20 abril 2007
CAPÍTULO 50 (El suspiro es el flato producido por una mala digestión del alma - jibr).
A pocos metros de la entrada del hotel, Dolo, ya no caminaba ligera, sino que corría. Al subir los escalones, que están antes de la puerta principal, casi sin pisarlos, los saludó, uno a uno, golpeándolos violentamente con las ruedas de la maletita. Con dificultad consiguió abrir la puerta de cristal, sin ver, por la precipitación que llevaba, una segunda tanda de escalones. ¿Tropezón? No. Se pegó, contra ellos, una hostia del carajo, lo que provocó que lanzara la maletita por los aires y volara por encima del mostrador de recepción para terminar aterrizando sobre el teclado de uno de los ordenadores.
—¡Bomba! —gritó el ayudante del recepcionista, al mismo tiempo que, saltando por encima del mostrador, se tiraba al suelo de bruces con las manos protegiéndose la cabeza.
Idéntica maniobra realizó el recepcionista.
El incidente quedó silenciado por la hora que era, ya que el hall (vestíbulo, recibimiento, entrada. Se pronuncia: jol) estaba desierto.
Dolo continuaba tendida boca abajo, no porque quisiera protegerse de la explosión, sino porque deseaba que se la tragara la tierra. Murmurando:
—¡Si yo lo que quiero es pasar desapercibida!
—¡Señorita, señorita! —el recepcionista corría hacia ella—. ¿Se ha hecho daño?
—No, no, gracias. Sólo ha sido un tropezoncillo de nada —mientras se reincorporaba—. Gracias. De verdad que no —comenzó a cojear—, bueno, un rasguño en las espinillas. ¡Bah! —veía las estrellas. Se acariciaba las espinillas—. ¡No es significativo! —les dijo para que la dejaran tranquila.
Al ver el gesto de incredulidad del recepcionista, le aclaró el diagnóstico:
—¡Que no es nada, gracias! —pensando—: <"¿Quién de los dos habrá sido el capullo que ha gritado ¡bomba!?>>.
—¿Y mi equipaje? —buscando con la mirada.
—¡Aquí, señorita! —el ayudante del recepcionista se lo mostraba por encima del mostrador, exclamando—: ¡Coño, cómo pesa!
—Necesito descansar —metió prisa para largarse cuanto antes de allí—. ¿Mi habitación?, por favor.
—¡Sobre la marcha! —muy dispuesto el recepcionista—. Acérquese al mostrador, por favor.
Dolo recogió la bolsa.
—¿Su nombre? —colocando sobre el mostrador el listín de reservas.
—Dolo… ¡ah, jejejeje! —casi la caga—. ¡Dolor el que me está entrando ahora! —suspiró disimuladamente mirándose las espinillas—. ¡Que tonta! ¡Claro, mi nombre! —descubrió una más que desconfiada mirada en los bármanes (barman: encargado o camarero de un bar) del hospedaje—. ¡Ya! —nervios delatores de mentira—. Verá —tragó cristalitos salivosos—, es que… está a nombre de una de las empresas de mi pa… —rápidamente corrigió—, ¡partner (palabra inglesa: cónyuge)!, ¡sí, partner! o sea ¡mi marido! —pensando—: <"Jodeeerrr!, ¿qué nombre les dije? ¡Dudé tanto que ahora no me acuerdo!>> —continuando para hacer tiempo—: ¡No es que sea suya, sino que el trabaja en ella!, ¡jaja!, ¡es tan profesional que se cree que es suya!
Los dos investigadores de caballeros andantes ocasionales, estaban embobados ante tan clarividente parla (verbosidad insustancial) que no olían a chamusquina sino a todo un incendio forestal descontrolado. El recepcionista miró a su ayudante. El ayudante miró al recepcionista. Los dos le gritaban con la mirada que no se creían la bola que les estaba metiendo.
—Sí, miren —a Dolo le temblaba la mano—, aquí esta su DNI, ¿ven? —muestra documental—. Él vendrá mañana.
