03 mayo 2007

 

CAPÍTULO 55 antepenúltimo (Debemos aprender de los trompicones para no conocer los batacazos - jibr).

Dolo, al salir de la casa de Vito, había comenzado, con todo su furor, una carrera que iba desinflándose por cada metro recorrido.

Doña Celedonia, en el momento que Dolo abandonó la casa, llamó al móvil de Vito:
—No me acordaba de que se lo ha dejado olvidado en el Paraíso. ¡Victoriano, debemos ir!
A don Victoriano le desapareció el solideo, asintiendo resignado. Entraron en el dormitorio para vestirse acorde con el día.

En la puerta del casino todo el mundo estaba metido en su jolgorio (también holgorio: regocijo, fiesta bulliciosa) particular, por lo que Vito comenzó a encontrarse más cómodo.
Vito hacía tiempo que no se encontraba tan relajado. Mientras pelaba una gamba blanca de Huelva, hablaba con Guillermo.
Si se hubiera medido el bullicio que había, en ese momento, seguro que el medidor de decibelios hubiera vomitado por empacho.
Incomprensiblemente se produjo una desconcertante extrañeza general ante el descenso paulatino del bullicio, que llegó a que el silencio fuera molesto y asustara.
Hasta que Vito no finalizó con el despelote integral de una gamba y levantó la cabeza del plato, no reaccionó. Tampoco dijo nada al ver que todo el mundo, incluidos los de su mesa, miraban sin pestañear hacia un lugar, relativamente lejano, del centro de la calle. Tuvo que pestañear, repetidas veces, con el fin de adaptar la visión al brusco cambio de sombra a sol, para conseguir ver la causa de tanta atención misteriosa.
Toda la atención de los allí reunidos, se concentró en una persona que se dirigía hacia ellos por el centro de la calle. Su lento acercamiento, a cada paso, iba hiriendo de muerte al silencio. El no reconocimiento del rostro, por la lejanía, inducía a pensar, viendo aquel vestido, de blancura de pueblo andaluz, bamboleándose con son de alas de mariposas blancas en pleno cortejo, que era un ángel. Los más cercanos a la efigie (imagen, representación de una persona) fueron los que comenzaron a abrir la espita (grifo pequeño) del murmullo.

Mientras caminaba hacia el enjambre de ojos desconocidos, Dolo, mentalmente se decía:

“Yo sólo quiero abrirte las puertas de mi verdad.
Yo sólo quiero que los vientos limpios me lleven a ti.
Yo sólo quiero que la maldad, cuando nos vea, se convierta en bondad.
Yo sólo quiero darte despertares felices.
Yo sólo quiero que leas mis palabras, porque, sus colores, te harán ver un arco iris como señal de mi sinceridad.
Yo sólo quiero que tus suspiros sean mi aliento.
Yo sólo quiero que mi vida arrulle y agazape mi muerte para poder demostrarte lo que por ti mi corazón siente.
Yo sólo quiero decirte que te quiero.”

