18 abril 2007

 

CAPÍTULO 49 (El recuerdo es un retrato alumbrado por uno de los cirios de la memoria - jibr).

Después de la publicación del Diez Moniatos, el estado anímico de Dolo era lamentable. Desde que lo leyó no salió de casa ni atendió la infinidad de llamadas de sus padres ni las de sus primos ni a los chillidos del vídeo-portero. Para tranquilizar a su familia, grabó en el contestador el siguiente mensaje: “Estoy bien, sólo necesito descansar. Ya os llamaré”.
Era muy fuerte no darle importancia a tan crueles ignominias (afrenta pública. Afrenta: vergüenza y deshonor que resulta de algún dicho o hecho). Lo que más engordaba su amargura era el golpe bajo que le infligió Lola. Su mejor amiga le había pagado su amistad y confianza con una puñalada trapera (puñalada trapera: traición, jugarreta, mala pasada) del peor judas (alevoso, traidor, delator). Cada vez que se acordaba de ella le abrasaba el estómago y propinaba un croché (un tipo de golpe en el boxeo) a lo primero que estuviera a su alcance. Repartió puñetazos por: la pared; la mesa de la cocina; las puertas; la tapadera del inodoro, que por cierto la rajó; pero lo más violento fue cuando estaba cortando pan para hacerse unas rebanadas y lanzó el cuchillo a la puerta de la cocina, lacerándola (dañándola) sin piedad. En ese instante llegó a desear que la puerta hubiera sido Lola. El descuido personal le estaba configurando un aspecto desconsolador. Ojos hundidos, flanqueados por ojeras violáceas, como consecuencia de mucho llanto amargo. La más infeliz desarrapada, a su lado, parecería la mujer más feliz y elegante del mundo.

A las diez de la mañana del sábado se despertó. Estaba en la cama, tendida boca abajo sobre un manojo de colcha y sábanas, como si hubiera luchado contra ellas a muerte.
—¡Lo haré ahora mismo! —encabritada golpeaba el colchón.
Levantada enérgica exhibió al abandonar la cama. Estaba dispuesta a derrochar toda la vitalidad mental y física, hasta la extenuación, por hacer realidad el único anhelo para continuar viviendo.
Con andares desorientados buscaba algo en la habitación. De buenas a primera, se detuvo. Con la parsimonia de un mimo (actor, que interpreta con gestos y movimientos corporales) se apretujaba las sienes, dándole una zurra a la memoria para que la sacara del esoterismo (que es impenetrable o de difícil acceso por la mente) en el que estaba, única forma de recordar dónde se encontraba lo que buscaba. Confirmado el fracaso, un picor generalizado producido por una repentina y virulenta (violenta, intensa) urticaria nerviosa, creó una obra pictórica de brochazos eccematosos (eccema: manchas irregulares y rojizas en la piel), obligándola a bailar el Baile de San Vito (enfermedad convulsiva). Razonó que si continuaba con los rascares empeoraría su imagen, porque superaría a un eccehomo (persona lacerada, rota, de lastimoso aspecto). Detuvo la danza dislocada apretándose, con todas sus fuerza, las caderas. Después de realizar, mediante el control de la respiración, un ejercicio de relajación, deshizo los brazos en jarras para, con un jaloncito sutil y simpático, liberar una parte de los fondillos de sus bragas de la demoledora presión a la que estaba siendo sometidos por su tornillo (instrumento, con dos topes, utilizado para sujetar piezas) prieto y nalgar (nalgas); acabando, de esa forma, con una molestia productora de movimientos nerviosos que, si cualquiera los viera, con toda seguridad, lo llevaría a tener pensamientos morbosos. En el salón utilizó el teléfono inalámbrico para descubrir el escondite en el que se había ocultado el teléfono celular (móvil). Rauda (rápida) puso en movimiento su radar orejero, localizando, al Séptimo de Caballería, en el cuarto de baño. Al cogerlo de la repisa del espejo sobre el lavabo, suspiró desconsolada al verse en el espejo. Sus ojos habían perdido la viveza alegre que siempre resplandecían. La foto que guardaba en ese momento el marco de cristal le pareció patética; sentir que le trajo a la memoria un pensamiento sobre las fotografías enmarcadas:

“Marco de plata, marco de madera.
Marco que guarda muchas primaveras.
En la foto, quién diría, que la realidad,
no es lo que expresa la fotografía.
Da igual que sea el marco tuyo, el mío, el de la vecina, o
el de la mujer que trabaja de noche en las esquinas.
Da igual,
porque las fotografías nunca expresan la realidad
que se vive en el día a día.”

