20 abril 2007

 

CAPÍTULO 51 (La Naturaleza es el jardinero al que El Creador le dio la responsabilidad de cuidar su jardín Tierra - jibr).

A las seis de la mañana sonó el teléfono de la habitación de Vito. Por nada del mundo quería llegar tarde a la misa del Corpus; por eso, la noche anterior, dejó nota en recepción para que lo llamaran. Quería disponer de mucho más tiempo del necesario para mentalizarse ante lo que le esperaba en Bonares. Lo planeó todo para entrar en la iglesia justo en el momento en que diera comienzo la misa. De esta forma, aplazaría el mal trago hasta después de la procesión, puesto que sale inmediatamente después de finalizar la misa. Hasta ahí todo lo tenía controlado.

En la habitación del hotel donde se hospedaba Dolo, a la misma hora, sonó la alarma-despertador de su móvil. Le costó despertarse. La escasa noche de que dispuso la había pasado fatal. Vivió despertares cada quince minutos. Motivo que la hizo quejarse:
—¿Ya? —sentada en la cama—. ¡Si casi no he dormido!
Su corazón latía descompensado como si, en ese amanecer, tuviera que subir al patíbulo (tablado o lugar en que se ejecuta la pena de muerte). Se rehizo obsesionándose de que cuanto antes hablara con Vito, antes terminaría el calvario.
—¡Que calor! —al descender de la cama.
Un refrescamiento, con aprovechamiento lustrador, la puso en templadura. Dudó en ponerse un traje de chaqueta rojo o un vestido blanco. Las manos volvieron a bañarse en sudor, lo que le hizo decir:
—Estoy muy nerviosa, no sé… —se estrujaba la frente con la palma de su mano derecha—, no sé si esto va a salir bien. ¡Dolo, no te rajes a estas alturas!
Antes de las siete de la mañana ya estaba lista. Miró el anverso de su muñeca derecha:
—Demasiado temprano para llegar a Bonares. Recuerdo que leí que está a unos treinta kilómetros de Huelva, quiere decir… que con media hora tengo suficiente para llegar sin prisas. No me apetece bajar a desayunar. Pediré que me lo traigan. No —se retractó—. No quiero verle la jeta a ese tipo. ¡Ah, que me dijo que se marchaba a las seis! Da igual, no me apetece verle la cara a nadie, y no me va a pasar nada si no desayuno hoy.

