09 mayo 2007

 

CAPÍTULO 57 último (A "El Bota", mi reunión desde la infancia).

La aparición de Dolo, en la calle, motivó que la canalla, al verla sola, pasara del runruneo (murmullo de voces) a desmadrado alboroto; pasando a silencio sepulcral en el momento en que identificaron la prenda que ella, con el brazo derecho levantado en toda su extensión, ondeaba en la mano.
—¡Copón, pobre Vito! —Guillermo sin dejar de mirar a Dolo y deteniendo a Manuela que se levantaba para ir hacia ella.
Dolo caminaba hacia la canalla, sin bajar nunca el brazo, con la soltura de estar segura de lo que hacía. Se dirigió, sin titubeos, a la mesa ubicada en el centro del picnic (jira campestre) urbano. Educadamente le pidió a una joven que le cediera la silla que ocupaba; ésta sin dudarlo, aunque nerviosa y cortada y desconcertada, la liberó amablemente.
Lo único que se oía, ante el asombro, era el pisoteo nervioso de la joven sobre la juncia, y el cambio de posición que Dolo le dio a la silla. Ninguna pupila se movía, y el silencio hería los tímpanos.
Dolo, sin bajar el brazo y buscándole postura al bolso que llevaba en bandolera, posó el pie derecho sobre el asiento de la silla; respiró; y, con ímpetu felino, saltó sobre la mesa. Algunos vasos se hicieron pis sobre el mantel de papiro blanco, que lo absorbió como esponja sedienta; varias botellas, en el filo de su vida, rodaron y regaron, intentando salvar, la insalvable muerte de la juncia; más de un plato, ya libres del peso de sus ofrendas comestibles y con su plastificada piel albina (blanca) untada de sudores chacinosos (grasientos), conocieron el peso de Dolo.
A Vito le quemaba el estómago la incertidumbre olorosa a calle escandalizada que le llegaba a través de los poros de la puerta. Creyó, con convencimiento celestial, que su Ángel de la Guarda le hablaba a través del loro:
“¡Grrrraaah, maricón de mierda! ¡Grrrraaah, sal, cabrón! ¡Grrrraaah, no tienes huevos, grrrraaah!”
Vito, nada más salir del portal, se arrepintió de haberlo hecho, al ver a Dolo subida en la mesa, con las bragas como estandarte, siendo presa de todas las miradas.
Dolo no decía palabra, sólo daba un lentísimo garbeo visual sobre la canalla, que no es que estuviera cohibida, sino que estaba acojonada ante el magistral desplante (dicho o acto lleno de arrogancia, descaro o desabrimiento: dureza de genio, aspereza en el trato).

Vito se quedó noqueado (fuera de combate, inconsciente, insensible) de pie, sin poder evitar murmurar:
—¡Está pidiendo que se la cepillen! ¡Y a mí qué me importa! —fariseísmo puro (hipocresía)—. ¡Mis amigos no serán capaces! No lo hagas —rogaba—, que yo te quiero tanto que sobrellevaría tu pasado sin un reproche, pero, ¡aquí no! ¡Y ése de la cámara no será el fotógrafo de Madrid, porque si no ya se lo habría cargado! Parece una diosa con los adoradores a sus pies. ¡Que no se le acerque ninguno, que no se le acerque ninguno! Está deslumbrante. No, Vito, no, ¡tira parriba y corre! ¿Quiénes serán los afortunados?, porque esta con uno solo no se conforma. ¡Mamahostia, que eres un mamahostia y capullo y…! ¿Por qué, Dolo, por qué? —lloriqueo en sequía.

Los niños, de la canalla, estaban hipnotizados por el ondeo (ondear) de las bragas en la mano de Dolo; menos dos churumbeles (voz gitana para nombrar a los niños) que, desde que Dolo conquistó la mesa, las madres los convirtieron en inocentes y temporales ciegos.

La voz de Dolo dejó sin aliento a todos, cuando, gritando a todo pulmón, preguntó:
—¿Entre ustedes hay algún tocólogo o ginecólogo?

Un revoloteo de resoplos y cambios posturales nerviosos, y no por posicionamientos incómodos, hizo sucumbir al genuino (puro, propio, natura, legítimo) sonido muerto.

Sin lugar a dudas, Vito, lo oyó como si estuviera junto a ella, lo que le produjo un cruel resquebrajamiento del alma, exclamando apenadísimo:
—¡Ay, madre, que primero se lo quiere hacer con profesionales! ¿Dónde está el…?, ¡allí está…; no te muevas de tu sitio, que tú estás casado! —miraba al médico del pueblo.

