18 abril 2007

 

CAPÍTULO 48 (En el ambigú de la Vida sólo existe un refrigerio que es de balde, obligatorio y último al deleitarlo - jibr).

Durante el bostezo matutino del Sol, Vito abrió los ojos. Un desperezo rítmico ajustó todos los engranajes de su inseparable canina (esqueleto). Limpió la visión legañosa restregándose los ojos; observando que la mañana se había maquillado con una claridad derrochadora. Abstraído ante tal contaminación ansiolítica (fármacos para curar la ansiedad) salió a la terraza. Purificó los pulmones absorbiendo la suficiente brisa marinera como para limpiarlos de todo el alquitrán acumulado últimamente.
—¡No tienes precio! —piropeó a la mañana—. Aunque el apartamento y el nivel de vida de Dolo… ¡Necesito un café!
Marcó el cero.
—…
—Perdone la molestia. Desearía desayunar en la habitación.
—…
—No, no, por favor, solo café y en taza grande ¡ah! y muy caliente.
—…
—No, no, sólo lo que le he pedido. <"Qué cargante (que carga, molesta, incomoda o cansa por su insistencia o modo de ser) —pensó.>>
—…
—Gracias.
Su estado anímico, por fin, entró en caja. Esa mañana consiguió acicalarse con la tranquilidad que solía hacerlo antes del viaje a Madrid. Veraniego vestir eligió. En la terraza esperaba a la droga mañanera.
—¡Que escalofrío me ha entrado! —rápidamente entró en la habitación. Buscó en el ropero un chaleco. Al no encontrarlo, pensó que era muy raro que su madre no se lo hubiera enviado. Instante en el que recordó que le quedó una bolsa sin vaciar.
—¡Es que una madre, es una madre! —sacó el chaleco—. ¡Madre, te has pasao, es de puro invierno!
Para quitarse el fresquillo recogido desfilaba por la habitación.
—¡Habrán ido por el café a Colombia! —exclamación premonitora fallida.
La caída sobre la puerta, por dos veces consecutivas, de la aldaba (pieza de hierro o bronce que se pone en las puertas para llamar) huesuda y acolchada por piel viva, se lo demostró.
Pasar frío descontrolaba a Vito. Ofuscado, abrió la puerta.
—¿Todavía está caliente? —mirando el reloj de pulsera.
—Verá, señor... —intentaba justificarse la camarera; que tenía un pavo (sosería, languidez) que se lo pisaba.
—Perdone, tengo el cuerpo cortado y necesito tomarme el café caliente cuanto antes —disculpa ridícula para la camarera.
—Sí, sí, sí señor. Lo traigo calentito, calentito. Espero que esté de su agrado —casi tontona.
—Pase, pase.
La camarera, al dejar la bandeja sobre la mesita, se retiraba sin dejar de mirarlo.
Vito le hizo un gesto de si quería decirle algo.
—¿Le puedo hacer una pregunta? —timidez enmascarada de alcahuetería.
—No —tono desagradable porque adivinó la pregunta—. Se la contestaré sin que me la haga.
La camarera hizo gesto de marcharse corriendo.
—¿No la quiere oír? —genio complaciente—. Sí, ¿qué pasa! —retando—. ¡El del Diez Moniatos soy yo!, ¿y qué? —ante el silencio de ella, él continuó—: ¿Ya está tranquila? —pasó a pasota del asunto—. ¿Quiere un autógrafo?
—No, no, no señor —asustadiza—. Me alegro de que le haya ocurrido… —intentaba agradarle.
—¿Cómo? —amenazante.
—Nada, nada —saliendo inmediatamente.
Vito ya había asumido que, por mucho que quisiera ocultarse, siempre le iban a hacer la misma pregunta. Cogió la jarra de café como si fuera a estrangularla, llenando el tazón hasta el borde. Al dar el primer sorbo, exclamó:
—¡Sooo! —detuvo la maniobra—. ¡Quietooo, que me voy a escaldar (abrazar con fuego) las tragaderas! —sopló varias veces sobre el volcán de vapores cafeinosos, y, a cada tres o cuatro soplidos, sorbía con mucho cuidado. Antes de terminarse el tazón, estaba sudando. Tiró el chaleco sobre la cama. Diciéndose:
—Creo que de ésta me libro. Un catarrito es lo que me hacía falta ahora. ¡Toma! —le dio un corte de mangas al posible catarro.
Volvió a llenar el tazón. Estaba disfrutando del café cuando la mente lo devolvió a la ansiedad:
—¡No me voy a alterar! —se sacudió la cabeza—. ¡Me tienen acosadito! —resopló—. ¡Que se jodan!, como dice mi amigo Guillermo. Creo que es cierto, como dice él, que lo que tienen es envidia cochina de mi suerte, ¿suerte?; no me río porque, como suele pasar, después vienen las llantinas. Que sí, que lleva razón mi amigote. Y… ¡a vivir que son dos días! ¿Qué raro que Cifuentes no me haya llamado? Creo que debo llamarlo. ¡Joder con la Dolo! Si pudiera me hacía un lavado de cerebro. ¿Por qué querría hacerme espía? No, no debo llamarlo, no vaya a creer que no estoy curado y se me presente aquí, ahora que me estoy entonando. No iré a la playa de Rompeculos. No necesito esas vistas, aunque, para ser franco, últimamente noto al gusanillo que se altera con mucha facilidad. Voy a caer en el mismo fango que la Dolo. ¡A la calle, joder!