Con la mano sobre el móvil continuaba gastando mirada lastimosa, hasta que un olor, con el que ella no estaba muy familiarizada, puso en guardia a su olfato. Torció la cabeza colocando las napias (narices) sobre la vertical de la axila derecha.
—¡Que asco! —mueca de repugnancia—. ¡No huelo, hiedo!
Sin pensárselo dos veces, purificó la pigmentación lechosa que maquillaba a su piel. Bendita limpieza, por curarla de tan descuidado cuido, y porque, como buena nueva, mostraba su imagen en la más bella alba jamás nacida. Durante el tiempo empleado en vestirse maquinó, rumió y planeó, con un incomprensible arte logístico (método y medio de organización) la estrategia a seguir para encontrar a Vito. Aprovechó, en el existir de un café, para repasar el plan. El celular fue la primera pieza clave que utilizó en tan, para ella, aventura escéptica (incredulidad y tendencia a recelar de la verdad o eficacia de una cosa).
—…
—Primo —le decía al más bajo—, como os prometí, el viaje es vuestro, pero antes necesito que me hagáis un favor. Nece…
—… —le interrumpió.
—Espera a oírlo —regañando—. Localizad inmediatamente a Fernando, el piloto, para que me lleve esta misma noche a Bonares.
—…
—¡Joder, y yo qué sé! Si él tampoco lo sabe que lo busque, que yo también lo buscaré. —pensativa con murmuración—: ¿Dónde coño estará ese pueblo?
—…
—¡Te tengo dicho que nunca me interrumpas cuando te hablo! —perdió los nervios—. Mejor le dices que el destino final es Huelva. No. Mejor Sevilla, que creo que Huelva no tiene aeropuerto. La hora de mi recogida será a las once de la noche ¡a esa hora no me verá nadie! Se me está ocurriendo… —se puso a pensar.
—...
—¡Te he dicho que no me interrumpas más! Se me ha ocurrido que me recoja aquí.
—…
—¡Pero mira que eres burro! Ya sé que aquí no puede aterrizar ningún avión, pero sí un helicóptero. La terraza es lo suficientemente amplia, únicamente recordarle que hay una piscina.
—…
—¡Que no pierda la paciencia, Virgencita, que no la pierda! —miraba al cielo con desesperación—. ¡En un Harrier…! ¡En un Harrier…! (avión con capacidad de despegue y aterrizaje vertical) ¡yo me muero! —pataleaba—. ¡En un helicóptero! En el helicóptero ése que no se oye el motor. Dile que lo necesito porque tengo que viajar de incógnito. Que mi vida depende de ello.
—…
—¡Por vuestro bien, eso espero! Adiós.
Con bufidos (expresión de enojo o enfado) bravíos se marchó a la habitación de trabajo. Para hacer más llevadera la investigación puso voz a sus pensamientos:
—¿Dónde estará Bonares? Sí, ya sé, porque me lo dijo, que en la provincia de Huelva, pero ¿en qué situación? Yo tenía un mapa de carreteras por aquí…, sí, ya sé que voy por el aire, pero, por lo menos, a ver si existe en los mapas. ¿Dónde estará el mapita, dónde estará? ¡Dolo, tienes menos luces que tus primos! Dónde mejor, para buscar algo, que en Internet. A ver, a ver —escribía Bonares en la página web de Gloogle (buscador en Internet)—. Lo dicho, aquí está. ¡Santo Dios! Ha encontrado ni más ni menos que… ¡más de trece mil páginas! ¡Por lo menos existe! ¡Paciencia hermana, paciencia! —se animaba—. ¿A ver si tengo suerte con la primera? porque si me tengo que leer todas las páginas, llegaré viejecita —pinchó la página que estaba en primer lugar. Leía por encima—: Extensión… Altitud… —obviaba lo que no le llevara al grano—. Población: cinco mil… ¡joder, qué curioso, esto dice que viven allí más hombres que mujeres! —incrédula—. ¡Este pueblo es rarito, no se las estarán cargando! Vamos, dime cómo se llega —continuó leyendo—: Sociedad… Economía…: fresas… ¡eeehhh! cultivan el Azu…, ¿qué? —leyó más atenta—. “Azufaifo”. Después lo buscaré en la enciclopedia. ¡Que pueblo más rarito! Seguiré leyendo: Transporte… Turismo… ¡Además de rarito, pobretón el pueblecito! Me está entrando un yuyu (mal presentimiento. Miedo). Tan eso será que no lo visita nadie. Los nervios me están traicionando. Es que Dolo —se autojustificaba—, la mayoría de los pueblos no tienen ni hoteles ni hostales, pero ¡es que éste no tiene ni una mala fonda! Y a ti qué te importa. Busca un hotel en Huelva. ¡Claro, si consigo saber dónde está! —con el arrebato había dado, sin querer, unos golpecitos al ratón, perdiendo el norte de donde estaba—. ¡Lo que faltaba! Por… por… por aquí iba. Información Sociocultural… ¡Con la iglesia hemos topado! —al ver que la única foto del pueblo, que recogía la web, era la de la iglesia—. Como sigas así —se decía—, llega el helicóptero y todavía no has encontrado por dónde ir a Bonares. ¡Vamos, vamos, que nos vamos! —aceleró—. ¡Eureka! (exclamación atribuida a Arquímedes al dar con la ley que lleva su nombre). Está a treinta kilómetros de la capital. Tá… tá… tá… tá… —leía de pasada—. Historia…: destaca el texto de José Antonio García, que narra… tá… tá… tá… Monumentos… Gastronomía: Tortas de Pascua ¡ya ha pasado, no la podré probar! Fiestas… Mejor será que lo imprima y lo leeré durante el viaje. Pero —resoplaba—, ¿y el mapa de carretera para ir de Huelva a Bonares? Lo sacaré… ¡Dolores! —se llamó la atención—, ¿sabes dónde vas a dormir? —pensó un rato.