Vito desayunó en el comedor del Paraíso. No tenía hambre, pero se obligó, porque sabía como funcionaba el día de Corpus en su pueblo: si te vas a la misa y participas en la procesión con el estómago jilado (desconsolado: que padece desfallecimiento o debilidad) tienes todas las papeletas de sufrir un desvanecimiento, máxime hoy, que parecía que el Rubio también había pasado mala noche. Desayunaba tranquilo, solamente un poco incómodo por la vigilancia a la que estaba siendo sometido por los empleados. Consiguió distraerse con un soliloquio mental:
—<"Debo olvidarme de una vez por todas de Dolo. Hoy es el día clave para conseguirlo. Después de que me vean y se desahoguen preguntándome de todo, habrá finalizado esta pesadilla. Qué raro que Cifuentes no me haya llamado. ¿Dónde estará Leticia? ¿Guillermo habrá vuelto a estar con Manuela? No comprendo el trato que me ha dado El Corte Onubense. Y… Paloma… ¿por dónde andará? He manchado más mi vida en estos pocos días que… ¡No seas plomo, Vito! ¡Eres más machacón que el machaca almendras y el de piñones, juntos, de una envasadora de frutos secos pelados! Sí pudiera verla sólo una última vez. No, Vito, no, que ésa tiene polvitos mágicos en su mirada y te camelará (seducir, engañar adulando). ¡Los polvitos, los polvitos, esos son su debilidad!>>
Con fuerza cansina, pidiéndole a gritos que su moral subiera, caminaba hacia el R-18. Al arrancar el coche sintió como le temblaban las piernas. Abrió la ventanilla. Tomó aire, con tanta fuerza que absorbió a un mosquito atontolinado que revoloteaba sobre el volante. Varios escupitajos, a través de la ventanilla, mandaron al mosquito, lapidado en saliva, contra el asfalto. A medio kilómetro del Paraíso, instintivamente, se tocó el bolsillo de la americana. Emisión laríngea contrariada:
—¡Me cago en la puta de oro! Se me ha olvidado el móvil. ¡Pues ya no me vuelvo, hostia!
El sólo pensar lo que tendría que aguantar, lo hacía disparatar, blasfemar y pisar el acelerador a fondo.
—¡Tú estás tonto! —se recriminó por la velocidad, diciéndose—: Si te quieres matar no hace falta que mates a otro. ¡Para el carro! —desaceleración inmediata.
En lugar de coger por Palos de la Frontera, Moguer y Lucena del Puerto; o por Palos de la Frontera, Moguer y entrar en la autopista del V Centenario (A-49) por San Juan del Puerto; tomó un camino forestal asfaltado que prácticamente sólo conocen los lugareños. Eligió esa ruta, no porque la distancia es, de por sí, mucho menor, sino porque necesitaba relajarse, ya que el paraje por el que discurre es embrión de paraíso. Más tranquilo, sin correr, sin tráfico, el paisaje le pareció más bonito que nunca. Nuevo soliloquio:
—Por muy lento que vaya, no tendré más remedio que pararme un rato para hacer tiempo. Es demasiado temprano. No quiero ni imaginar llegar a la iglesia de los primeros ¡seguro que el cura suspende la misa! Y la Dolo, hija de puta, disfrutando como una zorra tirándose a tíos en Madrid. Pero ¿por qué me quería hacer espía? Necesito un cigarro.
Detuvo el coche fuera del camino tiznado de alquitrán. Buscaba, con desquiciamiento por todo el coche, al aborto de veguero (cigarro puro hecho rústicamente de una sola hoja de tabaco enrollada).

Dolo caminaba, con impaciencia nerviosa, por la habitación. Al sentir un pellizco, nervioso pero inaguantable, en la boca del estómago, se tiró en la cama. Para no desfallecer, comenzó a rezar con toda su fe.