—¡Buenos días! —Vito al recepcionista y al botones.
—¡Buenos días, don Victoriano! ¿Ya sabe cuando se marchará? —malignidad babosa.
—Pues… —rascó su nuca con la uña del dedo índice, mirándolo con sarcástica sonrisa. Ésa fue la fecha de salida.
—No, es que…
Vito lo dejó con la palabra en la boca.
Eligió un nuevo trayecto para llegar al centro de Mazagón: dejando a su izquierda la entrada del “Camping Playa de Mazagón”, bajó por la prominente “Cuesta de la Barca” —médano (duna) solidificado en el cuaternario, que, un momento antes de comenzar a bajarlo, se tiene la sensación de que vas a entrar en caída libre y serás engullido por la mar—; dejando atrás, a la izquierda, “Las Casas de Bonares” —los bonariegos fueron los primeros que se asentaron en ese lugar en los años veinte—; el cine de verano; la Avenida de los Conquistadores —que todavía sigue guarda, sin guardias, por un nido de ametralladoras—; el Puerto Deportivo; el restaurante Las Dunas; hasta llegar al centro urbano.
Aparcó frente a “Casa Hilaria”: supermercado, restaurante y hostal (empresa emblemática, en Mazagón, por su historia). Al abandonar el R-18 con el cuaderno, al que él manchaba con sus pensamientos, asfixiándose en la axila izquierda, le extrañó muchísimo el ajetreo de vida que se movía por allí: Prensa bajo el brazo; bolsas con pan; pescadores, en sus vehículos, vendiendo el pescado vivo (ver los langostinos saltar en los cubos es una pasada); paquetones de calentitos (en Andalucía: churros); ausencia de juventud;… Cayó en la cuenta de que el culpable era el sábado porque el fin de semana toca ventilar la segunda vivienda, máxime, estando en las puertas del verano. De todas formas olía a tranquilidad. Se encontraba muy a gusto. No le importaba que lo reconocieran, pero tampoco deseaba que lo hicieran. Dos criticadores de sus señoras porque se gastan los cuartos en revistas del corazón, que por supuesto se las leen también y echan en falta cuando no las ven en casa, se le quedaron mirando pero, por el gesto que hicieron, no se creyeron que fuera él (estos dos personajes son la muestra del ganao que presume de no ver nada la televisión, eso sí, participan en todas las conversaciones sobre los programas televisivos, sobre todo, los que ven pero no son valientes para decirlo, porque siempre salen con: “¡Yo no lo veo, pero en un momento que estaba haciendo zapping…! Cuanto más castos quieren parecer, más camaleones se hacen”).
Vito, pasando olímpicamente de todos, continuó su paseo. Al llegar al Parque Municipal, buscó asiento; eligió el banco que estaba engullido por la clara y limpia sombra de un pino centenario. Con pose de comodidad buscada, masticaba la luminosa quietud hasta donde sus máculas (parte de la retina donde la visión es más clara) conseguían retratar. La única muestra de vida humana se encontraba, a poca distancia de él, en otro banco. Vito analizó el espécimen (muestra):
—<"Por su tostada y arrugada faz, podría jugarme la mano derecha a que ha sido dueño y patrón de un viejo barco de madera hasta hace poco tiempo; quizás hasta ayer; porque sus ojos gritan aburrimiento, soledad, tristeza, por no decir que suplican por una inmediata visita al prostíbulo de la parca (muerte). ¡A que me hago llorar a mí mismo! La compañía que tiene abrazada y en descanso, seguro que es más que una reliquia para su alma. Me vendría muy bien que tocara ese acordeón tan bonito y cuidado. ¡Es cómodo este banco! Se me está ocurriendo…>>
Llevó la mano al bolsillo de su camisa, desenganchando el Bic; cruzó las piernas; apoyó el cuaderno sobre la rodilla y al mirar a la melena erizada del pino, que se notaba que la habían podado (podar: cortar o quitar las ramas superfluas de los árboles, vides y otras plantas para que fructifiquen con más rigor), tuvo que guiñar los ojos al recibir los rayos del sol que se colaban por los huecos desordenados de la copa. Murmurando:
—¡Que luz tiene esta playa!
Dando golpecitos con la punta del Bic, sobre una hoja en blanco del cuaderno, pensaba y escribía:

“Banco solitario en suelo verde de hierba salvaje.
Solitario pero, casi siempre, ocupado por gente sin pasaje.
Su tarifa es gratis aunque lleves equipaje.
Lo ocupa el soldado, el que está cansado, el del trasero cuadrado,
el abuelo con el nieto y hasta el inmigrante de mal pelaje pero
con el corazón grande.
Está disponible a todos los que quieran sentarse por comodidad,
por cansancio o para el bocata tomar.
Es cuidado, es maltratado, y sufre como cualquiera cuando llueve o nieva.
Sufre por el que llora por no tener compañía, o porque le han robado los días, sus ilusiones, o a la mujer que quería.
Sufre por el niño que llora por alguien porque no tiene el cariño de
sus padres.
Sufre por el que ha trabajado y no le pagaron su tiempo gastado.
Sufre por el chaval que se sienta amargado por no haber aprobado.
Sufre por los mayores que han pasado su vida trabajando y en su final piensan que para qué pasar tanto.
Sufre por todos los que se sientan y le transmiten que son infelices por alguien o por algo.
No solo sufre a diario, también se alegra por los muchos que lo ocupan con problemas solventados.
Se alegra de la felicidad que sienten los padres viendo a sus hijos crecer felices a su lado.
Se alegra de la pareja de ancianos que se sientan y todavía siguen cogidos de la mano.
Se alegra de lo que se dicen dos jóvenes enamorados.
Se alegra cuando le acompaña alguien que da limosna al necesitado.
Se alegra del deportista que se sienta a descansar después de ganar un campeonato.
Se alegra de la juventud, cuando veintitantos, se reúnen a su alrededor con sanas conversaciones, risas y cantando.
Si todavía no lo conoces, da un paseo y, en el primero que veas, siéntate y ponte cómodo.
Cierra los ojos y haz flotar tu imaginación pensando sobre el que estás sentado.
Si todos los pensamientos que te afloran son de tu pasado, es que te lo está provocando él, para que mejores o gracias a Dios des.
Y, cuando pase un tiempo, que no sabrás si fue corto o largo, comprenderás lo importante que es un banco.
Y contarás a todos que conoces a uno que, sin pedirte nada a cambio, te regala comodidad, amistad, bienestar y relax.
¡Aunque estés, en él, tendido o sentado!”