Una pregunta unívoca (que se refiere solo a un aspecto) fue lanzada desde distintas direcciones:
—¿Quién será?
El semblante de Vito enfermaba a cada paso de la forastera.
Guillermo, esta vez, no necesitó de la psicología para acertar quién era el ángel, y no pudo evitar exclamar:
—¡Copón santo, aquí se va a armar la de Dios!
El nombre del ángel comenzó a saltar de mesa en mesa como abeja buscando néctar (liquido azucarado que contienen algunas flores) en flores de plástico.
Por un momento, aquél lugar se asemejaba más a un partido de tenis que a la celebración de una festividad: Todos al unísono miraban a Dolo para, inmediatamente, mirar a Vito, y viceversa.
Pasada la frontera del contraluz, Dolo se hacía paso entre las mesas sin dejar de buscar a Vito. Al verlo no pudo continuar caminando. Quieta, seria, temblorosa, con respiración descompensada, ajena a todo cuchicheo, estuvo un disparate de tiempo mirándolo sin pestañear.
El murmullo comenzaba a subir de tono.
Vito, con una frialdad incomprensible, continuaba sentado mirándola sin verla.
Cuando Dolo puso sus andares a trabajar en dirección a Vito, antes de que llegara a alguna silla ocupada que le entorpeciera el paso, el inquilino rápidamente se levantaba quitándole el estorbo.
—¡Ssssssssssssss! —orden dictatorial, procedente de las últimas localidades, de un ansioso de marujeo.
Cifuentes, que estaba de espaldas a ella, se levantó, colocándose, descansando las asentaderas en los calcañares (calcañar: parte posterior de la planta del pie), o sea en cuclillas, entre Aure y Vito, con la intención de dejarle la silla a Dolo y, sobre todo, no perderse detalle.
Dolo se detuvo, justo rozando su vestido en el espaldar de la silla cedida por Cifuentes..
El silencio, aliñado por la expectación general, arrullaba a las dos miradas, sostenidas por tensión hambrienta de deseos comunes, pero recelosas ante las imaginarias controversias (discusión, por desacuerdo, sobre un mismo tema), entre ambos, ahora actores principales en la representación sin guión en aquél improvisado restaurante-teatro.
Todo el gentío que estaba en el interior del casino salió despavorido a la puerta, al oír el trueno mudo que parió el bullicio de la calle al segarle la vida la guillotina de la calma.
Entre Dolo y Vito, sólo cabía un metro.
—Vito —decía Dolo después de un suspiro desesperanzado—, ¿puedo hablar contigo, a solas, un momento?
La petición de Dolo, aunque, desolló (desollar: quitar la piel del cuerpo o alguno de sus miembros) todas las entrañas de Vito, éste continuó sentado ocultando, a la perfección, su sufrimiento; hasta que la esperilla comenzó a mostrar unos tic nerviosos, casi inapreciables, en el rostro de Vito.
Sin embargo, Dolo, quizás porque todos sus sentidos estaban desfallecidos, mostraba una serenidad pasmosa.
Cuatro intrusos, para los allí presentes, irrumpieron inesperadamente en el tenso y espontáneo cónclave popular al aire libre. Todos, menos ellos dos, cambiaron las miradas de escenario. El recepcionista obligó al fotógrafo, pellizcándole el costado sin piedad, a que fotografiara a los dos.
Guillermo al ver que le hicieron una foto a su amigo se levantó de la silla a la vez que con el dedo índice marcó, en el aire, llamada inmediata en seis rostros de su confianza, que apresuradamente se le acercaron. Con Guillermo a la cabeza —recordaban a “Los Siete Magníficos” (película sobre siete pistoleros en el oeste americano)—, rodearon a los cuatro cuatreros (ladrón de bestias) de la intimidad.
—¡Dame ahora mismo el carrete —voz amenazante de Guillermo—, o salís de Bonares con los pies por delante!
El fotógrafo miró a sus colegas, desapareciéndole todas las dudas al ver el acojonamiento, por credulidad, que expresaban sus caras. Con un hábil movimiento le arrancó los sesos a la cámara, entregándoselo, sobre la macha, a Guillermo.
—¡Hasta que yo os lo ordene —les vociferaba, por lo bajini, el sheriff Guillermo—, seguid ahí calladitos, ¿eh?!
Los chismorreos murmuradores comenzaron de nuevo a espesar el ambiente.
Cifuentes, con disimulo, hincaba repetidas veces la punta del dedo índice en los riñones de Vito para, más que alentarlo, obligarlo a que se levantara.