Vito, ante el fracaso de encontrar un cigarro, continuó su camino. Por el espejo retrovisor descubrió que un ciclomotor se le acercaba por la retaguardia. Rápidamente se detuvo, salió del coche y comenzó a hacerle señales al motorista para que se parara. Así lo hizo éste.
—¿Tiene un cigarro? ¡Bueno, se lo compro! —al ver el gesto de extrañeza que puso el motorista.
—¡Coge los que quieras, campeón! —amabilidad admiradora.
—No. Gracias. Con uno me vale —lo cogió—. ¿Cuánto le debo?
—¡Que dices! —orgulloso—. ¡Al bonariego más famoso de España le voy a cobrar yo un cigarro! ¡Verás cuando lo cuente en el pueblo!
—¡Noooo! —se obligó a tranquilizarse—. ¿Usted es de Bonares? —no lo conocía.
—Yo sí te conozco ¡y a tu padre también! —presumiendo—. Ahora me iba a llegar a verlo para felicitarlo por tu fama.
—Por favor —rogaba—, no diga nada, o por lo menos hasta esta tarde ¡por favor!
—¡Lo que mandes! —le dejó el paquete de ”Fortuna”, casi lleno, y metió puño.
Incrédulo de que el estanquero rodante cumpliera con lo prometido, se introdujo en el coche y, con el mechero eléctrico prendió el cigarro; tres cayeron: el primero, se lo fumó dentro del coche; el segundo, sentado sobre el capó; y el tercero, paseando por los alrededores sin quitarle ojo al suelo. Metió la velocidad tortuguera al R-18, dirigiéndose a la iglesia. Llevaba recorrido un kilómetro cuando, a lo lejos, parado en la orilla de la carretera, identificó al estanquero rodante. Pasó junto a él y, a conciencia, miró para el lado opuesto a donde estaba parado.
La causa de que el estanquero rodante estuviera esperándole, fue el reventón de la rueda trasera de la moto.
—¡No debí hacerlo, no debí hacerlo! —se torturaba con el remordimiento—. Tengo que volver a recogerlo —le hablaba la conciencia—. No, Vito no. Además, la moto, no cabe en el portamaletas.
Entró en Bonares pidiendo que su R-18 fuera el coche invisible. Sabía que no podía llegar en coche, hasta las cercanías de la iglesia, porque todas esas calles estaban cortadas y engalanadas para la procesión. Aparcó en el primer sitio que vio. Se quedó dentro del R-18 hasta que la calle quedó totalmente despejada de peatones. Durante el tramo que tuvo que recorrer, desde el coche a la iglesia, se ocultó sin ocultarse cada vez que se tenía que cruzar con alguien. Siempre que iba a la iglesia entraba por la puerta principal, pero, esta vez, dio un rodeo para hacerlo por otra que está situada en el lado opuesto.
—<"Por allí —pensaba— siempre hay menos tránsito, y por la hora que es ya estarán todos dentro.>>
Consiguió ser el último en entrar. La iglesia estaba hasta los topes. Ubicó su aparición, nada más entrar, a la izquierda, casi escondido. Desde ese momento un murmullo comenzó a aumentar de volumen. De pie, más derecho que una vela, serio, con la miraba clavada en los muros del aire, simulaba que atendía al altar. Así, impertérrito, estuvo toda la ceremonia. No se movió ni para secarse el sudor que le caía por la frente y la cara. Durante el desorden que se formó, entre el final de la misa y el comienzo de la procesión, sintió que su cuerpo estaba siendo hendido (rajado, abierto) por todas las miradas de los fieles como si fueran dagas (arma blanca de hoja corta, parecida a la espada) incandescentes. Algunos le saludaban con gestos aspaventeros (aspavientos) como al mejor héroe. Haciendo de tripas corazón, les correspondía. Otros le rehuían la mirada con descarada burla. Evitaba cualquier encuentro cara a cara.