—Te envidio —le dijo Vito, al banco, dándole unas palmaditas cariñosas sobre el respaldo—. Desde hoy serás mi confesor porque sé que te puedo contar todos mis secretos y nunca me traicionarías. Comenzaré contándote que no consigo olvidar a Dolo. Sabes quien es ¿verdad? Si no fuera como es, lucharía hasta la muerte por enamorarla. ¿Qué te pareció lo que me hizo? ¿Dónde estará ahora? Me utilizó, me… ¿Tú crees que estará con otro? ¡No, mejor no me lo digas! ¿Por qué con todo lo que tiene necesita hacer daño? Me duele la espalda, ¿te importa que me tumbe? Gracias.
Las piezas del puzzle de una melodía se compaginaron en los oídos de Vito, que intentó recordar el título pero fracasó. La llegada de nuevas piezas sopladas por el fuelle del acordeón le animó a levantarse. Con naturalidad y en silencio, se sentó junto al viejito. Finalizando el popurrí de los boleros; Vito le dijo:
—Es usted un artista.
—Hijo… —voz pausada, cansada, desilusionada—, como mucho sería un buen copiador; la diferencia entre un buen copiador y un artista está en que el copiador sólo podrá conseguir una copia perfecta, pero el artista, cuantas veces quisiera, la mejoraría. Cada obra, sea de arte o no, lleva en su vientre los sentimientos del que la ha preñado…, y eso, hijo, no se puede copiar —ojos perdidos.
—Después de lo que me ha dicho, con más razón se lo digo ¡es usted un artista! —deseaba sacarlo del regajo (terreno pantanoso surcado por zanjas para su desagüe) traicionero donde estaba atrapado—. ¡Mire! —le hojeó el cuaderno—. ¿Por qué no le pone música a estas letras?
El viejito, sin quitar la mirada de las hojas, sonrió alegría.
—¿Cuál prefiere? —le preguntó a Vito.
Sin palabras, y con una intromisión decidida entre dos de ellas, detuvo el ondeo que Vito le daba a las hojas.
—¿Ésta? —le preguntó Vito, que, sin esperar respuesta, le dijo—. Es una sevillanas.
—La mano de mi destino la ha elegido. ¿Parece? —el viejito con reparos.
—Por mí, encantado. ¡Está pegando el jodío! —mirando al Sol—. Me acercaré por unos refrescos.
—Agua —pidió el viejito, sin dejar de leer la sevillanas.
Vito, a conciencia, le echó tiempo al recado. Quería darle tiempo al viejito. Al regresar, Vito volteaba, sin cuido, la bolsa con los refrescos. Estaba a tiro de piedra del banco cuando, inesperadamente, su cuerpo se paralizó. La causa fue que, de golpe, recibió a los escupitajos del acordeón, que, a la vez, iban floreados con las letras de su composición y perfumados por las voces de cuatro jovencitas. La piel se le erizó. Contuvo las lágrimas. No se lo podía creer. En un nuevo ensayo del grupo, la oyó completa:

“Almonte pueblo blanco de Andalucía.
Campo santo a donde se peregrina.
Entre la brisa del mar y el olor a marisma,
está la ermita de mi Virgen de blancura salina.
Como paloma vuela en la brisa
Como pastora camina en la marisma.
Blanca es su piel, brillante su corona,
su niño romero, su sombra simiente de amapolas.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.

Peregrinos por las arenas y los animales tirando
las carretas que han decorado durante todo el año.
La suya es la primera y lleva el Simpecado,
la tiran bueyes o mulas que el carretero va guiando.
Entre pinos, abulagas y hojarascas, el sol va calentando,
los cuerpos de los rocieros que la noche ha helado.
Van cantando de alegría y están reventados
no solo del camino, sino de la preparación durante todo el año.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.