Dolo, ante la falta de complacencia, continuó solicitando ayuda:
—¿Es que en este pueblo no hay ni siquiera una comadrona (mujer que tiene por oficio asistir a la que está de parto)?
El cuchicheo producido por la canalla le hizo llegar a Dolo el aliento cobarde de santurrones (santurrón: hipócrita que aparenta santidad) reprimidos cuando forman parte de un público conocido.
—¡De acuerdo! —dijo, Dolo, enrabietada, sin dejar de rastrear en las miradas que inundaban aquél paradisíaco (también: paradisiaco) lugar, luchando por encontrar una respuesta a su pregunta. Ante el fracaso, volvió a la carga—: ¡Está bien!... —mientras pensaba, inconcebiblemente, su público comenzaba a impacientarse—. ¡Va!... ¿Entre ustedes hay alguna ajuntaora?…
(La ajuntaora: Gitana más anciana en una boda calé —gitana—, que es la encargada de comprobar la virginidad de la novia, realizando la prueba de las tres rosas. Hasta que la ajuntaora no enseña el pañuelo con las tres rosas, es decir, con tres manchas de sangre procedente de la desfloración manual, demostrando la virginidad de la novia, no rompen en felicidad. También se dice, se comenta y se rumorea, que Isabel la Católica se sometió a la prueba de las tres rosas; y alguna famosa más).

El despiste contaminó a la mayoría, que, mirándose unos a otros, buscaban entenderla.

Dolo continuaba ondeando las bragas, hasta que, pasado un tiempo sin obtener respuesta, bajó el brazo para embozar su rostro con las palmas de las manos, las bragas entre ellas, y exhalar toda la tensión. Lo que dio pie a que el murmullo comenzara a ser molesto. Dolo, de nuevo, lo aniquiló al gritar con dos pares:
—¡Escuchadme bien! —esperó a que le pusieran toda la atención para continuar—. Este espectáculo barato que he montado aquí, ha sido por mi desesperación ante todas las calumnias que se han dicho de mi; y el final de la obra iba dedicado a todos los calumniadores. Pero no ha podido ser, porque la única intención que tenía, si hubiese dado la cara, uno cualquiera, de los profesionales que he solicitado, habría terminado como tenía que terminar, certificando ¡ante todos! que… —levantó los brazos al cielo, las bragas también, y, a todo pulmón, gritó—: ¡Soyyyy virgeeeeeennnnnn! —desesperación atormentada. Imposible describir el daño colateral que ocasionó tan explícito (que expresa clara y determinadamente una cosa) grito: las caninas vivientes allí presentes se descoyuntaron (desencajar los huesos) ante el estremecimiento producido por la inmoral, obscena, grosera, irrespetuosa, impúdica, lujuriosa…, petición al público y el grito final. También tocó a rebato, los testículos del campanario que, entre gritos broncíneos (bronce) anunciaron la hora, en punto, con cuarenta minutos de adelanto. Ni un terremoto de grado 9,5 en la escala de Richter (escala que mide y compara la intensidad de los seísmos) hubiera conseguido tan colosal estruendo (ruido grande). Únicamente la inocencia infantil de los niños, que no pararon de fabricarse camas amontonando la juncia en varios puntos de la calle, se libró del seísmo dialéctico producido por Dolo.

Vito, con la mirada tirada al suelo por encima de su hombro izquierdo, sufría una humillante y dolorosa y brutal vergüenza por culpabilidad sin premeditación y alevosía.

Tampoco faltó el plasta, de turno, aprovechándose de la situación para presumir de sus conocimientos fanáticos:
—¡Así me gusta! —gritó el cinéfilo del pueblo—. ¡Con cojones! —aplaudiendo ridículamente—. ¡Cómo Juana de Arcos ante el examen de virginidad al que la obligó pasar la Iglesia! (bella y cruel historia de una heroína francesa que fue quemada viva en la hoguera por los ingleses. De Juana campesina, pasando por Doncella de Orleáns, hasta llegar a Santa Juana de Arcos).
—¡No te escondas, Pedro, que tú eres ginecólogo! —vociferó el que generalmente hace el payaso para llamar la atención y que sepan que existe—. ¿Te da miedo, o es que tu víbora te tiene cogido por los huevos? —ahí sí acertó de lleno.
—¡Niña, te vale el ayudante del veterinario? —otro gracioso.
La cosa se estaba poniendo feilla.
El que más estaba sufriendo por el espectáculo, además de Vito, por supuesto, era Guillermo, que desfogaba su ira apretando el lateral del asiento de la silla con una mano, y con la otra aplastaba violentamente a medio chusco (pedazo de pan duro o desechado).
—¡Pero, si a ésa le cabe un portaviones en el jigo! ¡Es…! —gritaba otro, que no pudo concluir su gracia, porque, Guillermo, le estrelló contra la nariz el medio chusco que tenía en la mano, provocándole una mosqueta (hemorragia nasal) a tumba abierta.
—¡Para éste un médico! —gritó el que estaba a su lado, al descubrir la sangría.
El sargento de la Guardia Civil, al ver acercarse a Vito a paso ligero, rápidamente colocó la palma de su mano derecha en la cacha que enseñaba su arma, preparándose ante la que se podía armar.