—¡Que pasa, mister! —saludo y sentir en los hombros, con obligación a respingo.
—¡Joder, Guillermo! —tono bajito.
—Ven, tío, que quieren hablar contigo.
—¡No quiero hablar con nadie! —malhumor sin máscara.
—¡Copón, qué mala hostia tienes!
—No me alteres. No me moveré de aquí hasta que salga acompañando a la procesión —tajante.
—¡Copón, qué mal te ha sentado el retiro! ¡Vale, vale, luego nos vemos! —se marchaba.
—Guillermo —llamada silenciosa de Vito—, ¿llevas encima el móvil? —al confirmárselo, le pidió—: Hazme el favor de llamar a mis padres, y le dices que estoy en la procesión, que no les he llamado porque me olvidé el móvil en el Paraíso.
—Tus deseos son órdenes para mí —saludo militar—. Te tengo una sorpresita. Hasta luego.
—Una sorpre… —mordedura del labio inferior, con posterior pensar—: <"¡Lo que a mí me hace falta son sorpresitas! ¿Otra? ¡Cómo si yo ya no estuviera inmunizado! ¡A mí sorpresitas!>>.
Los procesionarios comenzaron a organizarse, por lo que sutiles empujones, cumpliendo el efecto dominó, llegaron hasta él; admitiéndolo la fila sin elegir plaza. Vito no paraba de corresponder a la oleada de saludos gesticulados.
—Ya he hablado con tu madre, ¡number one! (el número uno. El mejor) —le contaba Guillermo que se metió en la fila al volver de hacer la llamada—. Copón, tiene un cabreo que está desconocida. Me ha dicho que no ha venido para que te encontraras más cómodo. Que está de las vecinas hasta el coño —rectificó—, ¡no, no, eso es mío!, pero ha estado a punto de decírmelo. Tú sabes que ella no dice palabrotas.
—Gracias por el recado —Vito sin mirarlo.
—¡Eres grande, copón! y por eso te acompañaré durante toda la procesión. Así no te escaparás antes de que te de la sorpresita ¡jejejeje!
Vito lo miró con preocupación acojonada. Hasta que la procesión no estuvo en la calle, él no pudo admirar la belleza con que habían sido vestidas las calles. El impacto emocional que recibió al ver a aquella naturaleza verde en sus últimos momentos de vida, le produjo un brusco, a la vez que añorado, cambio de rumbo a sus pensares. Tal paisaje no era para menos: Una alfombra de juncia (planta herbácea con rizoma, tallos generalmente triangulares y sin nudos, hojas envainadoras, flores unisexuales y fruto monospermo, olorosa y medicinal) ocultando las aceras y el pavimento de las calles; largas ramas de pinos y eucaliptos ocultando las fachadas de las viviendas; los balcones, por donde transcurre la procesión, engalanados con las colgaduras adamascadas (damasco: tela fuerte de seda o lana, con dibujos formados con el tejido y cuyo brillo lo distingue del fondo) tradicionales; y las hornacinas…
En la procesión, los niños que reciben la Primera Comunión, ese año, van en la vanguardia de El Santísimo (Cristo en la Eucaristía) flanqueados procesionalmente por los que participan como procesionarios. Tanto los procesionarios, como los acompañantes, como los espectadores, ponen la nota musical con cánticos que contribuyen a realzar la solemnidad del Corpus en Bonares.
Desde que tuvo uso de razón, a Vito, le entusiasmaba ese día, pero este año sentía pena de no poder disfrutarlo como siempre, sobre todo porque nadie estaba pendiente del Santísimo, sino de él. Lo único que cantaba mentalmente era superar cuanto antes el vía crucis que le había endiñado el destino. Llegó a pensar en abandonar el pueblo e irse a Huelva a vivir.