Siempre estas acompañada,
te visitan todos los días del año.
Y el día que sales de tu ermita,
peregrinos de todas las clases quieren tocar tu manto.
Tú te dejas llevar, ese día no hay rencor ni llanto,
las lágrimas son de alegría, sienten tu respiración a su lado.
Te llevan en volandas, sin descansar ni un rato,
dejan todo lo que tienen, por ti Rocío, para llevarte en brazos.

Virgen pastora del Rocío,
eres mi blanca paloma.
Viniste a salvar a los almonteños,
de la Francia invasora.”


Un desfallecimiento feliz lo hacía tambalearse. Las palmas de sus manos se ahogaban en sudor. Eligió un paso ligero para llegar al banco, abrazando por la espalda al viejito. Las cuatro cantaoras y palmeras se marcharon, dando muestras de una alegría juvenil poco practicada en estos tiempos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el viejito, que estaba más feliz que un santo. Se sentía importante.
—Victoriano; Vito para los amigos —sin verle la cara—. ¿Y usted?
—De tú, que todavía soy un chaval —desprendiéndose del acordeón—. Francisco; Curro para los amigos.
—¡Curro, el artista de los artistas! —vociferaba Vito—: ¡Ya se lo dije antes!
—¡Artista, ja! —Curro, incomprensiblemente, se entristeció.
—¿Por qué esa tristeza de repente? —Vito sorprendido.
—Anoche —le decía el viejito—, mi nieta me dijo, delante de toda la familia, que al abuelo de su amiga Rocío le habían dado un premio por lo buen artista que había sido. Terminó diciéndome: “¡Claro, abuelo, a ti no te lo dan porque pescador es cualquiera! —el viejito escondió la cabeza y dijo—: La inocencia infantil no hiere… ¡mata!
—¡Espera un momento! —Vito se separó unos pasos, dando curro al móvil:
—…
—¿Cómo estás?
—…
—¡Vito! ¿Ya te has olvidado de mí?
—…
—Bien —con prisas—, ya te contaré.
—…
—Me dijiste que me darías todo lo que te pidiera sin ningún problema, pues…
—…
—Sabes que no me gustan los chistes bordes. Por favor, escúchame, que tengo poca batería. Cifuentes, tienes… —continuó hablando Vito.

Finalizada la conversación telefónica de Vito con Cifuentes, el exciego durante el día y exvidente de leguas marinas durante la noche, abrazó con todas sus fuerzas a Vito diciéndole al oído, entre sollozos de alegría:
—Mi familia, por fin, me va a ver como un artista y no como un vulgar pescador —se tuvo que separar de Vito para tragarse las lágrimas—. Mis nietos presumirán en el colegio de tener un abuelo ¡artista! —no parecía el mismo—. ¡Te lo juro, Victoriano, no te defraudaré!
—Curro ¿me acompañas a almorzar?
La nueva amistad abandonó el parque camino del lugar que le había recomendado Curro: el bar-restaurante del camping “Playa de Mazagón”, que está situado en la cresta de la “Cuesta de la Barca”; este es un enclave desde donde, por la altura en la que se encuentra, se divisan kilómetros y kilómetros de orilla, dunas, pinares, vegetación autóctona y esa línea mágica donde el cielo azul ¡hay que verlo para saber qué tono de azul tiene! se engulle a la mar—. Es un lugar donde, después de conocerlo, deseas volver siempre.
Durante el almuerzo, Curro le pidió a Vito que lo llevara a conocer el Muelle de las Carabelas: lugar situado a sólo diez minutos de Mazagón, junto al Monasterio de la Rábida, en el término municipal de Palos de la Frontera. Allí están las réplicas de, porque de allí salieron, las carabelas con las que don Cristóbal Colón descubrió América. Aunque algunos estudiosos e investigadores actuales, aprovechándose de que no se retransmitió por vía satélite, luchen por ponerlo en duda, con la única intención de dar la nota para que el mundo sepa de su existencia.
Unos días después ¡no del descubrimiento! sino del almuerzo que disfrutaron, Vito y Curro, éste último, debutaba, como un genio del acordeón, en varios programas de televisión.

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