo. Asun preguntó a la camarera dónde podían tomar otra copa. Ésta le indicó que en La Cabaña. Lugar que, por muy bien que lo describiera, lo ofendería; hay que ir allí para conocerlo: que el aire es tu paz; que la luna es tu faro del romanticismo; que cada una de las estrellas te miran con íntima complicidad; que el cielo te incita a que le confieses tus secretos; que eres capaz de imaginar lo inimaginable; que eres capaz de perdonar lo imperdonable; que llegas llorando y te marchas riendo; que…; que…; que…; que si vas a Mazagón y no te sientas allí un rato, nunca sabrás cómo un lugar puede contener tanta magia.
A las tres de la madrugada, los seis, con una media pea de: alcohol, embrujo y magia tan ancestral como actual, se marcharon del rinconcito, en el cielo terrenal que tiene Mazagón.
En el adiós al lugar, preguntó Vito:
—¿Dónde os hospedáis?
—En el Paraíso—respondió Socorro.
—¡Copón, qué suerte! —se apresuró a decir Guillermo, mirando a Vito y guiñándole un ojo—. ¡Y nosotros también!
—Entonces tomaremos la última en mi habitación —invitó Lluvia.
—¡Siempre se dice la penúltima, la penúltima! —Guillermo, que aprovechó para, con los ojitos brillantes, repasar el cuerpazo de Lluvia.
—¿Dónde tenéis el coche? —Leticia.
—Allí —Vito.
—¡Que penita —decía Asun—, están los dos solitos y juntitos!
—¡Copón, también van descalzas! —Guillermo al ver el coche de ellas: Golf GTI.
Las cuatro rieron.
Camino del Paraíso, Vito le decía a Guillermo:
—No me vayas a liar, que te conozco. Estoy muy cansando.

Los seis entraron en la habitación de Lluvia.
—¡Aquí dormís las cuatro? —Guillermo.
—Ésta es sola para mí —Lluvia explicaba—. Asun y Socorro tienen una, y Leticia otra. Cada uno que se sirva lo que le apetezca.
A media copa:
—¡Hasta mañana, chicos! —saludo de despedida de Asun y Socorro.
—¿Ya os marcháis? —Guillermo, a la vez que descubrió que Vito estaba grogui (casi dormido).
—Vámonos también, que casi es de día —Vito a Guillermo.
—Yo necesito tomar un poco de aire —Leticia salió de la habitación.
—¡Espera, copón! —Guillermo a Vito—, a que termine la penúltima —Guillermo en complicidad con Lluvia.
—Yo me voy. ¡Hasta mañana, Lluvia! Ya sabes dónde es —a Guillermo—. Adiós.
—¡Por fin solos! —Lluvia.
—¡Ya tenía yo ganas! Me voy a poner la penúltima —Guillermo de espaldas a Lluvia. Al no responderle miró hacia atrás—. ¡Copón!
Lluvia se desnudaba lentamente, mirándolo con descarada provocación.
Guillermo perdió todos sus ¡copones! Sólo pensaba:
—<"Era con la única que no pensé que me pasara. Con la cogorza no sé si voy a cumplir como ella se merece. Tengo que hacer un buen trabajo. Guillermo, no corras que luego te arrepientes. Éste es el momento que has esperado toda tu vida para dejar tu pabellón alto.>>
Entrecortado le dijo a Lluvia:
—¿Y si vienen tus amigas?
La ceremonia culminó en la completa desnudez de Lluvia.
Guillermo no dejaba de mirar a la puerta y a ella.
—No vendrán —le aclaró Lluvia—. Asun y Socorro ya se lo estarán haciendo. Son lesbianas. Y Leticia no vendrá. Se habrá acostado pensando en tu amigo, que desde que lo vio no ha parado de decirme lo que le gusta. ¡Copón —exclamación de Lluvia—, si todavía no te he tocado! Ahora mismo voy a solucionarte ese problemilla muscular.