Dolo, con disimulo, sólo luchaba por leer el listín de reservas.
—Señorita —le decía el recepcionista—, ¿qué tiene que ver ese señor con la reserva que, según usted, está hecha a nombre de la empresa para la que él trabaja? —génesis del mosqueo—. No será…
—¡Ésta es! —golpeando, sin parar, con la yema del índice derecho, en el listín, sobre el nombre de la empresa que ella dio por teléfono.
—Muy bien —condescendiente con malicia visible—. Ahora… —la miró fijamente a los ojos—, necesito su DNI. —mirada desconfiante, para inmediatamente, por si acaso, justificar su proceder—. Cómo sabrá, la ley nos obliga a registrar a la persona que se hospede ¡no a la que se vaya a hospedar!
—Me parece lo correcto. <"Este cabrón —pensó sobre la marcha— está tramando algo>>. Por eso ¡aquí está! —puso sobre el mostrador el DNI de Fernando—. Cuando viajamos, siempre se registra él en los hoteles. Ya le he dicho que él llegará mañana.
—Señorita, por favor —pausadamente—, no me complique la noche. Mire —se justificaba—, si viene una inspección y me pillan ¿me puede conseguir otro trabajo, mejor, claro!
Dolo sudaba. Abrió la maletita. Manipuló, misteriosamente, una cartera, y sutilmente dejó ver, bajo los dedos entreabiertos de la mano derecha, un papel tintado en color púrpura (color rojo subido que tira a violado – parecido al de la violeta).
—¡Hostia —expresión deslumbrante del recepcionista—, nunca he tenido en mis manos un billete de quinientos euros!
—¡Ni yo! —el ayudante.
Dolo, sin dudarlo, puso otro en el mostrador.
Los dos se lanzaron como aves de rapiñas sobre su presa.
Dolo sopló la tensión.
—Acompáñeme —el ayudante, tirando de la maletita.
—¡Señorita! —tono de llamada de atención a distancia.
—¿Sí? —mosca.
—Necesito, por lo menos, su nombre completo —petición del recepcionista que se le veía, a leguas, el sospechoso interés.
—¡Ah, por supuesto! —los tres estaban más quietos que una vela—. ¡Devuélvanme los…!
—¡Era broma, no se preocupe! —espachurraba el billete dentro del bolsillo.
—¡Jejejeje! —rio el otro.
Nada más salir el ayudante del recepcionista de la habitación, Dolo descargó la rabia contenida dando un puntapié a la maletita. Lo único que consiguió fue tumbarla. Reaccionó tirándose de bruces (tendido con la boca hacia el suelo) en la cama; agradeciéndole el detalle de recogerla en blando, con una pataleta salvaje y un empapar de lágrimas amargas. No tardó en explotar:
—¡¿Qué he hecho yo, para merecer esto?! Sí, sí, ¿qué he hecho? —cabezazos y puñetazos rabiosos—. He aguantado lo inaguantable; he tragado lo intragable; he sufrido lo insufrible —se compadecía—; he soportado lo insoportable; he respetado lo irrespetable; he rechazado lo irrechazable; he_he_he…, ¡por los clavos de Cristo!, ¿por qué ahora no me dejan vivir mi vida tal como yo los dejo vivir a ellos?..., ¿por qué, por qué? —llanto de desesperación por la impotencia.