Dolo continuaba imperturbable con las piernas escarranchadas a todo lo que le permitían sus ingles, pero no tardó en deshacerse de la incómoda postura, porque inesperadamente, por la espalda y a traición, voló de la mesa para aterrizar en el hombro izquierdo de Vito. Mala posición eligió para portearla.

—¡Ése es mi amigo, copón! —gritó Guillermo subido en la mesa—. ¡Demuéstrale quién tiene más huevos! —restregándose las manos eufórico—. ¡Quítale las tonterías dándole ya la hostia que necesita!
Todos aplaudieron. Bueno, menos el de la mosqueta que no dejaba de obturarse (obturar: tapar o cerrar una abertura o conducto), los agujeros de la nariz, con compresas hechas de servilletas de papel, para detener la hemorragia.

Vito luchaba por acomodarse el bulto carnoso en el hombro para coger las de Villadiego (huir) con destino desconocido.

Dolo braceaba y pataleaba encorajinada, gritándole a Vito:
—¡Suéltame, cateto! —para no perder las bragas se la colocó de pulsera—. ¡Me van a ver por detrás hasta la campanilla!
—¡Pues no te muevas! —Vito con voz militar.

Guillermo continuaba de pie sobre la mesa. Miró hacia abajo al sentir unos tironcitos en los perniles.
—¿No te habrás subido ahí para que yo compruebe tu virginidad? —ironía de Manuela.
—¡Copón! —saltó de la mesa y, disimulando que se caía, se abrazó a ella diciéndole al oído—. ¡Me tienes loco!

Dolo no detenía su particular pataleta sobre el hombro de Vito. Intentó persuadirlo diciéndole:
—¡Me estás haciendo daño en el estómago!
Vito intentaba, con su mano derecha, inmovilizarle los braceos enloquecidos.
Tras varios aplastamientos estomacales, Dolo, con voz creyente, le gritó a Vito:
—¡O me sueltas o te estallos los…! —levantaba el brazo derecho con la clara intención de dejarlo caer, como badajo (pieza pendiente en el interior de las campanas para hacerlas sonar) ferroso de una tonelada, en sus entrepiernas.
Ante la inminente acción torturadora, Vito, se revolvió torpemente para evitar el golpe; consiguiendo que Dolo resbalara del hombro y cayera al suelo. La suerte de que no se escoñara contra el firme, la tuvo una de las camas-juncia que los niños habían construido.

