02 mayo 2007

 

CAPÍTULO 52 (No porque a una flor le falte algún pétalo, deja de ser flor - jibr).

Nada más llegar a Bonares, dos hechos mudos llamaron la atención de Dolo: uno, que no veía ni un alma; y otro, que no podía continuar con el coche porque las dos calles por las que podía seguir estaban cortadas por barreras móviles de color amarillo. No tuvo más remedio que aparcar por allí.
Ya fuera del coche, al que había dejado la puerta de par en par, gastó unos segundos en echarle un vistazo al lugar y elegir al azar una de las dos calles. Fue a cerrar la puerta, pero se detuvo al ver el bolso en el asiento del copiloto. Lo cogió por la correa chivata de los tamaños individuales de las mamas femeninas cuando ellas se lo cuelgan en bandolera (cruza el pecho y la espalda desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha). Dolo, con toda naturalidad, se lo colgó, e inconscientemente mostraba la talla de sus senos. Abatida (sin ánimo), cerró el coche. Regó el aire con miradas ansiosas de encuentro, que inmediatamente se perdieron al no encontrar ni un tiesto que las recogiera; obligándola a continuar caminando en soledad. Eligió la calle que caía más a su izquierda. Tras evitar las barreras portátiles, vio a una viejecita, de pie, sobre el umbral de la puerta de una casa. Sin dudarlo se dirigió hacia ella para preguntarle, pero la viejecita se le adelantó:
—¡Señorita, llega tarde! —tos seca—. La procesión ya ha pasado por aquí —amabilidad sanota.
—Gracias —amabilidad correspondida, y soplo de alivio, porque al oír la llamada de atención de la viejecita, instintivamente, por la tontura de enamorada, pensó que se refería a que había llegado tarde para ver a Vito—. ¿Me puede ayudar?
—¡Si no es para que la coja en brazos ni para darle dinero, le ayudo en lo que usted quiera! —simpática.
—¡No, por Dios! —sonrió amablemente—. Necesito que me indique por dónde tengo que coger para llegar a la calle Nueva.
—En cuanto la vi supe que era forastera. ¿Allí vive su tortolito? —cotilleo sano que provocó sofoco en Dolo.
—Señora… —se calló, un solo segundo, para pensar—: <"¡Pronto comienza el pitorreo!>> —continuando—: Señora, es que he quedado allí con unos amigos.
—Señorita… —sonrisa y voz granuja (pilla)—, yo estaré vieja y chocha y sorda, ¡que también!, pero oigo lo que grita el brillo de sus ojos.
—Es usted muy observadora. <"Qué olfato tiene esta mujer. ¡Virgencita, que me dé la información sin preguntas, por favor!>> Pero no quiero ser… —se arrepintió—. Lo que quiero decir es que ya llego bastante tarde.
Inmediatamente le dio las indicaciones.
Dolo caminaba agarrotada.
—¡Señorita! —llamada gritona de la viejecita.
Dolo ni por asomo dudó de que la llamada era para ella, deteniéndose bruscamente; parada que estuvo a punto de costarle un cebollazo (caída o golpe fuerte) al resbalar sobre la juncia.
—¡Eso, eso, le quería advertir! —la viejecita muy alterada—. ¡Tenga cuidado que con esos zapatos la juncia resbala como las barras de nieve!
—¡Gracias! —sonrisa entrecortada y pensamiento contrariado—: <"¡A buenas horas, mangas verdes! (a destiempo)>>.
Con andares como si pisara huevos se dirigía a la casa de Vito. Tuvo la suerte de que los pocos que se cruzaron con ella no la reconocieran en la peregrinación por la tortuosa (que tiene vueltas y rodeos) y particular vía láctea con conocimiento de su meta y angustia temerosa de fracaso indeseado con deseo de calvario dichoso (feliz) cuando rompiera la cinta e invadiera la propiedad privada de su buscado. Al dejar la alfombra salvaje repasó en voz baja las indicaciones recibidas, comprobando que las cumplía a rajatabla:
—Allí está la plaza con el templete en el centro, donde, según la señora, toca la banda de música —continuaba sin perder detalles. Por esa zona la vida comenzaba a dar muestras de su existencia con elegancia festiva—. Ya veo el mercado de abastos…, y allí está el economato. ¡Ésa es la calle Nueva! —sus piernas mostraron claros signos de flojera. Sobre la frente de la primera vivienda vio la matrícula que identificaba el orden callejero—. Si, aquí está el número dos, y Vito vive en el sesenta y nueve, eso quiere decir que tengo que continuar hacia abajo. ¡Vaya numerito que tiene la vivienda! —bajaba por la acera derecha, pero cada vez que se tenía que cruzar con alguien cambiaba de orilla—. ¡Esto es tranquilidad y no la de Madrid! Oigo hasta los pájaros. ¡Que me escuche, Virgencita, que me escuche! ¿Y si no hay nadie en su casa? —miró la numeración—. El cuarenta y dos, ya casi llego. Tranquilízate, Dolo —bajó la mirada hacia su corazón—, o ralentizas el bombeo o vas a conseguir que me dé un infarto. No, por favor, aquí no, que Vito me dijo que no había hospital. ¡Sería el mayor espectáculo del mundo si se te ocurre fallarme ahora! —nueva comprobación numérica—. ¡Que me paso! —se le cortó la respiración. Sofoco