Vito aguantaba el martirio que le estaba infringiendo Cifuentes, y a todas las perrerías que le quisieran hacer; sólo pensaba:
—<"¡Que hace ésta aquí! ¿No ha tenido bastante todavía? Esto es vergonzoso, parece que están esperando a que haya sangre. ¿Esta gente no tiene ningún problema? Cada vez que aparece me mete en un lío. ¿Qué querrá? Estos se lo están pasando en grande. ¿Cómo me habrá localizado? Y mis padres han preferido no venir para que el revuelo fuera menor, ¡tiene cojones!, se van a perder lo mejor. Ese fotógrafo… ¡no será al que quería asesinar Dolo en Madrid! ¡Hay madre, a que al final va haber sangre! Seguro que son los del Diez Moniatos. ¿Qué querrá hablar conmigo? Está guapísima. ¡Que no los vea Dolo, porque se los carga aquí mismo! No puedo creerme que haya venido de Madrid a Bonares, sólo para hablar conmigo. No tiene conocimiento, ¡sólo tiene coñocimiento! ¿Con cuántos se habrá acostado desde que la dejé? Sus ojos tienen un mustio (melancólico, triste) que yo nunca les vi. ¿Por qué no se irán a sus casas? Está claro que el que se tiene que ir soy yo. Vito decide lo que sea, pero decídete de una vez. A más tiempo, más lastre. Va a suceder lo de siempre, me contará una milonga (enredo, chisme), yo nada más que la oiga hablar me lo creeré todo, y luego vuelta al arrepentimiento. Vito, no seas iluso (propenso a ilusionarse, soñador) y ten sentido común, ella vive en unas alturas a las que tus escaleras no llegan. Escúchala, y matas dos pájaros de un tiro: la desaparición de ella para siempre, y tu tranquilidad. Si no fuera una perdida, o, por lo menos, sólo fuera una casi perdida, no la dejaría escapar, pero esta fulana tiene, además de una educación podrida por el dinero, una afición por abrirse de piernas ante cualquiera, ¡vamos, que es su hobby!, que ni por muy guapa que sea ni por mucho que yo la quiera ni por toda la pasta del mundo, estaría un segundo a su lado. ¡No me mires de esa forma, Dolo, por favor! Si es que has jugado con mis sentimientos. ¡Que quietecitos están! Te has reído de mí, por paleto. ¿Ya has quitado lo de “pendiente de calificar” de tu ordenador; y qué nota me has puesto? ¡Que linda, Dios! ¡Es guapa con cojones! ¡Vito, termina con ella ya, ya, ya!>>
En el preciso momento en que Vito se levantó, el silencio devoró a todos los pensares.
Vito, al abandonar la mesa, le hizo un gesto a Dolo para que lo siguiera.
Ella obedeció.
A unos metros de la canalla, Vito recordó que los inquilinos de la casa que tenía justo a su derecha, estaban sentados en la puerta del casino; no lo dudó y eligió el portal de esa casa para poder escuchar a Dolo, sin observadores.
Dolo entró tras él.
Todos miraban hacia allí.
—¡Es mi casa, es mi casa, es mi casa! —gritaba, la dueña, haciendo aspavientos para que todos se enteraran—. ¡Fotógrafo, hágales una foto, que quiero que salga mi casa en el Diez Moniatos!
—¡Métele mano que está muy buena! —gritó un grosero en ayuno sexual crónico, eso sí, tirando la piedra y escondiendo la mano.
—¡Si no puedes con ella, échala pacá! —gemelo del anterior, escondido tras las ramas que decoraban la acera.
—¡Envidiosos! —voz femenina.
Guillermo, irritado porque no la quería, ni en pintura, para su amigo y menos que sirviera de alimento a la chusma (conjunto de gente grosera, baja), pisoteaba encorajinado la juncia, hasta que no pudo aguantar más:
—¡Se van a enterar! —se subió en una silla—. ¡Ya está bien, copón! ¡Me estáis hinchando los huevos! ¡Como no dejéis a mi amigo tranquilo, le meto fuego a todo esto! ¡A comer y beber, calladitos, copón!
El Comandante de Puesto de la Guardia Civil, en este caso un sargento, flanqueado por dos números (guardia sin graduación), ante el cariz que estaba tomando la celebración del Corpus, se apostó (apostar: ponerse en un lugar con un fin) en la puerta del casino, en prevención de un altercado (disputa violenta) público.
Entre la vigilancia militar y la amenaza de Guillermo, consiguieron la normalidad, pero sin poder evitar que, de vez en cuado, los allí presentes murmuraran y miraran a la casa donde, presumiblemente, los dos tórtolos (pareja de enamorados), negociaban su armisticio (suspensión de hostilidades) particular.

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