Toda la canalla, ya bastante retirada, rió a carcajadas.
—¡Ay, ay, ay, ay! —se quejaba Dolo.
—¿Qué te duele? —Vito, compungido—. ¿Qué te duele? —se inclinó hacia ella para ver dónde estaba el daño.
De un tirón, Dolo, lo atrajo hacia sí cubriéndose con él.
—¡Vitooo, Vitoooo —gritaba, alterado, Guillermo—, cálala ahora, cálala ahora, a ver si la chulería que se ha tirao es cierta!
Manuela le pegó una sonora colleja.
Vito, nervioso, abandonó tan lindo buque insignia escurriéndose por la borda (canto superior del costado de un buque) e inmediatamente se puso de pie.
—¡Ooooohhhhh! —decepción de la canalla.
Dolo, exhibiendo un magistral arte pudoroso, aprovechó para ponerse las bragas.
—¡Ooooohhhhh! —nueva decepción de la canalla al no ver lo que deseaban.
Dolo, inmediatamente, se reincorporó; sacudiéndose del vestido las hojarascas capturadas en el baño de juncia. Con movimientos de monolito (monumento de piedra de una sola pieza) se quedó frente a él mirándole a los ojos.
—Si te dijera —le decía Vito—, ¡te quiero!, te engañaría…
Dolo, al oírle, retrocedió con paso asustadizo, como si la luminosidad del día, en un segundo, se hubiera transformado en polvo carbonero.
—…, porque —continuaba Vito— lo menos que mereces que te diga es que lo peor que deseo hacerte es que vivas a mi lado para demostrarte que te aburriré ¡hasta pedirme que no te quiera! con la felicidad que te guardo en mi corazón desde que te conocí.
Dolo saltó hacia delante, quedando totalmente unida a Vito, como el pulpo a su presa, por la fuerza que hacía ella apretándole con las piernas la cintura y con los brazos el cuello, diciéndole:
—¡Y yo que creía que no estabas en edad de merecer!
Vito, ante la inestabilidad que le daba la cama-juncia y el peso de ella, comenzó un ridículo tambaleo que los llevó de nuevo a tumbarse en la cama-juncia. El beso portaba el marchamo (señal, firma) del amor puro, y la vitola (marca) de corazones ocupados.
—¡Bieeeennnn! —vítores con aplausos, cómo no, de la canalla.
Un sonido, inconfundible, procedente del cielo provocó que Dolo rompiera el trasiego salival-amoroso.
—¡Mis padres! —exclamó Dolo al oír un helicóptero.
Vito palideció al recordar que la reacción impulsiva que Dolo había experimentado, era de igual cosecha que las que le hicieron conocer los infiernos en Madrid. Por tanto no pudo evitar murmurar:
—¡Otro follón! —se tapó la cara—. ¡Sí todavía no me he recuperado de…! ¡Esto saldrá mal! ¡Santa María Salomé, por lo que más quiera, mándale un correo electrónico a Dios para que no me pase na!
—¡Chss! —Dolo lo mandó callar sin dejar de mirar al helicóptero. Después de cerciorarse de que era el helicóptero de su padre, inesperadamente, corrió hacia la canalla, que, aunque la componían cientos, al verla acercarse como una moto, descubrieron su acojonamiento al dar, todos a la vez, como si lo hubieran ensayado, tres pasos hacia atrás. Dolo se detuvo a unos metros de los cuatro cuatreros de la intimidad.
—Gracias —le decía al recepcionista—, ya mandaré a recoger mi equipaje —mientras tanto buscaba algo en el bolso; al encontrarlo se lo lanzó, con delicadeza. Le envió las llaves del R-5, que, por supuesto, no llegó a coger, porque se le adelantó su ayudante y dueño del coche. Y regresó, corriendo, hacia donde estaba Vito.
La canalla no sólo no recuperó los tres pasos, sino que se adelantaron metros.
—¡Vamos, corre! —le dijo Dolo, a Vito; que al llegar junto a él le cogió de la mano y tiró para que le acompañara en la carrera hacia donde intuía, por el sonido, que podría aterrizar el helicóptero.
Todita, todita la canalla corrió tras ellos.
—¡Eh, eh, eh, tenéis que pagar! —el camarero del casino desgañitándose—. ¡No importa, os conozco a todos! —enojado tiró la libreta al suelo.
—¡Mira, por ahí vienen tus padres! —Dolo a Vito.
—¡Lo que me faltaba! —asfixiado, más por lo psicológico que por lo físico.
Doña Celedonia y don Victoriano detuvieron el caminar acelerado que se habían marcado para llegar cuanto antes al casino. Se miraron desconcertados.
—¿Qué pasa? —preguntó doña Celedonia en el encuentro con los dos prófugos.
—¿Por qué corren tras ustedes? —don Victoriano, con clara preocupación, al ver que la canalla los perseguía.
—¡No se preocupen! —les dijo Dolo con claras muestras de despreocupación y felicidad—. Vengan con nosotros —cogiendo a doña Celedonia por la mano, y, desde luego, pasar de correr a caminar delicado.

El helicóptero bajaba lentamente para posarse en la plaza de España, junto al templete.