Lo encontró en Internet: Hotel Luciérnaga.
Inmediatamente reservó habitación a nombre de una de las empresas de su padre; explicándole al recepcionista que, en ese momento, desconocían a qué empleado iban a asignarle el viaje, ni el tiempo que se quedaría. A cada segundo que pasaba sus nervios aumentaban sus palpitaciones:
—En el hotel me podrán facilitar un mapa de carretera de la provincia —con relajado convencimiento—. Tengo que preparar el equipaje. Me llevaré sólo lo sucinto (lo necesario), lo que quepa en el trolley (maleta pequeña con ruedas) que tengo todavía por estrenar.
Pasada una hora larga, finalizó el abarrotamiento (llenar completamente) de la maleta; la cerró, no sin sudar para conseguirlo. Al intentar cogerla, exclamó:
—¡Joder, no puedo bajarla de la cama! ¿Qué he echado? ¡Ni que me fuera a quedar a vivir allí! —por un instante, se le fue la olla—. ¡Que más quisiera yo! —sonrió con esperanza incrédula—. ¡Claro, junto a Vito! porque también me puedo quedar cultivando a… ¿cómo, coño, se llama? ¡Ahora no te vayas a poner a buscarlo! —repasó mentalmente lo que había echado en la maleta—. Virgencita, que me salga todo bien. ¡Azufaifo, joder! Ahora que no intentaba recordarlo me ha venido de repente ¡cómo es la memoria! No me importaría quedarme allí toda la vida con él. Sería bonito. ¡Dolo, Dolo, no pienses esas cosas, que luego la caída será mayor! Sólo tengo que darle las explicaciones precisas, pedirle disculpas ¡está clarísimo que me rechazará! y vuelta sin prisas. Si el tormento costara dinero, yo ya me habría arruinado —el Séptimo de Caballería rompió su rumiar mental:
—Primo ¿ya está preparado el helicóptero?
—…
—¿Cómo? —se tiró en la cama—. No quiero ponerme nerviosa. ¿Qué ha pasado?
—…
—Ah, ¿que ese helicóptero únicamente lo utiliza el Rey?
—…
—No comprendo por qué os pido ayuda. ¡Escúchame! —grito desesperado—. Dile a Fernando —con sosiego— que si no quiere que le regale, a su esposa, la cinta que le grabé cuando estuvo aquí, ¡que a las once en punto aterrice en la terracita tan bonita que tengo! ¡Ya! —orden oída sin que fuera necesaria la cobertura del móvil del primo. En ese momento sonó el vídeo-portero. Dolo fue rápidamente a atender la llamada. Al ver, en el monitor, a varias personas apelotonadas junto al el objetivo del vídeo-portero, le extrañó muchísimo y preguntó con desconfianza:
—¿Qué desea?
—…
—No… —nerviosa desconectó el aparato, quedándose inmóvil y muda un instante.
Enfurecida cogió la maleta. La dejó junto a la puerta de la terraza, para continuar hasta el pretil. Con inoportuno descuido, se asomó a la calle. Una lluvia indiscriminada de flashes la cegaron. Esquivándolos con tal ímpetu, que dañó el suelo con sus posaderas.