Su vitalidad estuvo prisionera en las entrañas una morriña (tristeza, melancolía, soledad) invencible, el tiempo que tardó en revelarse la condición batalladora de su fuerza de voluntad para salvarla de la rendición que estaba a punto de firmar. Atolondrada, se decía:
—Si los míos me vieran, ¡salvo tú, mamá! —miró hacia arriba—, se morirían de pena. ¡No puedo creérmelo! Yo trepando paredes; escondiéndome de la Guardia Civil; rodando por los suelos ¡me doy vergüenza! Todo por hacer caso omiso al último consejo que me dio mi padre, cuando me dijo que tenía que ir, siempre, con la cabeza muy alta, sin preocuparme de nada ni de nadie —entró en desesperación—: A medida que me robas la vida —volvió a mirar hacia arriba—, más me doy cuenta de que fallas en… ¡que estás diciendo, desagradecida! —se dio un guantazo en la frente—. Necesito dormir... —cerró los ojos con fuerza—, necesito dormir. Mañana tengo que tener la mente muy lúcida (claro en el razonamiento, en las expresiones, en el estilo, etc.) para no fracasar.
Ante la tardanza del autobús que debía llevarla urgentemente a la oscuridad reparadora de desgastes diurnos, conectó, aunque a disgusto, la televisión. Zapping para acá; zapping para allá; zapping más para acá; zapping más para allá…
—¿Ha dicho Bonares? —ancló su mirada en una cadena local—. Sí —puso toda su atención—. ¡Que bonito!
Informaban, con un reportaje del año anterior, de los actos, costumbres y embellecimiento de las calles en el día del Corpus Christi.
—Ha dicho que mañana domingo celebran el Corpus en Bonares, ¿será un buen día para presentarme inesperadamente ante Vito? —pensativa—. Desde que lo conocí nada más que he tenido problemas. ¿Habrá sido buena idea venir a buscarlo? Sí, porque mi tata ¡huy, si me oyera! y mi padre estuvieron de acuerdo; ellos no… ¡Dolo, déjalo ya! ¡Estás aquí, y tienes que ir! Tengo miedo, mucho miedo a mañana —las manos y los pies escupían sudor a raudales (en abundancia); sobre todo por las palmas de las manos, en las que se podía beber, a buches, el sudor. El tampón (secante) lo encontró en las sábanas—. Virgencita, que todo me salga bien. Yo no soy como creen, tú lo sabes. Por favor, que me comprenda Vito y me perdone. Si después no quiere saber nada de mí, mala suerte, pero necesito que me escuche. ¿Y sus padres, qué le dirán cuando…? ¡Jodeeerrr! ¿Cómo voy a ir a Bonares…, y por dónde? —miró la hora—. ¡Las tres! No tengo más remedio que llamar al recepcionista:
—…
—Soy Dolores Fernandez, necesito… —tapó rápidamente el micro del teléfono, disparatando entre dientes—. ¡Joder, joder, joder, qué he dicho! ¡Seré…! —respiró profundamente—. Le decía que necesito, ahora mismo, por favor, un plano de carreteras de la provincia de Huelva ¡ah! y alquilar un turismo… normalito, cuanto más normalito mejor, para mañana por la mañana.
—…
—Verá, es que me ha llamado mi marido al móvil, y me ha pedido que lo recoja mañana.
—…
—El mapa me lo traerá ahora ¿verdad?
—…
—Gracias. —colgó—. ¡Lo que consigue el dinero! Y yo tan jilipollas le digo mi nombre ¡si es que estoy dormida!
Aunque ella ni por asomo se lo podía imaginar, la mecha ya estaba encendida antes de lo del dinero.
A la vez que la batalla interna de Dolo, en recepción se desarrollaba otra.
—¡Te lo dije, subnormal! —le decía el recepcionista al ayudante, al mismo tiempo que hablaba por teléfono—. ¡Niño, que no te puedo llevar mañana al fútbol! —alterado—. ¡Dile a tu madre que se ponga ahora mismo! —tapó el micro del teléfono para decirle al ayudante—: En cuanto se levantó del suelo supe que era la del Diez Moniatos. ¡Te lo voy a demostrar!
—…
—Que no se puede poner porque está viendo “El Gran Hermano”. ¡Se coge antes a un embustero que a un cojo! ¿Por qué me dirá que no le gusta ese programa? ¡Niño, corre y dile que se ponga al teléfono! —echando humo.
—…
—Con que no te gusta el “Gran Hermano”, ¿eh?