Los padres de Vito intentaban decir algo, pero les era imposible. Bruscamente se detuvieron.
—¡Ya estamos cerca, un pequeño esfuerzo más! —dijo Dolo a los padres de Vito, regalándole un beso en la mejilla, a cada uno; que los receptores interpretaron como la inminente pérdida de un hijo, o, desde otro punto de vista, la inminente llegada de una hija. Los ojos de Dolo fumigaban el inconfundible aroma de que confiaran en ella.
Vito, al ver la cara de asustada que mostraba su madre, y con la única intención de superar la respiración del helicóptero, se dirigió a ella, por primera vez en su vida, gritándole:
—¡Madre, no te preocupes que todo va bien!
Los padres de Dolo aparecieron al abrirse la puerta del helicóptero.
Vito no pudo evitar decirle a Dolo:
—¡Dolo, Dolo, tu padre le tiene echado el brazo por los hombros a tu criada!
—¡Ya te contaré! —también tuvo que gritar.
—¡Otro lío, madre, otro lío! —moviendo la cabeza—. ¡Mejor no pensar en nada!
El padre de Dolo, al ver a toda la canalla avanzando en masa descontrolada, se preocupó; gritando:
—¡Subid, rápido, subid que nos linchan! —colocando rápidamente una escalerilla para facilitarles el acceso.
Dolo subió la primera para ayudar a los padres de Vito, mientras éste los empujaba por la espalda, porque se resistían a conocer la sensación de volar en, como siempre lo habían llamado, un ventilador panza arriba.
—¡Por favor, señora, confíe en nosotros! —el padre de Dolo a su futura consuegra (madre de un cónyuge, respecto del padre del otro)—. Somos los padres de Dolo. Como comprenderán no les vamos a hacer daño.
Recelosa, pero accedió; alentando a su marido a que lo hiciera también.
Por los pelos se salvaron de la canalla, que para nada era violenta, como pensó el padre de Dolo; simplemente era curiosa como la de cualquier otra parte del mundo.
Parecía que la huída había sido programada, porque al llegar la canalla al improvisado helipuerto, el helicóptero ya estaba volando.
—¡Con éste no cuentes ya para nada, pero para nada de nada! —le dijo con simpatía Guillermo a Aure.
—¡Llámame para decirme dónde te envío el finiquito, jajajaja! —vociferó Cifuentes.
Una pasada del helicóptero sirvió para que Vito se despidiera de los amigos.
Dolo, muy cariñosamente, para quitarle el miedo que sufrían los padres de Vito, los abrazó. A continuación repitió la acción con los suyos; para terminar mirando a Vito, a la vez que se sacaba del seno izquierdo un papel.
Vito, de un hábil zarpazo se lo arrebató. Al ver que era su manuscrito la besó intensamente.
Las dos parejas carcas (viejas), que disimulaban el espionaje al que tenían sometido a la pareja verde (joven), se encogieron de hombros ante la intriga del papelito.
En tierra, la canalla comenzó a dispersarse en grupitos, dando, cada uno de sus componentes, opiniones para todos los gustos.
El fotógrafo reunió, en cónclave secreto, a sus tres, ahora, amigos; diciéndoles:
—¡Desde que salimos de Huelva, lo he estado grabando todo con mi cámara oculta!
—¡Te quiero! —le gritó el recepcionista, al mismo tiempo que le besuqueaba (besar repetidamente) las mejillas; al terminar volvió a gritar—: ¡Rafa, compadre, mañana quiero los dos kilos! No. Todo, todo, y en vídeo ¡vale cuatro!
Rafa el periodista, movía la cabeza con preocupación.
—¡Cuatro, qué? —preguntó, sorprendido, el ayudante del recepcionista.
—¡Tú, a callar y a por tu coche! —el recepcionista lo empujó fuera del corro que habían hecho. Gritándole cuando iba camino del R-5—: ¡Y descansa, que esta noche tienes que cubrirme mientras descanso, que anoche no pegué ojo!

Dolo le preguntó a su padre:
—¿Cómo has sabido…?
—¡Chss! —sonriendo—. ¿Os parece bien que vayamos al “Dolores”? —yate con helipuerto—. Allí nadie nos molestará; está atracado en el puerto deportivo de Mazagón. ¡Ya os contaré por qué hemos aparecido por estas tierras! Que por cierto, me han dicho que Mazagón y sus alrededores están plagaditos de camaleones. A esos bichos los han catalogado como “Especie protegida”. ¿No os parece que proteger a los camaleones es otra injusticia más de…?
—¡Papá —lo interrumpió Dolo—, que todavía no te conocen!
La madre de Vito miró a su marido, diciéndole muy bajito:
—¡Puede funcionar!
El helicóptero puso rumbo al paraíso playero.
Dolo tocaba, con persistencia, el hombro de Vito, y, al mirarla él, le preguntó:
—¿Quieres ser mi espía?
Vito sonrió y le acarició la mejilla con cariño dulcero.

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