—¡Malditos, hijos de puta! —continuó dañando el suelo con los puños—. ¡Virgencita, que no descubran al helicóptero cuando llegue, porque no es que no vaya a Bonares, sino que termino, junto a Fernando, en la trena por utilizar el helicóptero del Rey! Sería gracioso que el Caín fuera a visitarme —sonrisa consoladora—. Me vendría muy bien que estallara, ahora, un coche bomba ahí abajo. ¡No seas burra! —golpeándose con los nudillos de las manos en la cabeza—. ¡Es que esto no se puede aguantar! Ahora comprendo yo a los famosos.¡Como el helicóptero tenga misiles, se van a cagar! ¡Otra vez, Dolo! No me imagino el encuentro con Vito —repelús—. ¿Y si lo llamo y le digo que mañana voy a verlo? No, no, no, no. Lo estropearía, porque estoy segura de que se negaría a verme, pero estando allí se sentirá obligado a escucharme, por lo menos por educación. ¿Me besará? ¿Lo besaré? Yo sí lo haría ¿él…? ¿Y su familia, qué pensará de mí? Seguro que me vuelven la cara. ¡Tonta, si no te va a dar tiempo a conocerla! Mejor, así será más liviano el trago a pasar —miró al cielo—. Gracias a Dios que el tiempo no se ha puesto en mi contra para que podamos volar a través de su alma. Tengo que empaparme muy bien lo que he impreso sobre Bonares. Tengo hambre ¡seguro que por los nervios! No puedo pedir ni que me traigan una pizza ¡esos que están ahí abajo son capaces de cargarse al repartidor para entrar aquí!
Microondas trabajando, a tope, en la descongelación de una ración de lentejas con todos los avíos; hechas, por su tata ,para casos de emergencia. Emergencia causada por los paparazzis (fotógrafo periodista especializado en tomar fotos indiscretas de personas célebres) que malvivían estoicamente en la puerta del edificio, esperando la más mínima oportunidad para continuar sacándola en las noticias.
Comía con la mirada perdida. No se terminó la ración. Con parsimonia despistada caminaba hacia su despacho. Cogió la información sobre Bonares. Tumbada cómodamente, sustituyendo la piltra (cama) por el sofá, leía los folios sobre Bonares. La abstracción en la lectura le provocó sueño. Un susto terrorífico la hizo ponerse de pie y gritar:
—¡Auxilio, socorro, me quieren violar! —todo provocado al sentir una mano que le tocó el hombro.
—¡Dolores, Dolores, que me cuesta mi trabajo y mi familia! —luchaba para que se mordiera la sinhueso—. <"¡Cómo está de buena! —pensó el intruso.>>
—¡Joder, Fernando! —mandó a la mierda al terror—. Podías haberme despertado de otra manera, ¿no? ¿Qué haces aquí tan pronto?
—¡Tan pronto! –colocó la muñeca derecha a la altura de los ojos de Dolo—. ¡Son las once y media! Me iba a marchar pero, como tu primo me dijo que de mi ayuda dependía tu vida, pensé que se me habían adelantado y ya estarías volando al inf… al inlocalizable cielo ¡por lo menos para los vivos!
—Casi me mandas a que lo localizara esta noche. Me he dormido —zarandeaba la cabeza para expulsar la resaca de la siesta. Deambulaba por el salón—. ¿Dónde he…?
—Dolores, por favor, date prisa, que al amanecer tengo que hacer de paje volador —suplicaba—. Nuestra realeza, a primera hora, debe estar pisando tierras sevillanas, para no sé qué carajo. ¡Por cierto, Dolores! Te voy a pedir un favor —no esperó a que ella le preguntara—. Al aeropuerto de Sevilla no, te lo ruego, que tengo que volver mañana a primera hora, como ya te he dicho.
—¡Que tonta, con el helicóptero puedes aterrizar en Huelva, y así no tengo que buscarme la vida para encontrar un taxi o alquilarme un coche, porque seguro que me reconocerían, y eso sería mi fracaso.
—¿De verdad que grabaste todo? —tono acojonado.
Ella no le contestó.
—¡Cómo nos la has jugado a todos! —dijo Fernando.
—Te prometo —buenaza— que un día, no muy lejano, tendrás mi explicación. Ahí está mi equipaje. Anda, vamos, que no quiero que Sus Altezas Reales lleguen tarde.
—¡No, no, SS.AA.RR., son los Príncipes de Asturias.
Dolo ya caminaba hacia el helicóptero.
La instrumentación culpable de que aquello funcionara ¡y volara! aceptaron a los dos pasajeros ¡eso sí! uno relajado, y el otro, o sea la Dolo, acojonada, por muchos viajes que hubiera hecho, en gemelo aparato, con su padre.
—Sabrás cómo conducir esto, ¿no?
—¿Dónde vamos a aterrizar? —comenzando la ascensión.
—¿A mí me lo preguntas? ¡Tú sabrás, piloto Real!