—…
—¡Es igual! Coge el Diez Moniatos y dime cómo se llama la muchacha que sale en la portada ¡de prisa!
—…
—¡Ahora no te lo puedo decir! ¿Cómo se llama? —se movía de un lado a otro.
—…
—¡Bingo! —dio un mamporro al aire—. ¡Fiera, ya tengo para llevarte de vacaciones este verano ¡y lejos, muy lejos!
—…
—¡Nada, nada, tú vete aprendiendo a bailar salsa, adiós!
El recepcionista, con los nervios tocando a rebato, hizo otra llamada:
—…
—¿Está mi compadre?
—…
—¡Coño, el Rafa!
—…
—¡No me toques lo cojones y dale el teléfono, que es urgente!
—…
—Compadre ¿cuánto me pagarías si te doy una exclusiva?
—…
—¡Que no, coño! Que te van a ascender y todo. ¿Te imaginas dando la exclusiva en todas las cadenas de televisión?
—…
—¡Que no, joder, confía en mí! ¿Cuánto me pagarías?
—…
—¡Y un huevo! Con eso no puedo llevar de vacaciones a tu comadre.
—…
—Como mínimo... —pensante—, ¡dos kilos de los de antes!
—…
—¡Loco! —cabreado—. ¡Ahora mismo llamo a tu competencia!
—…
—¡Tú, escúchame con atención, y luego me contestas! ¡Ah —comprobó que estaba solo—, y de las pelas, ni una palabra a mi ayudante!
A los cinco minutos de contarle la exclusiva se presentaron en el hotel: Rafa el periodista y un fotógrafo.
Tomaron acomodo en un sofá, desde donde se podía controlar, sin ninguna dificultad, la entrada y salida de los huéspedes (persona alojada en casa ajena, o en un establecimiento de hostelería).
Dolo esperaba con ansiedad la llegada del recepcionista con el mapa y la confirmación del coche.
—Pase —al recepcionista—. ¡Ah, gracias! —al entregarle el mapa—. ¿El coche?
—¿A qué hora lo va a necesitar?
—¡Temprano, temprano! —pensando un poco—. A las ocho ¡sí a las ocho!
—No se preocupe que ya lo tiene a su disposición —ella se sorprendió por la rapidez—. Lo he aparcado al salir a la derecha, en la acera ¡no tarde mucho más que la grúa se lo puede llevar! Verá…, es que como el encargado de los coches de alquiler, a estas horas, no trabaja, le he conseguido uno ¡y de balde!, ya sabe, por lo de los euros. Tome —le entregó la llave.
—¡Que amable! —risa desconfiada al coger la llave—. ¿No le causará ningún problema?
—¡Que va, es como si fuera mío! Como no la veré, porque termino mi turno a las seis, le deseo que tenga un buen día. Cuando regrese con su marido —sarcasmo—, lo deja en el mismo lugar. ¡Que descanse, adiós!
A Dolo toda esa amabilidad le escamaba, pero, después de todo lo que tenía encima, pasó olímpicamente. Se acordó del equipaje. Lo deshizo mientras rumiaba el plan que le llevaría a Vito. Estudiando el mapa, ya acostada, la embalsamaron los hipnotizadores tufos del sueño.
Los mismos tufos no consiguieron convencer, para que se marcharan, cada uno a su cama, a los cuatro remedadores de cazadores furtivos que, escondidos, esperaban a una inocente presa; en este caso a Dolo.
—¡Jefe —el ayudante al recepcionista—, como ésa me rompa el Sinco (Renault-5), usted me lo tendrá que pagar! ¡Y la gasolina!, que lo llené esta mañana.
—¡Sí, sí, tú no te preocupes que todo lo tengo controlado! —ni él se lo creía.
—Compadre —le decía Rafa al recepcionista—, hasta las ocho que salga, ¿por qué no nos deja una de la habitaciones para que descansemos un rato?