Vito abría la puerta de la habitación.
—¡Hola! —oyó muy cerca.
—¡Leches, qué susto! ¡Hola, Leticia! —más tranquilo—. ¿Necesitas algo?
—Sí. Que pierdas tu timidez —de sopetón—. ¿No te gusto?
—A… —boca abierta y ojos sin saber dónde detenerse.
—Me gustaría hablar contigo un rato —decía Leticia—. Sólo un momento.
—Pasa —le cedió el paso—. Voy un momento al baño —Vito necesitaba pensar—: <"No puede ser. Tantos años solo, y ahora una detrás de otra. Me gusta. Es guapa. Es culta. Es paleontóloga; nunca he comprendido esa profesión; siempre me ha dado jindama (miedo) desenterrar a los muertos y coger sus huesos para estudiarlos —sintió un repelús—. ¡Vito, que está ahí fuera esperándote! Sí, me ha dicho que quiere hablar. ¡Hablar…, hablar…! Voy a aprovechar la oportunidad para que no me tome por un homosexual; ¡ésta va a enterarse de lo que vale un peine!>>.
—¿Vito, estás bien? —Leticia, ante la tardanza de él.
Salió del cuarto de baño, derecho al tajo. La abrazó con fuerza. Fuerza que se disipó (evaporó) al besarla. De la furia pasaron a la mayor sensualidad amorosa entre dos personas sensibles. No tardaron, ni mucho ni poco, en fundirse en un solo cuerpo desnudo. El nuevo hermafrodita (que tiene órganos reproductores de los dos sexos) rodaba por los bajos fondos de la habitación.
—¡Lo siento! —exclamó, casi gritando, Vito.
—¿Qué? —perdida entre la frase oída.
—Perdona —sentado en el suelo junto a ella—, no puedo hacerlo.
—¿Te he molestado en algo, no te gusto, no…? —preguntas ansiosas de una explicación.
—No, no, nada de eso, ni tampoco tengo ningún problema, ni físico ni psíquico —reincorporándose rápidamente se puso el pantalón, sentándose en la cama.
Leticia lo miraba, con una luminosidad esperanzadora en los ojos, anhelando (deseo) oír un motivo sincero.
—Lo que te voy a contar es… un secreto muy íntimo, por lo que más quieras te ruego que lo olvides en cuanto salgas de aquí. Lo voy a hacer para que no te sientas herida por mi reacción. Por lo menos eso espero cuando lo oigas.
Leticia se sentó a su lado.
—Sí. Soy el del Diez Moniatos —voz con incomprensible culpabilidad—. La conocí...
Ella le cogió la mano.
—… La conocí en Madrid. Me enamoré de ella. No comprendo cómo me ha podido pasar, pero me la ha jugado rastreramente. Dicen que me acosté con ella, como todos los demás que la acompañaron a su apartamento, pero es una injuria, no lo hice. Lo verdaderamente doloroso es que sigo enamorado de ella y la quiero con toda mi alma —miró a Leticia—. Esa es la causa de que interrumpiera nuestro…, de veras, de veras que bonito momento. Tú también eres muy bonita y…, ¿estás llorando? ¡Joder, si es verdad, soy un amargao que lo único que consigue es hacer llorar a los demás!
—¡Victoriano, por favor, no digas tonterías! —voz triste por deseo de sentimientos no correspondidos. Pocas lágrimas, pero puras, se manifestaban en las mejillas reclamando el derecho a ser amadas como amaba Vito.
—¡Soy una calamidad! Desde que tengo uso de razón la Ley de Murphy se ceba (ensaña) conmigo (ley de Murphy: si algo puede fallar, fallará). A mí todo me falla —desesperación.
Pasó el brazo derecho por los hombros de Leticia. La acurrucó con fuerza deshidratada.
Las sutiles y cariñosas caricias, de palpitaciones nerviosas, que recibió de los masculinos capilares del suave y delicado y prieto y torneado y bello brazo, provocó, en ella, una violenta erección de cada una de las pelusillas cultivadas en la envoltura tersa y suave de su cuerpo.
—Victoriano, no eres ninguna calamidad. Mi voz escribirá con sangre los vientos, para que todo el planeta se entere… —secó las lágrimas con la yema de los dedos— de que sí existe un hombre que no entra en ese dicho tan popular: “La jodienda no tiene enmienda”. Tú lo has demostrado con creces. Por supuesto conocerán su nombre: ¡Victoriano! —gritó.
—¡Anda, anda, que yo soy…!
—No lo estropees. Tú no le haces daño ni a tu peor enemigo. ¿Nunca has tenido pareja?
—¿Yo? —lo desarboló—. Bueno, la verdad… es que no. Mi primer amor ha sido…
—Me lo creo porque me lo estás diciendo tú. ¿Entonces, de…?
—Leticia, que… —se rascaba nerviosamente la mejilla derecha. Sentía vergüenza—. Bueno, después de lo que te he contado y de cómo me has piropeado, mereces que te responda —infló los mofletes, desinflándolos expulsando lentamente el aire—. No, pero sí.
—¡Huy, huy, huy, la ambigüedad es cobijo (hospedaje sin manutención) de engaños! —simpática e irónica—. ¿No irás a desencantarme ahora?
—Algo hay en ti que me obliga a no negarte nada —entregado en cuerpo y alma.
—¿Nada? Pues…
—Mejor será que no continuemos por esos andurriales, para que siempre tengamos un inolvidable recuerdo de nuestro encuentro.
—¡Eres… —lo miró con ternura— una persona de las que no se fabrican desde antes del adulterio manzanero (por la famosa manzana).
—No te responderé con un cumplido porque me da mucha tristeza no poder disfrutar, entre comillas, de ti. Has caído muy hondo en mi corazón. Pero…, sí, aunque me entristezca no debo herir, por un polvo, ni a ti ni a Dolores, aún odiándola en este momento.
—Ya quisiera yo que me odiaras de la misma manera —apoyó la cabeza en el hombro de él—. Te confesaré, y ya se me ha volatilizado todo el alcohol ingerido, que me has sembrado y florecido tu mal de amores. Desde esta noche llevo tu crotal (marca de identificación animal) en mi corazón. No sé cuanto tiempo consumiré, pero presiento que será mucho, esperando una llamada tuya. Te dejo mi número —desnuda, se dirigió a la mesa-escritorio. Rayó una cuartilla, ornamentada con la publicidad del Paraíso, con su nombre, número de teléfono, lugar pernoctado y un pensamiento:

“Decirle a quien no te ama
te quiero
es mucho más esperanzador que
decirle a quien no te ama
TE ESPERO.”

El bolígrafo rodó, indiferente al sentimiento por el que había sido utilizado, y voló en caída hasta lo más deshonroso de su hábitat (donde vive naturalmente un ser).
Leticia recogió su ropa interior, calzó los pies y, después de colarse el vestido, se acercó a Vito, besándolo en los labios cariñosamente. Ninguno dijo nada. Ella salió de la habitación y ya en la suya dijo:
—¡Adiós! —saludo de despedida inútil, por dado a destiempo.

Quizás por las horas, quizás por el alcohol, quizás por la franqueza, quizás por la honradez, quizás por los halagos de Leticia, quizás por el detalle de El Corte Onubense, quizás por añorar lo imposible para perdonar y, sobre todo, olvidar a Dolo; el cuerpo y el alma de Vito fueron derruidos (derribar) sin compasión.

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