—Creo… —pensaba—. Sí, ahora lo recuerdo, hace mucho tiempo tuve que aterrizar en un estercolero cerca de la ciudad. Allí tuve que esperar mientras mi viajero se ponía a reventar de mariscos ¡no lo quiero ni nombrar!... ¡Te aclararé que no fue el Rey! Y yo comiéndome un paquete de patatas fritas que encontré por ahí —señaló la popa del helicóptero—; para más recochineo, la fecha de caducidad era del siglo I, a.C.
Dolo se partía de risa.
—Sí, sí, tú ríete, pero aquella vez era de día, y nosotros volamos…
—¡No querrás —lo interrumpió ella— decirme que de noche no sabes dónde aterrizar! —voz y mirada desencajada.
—¡Que quieres! Yo no conozco esos terrenos.
—Ahora sí que pienso que me voy ¡no, no, que nos vamos! a quedar para siempre lejos de casa. Con todos los adelantos que tiene este cacharro ¿no es capaz de ver de noche?
—¡Algo se me ocurrirá! Tú tranquilízate —pulsó uno de los botones, de entre los cientos que salpicaban de colores el panel de mando.
—¿Crees que nos habrán visto despegar?
—A esto no lo ve ni Dios. Por qué crees que se lo han comprado al Rey, aunque —miró a Dolo—, ¡confío en que nunca lo contarás!, también lo utilicen otros altos cargos. Aquí se monta cada… De dónde crees que saco para mantener el nivel de vida que llevamos toda la familia ¿de mi salario? Fíjate cómo será que mi mujer perdió una de mis nóminas en el supermercado y ¡desde entonces la obligan a pagar por adelantado!
—No entiendo qué quieres decir con eso de “¿de dónde crees que saco…?”
—Pensaba que eras más inteligente —la interrumpió—. Dolores, este aparato es un picadero invisible. ¿Ves? —pulsó otro botón—, desde este momento a nosotros no nos pueden ver. ¡Ni Dios, como ya te he dicho! Cada viajecito de esos que hago me llevo una pasta.
—Qué calor —dando aire a su cuerpo, con jaloncitos a la camisa—. Mucha invisibilidad, pero esto es un infierno volante, ¿no tiene aire acondicionado esta maquinita inteligente?
—Claro que sí —mentiroso aventajado—. Estaba en los talleres para repararlo pero, por tu urgente viaje, he tenido que sacarlo sin que lo repararan. Estás sudando. Puedes desvestirte si quieres. Como si quieres que aprovechemos para echar el kiki (acto sexual) que me debes. Aquí los polvetes son celestiales ¡jejejeje!
—¡En lugar de hombres, os tenían que haber llamado salidos! No me provoques, que tú no me conoces cabreada. Y no me creo que el aire acondicionado esté averiado teniendo que montarse dentro de unas horas el Rey.
—No creas que me has acojonado con lo de la grabación. Te hago el favor para que me pagues lo que me prometiste. Las promesas hay que cumplirlas. ¡Aquí mismo! todavía tenemos tiempo.
—¡No seas grosero! ¿Me estás acosando porque estoy en tus manos? Con una simple llamada, en pocos minutos tú mujer tendrá la cinta. No me obligues.
—¡Que miedoooo! —irónico—. Te he dicho, bonita, que te hago el favor, no porque me acojones con la cintita ¡que seguro que no existe!, aunque ya me has demostrado la mala leche que tienes, sino para que cumplas lo que me prometiste. ¿Te lo repito otra vez? Vamos a ir adelantando ¡te pondré al día! Verás como no me nombras más la cinta.
A Dolo le olió a chamusquina la actitud de Fernando. El color bermellón (rojo vivo), de su cara, cambió a verde pálido, aun con el calor achicharrante que hacía.
—Has palidecido, señorita Dolores, y antes de saber que a mis jefes los tengo cogidos por los huevos, con los vuelecitos invisibles, como ya te he explicado, por lo que no me puedes atacar por ahí; y con respecto a mi mujer, hace dos semanas que me abandonó… Con qué me vas a amenazar ahora, ¿eh?
—Entonces —hundida—, ¿por qué has consentido en hacerme este favor tan arriesgado? ¡No me vuelvas a decir que para que cumpla lo que te prometí!
—¡De acuerdo, no ha sido por eso! Ha sido porque deseaba, con toda mi alma, estar junto a ti. Te lo diré sin rodeos… Me enamoré de ti en cuanto te vi.
—Fernando, me siento…
—No, no, no digas nada, que prefiero continuar con mi esperanza. Dolores…
—¿Sí? —afectada.
—No podías —rogando— hacer un esfuerzo y…
—¡No lo estropees! —le cogió cariñosamente la mano—. ¡Huy, que nos la vamos a pegar!