—¡Rafa, tú estás chalao! ¡No te jode! ¿Y si me ha metido un embuste? ¡Aquí, todos juntitos, estamos mejor! —se puso de pie—. ¡Las grandes batallas se ganan al pie del cañón, no soñando que la has ganao! —en plan revolucionario.
Bebiendo cubos de café soportaron las envestidas de los hipnotizadores tufos del sueño.
—¡Bomba! —gritó el ayudante del recepcionista, al mismo tiempo que, saltando por encima del mostrador, se tiraba al suelo de bruces con las manos protegiéndose la cabeza.
Idéntica maniobra realizó el recepcionista.
El incidente quedó silenciado por la hora que era, ya que el hall (vestíbulo, recibimiento, entrada. Se pronuncia: jol) estaba desierto.
Dolo continuaba tendida boca abajo, no porque quisiera protegerse de la explosión, sino porque deseaba que se la tragara la tierra. Murmurando:
—¡Si yo lo que quiero es pasar desapercibida!
—¡Señorita, señorita! —el recepcionista corría hacia ella—. ¿Se ha hecho daño?
—No, no, gracias. Sólo ha sido un tropezoncillo de nada —mientras se reincorporaba—. Gracias. De verdad que no —comenzó a cojear—, bueno, un rasguño en las espinillas. ¡Bah! —veía las estrellas. Se acariciaba las espinillas—. ¡No es significativo! —les dijo para que la dejaran tranquila.
Al ver el gesto de incredulidad del recepcionista, le aclaró el diagnóstico:
—¡Que no es nada, gracias! —pensando—: <"¿Quién de los dos habrá sido el capullo que ha gritado ¡bomba!?>>.
—¿Y mi equipaje? —buscando con la mirada.
—¡Aquí, señorita! —el ayudante del recepcionista se lo mostraba por encima del mostrador, exclamando—: ¡Coño, cómo pesa!
—Necesito descansar —metió prisa para largarse cuanto antes de allí—. ¿Mi habitación?, por favor.
—¡Sobre la marcha! —muy dispuesto el recepcionista—. Acérquese al mostrador, por favor.
Dolo recogió la bolsa.
—¿Su nombre? —colocando sobre el mostrador el listín de reservas.
—Dolo… ¡ah, jejejeje! —casi la caga—. ¡Dolor el que me está entrando ahora! —suspiró disimuladamente mirándose las espinillas—. ¡Que tonta! ¡Claro, mi nombre! —descubrió una más que desconfiada mirada en los bármanes (barman: encargado o camarero de un bar) del hospedaje—. ¡Ya! —nervios delatores de mentira—. Verá —tragó cristalitos salivosos—, es que… está a nombre de una de las empresas de mi pa… —rápidamente corrigió—, ¡partner (palabra inglesa: cónyuge)!, ¡sí, partner! o sea ¡mi marido! —pensando—: <"Jodeeerrr!, ¿qué nombre les dije? ¡Dudé tanto que ahora no me acuerdo!>> —continuando para hacer tiempo—: ¡No es que sea suya, sino que el trabaja en ella!, ¡jaja!, ¡es tan profesional que se cree que es suya!
Los dos investigadores de caballeros andantes ocasionales, estaban embobados ante tan clarividente parla (verbosidad insustancial) que no olían a chamusquina sino a todo un incendio forestal descontrolado. El recepcionista miró a su ayudante. El ayudante miró al recepcionista. Los dos le gritaban con la mirada que no se creían la bola que les estaba metiendo.
—Sí, miren —a Dolo le temblaba la mano—, aquí esta su DNI, ¿ven? —muestra documental—. Él vendrá mañana.
Dolo, con disimulo, sólo luchaba por leer el listín de reservas.
—Señorita —le decía el recepcionista—, ¿qué tiene que ver ese señor con la reserva que, según usted, está hecha a nombre de la empresa para la que él trabaja? —génesis del mosqueo—. No será…
—¡Ésta es! —golpeando, sin parar, con la yema del índice derecho, en el listín, sobre el nombre de la empresa que ella dio por teléfono.