asfixiante. Temblequeo por riada de sudores fríos. No pudo evitar dejarse recostar en la pared, junto a la puerta de Vito. Ahora los pájaros eran los que, al oír su respiración, enmudecieron los piares aflautados. Tomó aire hasta inflar los dedos de los pies. Con toqueteos nerviosos sobre el vestido, se daba los últimos retoques para que la aparición inesperada fuera más sobrellevada por una buena impresión de facha (aspecto). En la búsqueda del pulsador del timbre advirtió que no existía, pero sí colgaba de la puerta una aldaba de bronce. Sorpresa inesperada al descubrir que una hoja de la puerta dejaba una rendija de la justa medida que le proporcionaba una aldabilla (pieza de hierro que, entrando en una armella o hembrilla sirve para cerrar, o mantener entreabierta, puertas, ventanas, etc.)—. Esta abertura significará que hay alguien dentro —se dijo Dolo, para a continuación acercar la mano derecha, con temblor parkinsoniano (parkinson: enfermedad del sistema nervioso que produce dificultad al andar, alteraciones en la coordinación de movimientos, rigidez muscular, y temblores) hasta dejarla muerta sobre la aldaba. Las gotas de sudor caían en cataratas manchando el umbral de pecas transparentes. Pasaron nano-siglos de nano-siglos (nano: prefijo que entra en la formación de palabras con el significado de muy pequeño), antes de que, con delicadeza aterradora, se decidiera a hacer trabajar, por dos veces consecutivas, a la aldaba.
—¡Adelante, que está abierta! —voz femenina con cuerpo añejo (que tiene mucho tiempo).
Dolo, temblando, decidió entrar, pero cuando estaba a punto de interrumpir el acto de fecundación eternamente estéril, por lesbianas, entre la aldabilla y hembrilla, retrocedió tan rápidamente como avanzó, diciéndose mentalmente:
—<"No puedes rajarte ahora. ¿Qué dirá si sale y te ve?>>
Con decisión dubitativa se acercó de nuevo a la puerta. Dirigió la mano lentamente para liberar la hoja de la puerta de la aldabilla.
—¡Aaaaaahhhhhh! —chillido terrorífico de Dolo al adelantársele otra mano, tras la puerta, en la liberación de la misma.
—¡Que susto, señorita! —señora bajita y consumida por días lentos y sufridos, como así lo cantaba: el pelo canoso, recogido en un rodete mantenido por horquillas negras; la piel con pliegues tiznados de senilidad (senil: vejez); ojos, enterrados en ojeras, desconocedores del más mínimo bienestar; bata de guatiné (tejido acolchado) de color beige (color natural de la lana, pajizo amarillento. Se pronuncia gralte. beis); y babuchas negras. Las crueles pruebas ocultaban una vida que todavía no había llegado a las sesenta velas. Ni echándole la mayor imaginación halagadora se podría, ni tan siquiera a la baja, acercarse a su verdadera edad.
—Perdone —Dolo, cohibida—, no ha sido mi intención asustarla —mueca escondiendo su pavor—. ¿Vive…?
—¿Usted? —sorpresón aliñado con odiosa tristeza.
Un violento hachazo segó las cuerdas vocales de Dolo.
—¿Usted? —rostro apenado de madre herida—. ¡Cómo se atreve, usted, a venir a mi casa! —mirada lacerante acompañada por voz equilibrada y sin aspavientos—. Usted no conoce vergüenza.
—Señora, por… —Dolo aguantaba las lágrimas.
—¡Usted ha matado la alegría de mi hijo! —miraba al suelo llorando—. ¿Por qué le ha hecho daño? si es un pan bendito —mirada destrozada—. Usted es la culpable de que ahora tenga que estar escondido como si fuera un asesino.
—Señora, por favor —súplica desesperada con lágrimas infladas de tristeza e impotencia—. Yo…
—¡Usted es un demonio! Le ha destrozado su…
Dolo la interrumpió gritándole:
—¡Yo estoy enamorada de él! Lo quiero con toda mi alma —llevó el tono de su voz a petición de comprensión—. ¿Usted le haría daño a su ser más querido? Desde que se marchó sin despedirse de mí, vivo en la mayor de las amarguras —continuaba de corrido para no darle la oportunidad de que la interrumpiera—. Lo de la revista ha sido una traición, a mi familia y a mí, por dinero. He venido a verle para darle las explicaciones que no pude darle en Madrid, y, antes de que me respondiera lo que pensara, decirle que lo quiero, que la vida sin él no me interesa. Sí, señora, yo sé que Vito tiene un corazón que en cada latido regala bondad. Sin embargo nadie, que me conozca bien, puede decir que el mío no sea igual. Le pido con toda mi alma que me dé la oportunidad de explicarle todo lo que ha hecho que Vito y yo estemos destrozados, y, por supuesto, ustedes y los míos. ¡Por lo que más quiera, déme la oportunidad de explicárselo a usted! Si después no se siente complacida me iré sin verlo.
—Sus artimañas no me van a convencer de que usted es la mujer que puede hacer feliz a mi hijo. Usted lo que debe…
—¡Celedonia! —contrariada llamada de atención, de Victoriano padre, al salir del escondite desde donde oía la conversación—. Déjala que nos lo explique. Pase, señorita.

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