—¡Que va! Esto va solo desde que salimos. Eres muy guapa. Por cierto, ¿qué se te ha perdido en Huelva? —volvió a darle al botón que empujó cuando salieron de Madrid.
—Te mereces que te lo cuente.
La historia fue contada de pe a pa.
—Oye, Dolores —intrigado—, cuando aterricemos en Huelva, donde podamos, ¿cómo vas a ir al hotel? ¡No querrás que te deje en el tejado!
—¡Joder, no había caído!
—No compliquemos más la cuestión. Esperemos a aterrizar. Parece que se ha arreglado solito el aire acondicionado, ¿no?
—¡Que capullo eres! —con humor.
Fernando sonrió con pillería. Aprovechó para contarle el motivo de la rotura de su matrimonio.
Una inesperada rompió el silencio que se produjo después de terminar Fernando la historia de su vida:
—¡No, Virgencita, que no sea lo que se me ha venido a la cabeza, que no sea! —plegaria de Dolo.
—¿Qué, qué te ocurre? —Fernando se sobresaltó.
—Tengo que mirar en la maleta, tengo que mirar en la maleta. ¿Me puedo levantar?
—Sí, sí —desconcertado.
—¡Ay, qué susto! —al comprobar que llevaba la carpeta con todos los datos de Vito—. ¡Casi me da algo!
—Suerte has tenido, porque no hubiéramos podido volvernos a por eso —señaló la carpeta—. Bueno, volvernos sí, pero para quedarnos.
—No quiero ni pensarlo. Tú…
—¡Ahí tenemos Huelva!
—¿Dónde, dónde?
Fernando sobrevoló la ciudad buscando un lugar para aterrizar.
—¡Ése, ése el hotel! —gritó Dolo.
—¡Mala cosa!
—No me asustes, que mi corazón está a punto de parada y fonda.
—Lo digo porque no veo, en los alrededores del hotel, ningún lugar que cumpla las mínimas condiciones para aterrizar…; ¡espera!... Que sea lo que Dios quiera, pero que sepa que todavía no quiero separarme de mi alma. Recitándole:

“Morir solo,
sería una pena tremenda.
Morir a tu lado,
sería una felicidad infinita.”

—¡No guasees con esa palabra! —colleja—. ¡Otro poeta!
La tensión que estaba soportando Dolo, la acumuló en sus mandíbulas.
Una luz roja, en continua intermitencia y escandaloso pitar, alertó a Fernando.
Dolo lo miraba con sentir de pérdida de vida.
—¡Por poco! —el helicóptero se elevó rápidamente—. Me ha avisado de que íbamos a aterrizar en agua —no tuvo más remedio que conectar las luces.
—¡Pero tú dónde has aprendido a conducir esto? —Dolo aterrada.
—La verdad es que es tan complicado aprenderse todo lo que da, que todavía no lo sé manejar muy bien.
—¿Y el Rey sabe que tú…?
—El Rey —la interrumpió—, y los poquitos que están autorizados a utilizarlo, lo que saben es que yo no me iré nunca de la lengua. Por eso me contrataron a mí, y no a los más de quinientos que daban hasta el culo para conseguir ser el piloto oficial. La vegetación ocultaba el agua; esto debe ser una marisma. Lo intentaré en otro lugar —volvió a desconectar las luces—. Lo detendré en el aire, sobre el hotel, e intentaremos localizar algún lugar cercano y en condiciones.
La congoja que sufría Dolo, no le permitía ni siquiera opinar.
Tal como había planeado, colocó el helicóptero en la perpendicular del hotel, girándolo, sin pararlo, sobre sí mismo para poder ver, con más detalle, los alrededores. Fernando no dejaba de esforzarse por divisar algún lugar idóneo.
—¿Este cacharro, cabrá allí? —voz acelerada de Dolo.
—¿Dónde, dónde? —Fernando, mirando a todos sitios, buscaba el lugar.
—¡Allí, Fernando, allí! —temblorosa indicación con el índice derecho.
—¡Coño, qué vista tienes! —alegría—. ¡Ahí meto yo a un portaviones, jejejeje! Pero antes utilizaré lo último en antipolvo, ¡no me mires así, que no es lo que tú piensas, malpensada! me refiero a un innovador sistema que este trasto tiene instalado. Pon atención. Mira hacia abajo —cambió de posición una palanquita situada en el cuadro de mando.
—¡Es la hostia! —exclamó Dolo, al ver salir de la panza del helicóptero una lluvia atomizada tan espesa como la más densa niebla.