—Muy bien —condescendiente con malicia visible—. Ahora… —la miró fijamente a los ojos—, necesito su DNI. —mirada desconfiante, para inmediatamente, por si acaso, justificar su proceder—. Cómo sabrá, la ley nos obliga a registrar a la persona que se hospede ¡no a la que se vaya a hospedar!
—Me parece lo correcto. <"Este cabrón —pensó sobre la marcha— está tramando algo>>. Por eso ¡aquí está! —puso sobre el mostrador el DNI de Fernando—. Cuando viajamos, siempre se registra él en los hoteles. Ya le he dicho que él llegará mañana.
—Señorita, por favor —pausadamente—, no me complique la noche. Mire —se justificaba—, si viene una inspección y me pillan ¿me puede conseguir otro trabajo, mejor, claro!
Dolo sudaba. Abrió la maletita. Manipuló, misteriosamente, una cartera, y sutilmente dejó ver, bajo los dedos entreabiertos de la mano derecha, un papel tintado en color púrpura (color rojo subido que tira a violado – parecido al de la violeta).
—¡Hostia —expresión deslumbrante del recepcionista—, nunca he tenido en mis manos un billete de quinientos euros!
—¡Ni yo! —el ayudante.
Dolo, sin dudarlo, puso otro en el mostrador.
Los dos se lanzaron como aves de rapiñas sobre su presa.
Dolo sopló la tensión.
—Acompáñeme —el ayudante, tirando de la maletita.
—¡Señorita! —tono de llamada de atención a distancia.
—¿Sí? —mosca.
—Necesito, por lo menos, su nombre completo —petición del recepcionista que se le veía, a leguas, el sospechoso interés.
—¡Ah, por supuesto! —los tres estaban más quietos que una vela—. ¡Devuélvanme los…!
—¡Era broma, no se preocupe! —espachurraba el billete dentro del bolsillo.
—¡Jejejeje! —rio el otro.
Nada más salir el ayudante del recepcionista de la habitación, Dolo descargó la rabia contenida dando un puntapié a la maletita. Lo único que consiguió fue tumbarla. Reaccionó tirándose de bruces (tendido con la boca hacia el suelo) en la cama; agradeciéndole el detalle de recogerla en blando, con una pataleta salvaje y un empapar de lágrimas amargas. No tardó en explotar:
—¡¿Qué he hecho yo, para merecer esto?! Sí, sí, ¿qué he hecho? —cabezazos y puñetazos rabiosos—. He aguantado lo inaguantable; he tragado lo intragable; he sufrido lo insufrible —se compadecía—; he soportado lo insoportable; he respetado lo irrespetable; he rechazado lo irrechazable; he_he_he…, ¡por los clavos de Cristo!, ¿por qué ahora no me dejan vivir mi vida tal como yo los dejo vivir a ellos?..., ¿por qué, por qué? —llanto de desesperación por la impotencia.
Su vitalidad estuvo prisionera en las entrañas una morriña (tristeza, melancolía, soledad) invencible, el tiempo que tardó en revelarse la condición batalladora de su fuerza de voluntad para salvarla de la rendición que estaba a punto de firmar. Atolondrada, se decía:
—Si los míos me vieran, ¡salvo tú, mamá! —miró hacia arriba—, se morirían de pena. ¡No puedo creérmelo! Yo trepando paredes; escondiéndome de la Guardia Civil; rodando por los suelos ¡me doy vergüenza! Todo por hacer caso omiso al último consejo que me dio mi padre, cuando me dijo que tenía que ir, siempre, con la cabeza muy alta, sin preocuparme de nada ni de nadie —entró en desesperación—: A medida que me robas la vida —volvió a mirar hacia arriba—, más me doy cuenta de que fallas en… ¡que estás diciendo, desagradecida! —se dio un guantazo en la frente—. Necesito dormir... —cerró los ojos con fuerza—, necesito dormir. Mañana tengo que tener la mente muy lúcida (claro en el razonamiento, en las expresiones, en el estilo, etc.) para no fracasar.