Dolo tampoco se libró del mal de ojo recibido cuando conoció a Vito. Otro sofocón la iba a preñar de cólera (ira, enojo, enfado):
—¡Dios mío, me he quedado dormida mientras rezaba! ¿Qué hora es? ¡Las doce y media! —saltó de la cama. Diciéndose, a la vez que se refrescaba la cara y se peinaba:
—¡Joder, llegaré a la hora de comer! ¿Quién me habrá maldecido para que nada me salga bien? ¡Seré desgraciada!
Cogió un bolso pequeño, colgándoselo al hombro. Mucha prisa, pero antes de cerrar la puerta de la habitación se volvió para mirarse en el espejo; al verse, comenzó a darle, con las manos, azotes planchadores al vestido, intentando quitar las arrugas que le habían salido al quedarse dormida con él puesto. Salió como una bala para el coche.
Las cuatro ratas de dos patas y cabroncetes y gusanos delatores de la intimidad ajena tuvieron la suerte de que no los descubriera Dolo. Saltaron de las butacas, como si hubieran sido eyectados (catapultar – lanzar – al exterior), al descubrir la fuga.
A dolo le extrañó no tener ningún incidente al arrancar el R-5. Con un sonoro frenazo tuvo que detenerse para no pasarse un semáforo en rojo. Aprovechó la ocasión para preguntar, al conductor del vehículo a su izquierda, por dónde tenía que salir de Huelva para llegar cuanto antes a Bonares. Al ponerse el semáforo en verde aceleró a tope, quemando neumáticos.
Los cuatro aguilillas que la perseguían, vieron la escena desde atrás.
El siguiente semáforo se puso en rojo, pero Dolo se hizo la daltónica y zumbó camino de Bonares.
—¡Ésa se carga mi coche! —el ayudante del conserje, preocupado.
Los cuatro perseguidores no pudieron imitarla, porque apareció, frente a ellos, en el carril opuesto, un coche patrulla de la Policía Municipal. Durante la espera, el recepcionista descubrió que el vehículo que se había detenido junto a ellos era con el que Dolo mantuvo la conversación en el semáforo anterior. El recepcionista sacó la cabeza por la ventanilla, y le preguntó:
—Por favor, quisiera…
—¡Ya le he dicho a su amiga que a Bonares se va por ahí —señalando hacia delante.
—¡Muchas gracias, lumbreras! —el informador sonrió confirmando su inteligencia—. ¡Pa Bonares a toda pastilla! ¡Dale ya, que se nos escapa! —sulfurado.
—¡Compadre —le decía Rafa—, este coche es mío y todavía me quedan diez años para terminar de pagarlo! ¡Le pasa algo y cualquirilla le da la cara a tu comadre!
—¿A qué carajo va ésa a Bonares? ¿Tú has ido alguna vez, compadre? —el recepcionista.
—Sí, a beber mosto (zumo exprimido de la uva, antes de fermentar) y a…
—¡Olvídate de tus batallitas y dale caña a esto que la perdemos!
—En cuanto salgamos a la autopista, la pillo. ¡Esto es un coche, compadre, y no lo que lleva ella! —arrogancia.
—¡Oye, tú, compadre de mi jefe, que mi coche tiene el motor trucado, así que no lo intentes porque, a este motorcillo, le va a salir aceite hasta por las trampillas del aire acondicionado! —recochineo—. ¡Que por cierto, enfría menos que el frigorífico de la Barby!
—¿Cómo has dicho? —el jefe—. ¿Tu coche tiene el motor trucado?, ¡dime que no es verdad!
—Sí, jefe, ahora lo tiran doscientos caballos ¡y con desahogo! —orgulloso.
—¡A una lata de conservas como ésa le has metido doscientos caballos! —el jefe se volvió hacia atrás—. ¡Eres un asesino de la carretera! —colleja viajera—. Esa criatura, como no se de cuenta, se va a dar una hostia de no te menees. Esto va a ser más sonao —murmuración acongojada— que lo que le ocurrió a la pobre Lady Di. ¡Y nosotros al trullo! ¡Mira, ahí la tenemos! —al pasar junto a la cárcel antigua, a la salida de Huelva—. ¡Esto es una funesta (origen de pesares. Desgracia) coincidencia! —los cuatro miraron para la cárcel.
—¡No seas gafe, compadre, que me vuelvo ahora mismo!
—¡Ni lo sueñes! —el compadre cogió postura en el asiento—. ¡Hostia, compadre, pisa de una puta vez el acelerador, que voy a perder el viajecito al Caribe!
—¿Cómo, cómo? —el ayudante.
—¡Tú calladito que, si no, no te doy vacaciones este verano! —el conserje a su ayudante.
Dejaron Huelva al incorporarse a la autopista del V Centenario; iban a ciento ochenta, y ni por esas, no ya alcanzarla, sino que no conseguían verla ni de lejos.