—Esta chorradita es para evitar que cuando el Rey visita algún lugar polvoriento, el polvo le moleste al bajarse. ¿Ves? esta lucecita está indicando que el suelo está justo en su punto para poderse pisar ¡ni polvo ni fango! Si no tuviera este sistema, estas pistas de tenis se quedarían en el chasis; además de que no tardaría ni un minuto en que tuviéramos una compañía no deseada. ¿Te imaginas una nube de polvo rojizo cubriendo todas esas viviendas? Alerta general darían, al pensar que era un escape de algún gas procedente de la zona industrial que hemos rodeado ¡el pollo que hubiéramos montado superaría a la que se armó en el 23-F! ¡La hostia, no quiero ni pensarlo! Sin embargo, si alguien ve la pulverización ¡cómo no ve el helicóptero! Piensa, sin duda, que es un fenómeno meteorológico.
—¿No nos dará el cacharrito éste un nuevo susto?
—No, mujer. —risueño—. ¿Te bajas o te vuelves conmigo?
—¿Cómo? —aterrada—. ¿Me vas a dejar aquí sola? ¡No serás capaz!
—Mi compromiso era traerte, no quedarme contigo —mirada misteriosa—; aunque… —aumentando la intriga—, si me prometes pagarme la deuda esta noche, te acompañaré.
—¿Ya no tienes prisa? —sarcástica.
—Sí, pero para uno rápido no tendré problema.
—¡Pues va a ser que no! ¿Cómo se abre esto?
—Dolores, espera que… —le decía al bajarse ella.
—No seas borde, por favor —ruego de Dolo.
—Te has pasado siete pueblos ¡listilla! Te quería decir que te acompañaré hasta la puerta del hotel, y luego me largo echando leches, antes de que descubran el aparato y me detengan por incumplir todas las leyes de la aviación…
El rostro de Dolo resplandeció.
—… Antes de que nos separemos quiero decirte que si, algún día, me pides cumplir tu promesa, éste —dándose reiteradamente con la punta del dedo índice sobre el pecho— no lo consentiría si no estuvieras enamorada de mí.
—¡Eres desconcertante! —lo abrazó con todas sus fuerzas—. Cómo puedes esconder tanta nobleza en esa mente tan libidinosa. ¡Gracias! Deberías dejar, y a mí me encantaría, de comportarte como un camaleón —besó la mejilla y continuó—: ¡Mira como me encuentro yo por haber actuado como un camaleón!
Roto el lazo cariñoso, los dos estaban inmóviles haciéndole un reconocimiento al lugar.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —Fernando.
A Dolo le entraron ganas de llorar. No vislumbraba salida por ningún sitio. Tenía a las luces de neón vociferándole la rúbrica del Hotel Luciérnaga, a tiro de piedra, y no podía llegar.
—No desesperes. Se me está ocurriendo… —le decía misteriosamente a Dolo—. Ven, vamos a acercarnos a aquella tapia (muro) —uno al lado del otro, con los brazos levantados en toda su extensión, intentaban calcular la altura de la tapia—. Si consigues saltarla no te haré falta para nada; de aquí al hotel no habrá ni cincuenta metros. Venga, súbete en mis hombros ¡venga, venga! Cuando estés fuera te tiraré el equipaje.
—¡Un momento! —exclamó Dolo—. Acabo de caer en la cuenta de que para seguir de incógnito no puedo registrarme en el hotel con mi nombre ¡dame tu DNI! Diré que tú, mi marido, llegarás por la mañana.
—¡Anda ya! —la empujó con delicadeza—. ¡Quién se va a creer que una belleza, como tú, está casada con un feo como yo! ¡Y ahí he salido favorecido!
—¡Gracias, zalamero! pero estoy segura que dará resultado. Dámelo.
Fernando se lo dio.
—Te lo haré llegar cuanto antes —guardándoselo en el bolsillo—. De nuevo, Gracias.
—Quédatelo de recuerdo; mañana me harán uno sobre la marcha.
Ella lo miró sorprendida.
—¡Amiguetes que tiene uno! Guapísima ¡quieres subir de una vez! —acelerado.
Agarrada a la cima de la tapia comenzó la, para ella, escarpadísima escalada. Asomó la testa (cabeza) con sumo cuidado.
—¡Abajo, abajo! —voz casi escondida.
—¿Qué pasa? —intrigado.
—¡Un… Un… —Dolo era una gárgola (escultura de remate de la canalización del tejado en la arquitectura gótica) aterrada.
—Un, ¿qué? —la tuvo que coger por las axilas para que no se cayera.
—Un… —tragó quina—, ¡un guardia civil! —respiración acelerada—. ¡Ahí hay un guardia civil! —temblaba de miedo.
—Tranquilízate, mujer. Seguro que está de paso para su casa. Además, estamos, sin ninguna duda, en un club de tenis ¡no en el interior de una joyería! —acertó donde estaban: Real Club Recreativo de Tenis de Huelva, donde se disputa la Copa del Rey de Tenis desde 1912—. Venga, sube y salta de una vez —impaciente.