Ante la tardanza del autobús que debía llevarla urgentemente a la oscuridad reparadora de desgastes diurnos, conectó, aunque a disgusto, la televisión. Zapping para acá; zapping para allá; zapping más para acá; zapping más para allá…
—¿Ha dicho Bonares? —ancló su mirada en una cadena local—. Sí —puso toda su atención—. ¡Que bonito!
Informaban, con un reportaje del año anterior, de los actos, costumbres y embellecimiento de las calles en el día del Corpus Christi.
—Ha dicho que mañana domingo celebran el Corpus en Bonares, ¿será un buen día para presentarme inesperadamente ante Vito? —pensativa—. Desde que lo conocí nada más que he tenido problemas. ¿Habrá sido buena idea venir a buscarlo? Sí, porque mi tata ¡huy, si me oyera! y mi padre estuvieron de acuerdo; ellos no… ¡Dolo, déjalo ya! ¡Estás aquí, y tienes que ir! Tengo miedo, mucho miedo a mañana —las manos y los pies escupían sudor a raudales (en abundancia); sobre todo por las palmas de las manos, en las que se podía beber, a buches, el sudor. El tampón (secante) lo encontró en las sábanas—. Virgencita, que todo me salga bien. Yo no soy como creen, tú lo sabes. Por favor, que me comprenda Vito y me perdone. Si después no quiere saber nada de mí, mala suerte, pero necesito que me escuche. ¿Y sus padres, qué le dirán cuando…? ¡Jodeeerrr! ¿Cómo voy a ir a Bonares…, y por dónde? —miró la hora—. ¡Las tres! No tengo más remedio que llamar al recepcionista:
—…
—Soy Dolores Fernandez, necesito… —tapó rápidamente el micro del teléfono, disparatando entre dientes—. ¡Joder, joder, joder, qué he dicho! ¡Seré…! —respiró profundamente—. Le decía que necesito, ahora mismo, por favor, un plano de carreteras de la provincia de Huelva ¡ah! y alquilar un turismo… normalito, cuanto más normalito mejor, para mañana por la mañana.
—…
—Verá, es que me ha llamado mi marido al móvil, y me ha pedido que lo recoja mañana.
—…
—El mapa me lo traerá ahora ¿verdad?
—…
—Gracias. —colgó—. ¡Lo que consigue el dinero! Y yo tan jilipollas le digo mi nombre ¡si es que estoy dormida!
Aunque ella ni por asomo se lo podía imaginar, la mecha ya estaba encendida antes de lo del dinero.
A la vez que la batalla interna de Dolo, en recepción se desarrollaba otra.
—¡Te lo dije, subnormal! —le decía el recepcionista al ayudante, al mismo tiempo que hablaba por teléfono—. ¡Niño, que no te puedo llevar mañana al fútbol! —alterado—. ¡Dile a tu madre que se ponga ahora mismo! —tapó el micro del teléfono para decirle al ayudante—: En cuanto se levantó del suelo supe que era la del Diez Moniatos. ¡Te lo voy a demostrar!
—…
—Que no se puede poner porque está viendo “El Gran Hermano”. ¡Se coge antes a un embustero que a un cojo! ¿Por qué me dirá que no le gusta ese programa? ¡Niño, corre y dile que se ponga al teléfono! —echando humo.
—…
—Con que no te gusta el “Gran Hermano”, ¿eh?
—…
—¡Es igual! Coge el Diez Moniatos y dime cómo se llama la muchacha que sale en la portada ¡de prisa!
—…
—¡Ahora no te lo puedo decir! ¿Cómo se llama? —se movía de un lado a otro.
—…
—¡Bingo! —dio un mamporro al aire—. ¡Fiera, ya tengo para llevarte de vacaciones este verano ¡y lejos, muy lejos!