—¡Que trompazo se va a pegar, que trompazo, Dios mío! —Rafa el periodista y compadre del recepcionista, al ver el velocímetro.
—¡Que no se la pegue porque si no me compráis un coche nuevo y con la misma modificación! —el ayudante.
—¡Hostia, la poli! —el periodista.
—¡Vaya foto que nos han tirao! —el recepcionista.
—¡Y yo con estos pelos! —por primera vez habló el fotógrafo.
—¡Me voy a cagar en…! —mirada del recepcionista al fotógrafo.
—¡Cómo me quiten el carné, me pagáis todos los taxis que necesite, que yo vivo de esto! —el periodista.
—¡Y un mojón pinchao en un palo! —el ayudante—. ¡Ustedes sí que me vais a pagar mi coche, y la gasolina que está gastando!
—¿Seguro que nos han hecho una foto? —el periodista angustiado.
—¡Cuánto subnormal, cuánto subnormal anda suelto! —el recepcionista—. ¡Cómo la perdamos, a mí sí que me vais a pagar el viajecito!
—¿Qué…? —preguntaba el ayudante.
—¡Que te calles, coño! —respuesta del recepcionista—. ¡Y tú sigue dándole caña a esta chatarra, que la foto ya está hecha! —dio un puñetazo en la guantera.
—¡Y tanto! —intervino el Rafa—. ¡Mira patrás listo!
Dos motoristas de la Guardia Civil les hacían señales acústicas y luminosas para que se detuvieran.
—¡Claro, los han avisado los de la foto! —el Rafa—. ¡Me cago en la leche!
Se detuvieron cinco kilómetros más adelante.
Les pidieron hasta la partida de nacimiento.
—Por favor, agente —el recepcionista—, si es que íbamos tras una señorita que…
—¡Ah, es una señorita la del R-5! ¡Joder con la niña! Pues nos han dicho los compañeros que están con la cámara, que ha pasado tan rápida que ni la foto ha podido cogerla. Debe haber perdido el juicio.
—¡Gilipollas! —el recepcionista.
—¿Cómo ha dicho? —voz acojonadora de los policías.
—¡No, no, es a éste! —el recepcionista dio una colleja a su compadre—. ¡Te dije que le dejáramos este coche, y tú: “No, no, que me lo va a romper”. ¡Cuándo salgamos de ésta vas a saber lo que vale un peine!
Los guardias civiles se tronchaban con la escenita, que ni en las mejores comedias.
—¡Ya vale! —gritó uno de ellos, que le hizo un guiño a su compañero—. ¡Escuchadme bien! Por ser domingo y porque es la hora de nuestro relevo, os voy a proponer una cosa…
Los cuatro se quedaron impertérritos.
—… Si me dais una justificación… —los miraba— que no haya oído nunca, ¡¿eh?!, de por qué ibais a esa velocidad… —creaba suspense—, os perdonamos la imprudencia temeraria.
Los cuatro se miraban sin atreverse ni a mover los labios.
—Como queráis —cogió el recetario de ayuno por quiebra.
—La culpa es mía —dijo el ayudante casi sin decir.
Los cinco lo miraron.
—Sí, verá, señor guardia, yo soy el culpable, porque hace dos días me abandonó mi mujer por un guardia civil… —los dos guardias estaban con la boca abierta; el recepcionista, el fotógrafo y el periodista, cerraron los ojos temiendo lo peor—…, y al verle a usted, por el espejo retrovisor, pensé ¡éste, cuando la ha conocido, me la quiere devolver!; por eso le dije a mi amigo que pisara a fondo —se quedó tan campante (satisfecho).
Los tres compinches sudaban.
Los guardias civiles rompieron en una risa destornillada y contagiosa. Uno de ellos, con las manos en la boca del estómago, cayó de rodillas casi asfixiado por la risa. El compañero se echó sobre el asiento de la moto, diciéndoles entre risotadas entrecortadas:
—¡Váyanse antes de que nos arrepintamos! —les dijo, entre tomas de aire para no asfixiarse. Finalizando con—: ¡Que ocurrencia, cabrón, que ocurrencia!
Los tres abrazaron al ayudante y entraron en el coche como gato que cruza la gatera para salvarse de un perro de presa. Continuaron el viaje sin pasar de ciento veinte, y cumpliendo, estrictamente, el Código de la Circulación.

Dolo continuaba camino de Bonares. A medida que se acercaba a la entrada del pueblo, su rostro aumentaba el desencaje. Únicamente la distrajo de su calvario, un comentario:
—¡Este coche es una bomba con la espoleta (aparato que activa las bombas) activada! No comprendo cómo autorizan la fabricación de este renacuajo. He venido a más de doscientos kilómetros por hora ¡después dicen que se mata la gente en la carretera!
Próximo miércoles 16 de mayo: Capítulos 52, 53 y 54

Comments: Publicar un comentario



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?