Esta vez, por la práctica, coronó la muralla más rápidamente.
—¡Sigue ahí, fumando! —saltó de los hombros—. En todo lo que hago últimamente tengo que tener problemas ¡seguro que me han mirado todos los asistentes al Congreso Internacional de Tuertos! ¿Cuando me va a salir algo bien, Virgencita?
—¿Crees, Dolores, que merece la pena pasar por todo esto por un tipo al que no conoces bien y que puede hasta que te rechace? ¡y más! y si está enamorado de otra, ¿eh? —aprovechamiento malicioso.
La respuesta de ella fue una patada en la espinilla.
—¡Coño, y te estoy ayudando, anda que…! Sube, verás como el pitufo (guardia civil) ese ya se ha marchado.
—No está —sorpresa feliz—. ¿Qué haceees? —en plena caída.
—Te echaré de menos —la abrazó—. Mucha suerte. Sí necesitaras ayuda, llámame a este número —le dio una tarjeta—. Aunque sea mañana ¿de acuerdo? Que por ti dejo yo al Rey y a todo lo que tengo.
—No tengo palabras —nuevo abrazo—. Ten por seguro que te llamaré si me encuentro en problemas. Con las amistades que tienes ¡tú me dirás!
—¡Anda, sube y salta de una vez! —tono desconsolado.
Ya con la práctica subió antes. Aunque Fernando no podía ocultar que estaba derrengado (muy cansado).
—¡¡¡Aaaaahhhhh!!! —de nuevo cayó al suelo—. ¿Qué haces?, casi me parto los tobillos. ¿Por qué me has soltado?
—Dolo, no te lo vas a creer —le dijo Fernando.
—¿Cómo…? ¿Pero…? Me estás amargando, ¿sabes? —tono de mala hostia.
—¡Mira! —le gritó, por lo bajini, Fernando, señalando hacia la derecha.
Dolo miró desconcertada.
—¡Coño, no ves una puerta? —contrariado.
—Ahora sí, ¿y? —Dolo, más perdida que nunca.
—¡Hostias, Dolores! —no esperó a que ella dijera nada—. Será mejor que salgas por la puerta, ¿no? ¡Ahora mismo la abro! —se fue directo hacia la puerta.
Antes de que ella reaccionara, Fernando, abrió la puerta. Puso los brazos en cruz y mirando al tendido esperó alabanzas.
Dolo se fue hacia él. Pero, Fernando, antes de que ella lo abrazara, volvió a gritarle por lo bajini:
—¡Agáchate, agáchate!
Los dos se sumergieron en la oscuridad.
—¡Por poco nos pilla! —Fernando resoplaba al ver que un vecino de las viviendas, junto a la pista de tenis, estaba en el balcón sin dejar de mirar al helicóptero—. ¡El hijo de puta está hablando por el móvil, seguro que está hablando con la policía! —rebuscaba, con la mirada, por el suelo—. ¡Esto mismo!
Con la pelota de tenis, que encontró, lo dejó grogui (atontado) de un pelotazo.
—¡Corre, vete ya! —la empujó Fernando.
—¡Pero no es invisible? —Dolo desquiciada.
—Sí, pero se me olvidó darle al botón —angustiado.
—¿Cómo has aprendido a abrir…?
—¡Corre ya, coño! ¡Espera! —con los nervios desatados.
Dolo no sabía si correr o detenerse.
—¡El equipaje! —corrió a por él. Tirándoselo desde lejos. Casi la mata.
Ella lo recogió y salió disimulando tanto que declaraba una altísima sospecha en su caminar.
Fernando corrió al helicóptero y salió a todo carajo.
Dolo caminaba, por la acera, pegada a la pared. Transportaba el trolley a pulso para evitar el ruido de las ruedas sobre las losetas. Cualquiera que la viera pensaría que se escondía de alguien. Al volver la esquina recibió la bofetada esperada.
—¡Por fin! —resopló al ver el hotel—. ¡Joder, el guardia! —tiró la mirada—. <"¡Que no me vea, que no me vea!>> —suplicaba porque no podía evitar cruzarse con él.
El guardia civil ni la miró. Iba hablando solo mientras hacía guardia en el Palacio de Justicia que está junto al Hotel Luciérnaga: Sólo los separa la Plaza del Velódromo..
Dolo aligeró el paso. El sonido de un helicóptero sobre su cabeza la hizo sonreír de agradecimiento, aunque un poco empañado por la angustia al verse sola.
Próximo miércoles 9 de mayo: Capítulos 50 y 51

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