—…
—¡Nada, nada, tú vete aprendiendo a bailar salsa, adiós!
El recepcionista, con los nervios tocando a rebato, hizo otra llamada:
—…
—¿Está mi compadre?
—…
—¡Coño, el Rafa!
—…
—¡No me toques lo cojones y dale el teléfono, que es urgente!
—…
—Compadre ¿cuánto me pagarías si te doy una exclusiva?
—…
—¡Que no, coño! Que te van a ascender y todo. ¿Te imaginas dando la exclusiva en todas las cadenas de televisión?
—…
—¡Que no, joder, confía en mí! ¿Cuánto me pagarías?
—…
—¡Y un huevo! Con eso no puedo llevar de vacaciones a tu comadre.
—…
—Como mínimo... —pensante—, ¡dos kilos de los de antes!
—…
—¡Loco! —cabreado—. ¡Ahora mismo llamo a tu competencia!
—…
—¡Tú, escúchame con atención, y luego me contestas! ¡Ah —comprobó que estaba solo—, y de las pelas, ni una palabra a mi ayudante!
A los cinco minutos de contarle la exclusiva se presentaron en el hotel: Rafa el periodista y un fotógrafo.
Tomaron acomodo en un sofá, desde donde se podía controlar, sin ninguna dificultad, la entrada y salida de los huéspedes (persona alojada en casa ajena, o en un establecimiento de hostelería).
Dolo esperaba con ansiedad la llegada del recepcionista con el mapa y la confirmación del coche.
—Pase —al recepcionista—. ¡Ah, gracias! —al entregarle el mapa—. ¿El coche?
—¿A qué hora lo va a necesitar?
—¡Temprano, temprano! —pensando un poco—. A las ocho ¡sí a las ocho!
—No se preocupe que ya lo tiene a su disposición —ella se sorprendió por la rapidez—. Lo he aparcado al salir a la derecha, en la acera ¡no tarde mucho más que la grúa se lo puede llevar! Verá…, es que como el encargado de los coches de alquiler, a estas horas, no trabaja, le he conseguido uno ¡y de balde!, ya sabe, por lo de los euros. Tome —le entregó la llave.
—¡Que amable! —risa desconfiada al coger la llave—. ¿No le causará ningún problema?
—¡Que va, es como si fuera mío! Como no la veré, porque termino mi turno a las seis, le deseo que tenga un buen día. Cuando regrese con su marido —sarcasmo—, lo deja en el mismo lugar. ¡Que descanse, adiós!
A Dolo toda esa amabilidad le escamaba, pero, después de todo lo que tenía encima, pasó olímpicamente. Se acordó del equipaje. Lo deshizo mientras rumiaba el plan que le llevaría a Vito. Estudiando el mapa, ya acostada, la embalsamaron los hipnotizadores tufos del sueño.
Los mismos tufos no consiguieron convencer, para que se marcharan, cada uno a su cama, a los cuatro remedadores de cazadores furtivos que, escondidos, esperaban a una inocente presa; en este caso a Dolo.
—¡Jefe —el ayudante al recepcionista—, como ésa me rompa el Sinco (Renault-5), usted me lo tendrá que pagar! ¡Y la gasolina!, que lo llené esta mañana.
—¡Sí, sí, tú no te preocupes que todo lo tengo controlado! —ni él se lo creía.
—Compadre —le decía Rafa al recepcionista—, hasta las ocho que salga, ¿por qué no nos deja una de la habitaciones para que descansemos un rato?
—¡Rafa, tú estás chalao! ¡No te jode! ¿Y si me ha metido un embuste? ¡Aquí, todos juntitos, estamos mejor! —se puso de pie—. ¡Las grandes batallas se ganan al pie del cañón, no soñando que la has ganao! —en plan revolucionario.
Bebiendo cubos de café soportaron las envestidas de los hipnotizadores tufos del sueño.